El espacio exterior al gran edificio de pisos, o, mejor dicho, interior a él —pues tenía la forma de un cuadrado hueco por dentro— se había convertido ahora en un espectáculo maravilloso. Los lados de aquel tremendo edificio, en todas las direcciones, estaban rodeados de arcos que daban al lugar un aspecto parecido, en cierto modo, al de un enorme claustro —un claustro vasto y moderno cuyos fuertes muros se elevasen doce pisos en el aire—. Aquí, en torno a los cuatro lados de este gran claustro, afluía constantemente una horda de gente del interior del gran panal. Vista así, resultaba abrumadora la tremenda escena de la procesión. Verdaderamente, era como la escena de un naufragio tremendo, como un gran trasatlántico que se hubiera dejado la vida en un iceberg, que se fuera hundiendo lentamente con toda su enorme dotación de gente: la tripulación, los pasajeros, los ricos, los pobres, los altos y los bajos, reunidos ahora, en esta última hora de peligro, en una camaradería viviente, como si fuera toda la familia de la tierra, con todas sus clases, que se uniera por fin sobre estas cubiertas inclinadas.
Así era, en estos momentos, esta escena en el gran claustro, excepto que el barco era esta roca fabulosa que tenían bajo sus pies, que la dotación del barco era toda la dotación de la vida y de la ciudad interminable y hormigueante.
Todavía parecía que era poca gente la que había comprendido completamente el sentido del acontecimiento que, de manera tan poco ceremoniosa, les había expulsado de sus nidos elegantes al cielo abierto. Para todos ellos era, sin duda, la primera oportunidad que habían tenido de apreciar de primera mano, por así decirlo, sin preparación, todo el personal de aquel gran edificio. Se podía ver ahora a gente, que en circunstancias normales no tendría el más mínimo trato, riendo y hablando con la familiaridad de viejos amigos. Una famosa cortesana, que llevaba un abrigo de chinchilla que le había regalado su amante fabulosamente rico, se quitó ahora este magnífico atavío y, acercándose a una anciana de cara patricia y delicada, echó el abrigo sobre los hombros escasamente cubiertos de esta mujer, diciendo al mismo tiempo con una voz áspera, pero en cierto modo amable:
—Póngase esto, querida. Parece que tiene usted frío.
Y la mujer sonrió graciosamente y dio las gracias a su hermana mancillada. Luego se quedaron hablando las dos mujeres como si fueran viejas amigas.
En otro lado se veía a un viejo altanero, borbónico y típico del club Knickerbocker, metido en una grave conversación con un policía del barrio de Tammany, cuya compañía hubiera desdeñado indignado el borbónico una hora antes. Y así en todos los sitios, en todos los lados a los que se mirase: se veía a gentiles altivos con ricos judíos, a damas distinguidas con actrices de revista, a una mujer famosa por sus obras de caridad junto a una ramera célebre.
Mientras tanto, los bomberos habían arrastrado por el patio, desde todas las direcciones, toda una red de grandes mangueras blancas. Había escuadrones de hombres con casco que entraban corriendo en los pasillos humeantes de vez en cuando, mientras otros subían las escaleras y otros emergían de las regiones bajas de los sótanos y conferenciaban íntimamente con sus jefes.
En cuanto a la multitud en sí, ignoraba totalmente cuanto se refería a la causa y la importancia del incendio. Verdaderamente, al principio, excepto por la neblina de humo acre de los descansillos, había pocos indicios de un fuego. Pero ahora había pruebas mucho más claras. Hacía algún tiempo que salían del piso más alto del ala sur unas bocanadas infrecuentes de humo por la ventana de una habitación en la que ahora brillaba, de manera en cierto aspecto sombría, una luz. Ahora, de repente, salió de golpe por la ventana abierta un gran nubarrón de humo negro y grasiento acompañado de un fuego de chispas agitadas.
Y cuando ocurrió esto, la multitud entera dio un respingo de excitación súbita, con esa extraña alegría salvaje que siente la gente al ver el fuego. Ahora salía el humo constante, negro y grasiento, en pliegues repetidos y bruscos, y el mismo humo de dentro de la habitación tenía el color lúgubre del brillo, siniestro e inconfundible, de las llamas.
La señora de Jack miró hacia arriba con ojos fascinados y encantados y pensó:
«¡Qué terrible! ¡Qué terrible!… ¡Pero, Dios! ¡Qué bonito es!».