LA LIBERTAD ILUMINANDO A LA MUERTE

Mary Anne se detuvo en el umbral y agitó el estropajo en mi dirección, no en gesto de amenaza, sino para apoyar su argumentación:

—¡Por esta razón sigues con los de abajo! ¡Dentro de diez años continuarás persiguiendo vagabundos y capturando rateros en flagrante delito!

—¿Y qué tengo que hacer? —respondí—. ¿Dejarlos escapar?

Giré el botón, y las imágenes se extinguieron en la pantalla de la televisión.

—En tu oficio, no es lo que haces en tus horas de trabajo lo que cuenta, sino el modo como empleas tus horas libres. Televisión y cerveza, y cerveza y televisión, no piensas en otra cosa en cuanto has concluido tu jornada. ¿Por qué no buscas un modo de enriquecerte el espíritu?

—¿De qué manera?

—Visitando algún museo de cuando en cuando. Nuestra ciudad está llena de museos, bien lo sabe Dios. Contempla las obras de arte, las estatuas… ¡Lee algún libro!

Sonreí:

—¡Bah! ¡Ya estuve una vez en un museo, con mi madre, cuando era niño! La escandalizaron tanto las estatuas y los cuadros que no quiso dejarme volver más.

—Si te crees gracioso, Steve, permíteme que te saque de tu error —me dijo mi mujer, antes de desaparecer en la especie de cabina telefónica que nos servía de cocina.

Experimenté un sentimiento de culpa. Sin duda, me pasaba demasiado tiempo en casa, sin hacer nada, contemplando la televisión.

Me puse en pie para acercarme a la puerta de la cocina; a la puerta tan sólo, pues dos no cabían dentro.

—¿Hablas en serio? —pregunté.

—Ya sabes que sí. No me importa lavar la vajilla, la colada, cocinar…, pero quiero hacerlo en un apartamento donde me pueda mover y donde tenga un poco de panorama.

—¿Y llegaremos a obtenerlo si yo contemplo estatuas? —volví a preguntar, bien dispuesto, pero algo desconcertado.

—No es más que un primer paso —intentó explicarme—. Un primer paso que puede contribuir a tu ascenso y a que dispongamos de más dinero. No es necesario que sean estatuas… Puede ser cualquier otra cosa: un libro, una ópera, un concierto… Compréndeme: no es la cosa en sí, sino la cultura que te proporcionará.

—Has hablado de estatuas, e iré por tanto a ver estatuas —declaré, tomando el sombrero.

—No creo que vayas mucho más allá de la esquina y del bar Donovan —me dijo, con escepticismo.

Como inclinaba la cabeza sobre el fregadero, la besé en la nuca.

—No salgo más que a contemplar estatuas.

Aunque intentó contenerse, la oí reír antes de cerrar la puerta. No habían pasado más que siete meses desde nuestra boda.

En el metro tuve una idea. En lugar de comenzar contemplando una serie de estatuas pequeñas, ¿por qué no dar un buen golpe comenzando por una gran estatua? Con eso ganaría tiempo e imaginaba la cara de Mary Anne cuando, al regresar, le dijera:

—Estarás contenta: he ido a ver una estatua, la estatua de la Libertad, e incluso la he examinado desde todos los ángulos.

Descendí en la estación de Battery Park, la más próxima a la isla, y tomé un ida y vuelta para Bedloe.

La excursión la realizábamos cerca de una decena de turistas.

En esa travesía la estatua surge del agua primero con sólo el tamaño de un dedo, para ir creciendo hasta alcanzar la altura de un rascacielos. Y, en efecto, me impresionó contemplarla. Me hizo pensar en muchas cosas en las que no había meditado desde hacía muchos años, especialmente en lo orgulloso que me sentía de ser americano. Esto me obligaba a hacer algo por mi país, a serle más útil de lo que entonces le era. Por ejemplo, a convertirme en ingeniero de aparatos supersónicos o, por lo menos, en agente del FBI en lugar de continuar siendo un simple policía.

El vaporcito llegó finalmente al desembarcadero de la isla y pisamos de nuevo tierra firme. Un pequeño grupo de visitantes esperaba para reembarcar, de regreso a Nueva York. Por lo visto, la ida y la vuelta no se hacían más que una vez cada hora.

De cerca, el monumento me pareció aún más grande. La estatua se asentaba sobre un pedestal de seis pisos de altura. Ante ella no había espacio más que para un parterre de césped, decorado con balas de cañón, con dos senderos de cemento y algunos bancos. Pero, en el lado opuesto a la ciudad, se alzaba un grupo de casas de ladrillo de un solo piso, habitadas, según imaginé, por el personal encargado de su custodia. O quizá la isla fuera territorio militar y hubieran establecido allí una oficina del ejército.

Penetramos en el interior de la estatua por un largo pasillo iluminado eléctricamente que, al cabo de dos curvas, desemboca en el ascensor; deben subirse a pie no sé cuántos escalones dentro del cuerpo de la estatua. La escalera en espiral tiene cabida para una persona y debo decirles que subirla resulta agotador. De cuando en cuando hay unos descansillos con bancos.

Al llegar a uno de ellos, me encontré a un individuo, gordo y sudoroso, sentado e intentando recobrar el aliento. Seguramente pesaría más de 120 kilos y debió haber tenido el necesario buen sentido para no emprender semejante escalada. Cuando me senté por segunda vez, se volvió hacia mí, mirándome con expresión angustiada, mientras se abanicaba con el sombrero. Cuando al fin pudo hablar, me dijo con acento patético:

—¡Es mortal!

Esto lo oímos repetir unas cien veces al año, sin darle sentido literal a la frase. Pero en esta ocasión había de recordarlo y sorprenderme por lo exacto que resultó.

