La casa era una agradable construcción de las afueras, con dos pisos y rodeada de jardín, ni demasiado próxima a las construcciones vecinas ni tan alejada que resultara solitaria.
Contaba con un porche en la parte delantera y otro en la parte trasera, donde las columnas estaban adornadas con rosales trepadores.
Janet Miller, como siempre a primera hora de la tarde, se hallaba instalada en su silla en el porche trasero, que, orientado hacia el norte, recibía el sol de lleno. Por la misma razón, pasaba las mañanas en el porche delantero.
Hacía mucho tiempo que la vida de la señora Miller se había reducido al mínimo. Sentir el calor del sol, ver el cielo azul sobre su cabeza, oír la voz de Vern Miller, en esto se resumía su existencia, esto era lo único que le quedaba. Y no pedía mucho más, sólo conservarlo durante algún tiempo, no perderlo como tantas otras cosas.
Sin quejarse nunca, satisfecha, casi…, sí, casi feliz, estaba sentada allí, en una silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas. Sentía el calor del sol y contemplaba el cielo azul entre los pilares del porche; en cuanto a la voz de Vern, aún era muy temprano para escucharla, tendría que aguardar un poco, y la espera siempre le resultaba penosa.
A los sesenta años, tenía un semblante rosado y sin arrugas, una cabellera de nieve y confiados ojos azules. Estaba total e irremediablemente paralizada de la cabeza a los pies desde los cincuenta.
A veces pensaba que había sido en otra vida cuando podía andar, subir y bajar escaleras, llevarse las manos al cabello para peinarse, a la cara para lavarse o a la boca para comer; cuando era capaz de expresar los pensamientos, que seguían tan claros en su espíritu, por medio de las palabras. Todo había terminado, pero ya no se desesperaba por su suerte. Se había dominado y estaba acostumbrada a no llorar.
Nadie sabría nunca el esfuerzo que le costó, qué purgatorio íntimo tuvo que soportar, qué Vía Dolorosa había recorrido. Pero al fin pudo librarse del sufrimiento; ganó la batalla, y se conformó con lo que le quedaba. Y confiaba en que nadie pudiera ya arrebatarle eso: el sol, el cielo y la voz de Vern.
Janet Miller aceptaba su suerte, declarándose satisfecha. Seguía allí, inmóvil bajo los rayos del sol que declinaba…, un resto humano, aún con un soplo de vida, que incluso aspiraba a la felicidad.
* * *
Al otro lado de la casa sonó un timbre y después los pasos de Vera, la esposa de Vern. Pasos rápidos, apresurados, como si estuviera esperando el sonido de la campanilla por haber visto desde una ventana que alguien llegaba. Desde luego, debía de tratarse de una visita y no de un vendedor cualquiera.
Janet Miller oyó abrir y cerrarse inmediatamente la puerta de la casa. Pero no hubo a continuación esas exclamaciones con las cuales las mujeres suelen saludarse. Fue una voz de hombre la que preguntó en tono bajo, aunque no lo suficiente para que el oído de la paralítica, que parecía haberse afinado al perder las otras facultadas, no la captara:
—¿Estás sola?
Vera respondió:
—Sí. ¿Te han visto entrar?
Aquella voz de hombre, ronca, ahogada, no era su voz, la de Vern. Además, aún faltaba una hora para que llegase. ¿Quién sería? Un hombre…, seguramente algún amigo de Vern. Como les conocía a todos, intentó identificarle, sin poderlo conseguir. Por otra parte, ellos no se presentaban nunca a tales horas, pues también se veían retenidos en la población a causa de sus trabajos.
Pronto iba a saberlo. El primer cuidado de los amigos de Vern era saludarla, averiguar cómo se encontraba y, por lo general, entregarle algún regalo, alguna tontería. Vera traería al visitante o la trasladaría a ella al recibidor. A Janet Miller le gustaban las visitas. No eran lo esencial en su vida, pero las consideraba como un lujo.
Sin embargo, en lugar de seguir el pasillo que dividía en dos la casa hasta el porche trasero, Vera y aquel hombre entraron en el cuarto de estar y cerraron la puerta. Después, Janet ya no oyó nada.
La anciana no se lo explicaba. Vera no solía encerrarse con las visitas. Sin duda, debió de hacerlo de un modo maquinal, sin pensarlo. O quizá se tratase de alguna sorpresa que reservaban para ella, o tal vez para Vern, y quería guardar el secreto. Pero el cumpleaños de Vern había pasado ya y el suyo no era hasta febrero…
Janet esperó pacientemente, pero la puerta siguió cerrada. Por lo visto, no iba a conocer al visitante. Suspiró, algo decepcionada.
Pero, extrañamente, pasaron a la cocina, una de cuyas ventanas daba al porche trasero, junto al lugar donde se encontraba. Aunque no podía mover la cabeza, lograba distinguir un ángulo de la pieza.
Vera entró seguida del hombre. Depositó algo sobre la mesa, desenvolviéndolo a continuación con un gran crujir de papeles. Sin duda, era un paquete. Por tanto, se trataba de una sorpresa, de un regalo.
Oyó decir a Vera, en tono de admiración, como si estuviera muy satisfecha:
—¿Cuándo se te ocurrió?
El hombre contestó:
—Al leer en los periódicos cómo las probaban en París y en Londres, ante el peligro de que estalle la guerra. Un conocido mío se encontraba por allí aquellos días y las trajo. Las guardaba en un desván y las he cogido sin que se dé cuenta.
—¿Y crees que dará resultado?
—Yo creo que es la mejor idea que hemos tenido, ¿no te parece?
—¡Hay, que reconocer que tuvimos algunas excepcionales! —exclamó Vera.
Durante esta breve conversación, había continuado el crujir de papeles. Por fin, concluyó. Luego, hubo una larga pausa, tras la cual dijo Vera:
—Tienen un aspecto muy ridículo, ¿verdad?
—Lo importante es que sirvan. Que tengan el aspecto que quieran.
Una vez más crujió el papel y Vera quiso saber:
—¿Por qué has traído dos?
—Una es para la vieja.
Janet Miller saboreó aquel placer con anticipación. Tenían una cosa para ella, iban a darle algo, un pequeño regalo, un recuerdo.
—¿Y por qué? —preguntó Vera con impaciencia—. ¿Por qué no los dos a la vez?
—Reflexiona un poco —la reprendió el hombre—. Eso es precisamente lo que no debemos hacer. Ella va a asegurarnos la impunidad, ¿no lo comprendes? Es nuestra coartada, en cierto modo. Mientras nada le suceda, todos creerán en un accidente. Pero si se la cargan los dos a la vez, se notará que hemos querido hacer limpieza general. Siendo solamente una de las tres personas que viven en la casa, podremos arreglarnos. Pero dos es demasiado. No olvides que tú estarás en su misma habitación, mientras que ella duerme al otro extremo del pasillo. ¿Qué iba a pensar la gente, si tú, que compartes su cuarto, te salvas y a ella la encuentran tiesa en su dormitorio, separado del vuestro por dos puertas cerradas?
—Bien, bien —concedió Vera de mala gana—. Pero si tuvieras que arrastrarla y ocuparte de ella todo el día como yo lo hago…
A Janet Miller le pareció que el sol ya no era el mismo. Parecía haberse enfriado; ser nocivo. Sintió que el corazón le latía con más fuerza y se le aceleraba la respiración.
—Puesto que ya estoy aquí —continuó el hombre—, voy a enseñarte cómo se pone esto, para que conozcas su funcionamiento en el momento oportuno.
Vera empezó a decir algo, pero la frase quedó ahogada como si le hubieran metido la cabeza en un saco.
De pronto, se acercó a la ventana y entró en el reducido panorama de Janet Miller. ¡Le había desaparecido la cara! De haber sido capaz, la paralítica hubiese gritado. Vera tenía en la cabeza algo parecido a esos sacos que les colocan a los caballos para que coman avena. Acababa en un tubo cuyo final salía del campo de visión de Janet. En el lugar de los ojos había dos discos transparentes.
Una careta antigás.
Vera se fue al otro extremo de la habitación. Janet volvió a oír su voz. Debía de haberse quitado la careta:
—¡Qué calor! ¡Se ahoga una! ¿Estás seguro de que por lo menos funciona? No quiero exponerme…
—Las han construido para defenderse de porquerías más venenosas que la que habrá esa noche; tranquilízate.
—¿Dónde las pongo? No quiero que las descubra antes de que llegue el momento de usarlas. Si las subo a mi habitación, temo que…
Janet oyó cómo abrían el horno.
—Aquí no se le ocurrirá mirar. La cena está hecha. Me bastará colocarla en los fogones para que se caliente. Además, nunca se preocupa mucho de eso. Más adelante, cuando se haya dormido, bajaré a buscarlas. Al marcharte, llévate el papel.
Otra vez se oyeron los crujidos, como si lo alisaran y doblaran para guardarlo en un bolsillo.
