II

John Enborg había nacido en Brooklyn hacía más de sesenta años y era hijo de un marinero noruego y una criada irlandesa. Pese a su sangre mezclada, se hubiera dicho sin titubear que pertenecía a la «vieja raza» americana, que era el típico yanqui de Nueva Inglaterra. Hasta su estructura física había, en el breve espacio de una generación, adoptado aquel tipo de modelo especial tejido sobre todo un marco de carne y huesos que es, inconfundiblemente, «americano». Tenía el cuello seco, delgado y curtido del americano. Tenía también la cara seca, la boca seca, un poco dura e inflexible como la madera, la mandíbula inferior ligeramente saliente, como si algún conflicto en la vida que transcurría a su alrededor hubiera endurecido la misma formación de esta mandíbula hasta darle esta tenacidad musculosa. Hablaba poco, seca y nasalmente, con una especie de acidez que en realidad no tenía nada de truculencia, pero que a veces lo parecía. No era un viejo malvado ni mucho menos, pero disimulaba su humor secamente bajo una máscara de negativa casi truculenta.

Esto se pudo ver cuando entró Herbert Anderson. Herbert era el ascensorista nocturno de la entrada sur. Era un muchacho regordete, joven y bienhumorado con dos manchones rosados en las mejillas rellenas y unos ojos animados y amables. En realidad, era el mimado de John entre todos los empleados del edificio, aunque no se lo hubiera uno podido imaginar inmediatamente ante la conversación que ocurrió ahora entre ellos:

—¿Bueno, abuelo, qué dice usted? —exclamó Herbert al entrar en el ascensor de servicio—. No habrá visto usted un par de rubias por aquí, ¿verdad?

Se hizo un poco más profunda la ligera mueca seca de la boca de John Enborg cuando cerró la puerta y tiró de la palanca.

—Ah —dijo agriamente—. ¡No sé de qué estás hablando!

No dijo nada más, sino que paró la máquina y abrió la puerta al llegar al sótano.

—¡Claro que sí! —dijo Herbert vigorosamente mientras se acercaba a la fila de armarios y se quitaba el abrigo—. ¿Se acordará usted de las dos rubias de las que le he hablado, no, abuelo?

Mientras decía esto se iba quitando la camisa y se agachaba para quitarse un zapato.

—Ah —dijo el viejo con la misma acidez que antes—, siempre me estás hablando de cosas por el estilo. Me entran por un oído y me salen por el otro.

—¿Ah, sí? —dijo Herbert, inclinándose a desatar el otro zapato.

—Sí —dijo John en el mismo tono.

Desde el principio había estado el tono del viejo lleno de una nota seca de incredulidad y repugnancia. Y, sin embargo, de forma en cierto modo indefinible, se veía en él la sugerencia inconfundible de que lo estaba pasando bien. Para empezar, no había hecho ningún movimiento para marcharse. En vez de ello, se había apoyado en uno de los lados de la puerta del ascensor y esperaba allí como si, en contra de lo que admitía, estuviera disfrutando con la discusión.

—¿Dónde está el viejo Pete el Organizador? —dijo poco después Herbert—. ¿Le ha visto usted hoy? —añadió.

—¿Quién? —preguntó John mirándole con una expresión un tanto confusa.

—Henry.

—¡Ah! —dijo brevemente, pero con suficiente acento de disgusto—. Oye —dijo el viejo, agitando una mano nudosa rígidamente hacia abajo, con gesto de desprecio—, ¡ese tipo no es más que un pelma! No, no le he visto hoy.

—Bah, Hank es un buen chico —dijo Herbert animadamente—. Ya sabe usted lo que pasa cuando le da a un tío la manía por lo que sea. Pero no es mal tipo cuando se pone a hablar de otras cosas.

—¡Ya! —exclamó John excitado, como si se acordara de algo repentinamente—. ¿A que no sabes lo que me dijo el otro día? Fue y me dijo: «Me gustaría saber lo que harían todos los tipos ricos de esta casa si tuvieran que trabajar de verdad para ganarse la vida un día que otro». ¡Ya! —exclamó John indignado—. ¡Y pensar que se gana la vida gracias a la gente de esta casa! ¡No! —murmuró John para su coleto—. No me gusta ese chico.

—Bah —dijo Herbert tranquilo—. La mitad de las cosas que dice no las piensa. Lo que pasa es que le gusta gruñir.

Mientras lo decía se iba poniendo la pechera de camisa tiesa y almidonada que formaba parte de su uniforme. Un momento después, contemplándose en el espejo, dijo medio distraído:

—¿Así que no quiere usted tener nada que ver conmigo y con las dos rubias? ¿No lo resistiría usted, eh?