De un modo bastante natural, le pregunté:

—Entonces, ¿por qué viene?

—Por ella. Quería demostrarle que aún soy capaz —me explicó.

—¿Y va a creerle cuando se lo diga? —desconfié, alzando una ceja.

—Ha venido conmigo para asegurarse de que no la engaño. Pero ya está arriba, esperándome.

Como es de suponer, fui el primero en reponerme para continuar la ascensión y, abandonando al gordo, le dije, para tranquilizarle:

—El descenso será mucho más cómodo.

Al final de la escalera, tras cruzar una puerta giratoria, se encuentra la cabeza de la estatua. La corona o diadema que la adorna, y de la que parten las enormes púas, tiene una serie de ventanas en semicírculo. Me acerqué a las más próxima para asomar la cabeza al exterior. Se veía hasta muchas millas de distancia. Toda Nueva York semejaba un juego infantil de construcciones. Y cuando miré abajo, las balas de cañón sobre el césped no era mayores que granos de pasas en un budín.

Permanecí allí un instante, dejándome llevar por el ensueño que se experimenta en un lugar como aquél. Cuando llegué, había gente en casi todas las ventanas, pero se fueron marchando hasta que sólo quedó la mujer situada a mi lado. Me fijé en ella cuando me disponía a descender. Estaba escribiendo sus iniciales en el marco de la ventana. No me sorprendió, pues mucha gente lo hace al visitar un monumento o un sitio pintoresco. Los marcos de todas las ventanas estaban materialmente cubiertos de nombres, iniciales, fechas y direcciones. Aquella mujer empleaba su lápiz de cejas para escribir los suyos. Entre sus dedos relucía el pequeño cilindro dorado.

Como solamente quedábamos los dos allí arriba, supuse que era la mujer del pobre gordo que tanto sufría en la escalera. Personalmente, dudaba de que él llegara a subirla por completo, pero, al fin y al cabo, eso me tenía sin cuidado. El vaporcito se disponía a zarpar de Battery para venir a buscarnos, por lo que, dejando sola a la mujer, comencé el descenso. Ella ni siquiera volvió la cabeza al oír el sonido de mis pisadas sobre los escalones metálicos. Entonces, la miré por última vez. La ropa se le ajustaba al cuerpo como un guante a la mano y tenía los cabellos de un negro de ébano. Era un espectáculo agradable, pero… nunca se me hubiera ocurrido hacerla mi esposa.

Se desciende por una escalera distinta a la que se emplea para subir. En realidad, no hay más que una, divida en dos por una larga barandilla. Por tanto, los que bajan inevitablemente se cruzan con los que ascienden. No me crucé con nadie que fuera en dirección opuesta.

De un extremo a otro del trayecto, no encontré a nadie. Todos los que llegaron en el mismo barco que yo habían bajado ya, excepto la morenita, que continuaba arriba.

Tal como lo había previsto, el hombre gordo debió de renunciar y descender de nuevo, puesto que no se hallaba en el lugar en que hablamos. Sin embargo, cuando pasé ante aquel descansillo, algo me llamó la atención. Más exactamente, fue una vez lo hube pasado, al quedar mi cabeza a la altura del piso. Volví a subir dos o tres escalones, y pasando el brazo entre las barras de la barandilla, recogí un sombrero abandonado en el banco.

Lo identifiqué como el del hombre gordo, el mismo con que se abanicaba. En el interior estaban marcadas las iniciales PC.

«Debía de encontrarse muy mal, me dije, para abandonarlo así. Tal vez tuvo un desvanecimiento o algo parecido, porque hizo un esfuerzo excesivo…»

Me llevé el sombrero, con el propósito de buscar al hombre y devolvérselo. Una vez en el ascensor, pregunté al empleado:

—¿Qué ha pasado con aquel señor gordo?… ¿Sabe a cuál me refiero? Acabo de encontrar su sombrero por la escalera.

—No lo he visto —me respondió—; aún debe de seguir arriba.

—Imposible —le contradije—; yo vengo de allí y no estaba. Habrá bajado sin que usted lo advierta.

—¿Cómo podría pasarme inadvertido? —objetó él, no sin razón.

—Es verdad; por otra parte, ¿cómo puede estar arriba sin que yo le haya visto? —repliqué a mi vez.

—Voy a decirle dónde lo encontrará… Fuera, sobre la plataforma que nos rodea. Casi todo el mundo va allí, antes de entrar en el ascensor, para contemplar el panorama por última vez a través del telescopio.

Me encaminé a la plataforma en cuestión. Di la vuelta completa, primero a la derecha, luego a la izquierda. Era una especie de terraza que se extendía por el zócalo sobre el que se asienta la estatua. La cercaba un muro que me llegaba a la cintura, pero no había nadie más que yo.

—¡Está vacía! —anuncié al volver al ascensor—. ¿Hay por aquí lavabos o sala de espera?

—No —me dijo el ascensorista.

—¿Cree que pudo descender a pie, en lugar de esperarle?

—No —respondió muy seguro—. Desde que estoy aquí, a nadie se lo he visto hacer. Incluso los niños tienen las piernas como muertas cuando bajan.

—Es que no llego a explicarme su desaparición —comenté frunciendo el entrecejo—. Bájeme, voy a ver si descubro algo.

Se le iluminó el semblante como si acabara de tener una idea:

—¡Oiga! —exclamó—. Quizá… se ha… ¡Así se explicaría que no pueda encontrarle!

Comprendí lo que quería insinuarme:

—¿Pretende decirme que quizá se arrojó al vacío? —dije con desdén—. Las ventanas de arriba son tan estrechas que nadie puede pasar. La escalera está cerrada. Sólo queda la terraza, pero es imposible en un hombre de su peso. El muro es demasiado grueso y demasiado alto para que él lo saltara…

Cuando el ascensorista me dejó en la planta, me dirigí enseguida a la oficina del concesionario, situada junto al embarcadero, donde los turistas se agrupaban en espera de la llegada del vaporcito.