La voz del hombre dijo:
—Bien. ¿Has comprendido todo? Ponle la otra a la vieja. Haz lo que te digo, ¿de acuerdo? Estaríamos listos si la dejaras cascar al mismo tiempo que a él. Y no te pongas la tuya demasiado pronto, no vaya a despertarse y te vea con eso en la cabeza. Espera cuanto puedas. Si te atufas un poco, no te hará daño y nos vendrá bien, pues recuerda que luego deberás enfrentarte con los bomberos. Antes de que lleguen, desembarázate de todos los papeles y los trapos que hayas empleado para taponar las ventanas. Y cuando telefonees para dar la alarma, no hables. Tu voz puede resultar demasiado normal. Limítate a descolgar el aparato. Bastará con eso para que acudan. Tardarán algo más, pero no importa. Han de encontrarte tendida en el recibidor, cerca de la puerta, sin fuerzas siquiera para hablar por teléfono. Lo más importante son las caretas. Como las descubran, estamos perdidos. Quítale la suya a la vieja en cuanto tengas la seguridad de que él ha muerto y escóndelas en el portaequipajes del coche. Tú no vas a usarlo, ya que no sabes conducir, de modo que al cabo de dos o tres días llamas al garaje Ajax, el mío, y les dices que vengan a buscarlo para encargarse de vendértelo. Una vez allí yo recuperaré las caretas antigás, y en la primera oportunidad se las devuelvo a mi amigo. Nadie sospechará nada.
—¿Cuánto tiempo habrá que esperar hasta que muera? He oído hablar de personas a las que han vuelto a la vida por medio de la respiración artificial. Hay que evitar que esto nos ocurra.
—Cuando esté bien impregnado, te apuesto lo que quieras a que no hay oxígeno bastante en todo el mundo para reanimarlo. Te bastará con mirarle la cara. En cuanto lo veas azul y rígido, puedes sentirte tranquila. Después, durante un mes, debes mostrarte apenada, hasta que arregles las cuestiones de la herencia y demás formalidades. Te telefonearé… digamos dentro de treinta días a partir de hoy. Supongo que todo está en regla, ¿no?
—Sí. Se ha asegurado hasta las orejas y ha puesto todos sus valores a mi nombre. El asunto marcha bien, no hay ni un pariente lejano que venga a disputarnos el dinero. Vamos a ser ricos para el resto de nuestras vidas, Jimmy querido. Por eso no quise que procediéramos de otro modo, hubiera sido una tontería.
—¿Dónde está la vieja? —preguntó, de pronto, aquel hombre.
—En el porche trasero, como todas las tardes.
—Entonces puede oírnos. Vámonos de aquí.
Vera rió con dureza:
—¿Y qué importa que nos oiga? ¿De qué va a servirle? ¿A quién podrá explicárselo? No puede hablar, ni escribir, ni hacer el menor gesto.
Por tanto, no se preocuparon en asomarse al porche para comprobar si dormía.
—Bueno —dijo el hombre al fin—, ya no queda nada que aclarar, conserva la sangre fría y todo irá bien. ¡Adiós, hasta dentro de un mes!
Cambiaron un beso, el beso rojo de la muerte.
Seguidamente salieron de la cocina, cruzaron el cuarto de estar y abrieron la puerta de la calle, que al instante volvió a cerrarse.
Janet Miller se encontró sola en la casa…, sola con lo que acababa de oír y con la futura asesina de su hijo.
* * *
Era fácil vivir con Vern Miller. Dotado de un corazón generoso y desprovisto de toda suspicacia, pertenecía a la clase de hombres a quienes, en la lotería de la vida, les toca con frecuencia una esposa como Vera. Sin embargo, no se trataba de un imbécil ni de un bobo. En el mundo de los negocios, tenía fama de inteligente y sagaz y, a veces, hasta había dado pruebas de dureza. Lo malo era que todas sus defensas se alzaban a un solo lado y al entrar en casa quedaba por completo al descubierto.
Janet Miller oyó girar su llave en la cerradura y luego su voz que decía:
—Buenas noches a todos.
Vera bajó la escalera para salir a su encuentro y la paralítica adivinó que lo besaba. El beso de Judas.
Al salir Vern al porche trasero para verla, se completó la trinidad de sencillas dichas de la anciana.
—¿Has pasado una buena tarde al sol?
Los ojos de Janet.
—¿Quieres que te entre enseguida?
Sus ojos de mirada terrible.
—Mira lo que te traigo.
Sus ojos, sus pobres ojos que le imploraban.
—¿Si te he echado de menos? ¿Te alegra volverme a ver? ¿Por eso me miras así?
Se arrodilló junto a la silla de ruedas, apoyando una mano en el regazo de su madre.
—¿Qué es lo que quieres decirme?
Sus ojos, sus ojos alucinados.
—¿Quieres que te ayude? Cierra una vez los párpados para decir que no y dos veces para decir que sí.
Era un código largo tiempo establecido entre ellos; su único medio de comunicación.
—¿Tienes apetito?
No.
—¿Tienes frío?
No.
—¿Quieres que…?
Desde la cocina, les interrumpió la voz de Vera, como si adivinara lo que Janet intentaba revelar:
—No te quedes fuera toda la noche, Vern. La cena está lista.
Sus ojos, sus ojos de expresión desesperada.
Vern se incorporó y, colocándose detrás de la silla de ruedas, fuera de su campo visual, la fue empujando hasta el cuarto de estar. Luego, la dejó para subir al piso superior.
El arma que le quedaba, los ojos, estaban gastados de tenerlos siempre fijos en él, aunque nada pretendieran hacerle comprender. Por tanto, ¿cómo podía advertir una diferencia aquella noche?
Vera puso la mesa.
—Ya está la cena, Vern —gritó de nuevo.
Entonces, Vern bajó con las manos recién lavadas, fue a colocar la silla en el comedor junto a su esposa, y se sentó frente a las dos mujeres.
Desdobló la servilleta, con la mirada fija en el plato, disponiéndose a tomar la sopa.
Vera rompió el silencio que suele hacerse al principio de todas las comidas:
—No quiere abrir la boca.
Intentó introducir una cuchara llena de sopa entre los apretados dientes de Janet Miller. La paralítica conservaba el necesario dominio de los músculos de las mandíbulas para poder cerrar o abrir la boca de modo que pudieran alimentarla. Entonces, su boca seguía obstinadamente cerrada.
Al mirarla su hijo, la anciana cerró los párpados. Una sola vez, pero repitiendo el gesto varias veces. No, no, no.
—¿No te encuentras bien? ¿No quieres la sopa?
—No son más que caprichos —dijo Vera—. Ha pasado muy buena tarde.
«Es cierto —pensó Janet con angustia—. Estaba muy bien hasta que habéis traído la muerte a esta casa».
Vera quiso introducir a la fuerza las cuchara entre los dientes de la anciana. Ésta resistió y el contenido acabó vertiéndose.
—Ya está —exclamó su nuera malhumorada.
—¿Quieres que yo te dé la comida? —preguntó Vern.
Parecía imposible que se pudieran mover los párpados con tanta rapidez: sí, sí, sí.
Vern se puso en pie y maniobró la silla de ruedas para colocarla cerca de su silla.
Entonces Vera se sirvió la sopa, murmurando:
—Que te diviertas. No soy celosa.
* * *
Algo había conseguido.
Ahora estaba a su lado, casi tocándole. Tan cerca y a la vez tan lejos. Su desesperado proyecto consistía en llegar a hacerle comprender que algo le preocupaba.
Sí, era lo más fácil.
Una vez logrado esto, debía encontrar un medio para conseguir que se fijara en el horno, donde estaban escondidas las caretas antigás. Obligarle a que lo abriera él mismo, a ser posible. O, por lo menos, a que lo hiciese Vera en su presencia. Ésta intentaría escamotear las máscaras sin que las viera su marido. Pero eran muy grandes y molestas, difíciles de ocultar. Había muchas probabilidades de que Vern se diera cuenta de que algo raro estaba ocurriendo. Claro que el hecho de que las viese no quería decir que comprendiera el significado de su presencia en la casa, que supiera leer en ellas su sentencia de muerte. Seguramente Vera encontraría alguna explicación para justificarlas. Pero si ésta perdía la sangre fría, por lo menos podría ser una advertencia. Privada de la palabra para avisar a su hijo, esto era todo lo que a Janet Miller le cabía esperar.
Se lanzó al único camino que tenía abierto, pese a lo muy sinuoso y retorcido que era. Quizá lograse que su hijo se fijara en el horno, rechazando sistemáticamente cuanto se encontraba en los fogones.
—No quiere comer —exclamó Vern al poco rato.
Con ternura, apoyó la mano en la frente querida para comprobar si tenía fiebre. Un sudor de angustia la humedecía.
—No te preocupes mucho por sus caprichos —objetó Vera—. No hay nada que decir de la comida.
—¿Qué te ocurre, mamá? ¿No tienes apetito?
¡Era lo que estaba esperando! Con presteza, le envió una señal afirmativa, repitiéndola varias veces.
—Tiene hambre —dijo Miller sorprendido.
—Entonces ¿por qué no come lo que le damos? —preguntó Vera, furiosa.
—¿Quieres algún plato especial?
¡Segundo paso! ¡Si pudiera continuar así! ¡Si pudiera salvarlo…!
Vera suspiró con desdén.
Pero aún no estaba en guardia; todavía no había comprendido la causa de su extraño comportamiento. Janet Miller se daba cuenta de que en cuanto Vera lo advirtiera su empresa iba a resultar mucho más difícil.
Vern se inclinó afectuoso hacia ella:
—¿Qué quieres comer, mamá? ¿Algo que no hay en esta mesa?
¡Sí, sí, sí, sí!