—Bah —dijo el viejo John ásperamente—. En mis tiempos he ido con más chicas que las que te puedas imaginar.

—Ya —dijo Herbert.

—Ya —dijo John—. He ido con rubias, con morenas y con todas las demás.

—Un conquistador, ¿eh? —dijo Herbert—. Se dedicaba usted a perseguirlas.

—No —dijo John despectivamente—. Hace cuarenta años que estoy casado. ¡Tengo hijos que son mayores que tú!

—¡Pero bueno…! —dijo Herbert volviéndose indignado hacia él—. ¡Mira que andar presumiendo conmigo de rubias y de morenas y luego ponerse a presumir de que está uno casado! Hombre, es usted…

—Bah —dijo John con cara de estar harto—, puedes pensar lo que quieras. Me he olvidado de más cosas que las que tú has aprendido, así que no te creas que me vas a liar con tantas frases.

—Bueno, abuelo, pero esta vez se pierde usted algo bueno —dijo Herbert—. Espere usted a verlas… a las dos rubias. Escogí a una nada más que para usted. ¿Qué cuentas chico? —vociferó alegremente a Henry, el portero de noche, que acababa de entrar—. Fíjate: le consigo aquí al abuelo una cita con un par de rubias y no quiere hacerles ni caso. ¿No te parece que es hacerle una faena a uno?

Henry no contestó. Tenía la cara blanca y estrecha, con las facciones duras, y nunca sonreía. Se quitó la chaqueta y la colgó en el armario.

—¿Dónde estuviste? —preguntó.

Herbert le miró asombrado.

—¿Dónde estuve cuándo? —preguntó.

—Anoche —especificó.

—Era mi noche libre —dijo Herbert.

—Sí, pero no era nuestra noche libre —dijo Henry—. Tuvimos una reunión. Preguntaron por ti —se volvió y dirigió su mirada dura hacia el viejo—. Y usted también, —dijo con tono duro—. Tampoco se presentó usted.

También se había endurecido la cara de John. Había cambiado de postura y había empezado a tamborilear, impacientemente, con los dedos en el lado del ascensor. Ahora tenía la mirada dura y pedregosa al devolver la del otro y no se podía dejar de advertir la hostilidad instintiva entre dos tipos de personas que tenían que chocar en cualquier momento.

—¿Ah, sí? —volvió a decir con la voz dura.

Y Henry le respondió brevemente:

—Sí. ¿Dónde diablos cree usted que estaríamos todos si se escapara todo el mundo cada vez que tenemos una reunión? ¿De qué nos va a valer todo si no estamos todos unidos?

Se quedó callado un momento, mirando a Herbert casi rencorosamente. Pero cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono más suave, sugerente en cierto modo de que bajo su exterior duro estaba enterrado un afecto genuino por su camarada equivocado:

—Supongo que por una vez no importa —dijo en voz baja.

No dijo nada más y empezó a quitarse la ropa rápidamente.

Herbert tenía un aspecto avergonzado, pero aliviado. Durante un momento pareció que estaba a punto de hablar, pero cambió de opinión; echó una última mirada apreciativa a su aspecto en el pequeño espejo y luego, entrando en el ascensor con cara de verdadera pena, dijo:

—Bien, vale, vale. Si no quiere usted, abuelo, el asunto ese de las rubias… sólo que a lo mejor cambia usted de idea cuando les eche un vistazo.

—No, no voy a cambiar de idea, ni hablar —dijo John con una agria implacabilidad—. Ni respecto a ellas ni respecto a ti —tiró de la palanca y se puso en marcha el ascensor—. No eres más que un bocazas, eso es lo que eres, así que no hago caso de nada de lo que dices —paró el ascensor y abrió la pesada puerta verdosa.

—¿Así que esa es la clase de amigo que es usted? —dijo Herbert saliendo al pasillo. Hizo un guiño rápido a dos criadas irlandesas, guapas y sonrosadas, que estaban esperando para subir, indicando con el pulgar al viejo, dijo:

—¿Qué vamos a hacer con un tipo así? Voy y le consigo una cita con una rubia y va él y no me cree cuando se lo digo. Dice que soy un bocazas.

—Sí, es lo que le pasa —dijo el viejo firmemente a las dos chicas sonrientes—. Si viera a una rubia, se echaría a correr igual que un conejo.