El hombre gordo no estaba en el bar. Pregunté a varios de mis compañeros si lo habían visto después de bajar. Todos respondieron negativamente, aunque la mayor parte le recordaban cuando intentaba subir la escalera.

Dando la vuelta al zócalo, me dirigí al dispensario e incluso a las casitas de ladrillos, a preguntar por el desaparecido.

Debieron de pensar que me tomaba mucho trabajo para devolver un sombrero. Pero, desde luego, no era el sombrero lo que me preocupaba, sino la absoluta desaparición de aquel hombre. Su corpulencia hacía aún más extraño lo sucedido. Si hubiera sido, ¿cómo decirlo?, menos palpable, quizá… Pero que se volatilizara un hombre tan voluminoso no podía admitirse.

* * *

El vapor atracó cuando yo llegaba al embarcadero y los turistas iniciaban el paso por la amplia pasarela, casi horizontal. Como la estatua se cerraba a los visitantes después de las cuatro y media, nadie había venido en el buque y era aquel su último viaje de regreso.

Mostré el sombrero a uno de los empleados:

—Entregue esto de mi parte a Objetos Perdidos, ¿quiere? No encuentro al propietario y estoy harto de irlo paseando.

—Entréguelo usted mismo en Battery, al desembarcar —me dijo—. Es allí donde se reclaman los objetos perdidos.

Como era el último viaje del vaporcito, estaba seguro de encontrar a aquel hombre a bordo y conservé el sombrero sin tomarme siquiera el trabajo de discutir. Retiraron la pasarela y emprendimos el regreso hacia el continente.

«Tiene que estar aquí forzosamente —me repetía—. No van a permitirle que pase la noche en la isla. Y este vaporcito es el único que asegura el tráfico; por tanto, no tiene otro medio de volver a Nueva York.»

En consecuencia, fui buscando al gordo por todo el buque. En el entrepuente, que quizá llamaban «el salón», dos niños se sentaban uno a cada lado de su padre, balanceando las piernas. Vi a un hombre a quien, juzgando por las apariencias, el espectáculo no interesaba demasiado, pues leía el Mirror, y me pregunté qué debió incitarle a realizar aquella excursión. No había nadie más con ellos.

En el puente, donde se divisaba la mejor vista, el resto de pasajeros permanecían sentados en sillones, sin duda intentando hacerse la idea de que estaban a bordo de un transatlántico, aunque no tuvieran las piernas cubiertas por mantas ni hubiese camarero para traerles las consumiciones. Mi hombre tampoco se hallaba entre ellos.

Cuando me encaminé a estribor, o puede que sea a babor —y no le pidan demasiados tecnicismos a un tipo que no ha estado en el mar ni siquiera media hora—, descubrí a la falsa Lollobrigida que había dejado escribiendo sus iniciales en el marco de una ventana. Estaba sentada con las piernas cruzadas, sola, contemplando tristemente el espectáculo de Jersey[5]. Esto nada tiene de particular: el panorama de Jersey es capaz de entristecer a cualquiera.

Por aquel lado del puente no había nadie más, y era muy posible que por esta razón se hubiese sentado allí. Pasé ante ella, sin poner mucho empeño en mirarla, aunque daba gusto verla.

No tenía prueba alguna de que hubiera hecho el viaje con el hombre gordo. Ni aun haciendo un esfuerzo de memoria recordaba haberla visto a su lado durante el trayecto hasta la isla. De lo único que estaba seguro era de que el desaparecido iba con una mujer, porque él mismo me lo dijo. Y esa mujer no podía ser más que aquélla, ya que las otras estaban acompañadas.

Al llegar al extremo de la cubierta, di la vuelta y regresé junto a la viajera. Sus ojos simularon no haberme visto, y cuando quise forzarla a hacerlo miraron hacia otro lado. Entonces, me coloqué ante ella y, llevándome dos dedos al sombrero, le dije:

—Perdóneme, he encontrado el sombrero de su esposo.

Ni siquiera prestó atención al flexible que le tendía, en cambio me examinó de pies a cabeza, con aire glacial.

—Me parece difícil, puesto que no tengo marido, y, por tanto, no tiene sombrero. —Clavó sus pupilas en las mías—. Está claro, ¿no? Y no tengo el propósito de encontrar uno durante la travesía.

Como me esperaba esto, no pude evitar responderle:

—Oiga. No me interprete mal: ya estoy casado.

Se encogió de hombros, filosóficamente:

—¿Qué le vamos a hacer? Hay mujeres con peor suerte que otras, eso es todo.

Tardé algo en comprenderla, pero cuando me di cuenta de lo que quería decir, no adelanté mucho, pues en una pugna de ese género un hombre siempre resulta vencido. Las mujeres tienen uñas, nosotros puños solamente.

—¿Ah, sí? —dije, un poco aturdido.

Aquello era para hacerle perder la paciencia a un santo. Antes, el problema se componía de: un hombre gordo, su esposa y un sombrero (aunque no los tres juntos). Luego, ya no hubo hombre gordo. Ahora, tampoco existía esposa. Y no me sorprendería lo más mínimo de que, antes de darlo por terminado, ya no hubiese sombrero y me encontrara sin nada entre el pulgar y el índice de la mano izquierda.

Entonces tomé mi lápiz:

—¿Le molestaría indicarme su nombre?

—Desde luego —se limitó a responderme.

Le mostré mi placa:

—Se lo pido como policía, no como galanteador.

Ella murmuró algo que no debía de ser muy halagador para mí.

—¿Es que la contraría?