—¡Estaba seguro! —exclamó con aire de triunfo.
—Pues no pienso hacerlo —repuso Vera secamente.
Su esposo le dirigió una mirada de reproche, y se limitó a decir tranquila, pero firmemente:
—Pues si lo desea, lo tendrá.
Su tono significaba: «¿Eres capaz de negarle algo tan poco importante, sabiendo que con ello le darás una alegría?».
La joven comprendió que se había excedido y quiso enmendar su error.
—¿Y cómo saber lo que quiere? —preguntó con aire irritado.
—De eso me encargo yo —dijo su marido fríamente.
El cerebro de Janet Miller trabajaba a toda velocidad. En el horno podían prepararse muchas cosas, pero en su mayor parte, asados, pasteles, estaban fuera de lugar, ya que exigían demasiado tiempo. Era preciso encontrar algo que sólo pudiera hacerse en el horno, pero rápidamente. En el horno había un grill… ¡Por fin! ¡Tocino asado! Se preparaba en pocos minutos y en la casa siempre había de reserva.
Su hijo enumeró lo que a ella más le gustaba, buscando lo que entonces deseaba por el sistema de eliminación.
—¿Quieres croquetas?
No.
—¿Un plato de crema?
No.
—Y mientras tanto a ti se te enfría la sopa —advirtió Vera con sarcasmo.
Con los nervios a flor de piel, se daba perfecta cuenta de lo que iba a seguir. Para ser justos, hay que reconocer que, por lo general, Vera no se mostraba tan dura con su suegra. O, más exactamente, ponía gran empeño en disimularlo. Tan sólo Janet sabía cómo la trataba en ausencia de Vern.
Éste continuó la lista, cada vez más lentamente, pues se le iban acabando las sugerencias. Acabaría por no saber qué proponerle. El miedo oprimía el corazón de la paralítica y sus ojos se agrandaban, implorando a su hijo que no se detuviera.
Sin pretenderlo, fue Vera la que acudió en su auxilio.
—Es inútil, Vern —dijo impaciente—. ¿Es que vas a pasarte así toda la noche?
La manifiesta oposición de su esposa no hizo más que afianzar a Miller en el propósito de conseguir un resultado.
—No la dejaré acostarse con hambre —afirmó él rotundamente.
Siguió proponiéndole platos, pasando a los que se suelen tomar en el desayuno, puesto que se le acababa la inspiración con respecto a los de la cena.
—¿Cereales?
No.
—¿Huevos con jamón?
No. ¡Pero se iba acercando, se iba acercando!
—¿Tocino?
Sí, sí, sí, respondieron sus ojos, mientras su corazón entonaba una acción de gracias.
—Vaya —dijo Miller con un expresivo gesto—. Estaba seguro de que acabaría por descubrirlo.
Entonces, Janet miró a su nuera con aversión.
Del rostro de aquélla había desaparecido el color: estaba tan blanco como el mantel. Las dos mujeres, la madre y la esposa, la que quería salvarle y la que lo iba a matar, se miraron durante largo rato.
«Por tanto, nos oíste; lo sabes todo —decían los ojos de Vera. Después, se iluminaron de burlona crueldad—. Pues bien, ¡intenta advertírselo! ¡Intenta salvarlo!».
—¿Has oído lo que quiere? —se dolió Miller—. ¿Por qué te quedas ahí? Ve a asarle algunas lonchas de tocino.
El rostro de su mujer semejaba el de un animal acorralado.
—¡No! ¡Ya he preparado la cena! ¡No voy ahora a levantarme para preparar otra! Me llenaría de grasa el horno y… y…
Vern arrojó violentamente la servilleta sobre la mesa.
—Entonces lo haré yo. El tocino asado es una de las pocas cosas que sé preparar.
Pero antes de que él pudiera levantarse, ya lo había hecho Vera, que se dirigió hacia la puerta con tanta rapidez como si hubiera olido a quemado.
—¿Es que no sabes aceptar una broma? —preguntó—. ¿Me crees capaz de dejarte ir a la cocina después de haber trabajado durante todo el día? Es cosa de un minuto…
Nada sospechaba y estaba indefenso… Como le ocurría siempre al regresar a casa. Cayó en la trampa y sonrió a su mujer… ¡Si continuara observándola, atento a lo que hacía!… Desde su silla se distinguía el horno… Podía ver lo que ella iba a sacar de allí… Pero Vern no sospechaba, no se daba cuenta de aquel peligro tan próximo. Dirigió a Janet una tranquilizadora sonrisa y afectuosamente le acarició la mano. Por una vez, ella no le miraba. Mantenía los ojos fijos más allá, en la cocina. ¡Si su hijo siguiera la dirección de sus pupilas…!
Janet vio cómo los observaba Vera, calculando las posibilidades que tenía de actuar a espaldas de su marido. Por fin se inclinó hacia el horno para abrir la puerta. Quiso asegurarse una vez más de que Vern no volvía la cabeza. Después, apretando las máscaras contra el cuerpo, se irguió de modo que desde el comedor sólo le vieran la espalda. De lado, se encaminó hacia un armario, que raramente abrían y en el que solían tener conservas, y ocultó las caretas antigás.
Por tanto, no se trataba de una pesadilla. El crimen había entrado en su casa. Durante el breve tiempo que duró el cambio de escondite, los ojos de Janet Miller no quedaron inmóviles. Febrilmente, iban de Vera a Vern, de Vern a Vera, con el propósito de que su hijo siguiera la dirección de su mirada.
Pero la maniobra falló. Vern supuso que se sentía impaciente por tener el tocino asado.
—Estará dentro de un minuto —le dijo para calmarla, mientras comía sin mirar a la cocina.
Y Vera regresó con el tocino. La sonrisa que dirigió a Janet no estaba inspirada por la solicitud, como él creyó. Era la sonrisa de un diablo satisfecho de su triunfo. Sabía que Janet la había visto cambiar de sitio las caretas y la desafiaba a que informase a Vern.
—Aquí está el tocino, en su punto —anunció.
—Gracias, Vera.
El hombre a quien iba a matar le daba las gracias amablemente.
Concluida la cena, Vern se retiró al cuarto de estar para leer el periódico. Salió del comedor empujando la silla de Janet y seguido por la mirada de Vera, encendida con la alegría del triunfo. Después, ella se encaminó a la cocina para fregar la vajilla.
Mientras permanecieron solos, los ojos de la paralítica se mantuvieron fijos en el rostro de su hijo, pero éste ni siquiera la miró, absorbido por la lectura de las noticias de la bolsa y de los resultados deportivos.
¡Si pudiera pronunciar aunque sólo fuera un débil murmullo! ¡Qué gran ocasión aquélla!, pero, de ser así, no estarían solos, ni ella habría escuchado la conversación que tuvo lugar en la cocina.
Con todo, Vera no quiso arriesgarse a que consiguiera hacerse entender comportándose como lo hizo en la mesa. Por tanto, a los pocos minutos se presentó en el cuarto de estar con el paño de cocina en la mano.
La víctima seguía leyendo el periódico, con la cabeza baja, ignorando aquellos ojos, de mirada enloquecida, que se clavaban en él con la esperanza de que acabara comprendiendo.
Tras dirigir una perversa sonrisa a la paralítica, Vera regresó satisfecha a sus quehaceres domésticos.
El tiempo, tan precioso, pasaba deprisa. Cuando su nuera volviese ya no les dejaría en toda la velada.
Vern se dio cuenta vagamente de aquella mirada de angustia que no lo abandonaba y, sin levantar la cabeza, acarició con ternura la mano de su madre. ¡Se estaba jugando la vida por la reseña de un encuentro de fútbol, por la cotización de la bolsa o por una historieta ilustrada!
Al fin Vera fue a reunirse con ellos. Después de encender un cigarrillo, conectó la radio.
Vern alzó la cabeza para preguntar:
—¿Avisaste a la compañía del gas para que viniesen a reparar el calentador del baño?
A Janet Miller se le encogió el corazón. ¡Ése iba a ser el instrumento de muerte! El calentador del baño que estaba averiado. La impresión la obligó a cerrar los ojos, pero los abrió enseguida. Hasta aquel momento supo que utilizarían el gas, pero ignoraba de qué forma.
Vera chasqueó los dedos en un ademán de falsa contrariedad:
—Tenía el propósito de hacerlo, pero lo olvidé por completo —declaró con aire contrito.
No era cierto. Janet lo sabía. Vera había dejado de telefonear intencionadamente. Formaba parte de su plan. Todo iba a parecer natural: un accidente estúpido.
—Hace mucho tiempo que lo tenemos así —añadió su nuera—; por un día más no va a pasar nada.
—Desde luego. Pero se escapa tanto gas cuando se enciende que acabará por jugarnos una mala pasada. Una noche de éstas nos asfixiaremos. Es verdad —agregó malhumorado— que cuando se quiere que algo resulte bien, debe hacerlo uno mismo.
—Llamaré mañana a primera hora —respondió su esposa humildemente.
Mas para él no iba a haber mañana.
Poco después, Vera consiguió, con gran habilidad, distraerle de su preocupación e interesarle por la radio.
—¿Has oído? Éste es un programa muy divertido. Los dos artistas tienen mucha gracia.
¿Hay algo más inofensivo que una emisión cómica? Sin embargo, aquélla contribuiría a matar a un hombre.