Se paró Herbert en la puerta y miró amenazadoramente al viejo, con una mirada a la que traicionaba el brillo exuberante de los ojos.

—¿Ah, sí? —dijo con tono de amenaza.

—¡Sí! —dijo John implacable.

Le miró Herbert ferozmente por un momento, luego hizo un rápido guiño a las dos chicas y se marchó.

—Ese chico es todo boca —dijo John agriamente al entrar en el ascensor las dos chicas—. Vive en el Bronx con su madre y se quedaría asustado si le mirara una chica.

—Bueno, pero Herbert debería salir con una chica —dijo una de ellas con sentido práctico—. Herbert es muy buen chico, John.

—Sí, supongo que no es malo —murmuró el viejo. Luego dijo abruptamente—: ¿Qué pasa hoy en vuestra casa? Hay un montón de paquetes y de cosas que subir.

—La señora de Jack va a dar una fiesta grande —dijo una de las chicas—. Y, John ¿querrá usted subirlo todo en cuanto pueda? A lo mejor hay algunas de las cosas que necesitamos ahora mismo.

—Bueno —dijo con aquel tono de semibeligerancia que parecía ser una especie de atributo invertido de su auténtica bondad—. Haré lo que pueda. No parece sino que la gente no tiene otra cosa que hacer más que pasarse el tiempo dando fiestas. Haría falta todo un regimiento de hombres nada más que para subir todos los paquetes. ¡Ya! —murmuró enfadado y para sí mismo—. Si por lo menos le dieran a uno las gracias…

—Vamos, John —dijo entonces en tono de reproche una de las chicas—, ya sabe usted que la señora de Jack no es de esas…

—Bueno, supongo que no está mal —dijo John, con igual mala gana que antes, pero suavizando imperceptiblemente su tono—. Si fueran todas igual que ella… —empezó y entonces, al recordar su experiencia de aquella noche con el mendigo, murmuró airado—: es demasiado buena y así le irá. Esos mendigos de tres al cuarto se echan sobre ella como moscas en cuanto sale de la casa.

Se había encendido la cara del viejo ante este recuerdo. Había abierto la puerta en la parada del servicio y ahora, mientras salían las chicas, volvió a murmurar para sí mismo:

—La clase de gente que tenemos en este edificio no debería consentirlo… Bueno, pues ya veré —dijo condescendientemente cuando abrió una de las muchachas la puerta de servicio y entró en el piso—. A ver si os lo puedo subir.

Acababa de subir del sótano Henry, el portero, cuando llegó al bajo el viejo. Le llamó:

—Si intentan entregar paquetes en la puerta principal —dijo—, los mandas aquí.

Se volvió Henry y miró al viejo durante un momento sin sonreír. Luego dijo secamente:

—¿Por qué?

La pregunta, con la insolente sugerencia de desafío a la autoridad, enfureció al viejo.

—Porque es donde tienen que venir —gruñó ásperamente—. Nada más que por eso. ¿No sabes que la clase de gente que tenemos aquí no quiere que suba cualquier pelanas que va a entregar un paquete en el ascensor principal, mezclándose todo el tiempo con la gente de la casa?

Le miró Henry con unos ojos igual de duros y tan desprovistos de emoción como dos trozos de ágata.

—Escuche —dijo un momento después con voz monótona—. ¿Sabe lo que le va a pasar si no se anda con cuidado? Se está usted haciendo viejo, abuelo, y más vale que sea usted cuidadoso. Un día le van a coger a usted en la calle preocupado por lo que va a pasarle a la gente de esta casa si tienen que subir en el mismo ascensor que el chico de los recados. Va usted a estar tan preocupado por ese asunto que no se va a dar cuenta de por dónde va. Y se va usted a llevar un golpe. ¿Se entera?

Durante un momento sintió el viejo que temblaba algo dentro de él ante la pasión inexpresable de aquella monotonía acerada.

—Se va usted a llevar un golpe, abuelo. Y el golpe se lo va a dar, por lo menos, un «Rolls Royce». Y espero que sea el de uno de los que viven en esta casa. Porque quiero que la palme usted sabiendo que se la dieron por lo fino —con un «Rolls Royce» grande— y que fue uno de los que viven en la casa. Quiero que sea usted feliz, abuelo.

La cara del viejo John estaba morada. Intentó hablar, pero no le salieron las palabras y, por fin, al fallarle todo lo demás, logró decir la frase familiar:

—¿Ah, sí?

Durante un breve momento más le contemplaron los ojos con su hostilidad granítica.

—¡Sí! —dijo Henry en su voz sin inflexiones, y se marchó.