—Enormemente. Pero, puesto que insiste en enterarse, sea, a condición de que enseguida me deje tranquila.

Abrió el bolso para revolver el interior, supuse que en busca de una tarjeta de identidad o algo por el estilo. Pero reflejó su imagen en el espejito de la tapa y continuó mirándose, mientras decía:

—No contaba con que iban a someterme al tercer grado cuando usted se me iba acercando…

—Una simple pregunta no es el tercer grado.

—Tenerlo cerca de mí basta para darme la impresión de un castigo —agregó amablemente.

Esperé sin hacer comentarios.

—Me llamo Colman, Alice Colman. Vivo en Alcove Appartments, en Tarrytown. ¿Está satisfecho?

—De momento, sí.

—¿Así que habrá segunda parte?

—Esperemos que no.

—Lo dice, pero no lo cree —exclamó, colérica—. Confía en que haya una segunda parte y procurará provocarla. En la policía todos son iguales. Así se ganan la vida: ingeniándoselas para hacer una montaña de un grano de arena.

Se puso en pie, con un golpe seco de sus altos tacones.

—¿Así que usted afirma que no vio a ese hombre tan corpulento durante el viaje de ida? —pregunté.

—¿Cómo no iba a verlo? Me estuvo tapando la vista casi todo el tiempo. ¿Pero por qué quiere casarme con él y, además, encargarme de su vestuario?

—Se trataba de una simple pregunta —contesté imperturbable.

Allí concluyó nuestra cordial entrevista. La mujer se alejó enseguida como si no pudiera soportar mi presencia por más tiempo. Yo la seguí con la mirada. ¿Pero de qué podía inculparla? ¿De haber contestado de mala manera a un policía en el ejercicio de sus funciones?

Cuando el vaporcito llegó al desembarcadero de South Ferry, fui a colocarme al otro extremo de la pasarela, antes que los demás, y detuve a los turistas con un ademán:

—Policía… Nombre y dirección, por favor. ¿Tiene documentos de identidad?

Cuando me preguntaron:

—¿Qué es lo que ocurre?

Contesté en tono tranquilizador:

—Es una simple formalidad.

De esta forma, obtuve el nombre y el domicilio de todos los que hicieron el viaje conmigo…, excepto los de aquel hombre que, indirectamente, me impulsó a realizar la investigación. Porque entonces tenía la certeza de que no hizo el viaje de regreso. Y puesto que no hizo el viaje de regreso, no podía encontrarse más que en la isla o en el agua que la rodea, muerto, vivo o entre una cosa y otra.

La última en descender fue la vampiresa de los cabellos de noche, una vampiresa que no tenía deseos de conquistarme, pero que a pesar de todo era una vampiresa.

Se detuvo y nos miramos sin ninguna simpatía.

—Volverá a oír hablar de esto —me anunció en tono de mal augurio—. Se lo digo yo.

—Tendrá usted suerte —respondí con aire digno, o por lo menos en lo que confiaba que fuera digno— si no es usted la primera que vuelva a oír hablar de esto.

—Iré a ver al capitán de esta zona —me advirtió, mientras echaba a andar.

—Pariente del alcalde, ¿verdad? —murmuré, irónico.

Mientras me guardaba en un bolsillo los datos que había reunido acerca de la identidad de los turistas, me dirigí a la taquilla donde vendían los billetes para la travesía. Estaba ya cerrada, pero los empleados se encontraban en el interior de la caseta, dedicados a contar los ingresos de la jornada o algo parecido. Cuando llamé a la portezuela del costado, debieron de creer que se trataba de un atraco, pues los vi sobresaltarse.

—No teman. Policía. Déjenme entrar.

Reconocí al muchacho que me atendió a mí, y le pregunté:

—¿Recuerda si despachó usted para este último viaje, el que ha concluido ahora, a un hombre muy gordo que vestía un traje azul y un sombrero marrón?

Por este lado no encontré la menor dificultad.

—¡Seguro! —rió el muchacho—. Recuerdo haber calculado incluso las posibilidades que tendría el vapor de no hundirse en tales circunstancias.

—Bien. Pero ahora viene la cuestión difícil: ¿cuántos billetes compró, dos o uno solo?

El empleado hizo una mueca bastante expresiva.

—¡Eso!… Espere… Deme tiempo para reflexionar… Vendo billetes durante todo el día, ¿comprende?, y…

—Lo sé muy bien. Pero tengo necesidad absoluta de saberlo. Exprímase la memoria.

—Recuerdo que tuve una discusión acerca de un cambio que devolví… Pero no sé decirle si fue con él o con otro. Quien fuera, pretendía que le devolví un dólar de menos. Entonces, le contesté: «Cuando iba a la escuela, dos veces treinta y cinco eran setenta, y setenta centavos restados de cinco dólares…».

—Basta, gracias, me ha dado el informe que quería —exclamé, separándome de él para volver enseguida al vapor.

Éste se encontraba aún en el desembarcadero, pero se disponía a zarpar otra vez para dirigirse al lugar donde pasaba la noche. Dos brazos tatuados me cerraron el camino a mitad de la pasarela.

—Hace tiempo que ha concluido el último viaje de la jornada, señor. Ahora el barquito se va a dormir.

Regresé a tierra, tuve una entrevista con uno de los empleados de la compañía, quien telefoneó a su superior, obtuvo el permiso, y entonces me firmó una orden que me llevé a bordo:

—Aquí están sus instrucciones, almirante —le dije al hombre de la pasarela.

Y volvimos a partir hacia la estatua de la Libertad.

Unas gruesas y siniestras puertas de metal bruñido impedían el acceso al pasillo. Me fue preciso obtener una autorización del oficial comandante de la base, y destacaron a dos soldados para que me acompañaran.