El locutor anunció:
—Cuando oigan la campanada serán exactamente las veintidós horas…
—La bolsa está bien orientada. Si todo continúa como hasta ahora, creo que el verano que viene podremos hacer el crucero que tanto deseas.
«¡No, no podrás hacerlo! —gritó el pensamiento de Janet Miller—. ¡Esta noche te van a matar! Si pudiera hacerte comprender…».
A la paralítica le pareció que sólo había pasado un minuto cuando el locutor anunció nuevamente:
—Al sonar la campanada serán las veintidós treinta.
Vern bostezó satisfecho y dirigiéndose a Vera dijo:
—Se acerca Navidad. ¿Qué quieres que te regale?
—Lo que tú prefieras —contestó mimosa.
Miller se volvió de pronto hacia su madre para examinarla atentamente.
—¿Qué te pasa, mamá? Tienes la frente cubierta de sudor.
Sacó el pañuelo y, con ternura, le fue secando la piel húmeda.
Pero Vera no se descuidaba. Sabía lo que tanto desesperaba a la paralítica y se mantenía en guardia.
—Sí, hace mucho calor aquí —dijo, mientras a su vez se pasaba la mano por la frente—. También a mí…
Vern se inclinó para coger las manos de su madre.
—¡Las tiene heladas!
—Es la circulación de la sangre —dijo Vera, bajando la vista, como si temiera entristecer a la anciana al recordarle su enfermedad.
Vern asintió con la cabeza, agradeciendo a su esposa aquel tacto.
La mirada de Janet seguía fija en él con desesperación. ¡Compréndeme! ¿Por qué no comprenderás lo que tanto deseo decirte?
Su hijo se irguió, desperezándose mientras bostezaba:
—Voy a encender el calentador. Me quiero bañar antes de acostarme. He tenido una jornada agotadora.
—Lo mejor será que subamos todos a acostarnos —aprobó Vera—. A esta hora no retransmiten más que swing y llega a hacerse monótono.
Se apagó el dial luminoso. Así, con un gesto trivial, como algo muy cotidiano, fue como comenzaron los preparativos del asesinato.
* * *
Vern tomó a su madre en brazos y la llevó hacia la escalera. Dejaban la silla de ruedas en la planta baja. Era muy pesada para subirla al dormitorio.
Al oír cómo crujían los peldaños de roble bajo los pies de su hijo, Janet no pudo evitar preguntarse quién la trasladaría a la mañana siguiente. «¡Oh, hijo mío, hijo mío!, ¿dónde estarás tú entonces?».
Mientras subían, sus rostros estaban muy cerca. Los labios petrificados de la paralítica se esforzaron en vano en depositar un beso en su mejilla y Vern dijo alegremente:
—¿Por qué soplas tanto? Soy yo quien me esfuerzo.
Llegaron a la habitación de la anciana y la depositó en el lecho.
—Volveré a darte un beso y las buenas noches —le aseguró su hijo antes de irse a preparar el baño.
Vera solía acostarla. Por otra parte, no resultaba muy complicado, pues hacía tiempo que no se vestía como si fuera a salir. Lo único que debían quitarle era la gruesa bata y las zapatillas de fieltro. Vera realizó este trabajo con tanta naturalidad y tanta calma como si Janet no supiera lo que ocurriría en el transcurso de la noche. Aquella mujer que iba a meterla en la cama era peor que una asesina. Era un monstruo sin sentimientos humanos. La mirada de Janet parecía implorarle: «No lo hagas. No me lo quites». Pero era inútil. Nada se consigue rogándole a las piedras. A Vera la animaban dos grandes móviles: su pasión por otro hombre y su pasión por el dinero. La piedad no podía imponerse.
Vern estaba en el cuarto de baño. Janet oyó cómo encendía el calentador. Después llamó a su esposa:
—Oye, Vera, ¿crees que podemos fiarnos de este chisme? El escape debe de ser muy grande. Hay tanto aire que la llama es más blanca que azul.
—Claro que sí —respondió ella sin la menor vacilación—. No seas tonto. Más vale que tomes el baño esta noche, pues por las mañanas siempre tienes prisa.
Se oyó el ruido del agua cayendo en la bañera y un ligero olor a gas llegó hasta Janet, pero unos segundos después había desaparecido. Vera entró en la habitación que compartía con su marido para empezar a desnudarse.
Vern, en albornoz y zapatillas, se acercó al lecho de Janet. Dios mío, era aún tan joven, tan vigoroso…
—Buenas noches, que duermas bien, mamá. Debes de estar cansada y tendrás sueño.
Cuando se inclinaba para besarla en la frente, hizo un descubrimiento. Entonces, en lugar de marcharse, se sentó en la cama.
—Vera —gritó—, ven enseguida.
La asesina, vestida con un camisón rosa adornado con encajes, entró en el dormitorio, sin dejar de pasarse un cepillo de plata por sus largos cabellos.
—¿Qué ocurre? —indagó con leve inquietud.
—Algo le preocupa, Vera. Es preciso que averigüemos qué le pasa. Tiene los ojos llenos de lágrimas. ¡Fíjate en esa que le corre por la mejilla!
El rostro de la mujer se contraía de miedo, aunque se esforzara en mostrar un aire solícito; pero, como siempre, tenía una explicación a punto.
—Al fin y al cabo —murmuró al oído de su marido como si no quisiera que Janet la oyese—, nada tiene de extraño que de cuando en cuando se sienta deprimida. Ponte en su lugar. Nos hemos acostumbrado a verla así. ¡Pero es ella quien lo sufre! —Le dio una palmada en la espalda y añadió—: Eso debe de ser.
Su marido no quedó convencido.
—Por lo general, no toma su situación tan a lo trágico. ¿Por qué precisamente esta noche? Desde que he vuelto de la oficina no ha hecho más que mirarme con fijeza. Hasta el punto de que tengo la impresión de que me quiere decir algo.
No cabía la menor duda de que Vera estaba extremadamente pálida, pero podía atribuirse a su inquietud por la enferma, a esa ansiedad que parecía compartir con su marido.
—Voy a quedarme aquí unos minutos —dijo Vern.
«Sí, quédate aquí, conmigo —imploraba la paralítica—. Quédate a mi lado, despierto, y nada te ocurrirá».
Vera pasó un brazo por los hombros de su marido, obligándole con ternura a levantarse.
—No, tú te irás a bañar. El agua ya debe de estar caliente. Yo me quedaré aquí. Y verás cómo mañana estará bien.
«¡No, no podrá verlo; ya no verá nada!».
Vera hizo un guiño a Janet con el que pretendía demostrarle una afectuosa comprensión hasta que su esposo saliera del dormitorio.
—Se encuentra un poco deprimida esta noche. Eso es todo —dijo.
Después se acercó a la ventana abierta y se asomó al exterior de espaldas al lecho. No podía sostener la mirada de aquellos ojos acusadores.
Durante un rato oyeron a Vern chapotear en el baño. Al fin reapareció en la puerta del dormitorio.
—¿Has cerrado bien el gas? —preguntó Vera al verlo.
Podía hacer gala de esa solicitud, pues le constaba que, a pesar de ello, nada cambiaría.
—Sí —respondió él, mientras se secaba la cara con una toalla—, pero huele mucho. Es preciso que mañana mismo nos ocupemos de telefonear para que venga a repararlo. No quiero arriesgarme ni un día más. ¿Cómo sigue mamá?
—¡Calla! He conseguido que se duerma. No, no te acerques que la despertarías.
Extendió el brazo y rápidamente apagó la luz.
«¡No! ¡Deja que me despida de él! ¡Si no puedo salvarlo, déjame que lo mire antes de que…!».
La puerta se cerró silenciosa y despiadadamente, aislándola en su desesperación. «¡Socorro! ¡Socorro!», gritaba su espíritu.
Durante algunos instantes, el murmullo de sus voces le llegó débilmente a través del tabique. Luego, el ruido de una ventana que se abre, el girar del conmutador de la luz. Todo llegaba claramente hasta ella. Ni siquiera esto le habían evitado.
El sudor empapaba su rostro, aunque el aire de la noche entraba por su ventana abierta.
* * *
El silencio.
El silencio se agazapaba en torno a ella, como una bestia a punto de saltar.
El silencio, tenso como un tambor, pero tan prolongado que llegaba a permitir la esperanza.
Un ruido leve, apenas perceptible…, el chirriar de una ventana de guillotina que se cierra.
Segundos más tarde, la puerta de la habitación se abrió y un fantasma blanco avanzó en silencio, a lo largo del muro, para cerrar la ventana y taponar las rendijas.
Sin duda, Vera había abierto nuevamente el calentador del baño, pero sin encenderlo. Con ella llegaba el olor del gas. El espectro abandonó el dormitorio para continuar su misión de muerte.
Un escalón, al pie de la escalera, gimió ligeramente al ser pisado, y Janet pudo oír el ruido, agrandado en el silencio de la noche, de la puerta del horno al abrirse. Vera debió de guardar allí otra vez las máscaras, mientras lavaba la vajilla.
El olor a gas se acentuaba, y Janet Miller empezó a notar un zumbido dentro de su cabeza, que parecía ir en aumento minuto a minuto, como un tren que avanza por un largo túnel sonoro.
Al otro lado del tabique. Vern gimió levemente, en sueños, en el sueño que sería eterno. Él tenía que sufrir en mayor grado los efectos del gas, pues su habitación estaba junto al cuarto de baño.