—Hemos de ir hasta arriba —les dije cuando salíamos del ascensor—, pues quiero examinar algunos nombres e iniciales grabados en las ventanas.

Ascendimos por la interminable escalera, y al fin llegamos a la cúspide, casi sin aliento.

Me dirigí enseguida en busca de lo que mi «amiga» Alice Colman había escrito. Fue fácil, pues empleó un lápiz para las cejas cuya mina es más grasa y más oscura que la de los corrientes. Por tanto, su inscripción se destacaba con claridad entre todas las que la rodeaban.

A primera vista, resultaba muy impersonal. Demasiado impersonal incluso… Tan sólo ocho cifras en hilera; con una letra entre ellas como si se encontrara allí por error:

4 24254E51

No era un número de teléfono, puesto que en tal caso hubieran sido dos letras y cinco cifras tan sólo. Además, ella no era mujer que escribiera su número de teléfono en las paredes… Porque de ser una mujer de ese tipo, no hubiese tenido necesidad de hacerlo para que le pidiesen una cita: le bastaría guiñar un ojo, y una sola vez, para que su línea de teléfono estuviera continuamente ocupada.

Puesto que se trataba de una especie de mensaje secreto, intenté descifrarlo.

—¿Qué día es hoy? —pregunté, volviéndome hacia uno de los soldados.

—Veintitrés —gruñó; y adiviné lo que estaba pensando: «¡Vaya policía! ¡Ni siquiera sabe el día en que vive!».

Pero si le hice la pregunta fue precisamente porque sabía que estábamos a veintitrés. La pequeña parecía haberse equivocado de fecha. Aunque no se puede enviar a nadie a la cárcel por una equivocación así.

Pero si fuera eso, me sobraba un 4 seguido de un espacio. Pues estábamos en agosto y 4 es abril. Aquel número no formaba parte de la fecha.

—¿Piensa quedarse aquí mucho tiempo? —volvió a gruñir uno de mis acompañantes.

Fue entonces cuando comprendí. ¡Era la hora! ¡Las cuatro! Visitó aquel lugar a las cuatro y quería hacérselo saber a todo el mundo.

Lo demás… lo demás me bastó volverlo a mirar para comprenderlo. Tres cifras, una letra y otras dos cifras. Una dirección de Nueva York, ¿no creen? El 254 de 51 East Street. Una dirección, pero, desde luego, no la suya, pues recordaba la que me había dado.

Entonces, una cita. Sí, eso debía de ser, y lo que tomé por un error de fecha quedaba así justificado: se trataba de una cita para el día siguiente, a las cuatro en el 254 de 51 East Street.

«Eres un as», me dije a mí mismo. Luego me dirigí a los soldados:

—Volvamos abajo. Quiero echarle una ojeada al banco en el que vi sentado a aquel hombre.

Dieron media vuelta y empezaron a bajar, precediéndome por la escalera.

No nos dirigimos enseguida al banco en cuestión. Casi a medio camino entre la cima y el descansillo donde aquel hombre se encontraba, advertí una abertura en la muralla, cerrada con una cadena de la que colgaba este letrero: «Prohibido el paso».

Como es de suponer, la vi ya cuando subimos por primera vez, igual que al bajar, pero era preciso detenerse ante ella para darse cuenta de su verdadera profundidad. De otro modo, como la iluminación no llegaba, dado que la superficie de la pared era curvada, parecía tan sólo un hueco, un hueco que podía corresponder a un pliegue del ropaje de metal que viste la estatua.

Me detuve para preguntarles a mis compañeros qué era aquella puerta.

—Es una especie de ramal de la escalera que permite ir hasta el brazo que sostiene la antorcha. Pero como en la actualidad el brazo presenta signos de resquebrajamiento, han prohibido el paso hasta que se hagan las oportunas reparaciones. Por dentro está cerrado… ¡Eh! —se interrumpió de pronto—. ¿Adónde va? No puede hacer eso.

—Voy tan sólo hasta el sitio donde dice usted que está cerrado —expliqué, pasando por encima de la cadena—. Si el brazo ha resistido hasta ahora, no será una sola persona quien lo haga caer; además, no peso tanto. Ilumínenme, ¿quieren?

Aquella escalera también era de espiral, pero apenas se subían los primeros peldaños se topaba con una empalizada metálica. Sin embargo, la curva primera impedía que llegaran los resplandores de las linternas que los soldados enfilaban hacia mí, y, a pesar de que estiraban el brazo para que llegara la luz, una gran sombra oscurecía el pie del muro.

—Vengan aquí —les dije impaciente—. Salten la cadena.

No se movieron.

—Es contrario a la ordenanza —me replicó uno de ellos—, y en el ejército se obedecen las órdenes.

Descendí algunos peldaños para apoderarme de una linterna.

—Pues si no quieren iluminarme, lo haré yo mismo.

Pude entonces dirigir el foco de luz hacia la parte oscura de la escalera.

Se encontraba allí, con toda su humanidad…, muerto. Habían apoyado su cadáver en aquel rincón, como si aquel lugar estuviera previsto para él: sentado en un peldaño, apoyado en la baranda metálica, con las piernas alzadas para asegurar el equilibrio, pero inclinando la cabeza sobre las rodillas. Le toqué el cuello y lo noté tan frío como la estatua de metal que se había convertido en su tumba.

—Lo he encontrado —anuncié lacónicamente a mis acompañantes—. Vengan a echarme una mano.

—¿Y qué hace ahí? —preguntó estúpidamente uno de ellos.

—¡Adivínelo! —le respondí, irritado.

Comprendieron entonces y se apresuraron a reunirse conmigo.

Me incliné para examinar los zapatos. El cuero de los tacones estaba raspado y la parte posterior de los pantalones cubierta de polvo hasta los muslos, mientras que la chaqueta aparecía arremangada debajo de los hombros.

—Lo arrastró hasta aquí un hombre solo —deduje—. De haber sido dos, hubieran podido alzarle también por los pies.

—¿Y cómo un hombre solo pudo arrastrar semejante masa, aunque sea una distancia tan corta?

—Amigo mío, no tiene idea de lo que hace un tipo cuando el miedo a que le descubran le obliga a darse prisa. Le da una fuerza de la que ni él mismo se hubiese creído capaz… Bien. Uno de ustedes debe cogerlo por los pies, yo lo sostendré bajo los brazos. El otro iluminará.

Ni siquiera entre dos fue fácil. Y pensé que esto eliminaba automáticamente a Alice Colman o a cualquier otra mujer, excepto como cómplice antes del hecho.

Descubrimos el arma del crimen cuando alzamos el cadáver, bajo el cual había quedado oculta. Era una barra de hierro, envuelta en un pedazo de tela, manchada y endurecida por la sangre. La herida se encontraba a un lado de la cabeza, justo sobre la oreja. Excepto por aquel primer golpe que le asestaron con la barra de hierro acolchada, no había perdido mucha sangre. Ésta le había resbalado por la piel detrás del maxilar hasta el interior del cuello de la camisa. Por esta causa no había manchas cerca del banco, en el lugar donde el ataque debió de producirse, a juzgar por el sombrero. Al descender para examinar el descansillo, vi los dos trazos, semejantes a dos relucientes cintas, que dejaron sus tacones al rozar el suelo.

No se trataba de un crimen cometido con sutileza. El asesino llegó por la escalera, con la barra de hierro en la mano… y ¡zas!

—Es mejor que lo bajen entre los dos. De nada sirve dejarlo aquí porque, más pronto o más tarde, será preciso trasladarlo.

Imaginen lo contentos que se pusieron. Debían de haber perdido unos cinco kilos cada uno cuando llegaron, con su pesada carga, al pie de la escalera de caracol.

* * *

Hice transportar el cadáver hasta las oficinas militares, y el oficial que estaba al mando de la base vino en persona a informarse de lo que ocurría:

—¿Qué es eso? —preguntó al entrar, señalando el cadáver, porque el reglamento prescribe que todo el mundo debía ponerse en pie cuando él entraba, y le sorprendía ver que alguien continuara tendido.

Como la mentalidad del ejército y la de la policía son muy distintas, le respondí escuetamente:

—Un hombre asesinado. Encontrado en la estatua.

Lanzó un bufido semejante al ruido que hace una mecha húmeda, y me miró como si me considerase responsable, preguntándome después quién era yo.

Se lo dije.

—¿Está usted seguro? —gruñó.

Me preguntaba, naturalmente, no si estaba seguro de mi identidad, sino de que se trataba de un asesinato.

—Está muerto —expliqué—; por tanto, ya no vive. En aquel lugar no pudo hundirse el cráneo por sí mismo, por lo que otro ha debido de golpearle. Total, esto equivale a decir que lo han asesinado.

Me di cuenta de que no le era nada simpático y que le hubiese gustado mucho arrestarme a seis meses de prevención.

—Caballero —me lanzó—, se encuentra usted en un territorio militar, donde nada tiene que ver la policía de Nueva York.

—Soy yo quien ha encontrado el cadáver —le repliqué—, y yo continuaré ocupándome de él.

Como esta respuesta debió de hacerle estallar interiormente, decidí separarme de él y volver a la estatua. Y confiaba en que sería la última vez aquel día. Recurrí a los buenos oficios del ascensorista, que me acompañó al instante hasta la escalera.

Cuando llegamos a la cabeza de la estatua, saqué mi libro de notas para ver los diez nombres que conseguí en el vapor.

—Tome un lápiz —le dije luego al ascensorista— y esta libreta. Me irá repitiendo, muy despacio, la lista de nombres. Cada vez que encontremos alguno en los marcos de las ventanas, táchelo. Eso es todo.

—¿Para qué? —quiso saber.

—Porque habrá uno de más.

—¿En las ventanas?

—No: en el libro —le expliqué, con paciencia digna de elogio—. Un tipo que comete un asesinato no deja la firma en las proximidades del crimen.

Cuando terminamos, nueve nombres estaban tachados. Tres de ellos correspondían a iniciales, que bien podían pertenecer a otras personas y haberse escrito anteriormente. Pero dos de ellos tenían tres letras, con lo cual, según el cálculo de probabilidades, el riesgo era menor. Otro nombre pertenecía a una mujer de origen eslavo, Zenia Zoruboff, muy poco corriente.

—¿Cuál nos queda?

El ascensorista frunció el entrecejo para leer mejor:

—Vicente Scanlon, 55, Ambody Street, Brooklyn. Corredor de fincas.

—Parece que tengo a mi hombre. Pero ni se llama Scanlon ni vive en Ambody Street ni es corredor de fincas.

—¡No me diga! —exclamó el otro—. ¡No sólo ha sabido averiguar quién cometió el crimen, sino que, además, sabe lo que éste no es!

—Pues sí —respondí distraído.

Tomé nuevamente el libro de notas e hice esfuerzos para imaginarme al tipo que dijo llamarse Scanlon. Pero fue en vano: la imagen no llegaba a precisarse, confundiéndose con la de los otros nueve.

—Bajemos —dije, con un suspiro—. Hemos venido hasta aquí para averiguar lo que ya sabía, que uno de los diez dio un nombre falso.

El desencanto de mi compañero era visible, mientras hacía descender el ascensor muy lentamente. Pero incluso aquella velocidad de caracol me impedía reflexionar. Al fin, extendí la mano diciendo:

—¡Espere un momento!