Nuevamente el fantasma entró en el dormitorio. A los ojos de Janet, ya no aparecía blanco, sino ligeramente azulado. Ya no era un murmullo lo que llenaba su cabeza, sino un verdadero rugido, como si el tren cruzara de una oreja a otra, a través del cráneo, mientras toda la habitación oscilaba en torno suyo.
La incorporaron de la cama donde reposaba y una voz que parecía venir de muy lejos le dijo:
—Ya has tragado lo necesario para engañarlos.
De repente, algo le cubrió el rostro. Y volvió a respirar aire puro. El rugido persistió un instante y luego fue disminuyendo como si el tren se alejara; al fin, dejó de oírlo.
«¡Mi hijo! ¡Mi hijo!».
A través de la mica que protegía sus ojos, Janet vio la claridad del alba que se filtraba en su habitación. Al poco tiempo, una silueta vacilante entró en su campo de visión; apoyaba una mano en la pared para avanzar. Vera se tambaleaba, y esto no se debía a la vista de Janet, sino al gas acumulado en las habitaciones cerradas, que le hacía sentir sus efectos, porque acababa de quitarse la careta. Se cubría la cara con un pañuelo húmedo, procurando contener la respiración.
Tuvo el buen sentido de dirigirse a la ventana, para quitar los papeles de las rendijas, antes de acercarse al lecho. Incorporó a la paralítica y le quitó bruscamente la careta antigás.
Volvieron a zumbar los oídos de Janet: el tren parecía regresar.
—Contén la respiración cuanto te sea posible —oyó decir a su nuera, tras la mordaza—. ¡Lo digo por tu bien!
Con la careta en la mano abandonó la habitación y la paralítica la oyó descender la escalera dando tumbos. Poco después le pareció que se abría una puerta en la parte trasera de la casa. El zumbido fue aumentando, hasta que el aire, que se filtraba por las ventanas, acabó por neutralizarlo. En el cuarto de baño, el gas continuaba saliendo.
«Contén la respiración cuanto te sea posible. Lo digo por tu bien». ¡Como si pudiera interesarle seguir viviendo! «Está muerto, pensó abatida Janet Miller. Debe de estar muerto, pues de otro modo no hubiese venido a quitarme la careta. ¿No sería preferible que me fuera con él?».
En contra de las recomendaciones de Vera, comenzó a respirar ávidamente, reteniendo el aire envenenado en los pulmones, igual que cuando años atrás, a causa de una operación, le dieron cloroformo.
De nuevo comenzó el zumbido, que fue en aumento, hasta convertirse en un rugido. Un remolino azul revoloteó por el dormitorio, oscureciéndolo poco a poco.
«Les venceremos, Vern, pensó la anciana. ¡Moriremos juntos!»
En las tinieblas que la rodeaban, no se veía más que un punto azul. En algún lado se oyó cómo rompían un vidrio, pero eso ya no interesaba a Janet.
Al desvanecerse el punto azul, no quedó nada.
* * *
Tenía mucha sed e iba bebiendo aire, un aire delicioso del que no llegaba a saciarse. No veía nada; se encontraba en el interior de una tienda o de algo parecido, y oía un murmullo de voces. Hubo un relámpago cegador y cesó el delicioso aflujo del aire. Luego, regresaron las dulces tinieblas y pudo nuevamente respirar el aire vivificador.
—Recobra el conocimiento. Saldrá sin consecuencias.
—Parece un milagro. En su estado, era para creer que un par de bocanadas…
El rayo se repitió cada vez con más frecuencia, como en la proyección de viejos filmes; luego se estableció la luz de un modo permanente y Janet abrió los ojos.
Al instante se apoderaron de ella unas violentas náuseas. Le pareció un mal síntoma, pero, por el contrario, los sonrientes rostros que la rodeaban asentían como animándola a vomitar.
—Ahora está bien. Ya no hay que preocuparse.
—¿Y los otros dos?
—La mujer no corre peligro —respondió la voz de un ser invisible—. Pero él está listo.
Debían de haber tendido a la paralítica sobre una camilla, pues se dio cuenta de que la levantaban para trasladarla. En el momento en que salían de la habitación, se alzó un grito de desesperación en alguna parte de la casa:
—¡No, no se detengan! ¡Devuélvanle la vida, se lo ruego! ¿Por qué no he muerto yo en lugar de él? ¿Por qué ha tenido que ser él?
Se llevaron a Janet Miller para depositarla en una ambulancia y ya no volvió a oír los gritos desgarradores.
* * *
Una mujer pálida y triste entró con la enfermera. Apenas se podía reconocer a Vera con sus ropas de viuda. Habían pasados dos días.
—Ahora vuelve usted a su casa —le dijo la enfermera a Janet—. Aquí está su nuera que viene a buscarla.
La paralítica cerró los párpados: ¡no, no, no, no! Pero fue en vano. La enfermera no conocía el código que empleaba con Vern.
—¿Quiere que le ayuden?
—En la calle me espera un amigo con un coche —explicó Vera—. Si pudieran hacerla bajar en la silla, luego ya nos arreglaríamos nosotros.
Aunque cerraba desesperadamente los párpados, se la llevaron al ascensor y salió del hospital, ante cuya puerta aguardaba un hombre, junto a un auto.
Fue así como vio por primera vez al otro asesino de su hijo.
Era más alto que Vern y mucho más guapo, pero su rostro no tenía carácter; un rostro blando… La clase de hombres por los que las mujeres como Vera se condenan en la tierra.
Ayudado por la enfermera alzó a la paralítica de su silla para depositarla en el asiento delantero del coche. Luego, colocaron la silla de ruedas sobre el portaequipajes. Era demasiado grande para meterla en el interior.
Vera se sentó entre su suegra y el conductor y partieron. Janet no había pasado aquellos dos días en el hospital a causa del gas; únicamente para que tuviera todos los cuidados necesarios que Vera no podía dispensarle en la postración de su «dolor».
—Nos ha salido caro —exclamó su nuera mientras se alejaban del hospital.
—Sí, pero el resultado ha sido excelente —respondió él—. Y al fin y al cabo, no suma más que unos cien dólares; ahora tenemos mucho dinero.
—Seguro, pero ¿por qué hemos de gastarlo en ella? Y ahora, ¿qué vamos a hacer? ¿Conservarla como recuerdo?
Aunque sus hombros se rozaban, iban hablando de Janet como si se encontrara a diez millas, sin la menor consideración.
—Nos asegura la impunidad, ¿cuántas veces he de decírtelo? Mientras esté con nosotros, bajo el mismo techo, cuidada por nosotros, nadie sospechará. Debemos tenerla en casa… durante algún tiempo.
Vera se echó hacia atrás el velo de viuda para encender un cigarrillo.
—Tengo tiempo de fumarlo antes de que lleguemos. ¡Qué harta estoy de esta comedia!
Cuando enfilaron la calle que conducía a la casa, Vera, después de arrojar el cigarrillo fuera del coche, se echó el velo a la cara. Un resto de humo se fue filtrando a través del velo y le dio el aspecto del monstruo que en realidad era.
Entró la primera en la casa que perteneció al hijo de Janet Miller, abatiendo la cabeza en honor a los vecinos. El hombre bajó la silla y, después de sentar en él a la paralítica, la empujó hasta el cuarto de estar.
—Ahora vete —le dijo Vera—. Aún no puedes quedarte aquí mucho rato. Los vecinos nos deben de vigilar.
—Déjame por lo menos echar un trago —protestó él alegremente—. No creo que la cosa dependa de cinco minutos, ¿verdad?
Se sirvió una gran copa del coñac de Vern y la apuró de una sola vez.
—Creí que me recomendabas prudencia. Debemos proceder por etapas.
Cuando consiguió que se fuera, Vera volvió a la sala y, enfurecida, arrojó el sombrero y el velo sobre una silla. Entonces descubrió los ojos de Janet que, implacables, se clavaban en ella como dos piedras ardientes.
Se sirvió coñac, pero en menor cantidad que él y con mano menos segura.
—Ahora te voy a decir una cosa —exclamó de repente—. Si quieres tener tranquilidad, deja de mirarme así. Sé lo que piensas, pero de nada va a servirte si no cambias de actitud; al contrario.
* * *
Sus visitas se hicieron más largas y más frecuentes, y a las tres semanas de haber salido Janet del hospital se casaron. Como era de esperar, no dieron publicidad al acontecimiento, pero cierta noche la paralítica los oyó hablar de su matrimonio y desde entonces él se quedó a vivir allí. Comprendió muy bien lo que significaba. Poco después, supo su nombre: Haggard, Jimmy Haggard, asesino de Vern Miller.
Los vecinos debieron de suponer probablemente que era una consecuencia natural del drama que alteró por completo la vida de Vera. Una viuda joven y sola en el mundo que se sentía atraída por el que más atento se mostró con ella durante su desgracia. Su prisa quizá les sorprendiera, pero pasarían tres o cuatro semanas antes de que se enteraran y entonces parecería menos precipitado.