El ascensorista obedeció enseguida y me miró atentamente antes de preguntarme:

—¿Qué hay?

—Nada, pero tengo necesidad de reflexionar y lo hago mejor cuando esto no se mueve.

Mi afirmación no le impresionó mucho, sin duda porque hasta entonces mis reflexiones no habían dado un resultado notable. Me estuvo observando con atención durante unos instantes, y como no me viera con un rayo saliendo de la frente, como en las historietas ilustradas, se desinteresó por completo de mis elucubraciones. Cogió un periódico doblado que tenía detrás de la palanca del ascensor, lo extendió y dedicó toda su atención a la lectura.

Entonces ocurrió como en las novelas…

Recordé al hombre que vi en el entrepuente del vapor, aquel hombre a quien no le interesaba el paisaje porque iba leyendo el Mirror y que me hizo pensar por qué haría aquella excursión. El ascensorista me lo evocó al leer el periódico, que le ocultaba la parte inferior de su rostro. Y ya sabía por qué había hecho aquel hombre la excursión: para cometer un asesinato.

—Vámonos —dije repentinamente—. Ahora ya lo veo.

—¿Al asesino? ¿Podría usted reconocerle?

—Seguro; veo sus ojos, la arruga que le cruza la frente y que se acentúa cuando lee, la forma de las orejas, el modo como se corta el pelo en las sienes y la manera como se inclina el sombrero. ¿No es suficiente? Si conociera todo el rostro resultaría demasiado fácil. En nuestro oficio también hemos de trabajar un poco.

Al llegar a tierra llamé por teléfono a mi esposa, pues, como todos los hombres casados, temo bastante sus reacciones. Y en aquella ocasión no me equivocaba.

—Supongo que te habrás entretenido con alguna estatua enferma.

—No, Mary Anne, pero…

—Eran las dos de la tarde cuando saliste de casa. Por tanto, ahora puedes quedarte donde estés. No vuelvas aquí, ¿me oyes?

Y colgó con tanta fuerza que me hizo daño en el oído.

Tras esta escaramuza conyugal, detuve un taxi y me hice conducir a la 51 East Street. Una vez allí, llamé en los cristales, y abandoné el vehículo para continuar el camino a pie por el lado de los números impares. No había recorrido aún cien yardas, contemplando la acera opuesta, cuando lo comprendí todo. El 254 era una estación de autobuses.

Estaba muy claro. Procuraron, con cuidado, mantenerse alejados uno del otro en el barco, tanto en el viaje de ida como en el de vuelta, y siguieron ignorándose una vez en tierra firme. Y, según la inscripción que descubrí, era en aquel sitio donde debían reunirse a la hora indicada.

Le pregunté al hombre que se encontraba detrás de la taquilla qué viaje había señalado para las cuatro.

—¿Hacia dónde?

—Eso es justamente lo que quisiera saber —le expliqué, pacientemente—. ¿Hacia dónde tienen una salida a las cuatro?

—¿Las cuatro de la mañana o de la tarde? —preguntó con tono aburrido.

La estatua había olvidado darme ese dato.

—Las cuatro de la mañana —respondí, puesto que era la hora más próxima—. Pero no me indique más que las grandes líneas.

—A Boston y a Filadelfia.

* * *

El sospechoso llegó a las tres y media. A las tres y veinticinco, para ser exactos. Pero ella aún no se había presentado.

Me sentaba en la última hilera de asientos, en la sala de espera, de espaldas contra la pared, de modo que nadie pudiera colocarse detrás de mí. Simulaba dormir, cosa frecuente en salas de espera, sobre todo a aquella hora. Me había recostado en mi asiento con el ala del sombrero casi hasta el cuello de la chaqueta, que previamente levanté…; entre ambos quedaba un espacio por el que podía ver.

Sin duda, el sospechoso ya tenía los billetes. Se acomodó en la primera fila, cerca de la puerta, para poder salir huyendo si fuera necesario. Una vez sentado, inspeccionó atentamente la sala, mirando a todo el mundo, incluso a mí, pero no me prestó mucha atención, pues yo parecía dormir profundamente. Un hombre le devolvió la mirada, cosa que pareció inquietarle. Luego, llegó la mujer de ese hombre, con un niño en brazos, y comenzaron a discutir acaloradamente y el sospechoso se tranquilizó. Cambió entonces de sitio, retrocediendo varias hileras, para pasar más inadvertido, y de nuevo recurrió al truco de un periódico ante la cara. Pero esta vez era demasiado tarde.

El reloj marcaba ya las cuatro menos diez. Quiero advertirles que yo no me estaba divirtiendo. Una de las cosas más difíciles que conozco es permanecer inmóvil y distendido cuando se está nervioso y dispuesto a la acción. Pero él no parecía sentirse mejor que yo: bastaba mirarle para comprenderlo. Incluso desde donde me encontraba, advertía cómo le temblaba el periódico entre las manos.

Hubiera podido prenderlo con la misma facilidad con que se agarra un conejo por las orejas. Pero él solo no me bastaba. Quería esperar a que llegara. ¿Pero qué estaría haciendo aquella mujer? Las cuatro menos seis… menos cinco… ¿Es que habría cambiado de opinión? Una mujer capaz de proyectar de este modo el asesinato de su marido no debería tener ningún escrúpulo en abandonar a su cómplice.

Y llegó la hora de la partida.

Los pocos viajeros que esperaban se pusieron en pie desperezándose, cogieron su equipaje y se encaminaron a la acera. Allí se dividieron en dos filas, una para cada autobús. Y la mujer continuaba sin aparecer.

Yo también me había levantado y, caminando lentamente, seguí al sospechoso. Pero me sentía inquieto; alguien más hubiera debido acompañarme en este asunto.

Le vi apoyar el pie en el estribo del autobús, y esperar, con la rodilla alzada, a que entrase la persona que le precedía. Era el coche de Boston. Me coloqué a mi vez en la fila, a cuatro viajeros de distancia.

Mi hombre subió al vehículo y vi cómo cruzaba el pasillo central para ir a sentarse al fondo. De la puerta aún me separaban dos personas. Luego, sólo una. Debía tomar rápidamente una decisión.

Y entonces cometí una equivocación. Puede que a primera vista parezca razonable, pero no es así.

Pensé que quizá ella se encontrara en el autobús de Filadelfia. Era posible que hubiera subido allí por error, sin que yo la viese, preocupado en vigilarle a él. Abandoné la fila en el preciso instante en que me llegaba el turno, y me fui al otro autobús.

La mujer no se encontraba allí y mi error fue alejarme tanto del primer coche. De él me separaban entonces otros dos autobuses vacíos y cerrados, tras los cuales había, además, un espacio equivalente a la longitud de un vehículo.

La descubrí cuando se cerró, con gran estrépito, la puerta de los lavabos para «Señoras», pero Alice Colman me llevaba ya mucha ventaja, por lo menos la mitad de la distancia que me separaba del coche de Boston.

Debió de permanecer durante varias horas oculta en aquel sitio, seguramente desde antes de que llegara su cómplice. ¿Dónde iba a encontrarse más segura para esperar la hora de la partida?

Me lancé en su persecución, aun dándome cuenta de que no podría detenerla antes de que saliera el coche.

¿Han visto alguna vez correr a una mujer? Estoy seguro, así como de que eso les divierte mucho. Yo también las he visto: corren dando pasos muy pequeños y balanceando las caderas. Pero ni ustedes ni yo, hasta aquel momento, han visto correr a una que se juega la vida y la libertad; aquélla huía como una centella. Sabía adónde iba y, a pesar de sus altos tacones, se lanzó hacia allí con toda rapidez.

Había calculado su tiempo al cuarto de segundo. Llegó justo para deslizarse por la puerta que ya estaba a medio cerrar. De haber pesado dos kilos más, no hubiera pasado. Si se hubiera retrasado tan sólo diez segundos, yo hubiese subido en el coche detrás de ella.

Perdí bastante tiempo golpeando la puerta mientras el vehículo se ponía en marcha. El chófer me gritó algo así como:

—Es demasiado tarde. Puede tomar el siguiente. Tengo que cumplir con el horario.

Eso imaginé, por lo menos, pues a través del cristal no oí nada y sólo le veía mover la boca.

La ventana más próxima a mí se hallaba abierta a medias, para ventilar el interior. La siguiente estaba cerrada, pero detrás de ella había un hombre, y un hombre es siempre más útil en estos casos que una mujer. Le hice una seña y bajó el cristal. Alcé los brazos hacia él y tiró de mí con todas sus fuerzas. Me encontré con la cabeza y un hombro dentro del vehículo. Luego, pasó el otro hombro. No me quedaban fuera más que las piernas y era necesario que siguieran al resto del cuerpo.

—¡Detengan el coche! —grité entonces.

—Frenaré —respondió el chófer—, porque no quiero que se rompa la cabeza. Pero si no es más que un truco para impedirme la salida, voy a entregarle al poli más próximo.

—Entonces me entregará a mí mismo —respondí, avanzando por el pasillo—, pues soy el poli más próximo.

* * *

—¿Por qué le interesaba que muriese? —le pregunté a la mujer, al interrogarla en la Jefatura de Policía—. Su cómplice no es un Romeo.

Se sentía demasiado cansada y abatida, tras la tensión que tuvo que soportar, para intentar engañarme. Con frecuencia, las mujeres a las que detenemos se muestran así… al principio.

—¿Por qué me interesaba? —repitió ella, en tono desdeñoso, aceptando el cigarrillo que le ofrecía—. ¿Bromea? ¿Le hubiese agradado a usted verse sujeto a un tipo que pesaba casi ciento cincuenta kilos y que no podía descalzarse solo?

—Pero era rico, ¿verdad?

No me contestó, pero su modo de fruncir las cejas fue más que suficiente.

—Y apuesto a que todo su capital estaba en el banco a nombre de usted.

Tampoco me contestó, pero, en realidad, no era necesario.

—No hables, Alice —le dijo su cómplice—. No tienen nada contra nosotros.

—Exacto —convine yo, amablemente—. Al principio es así con frecuencia. Pero puede apostar a que esto no durará mucho.

Sin embargo, Alice no parecía preocupada.

—De todos modos, voy a ganar —dijo, expeliendo el humo por las narices—. Aunque me larguen una condena, no por eso dejaré de haberme librado de él y de tener el dinero.

Se equivocaba. Yo hubiera podido explicárselo. Pero eso nos habría llevado a discutir acerca de moral e inmoralidad, que no era cosa mía. Al fin y al cabo, no soy más que policía. Además, deseaba volver a casa.

Y, como supondrán, llegué en pleno drama.

—Vengo de liquidar un asunto —le advertí a Mary Anne, para empezar a calmarla.

—¡Liquidar es la palabra más apropiada! —me respondió ella—. Para que durase tanto, sin duda te habrás emborrachado de cerveza.

Al fin, todo se aclaró y nos encontramos con las mejillas unidas. Entonces suspiré y dije con malicia:

—Me gustaría ir a Egipto.

Mi mujer se sobresaltó y se apartó de mí:

—¿Por qué a Egipto?

—Porque si las estatuas pueden ayudarme en mi trabajo, y debo reconocer que hoy he tenido una prueba, gracias a ti, imagina cuánto ascendería allí. Porque, en cuestión de estatuas, tienen la más antigua de todas: ¡la Esfinge!