Janet Miller vivió algún tiempo como en trance, suspendida entre la vida y la muerte. Puesto que respiraba y absorbía alimentos, técnicamente podría decirse que vivía, pero no era así. Le habían arrebatado todo: la voz, el sol y el cielo azul. Y jamás se lo devolverían. Janet Miller habría muerto, sin duda, al cabo de un mes o dos, sólo porque ya no le interesaba vivir, si, lenta pero firmemente, una nueva chispa no hubiera engendrado en ella un ardor que vino a sustituir lo que hasta entonces fue su razón de ser.
La Venganza.
La chispa se convirtió en llama y la llama encendió una hoguera abrasadora. Janet no se había sentido tan llena de vida como entonces desde que su enfermedad la redujo a la impotencia. El fuego que la animaba ardía día y noche. No era preciso que lo alimentasen ni que lo reanimaran. El tiempo no existía para Janet. ¡Qué importaban las horas, los días o los años! Viviría hasta los cien de ser preciso, pero no iba a abandonar su puesto sin haber hecho pagar su culpa a los dos asesinos. No se le escaparían. Ignoraba cómo y cuándo, pero los castigaría.
Ellos mismos le proporcionarían los medios. Tuvieron varias peleas por su culpa. Considerándola como un lastre, ninguno de ellos quería atenderla. Quizá Haggard fuese mejor que Vera… No, la verdad es que era menos cínico, que le preocupaban las consecuencias mucho más que a su mujer.
—¡No podemos dejarla morir de hambre y no es capaz de alimentarse sola! Si la descuidamos, cascará ante nuestras narices y van a darse cuenta de que no comía. Una cosa trae la otra, y antes de que te des cuenta habrán hecho preguntas, sumado dos y dos y descubierto la verdad.
—Entonces, contrata a alguien que se ocupe de ella. No quiero pasarme el día en casa para darle la comida o acostarla. Búscale un enfermero. Podemos pagarle un sueldo, creo yo. O bien librémonos de ella internándola en una clínica.
—No, aún no. Es preciso que la tengamos aquí durante varios meses, hasta que se olvide esta historia —insistió Jimmy—. Por otra parte, no me hace ninguna gracia meter en casa a un extraño. Es un riesgo. Sobre todo, si se trata de alguien del vecindario que haya conocido a Miller. Tendremos que ser muy prudentes, que estar siempre sobre aviso, pues podemos hablar demasiado si hemos bebido un trago de más.
Mientras Haggard dudaba acerca de ese punto, preguntándose si debía o no correr el riesgo, si era preciso insertar un anuncio en un periódico o recurrir a una agencia, le sacó de su indecisión una de esas circunstancias fortuitas que de cuando en cuando se producen.
Un hombre joven, de buen aspecto, pero que no parecía muy favorecido por la suerte, pasaba una mañana por la calle y al ver a Haggard bajo el porche delantero, se atrevió a preguntarle si tendría algún trabajo que encargarle, como segar el césped o fregar el suelo. Explicó que viajaba haciendo autoestop y que había llegado a la ciudad media hora antes. Llevaba un paquete que contenía todo su equipaje.
Haggard lo examinó con aire pensativo, luego miró a la anciana. Esto pareció darle una idea.
—Venga usted —le dijo.
Janet Miller oía hablar a los dos hombres en el cuarto de estar. Después, Haggard llamó a su mujer para consultarle. Vera estuvo de acuerdo, seguramente satisfecha de que alguien la librase de toda preocupación con respecto a la vieja. Fue ella misma quien acompañó al joven, que ya no cargaba el paquete, al porche delantero.
—Ahí la tiene —dijo con sequedad—. ¿Se da cuenta ahora de lo que esperamos de usted? Nosotros salimos mucho y tendrá que meterle la comida en la boca sin dejarse impresionar por sus caprichos. De cuando en cuando le da por hacer huelga de hambre. Entonces, apriétele la nariz hasta que tenga que abrir la boca para respirar. No se alojará en la casa, pero debe estar aquí a las nueve de la mañana para sacarla al porche. Si yo no me he levantado aún, no pierda tiempo en vestirla; basta con que la envuelva en una manta. Por la noche volverá a acostarla una vez haya cenado. Eso es todo. Quiero que alguien la vigile cuando nosotros nos vamos, para que nada le ocurra.
—Sí, señora —respondió el joven con aire sumiso.
—Muy bien. ¿Cómo se llama usted?
—Casement.
—Bien, Casement. ¿El señor Haggard le ha dicho cuánto le pagaremos? Pues entonces no queda nada que discutir. Puede considerarse contratado. Tome una silla e instálese ahí.
El joven se sentó junto a la silla de ruedas con las manos sobre las rodillas y las piernas abiertas. La vieja y su enfermero se miraron.
Se atrevió a sonreírle, y ella comprendió que guardaba un fondo de simpatía por su situación. También se dio cuenta de que era la primera vez que tenía un empleo así, que nunca había hecho algo parecido.
Media hora después, Casement se puso de pie y le dijo:
—Voy a buscar un vaso de agua. ¿Tiene usted sed? —agregó, como si Janet pudiera contestarle.
De súbito recordó que no le era posible y quedó aturdido, contemplándola. Sí, desde luego, no tenía ninguna experiencia en asuntos de aquella clase…
—¿Cómo sabré cuando quiere usted algo? —dijo como para sí, con aire embarazado mientras se rascaba la nuca.
Al fin, entró en la casa, y volvió al poco rato con un vaso de agua para ella. La estuvo mirando, sosteniéndolo en el aire, sin saber qué hacer. Janet cerró por dos veces los párpados, para hacerle comprender que tenía sed, con la esperanza de que adoptase el código. Él le puso el vaso entre los labios y fue vertiendo su contenido en la boca, hasta vaciarlo.
—¿Quiere más? —indagó.
Esta vez ella sólo cerró los párpados una vez.
Casement dejó el vaso en el suelo, y luego la estuvo contemplando, pensativo, mientras se acariciaba la barbilla:
—Dos veces; cierra usted los párpados dos veces seguidas y muy deprisa. O una sola vez. ¿Se las ingenia de este modo para decir «sí» y «no»? Vamos a descubrirlo, ¿le parece? —se colocó ante ella, mirándola fijamente y dijo—: Sí.
Janet cerró dos veces los párpados.
—No.
Una sola vez.
—Vaya —dijo el joven alegremente—, vamos progresando, ¿eh?
La anciana repitió la señal por dos veces y sus ojos le sonrieron. El código. En pocos minutos había descubierto el sistema de comunicación que utilizaba con Vern. Era inteligente aquel chico.
Al caer la tarde, empujó la silla de ruedas hasta la mesa del comedor y se dispuso a darle la cena. Al principio lo hizo con torpeza, pero pronto descubrió la técnica, y se dio cuenta de que no debía llenar demasiado la cuchara, pues la anciana sólo era capaz de entreabrir las mandíbulas.
—Parece tener más suerte que nosotros —comentó Vera, que le observaba—. Con usted no protesta.
—Sí —respondió Casement sin desviar la mirada de lo que estaba haciendo—. La señora Miller y yo seremos grandes amigos.
Sí, decía la verdad. Sin que pudiera explicárselo, sin saber por qué, Janet tenía confianza en él y lo consideraba casi como un aliado.
Después, Casement la subió a su habitación y la anciana no volvió a verlo en toda la noche. Pero, tendida en el lecho, se sentía feliz. La llama que vivía en su interior se alzaba ardiente y clara. Quizá.
* * *
A la mañana siguiente, el joven fue a buscarla y la llevó a la planta baja. Después de darle el zumo de naranja, se instaló con ella en el porche delantero. Durante algunos minutos estuvo tomando el sol, en silencio. Luego, volvió la cabeza para contemplar las ventanas que se alzaban a su espalda, como si quisiera asegurarse de que no había nadie en las habitaciones delanteras. Pero lo hizo con tanta naturalidad que hacía dudar de que fuera ésta su intención.
De pronto, dijo a media voz:
—¿Quiere usted al señor Haggard?
Los párpados se cerraron una sola vez y sus ojos azules parecieron despedir chispas.
Casement hizo una pausa y luego preguntó:
—¿Quiere usted a la señora Haggard?
De nuevo, los párpados se cerraron una vez, pero casi con ferocidad.
—¿Por qué será? —dijo él entonces, aunque en realidad no se lo preguntaba a Janet.
La impresión de contar con un aliado, que ya tuvo la víspera, se hizo aún más fuerte. Esperanzada, miró al joven.
—Es una lástima que no podamos hablar —suspiró Casement, antes de volver a su silencio.
Al fin, bajó Vera, y Haggard la siguió poco después. Comenzaron a discutir y desde el porche se les oyó claramente.
—¡Ayer noche te di un billete de cincuenta! —gritaba ella—. Hay que ir con más cuidado, ¿no te parece?
—¿Es que vas a limitarme los gastos?
—¿De quién es el dinero, tuyo o mío?
—Sin mí, nunca lo hubieras tenido…
De pronto, Vera le dio orden de callar, para decir luego:
—No olvides que la vieja ya no está sola.
La forzada pausa que siguió fue más elocuente que todas las palabras. Janet Miller contemplaba a Casement con fijeza, pero éste no cambió de expresión. Por lo visto, no le extrañaba lo que había oído.
Haggard fue al garaje a buscar el coche y lo estacionó ante el porche. Vera, a su vez, salió para reunirse con él, después de decirle a Casement:
—Les dejamos solos. Ya sabe lo que tiene que hacer.
Apenas el coche hubo desaparecido por la larga avenida bordeada de árboles, Casement se puso en pie y entró en la vivienda. No lo hizo de un modo furtivo, ocultándose a los vecinos, sino con entera naturalidad, igual que quien tiene la intención de realizar algo que ya no puede diferir por más tiempo.
Estuvo ausente un buen rato. Janet le oyó en una de las habitaciones y luego en otra. Parecía ir recorriendo toda la casa, deteniéndose de cuando en cuando para examinar un cajón o un armario.
De no tener una confianza tan inexplicable en él, Janet habría pensado que se trataba de un ladrón que había aceptado el empleo con el único propósito de desvalijar la casa en ausencia de los propietarios.
Pero, dato curioso, no llegó siquiera a pensarlo.
Había pasado una hora cuando Casement reapareció en el porche, con la cabeza baja, pensativo. Fue a sentarse junto a la paralítica y, hundiendo la mano en el interior de la chaqueta, sacó un volumen de reducidas dimensiones: un diccionario de bolsillo.
—Es preciso que encontremos algún medio de tener algunas palabras más que «sí» y «no» —dijo—. Deseo hablar con usted. Por eso acepté este empleo.
A través de los pilares del porche bañados por el sol miró a derecha e izquierda de la calle. No se veía a nadie.
Casement sacó otra cosa del bolsillo. Janet Miller supuso que se trataba de un reloj, pero luego vio que era una insignia con el emblema del Estado. Después, el joven la guardó de nuevo.
—Soy agente de policía —explicó—. Vine aquí después del accidente para hacer una investigación, como siempre ocurre en estos casos. Por lo que he podido deducir, la señora Haggard se despertó a causa del olor a gas. Con dificultad, pudo descender hasta la planta baja y romper un cristal. Luego, quiso telefonear pidiendo socorro. Pero no tuvo fuerzas más que para descolgar el aparato y cayó desvanecida. Sin embargo, he interrogado a la telefonista que dio la alarma y ésta sostiene que todo ocurrió en orden inverso. Con perfecta claridad oyó romper el cristal después de que descolgaran el receptor. Esto me parece muy raro. Se trata de un cristal bastante grueso, colocado en la puerta delantera, y no de un cristal corriente. Debió de golpearlo con un puño de paraguas para poderlo romper. ¿Y cómo tuvo fuerzas para hacerlo cuando le faltaban incluso para gritar una vez hubo descolgado el aparato? Además, desde la puerta regresó junto al teléfono, donde la encontraron desvanecida. Entre los dos puntos se extiende el pasillo. Pero por extraño que esto me hubiese parecido, seguramente no habría hecho caso de no ir después al hospital donde la atendían para examinar la ropa que vestía cuando ocurrió el drama. Las zapatillas de satén que calzaba estaban mojadas en los bordes por la humedad y descubrí una brizna de hierba entre un terroncito de tierra pegado a la suela. Por tanto, había salido de la casa antes de desvanecerse; luego volvió a entrar, cerró la puerta y fue a romper el cristal. Pero, además, desde que ella y Haggard se casaron los comadreos del vecindario llegaron a nuestros oídos. Incluso recibimos anónimos. Le cuento todo esto porque me parece que va a ser uno de los asuntos más difíciles de cuantos he tenido y pensaba que quizá usted pudiera ayudarme.
Janet se sintió como abrasada por la hoguera encendida en su interior, hasta el punto de casi no poder respirar, pero por dos veces cerró los párpados, tan deprisa como le fue posible.
—¿Así que usted puede decirme algunas cosas con respecto a este asunto? Muy bien. Lo primero que desearía saber es si la asfixia fue accidental o no.
¡No!
La contempló en silencio, pero la anciana se dio cuenta de que no le sorprendía y que, por el contrario, confirmaba sus sospechas. Casement abrió el diccionario y colocó la uña del pulgar bajo una palabra, señalándosela.
Asesinato, leyó Janet.
Sí.
—¿Su mujer? —añadió el policía, endureciendo la expresión de los labios.
La anciana reflexionó un instante. Si le lanzaba sobre una pista falsa, no tendría después medio de hacerle volver al verdadero camino.
Janet cerró los ojos una vez y luego, casi enseguida, dos veces.
—¿Sí y no? —dijo—. ¿Qué significa eso…?
Entonces comprendió. No cabía duda de que era un muchacho muy listo.
—¿Su mujer y otro?
Sí.
—Entonces, sin duda, deben de ser Haggard y ella.
Sí.
—Pero —preguntó preocupado—, ¿estuvo ella a punto de morir?
No.
—¿No corrió ningún peligro?
No.
—Sin embargo, leí el informe del médico que vino con la ambulancia y hablé con él. Tuvieron que trasladarla al hospital.
Pasaron la mañana discutiendo este punto. A Janet no le importaba demasiado convencerle de que la asfixia de Vera fue simulada, aunque en realidad sólo lo fuera a medias, pero quería evitar a toda costa que Casement pasara a otro tema para poderle conducir hasta las caretas antigás. Si la interrogaba acerca de otro aspecto del crimen, quizá no lograse nunca hacerle comprender cómo lo realizaron.
* * *
La conversación de una sola voz se reanudó por la tarde, en el porche trasero.
—Parece haber algo que nos detiene —dijo Casement—. No sé cómo puede estar segura de que su asfixia era simulada. Usted misma quedó sin conocimiento… ¡Perdone! Olvidaba que no puede responderme más que sí y no.
Parecía no saber qué hacer. Sacó del bolsillo varios papeles, informes o sobres viejos en los que había tomado notas, y los estudió durante algunos minutos.
—Su hijo y ella dormían en la misma habitación del primer piso; la que hoy ocupa con Haggard. Asegura usted que no corrió peligro de morir… ¡Ah, ya lo tengo! Lo que encontré en las zapatillas: se quedó en el jardín hasta que su hijo se hubo asfixiado, evitando así aspirar una cantidad mortal de gas. ¿Es eso?
No.
—¿No fue así como se salvó?
No.
—¿Se fue a otro cuarto, donde dejó las ventanas abiertas?
No.
Ya no comprendía nada.
—¿Se quedó en la misma habitación que él, mientras estaba abierto el escape de gas?
Sí.
El policía se pasó la mano por los cabellos, había agotado todas las hipótesis. Janet clavó la vista en el diccionario que Casement tenía en la mano y la mantuvo así. El policía acabó por darse cuenta.
—Sí, el diccionario… ¿Pero qué palabra? —dijo desesperado.
¿Por qué no abría el libro? Si no se daba prisa, iba a perder el hilo de la conversación, olvidando la última respuesta que ella le dio. La paralítica ignoraba si en el diccionario encontrarían la palabra exacta. Sin embargo, valía la pena intentarlo recorriendo el alfabeto, quizá llegaran a…
—Bien, comencemos, aunque esto nos lleve toda la semana —declaró Casement—. Ella estaba en la misma habitación cuando él estaba asfixiándose. Y, sin embargo, afirma usted que no corría ningún peligro y que aquí hay una palabra que lo explica todo. ¿Algo que se refiere a los dormitorios?
No.
—¿A las ventanas?
No.
—Entonces, ¿que se relaciona con el gas?
¡Sí!
Casi rompió el libro en su afán de llegar a la letra G.
Janet había cerrado los ojos y elevaba al cielo una plegaria.
—Veamos, galo…, ganado, garaje…, ¡ah! Gas. Todo cuerpo fluido similar al aire… Sustancia gaseosa que se emplea para el alumbrado… ¡Oh!
Por el modo como se encendía su mirada, comprendió Janet que acababa de descubrirlo, adivinando entonces toda la verdad.
—Careta antigás… ¿Cómo no se me ocurriría antes? Quedaba bien claro desde el momento en que dijo usted que no salió del dormitorio.
Los ojos de la paralítica se humedecieron de júbilo.
—¿Así que se valieron de una careta antigás?
Sí.
—Y a usted le pusieron otra.
Sí.
—Eso demuestra astucia. Si la hubieran dejado morir, se arriesgaban a despertar sospechas. ¿Quién las trajo? ¿Haggard?
Sí.
—¿Estuvo aquí la noche del drama?
No.
—Un chico listo, ¿verdad? Pero eso no lo salvará de que le consideren cómplice. Debe de estar deseando que se castigue a esa gente, ¿verdad, señora Miller? Mataron a su hijo.
No creyó necesario cerrar los párpados. La llama de venganza que ardía en su mirada era más que elocuente.
—Usted sabe que han asesinado a su hijo y yo también lo sé. Pero nos hace falta alguna prueba material. En realidad, sólo existe una: las caretas antigás. La solución del caso dependerá de si las encuentro o no. La señora Haggard le puso una y, sin duda, se la quitó poco antes de la llegada de los bomberos. Debió de conservar la lucidez durante unos minutos. ¿Sabe lo que hizo con ellas?
A decir verdad, nada había visto, pero, a pesar de todo, la respuesta era que sí, puesto que antes del crimen oyó planear cómo iban a desembarazarse de las caretas.
—Muy bien —exclamó el policía—. Supongo que no será fácil, pero insistiremos tanto tiempo como haga falta. ¿Se fatiga? —indagó solícito—. No tenemos la menor prisa, ¿sabe?, y no quisiera agotarla.
¡Fatigarse! La llama de la venganza ardía con un resplandor demasiado vivo, se alzaba a demasiada altura para que pudiera sentirse cansada. No, respondió.
—Bien. Entonces, en marcha. Se trata de saber qué hicieron de las caretas. Busquemos un atajo para llegar a la respuesta. ¿Las ocultó en la casa?
No.
—Lo suponía. Es muy arriesgado. ¿Las ocultó en alguna parte, cerca de su casa?
Sí.
—¿Sabe usted dónde?
Sí.
—¿Cómo lo sabe usted?… No, perdone. No tiene importancia. Veamos… ¿Bajo los porches?
No.
—¿En el garaje?
No quiso contestar ni afirmativa ni negativamente, temiendo otra vez lanzarle sobre una pista falsa y no encontrar luego el medio de hacerle volver al buen camino.
—¿Tampoco en el garaje?
Janet no respondió.
—El garaje; ni sí ni no —comentó el policía pensativo. Luego, comprendió, y Janet agradeció al cielo que le hubiera dado una inteligencia tan clara—. ¿En el coche?
Sí.
—¿En el que tienen ahora?
No.
—Claro, lo compraron después de… aquello. Me enteré antes de venir aquí. Entones, en el coche viejo. ¿Les oyó discutir después del crimen? ¿Es así como se enteró?
No.
—No estaba usted en situación de verlos esconder las caretas y no pudo oírles hablar. Entonces, debió de ser antes de cometer el delito.
Sí.
El rostro de Casement se iluminó con una sonrisa de satisfacción:
—Eso explica que esté tan bien enterada de lo ocurrido. ¿Sabían ellos que usted les oía?
Janet no se atrevió a decirle la verdad, pues podría no creerla. Le hubiera sido difícil comprender que Haggard y Vera persistieran en su proyecto, sin variar el plan, a pesar de saber que había escuchado su conversación. Por tanto, respondió negativamente.
—La señora Haggard no sabe conducir. Por tanto, debió de ser él quien vino en busca del vehículo donde se ocultaban las caretas. ¿No es así?
Ella no respondió.
—Comprendo… Enviaría a otro a buscarlo…, a alguien que no estaba al corriente. Pero, como debieron de ocultar las caretas en el portaequipajes, necesitaba recogerlas sin peligro de que lo identificaran…
Sí, sí, sí.
—A ver, a ver, ¿antes de casarse no era propietario de un garaje? —dijo Casement, consultando sus notas—. Sí, eso es, Garaje Ajax, Clifford Avenue. Iré allí a hacer una investigación. Estoy seguro de que a estas alturas habrán destruido las máscaras, pero es posible que algo quede. Si consiguiera encontrar los restos identificables de una de ellas, habríamos ganado. Me ha dicho cuanto sabía, señora Miller, y me ha permitido reconstruir los hechos. Lo demás depende de esas caretas. —Casement se guardó en el bolsillo las notas y el diccionario que tan útil le había sido—. Ya verá como al fin los prenderemos, señora Miller —le prometió con ternura, mientras se ponía en pie.
Janet lo contempló con los ojos húmedos, y el policía comprendió lo que ella no podía decirle, tanta elocuencia puso en su mirada.
—No me dé las gracias —advirtió con un gesto expresivo—. Ése es mi trabajo.
Pasaron dos días. Como el policía no descuidó ni en una sola ocasión sus deberes hacia ella, Janet supuso que dedicaba las noches, después de marcharse de la casa, a las investigaciones.
En realidad, parecía muy fatigado al llegar por la mañana y el sueño estaba a punto de vencerle al sentarse bajo el porche, junto a la silla de ruedas desde la que ella le bendecía.
«No corre prisa, trabaje con calma, mi brazo derecho, mi espada de la justicia», pensaba Janet.
El policía no le informó de los resultados obtenidos a pesar de tener oportunidades de hacerlo, puesto que los Haggard salían continuamente. Y, al mirarle a la cara, era difícil saber si había triunfado o no. Janet no le quitaba la vista de encima, contemplándole con la misma insistencia que a Vern la noche en que…
—Desea usted saber qué hay de nuevo —le dijo Casement al fin—. Se le quema la sangre y sería cruel dejarla más tiempo en la duda. La verdad es que hasta ahora no he tenido mucha suerte. El vehículo en cuestión sigue en el garaje, en espera de que lo vendan; lo he examinado de una punta a otra, presentándome como un posible cliente, pero las máscaras ya no están allí. Lo más grave es que nadie, ni uno solo de los empleados del garaje, ha visto esos chismes, como he podido comprobar interrogándoles hábilmente. Para asegurarme mejor, he escudriñado por el garaje, he revuelto todos los montones de basura de los solares próximos al edificio, incluso he registrado la casa donde vivía Haggard antes de venir a instalarse aquí. No he encontrado nada, nada en absoluto.
Mientras hablaba, iba paseando bajo el porche.
—Y eso no se esconde con facilidad. No pueden convertirse en humo. Aunque hubieran utilizado un ácido para destruirlas, habría quedado algún residuo. No creo que las tirara al mar, atadas a una piedra, pues he seguido sus movimientos de manera muy precisa. No se ha acercado a los muelles, no ha subido a bordo de una sola embarcación y ni una sola vez ha ido al río. Tengo tan poca idea de adónde fueron a parar como de dónde vienen. —Se interrumpió bruscamente y miró a Janet—. ¡Es una idea! —exclamó—. ¿Por qué no se me ocurriría antes? Si no descubro adónde han ido a parar las caretas, puedo por lo menos averiguar su procedencia. Quizá tenga más suerte operando a la inversa. Eso no lo venden en las tiendas. Cuando los oyó hablar de ese asunto, ¿no mencionaron cómo las consiguieron?
Sí, respondió con presteza.
—¿Las habían comprado?
No.
—¿Alguien se las dio?
No.
—¿Las robaron quizá?
Sí.
—¿En una fábrica o en un taller?
No.
—¿En algún cuartel?
No.
Casement se rascó la cabeza.
—¿Y de dónde puede uno procurarse caretas antigás? ¿Sería un amigo quien las tenía, algún conocido tal vez?
Sí.
—Eso no nos sirve de mucho. ¿Quién es ese amigo? ¿De dónde había sacado las caretas?
Janet miró hacia el sol, cerrando por dos veces los párpados, para luego volver la vista hacia Casement. Repitió el juego por segunda vez. Y luego por tercera.
—No comprendo. ¿El sol? ¿Que las tenía en el sol?
Esta vez, la paralítica detuvo la mirada a medio camino entre el astro del día y el horizonte.
—¿El Este? —preguntó el policía.
Sí.
—Pero si ya estamos en el Este… ¡Ah! ¿Europa?
Sí.
—Un momento, que me parece haber entendido. ¿Se las quitaron a alguien que las trajo de Europa?
Sí.
—Magnífico —exclamó Casement—. Creo que ya sé cómo identificar a ese tipo. Recurriendo a las aduanas. Tuvo que declarar las caretas antigás, sobre todo si traía más de una. Figurará en su expediente. Comprendo ahora por qué no he podido encontrarlas. Haggard las debe de guardar intactas en algún lugar en espera de la ocasión de devolverlas, si es que no lo ha hecho ya. Es el mejor sistema. Esta vez, señora Miller, me parece que seguimos una buena pista…, a menos que sea demasiado tarde.
* * *
El teléfono sonó bruscamente en las tinieblas de la habitación. Casement alzó la mano para ver la hora en la esfera luminosa de su reloj de pulsera. Las doce menos cuarto. No se movió, dejó que el teléfono continuara sonando hasta que al fin cesó.
Casement tenía una vaga idea sobre la identidad de la persona que llamaba… para saber si había alguien allí. De haber descolgado, seguramente nada hubiera oído… salvo un chasquido al otro lado de la línea, y todo su plan se vendría abajo.
—El canalla no quiere arriesgarse —murmuró—. Sin embargo, a estas horas debe de haber recibido la tarjeta postal que Hamilton le envió desde Boston.
El policía sentía un gran deseo de fumar, pero se daba cuenta de que hacerlo habría sido un error. Bastaría con que divisara la lumbre del cigarrillo a través de los oscuros cristales de la ventana para que todo fracasara. Demasiadas cosas estaban en juego para exponerlas por una tontería.
Cuando de nuevo miró el reloj, eran las doce y cuarto. Había pasado media hora desde la llamada telefónica.
—Llegará de un momento a otro —se dijo.
Efectivamente, segundos después oyó el ronquido del motor de un coche que aminoraba la marcha ante la casa. Pero no se detuvo, continuó hasta la esquina de la otra calle. Casement, que lo había visto desde la ventana, sonrió al reconocerlo. Haggard iba a dar una vuelta a la manzana antes de volver allí. Tomaba toda clase de precauciones menos la única importante: no acercarse a aquel edificio.
Se aproximaba el desenlace. Casement se levantó del sillón en que estaba sentado desde que había oscurecido, comprobó que el revólver estaba al alcance de su mano, y, en silencio, se dirigió hacia el recibidor de la casa. Detrás de la escalera había una puerta que daba acceso a un gran armario situado bajo la misma escalera.
Casement se ocultó allí en el instante en que el motor del coche se oía por segunda vez ante la casa. En esta ocasión, el vehículo se detuvo. Hubo una ligera pausa, luego el ruido de una puerta que se abre. Unos pasos furtivos que se aproximan y una llave que gira en la cerradura…
El policía movió la cabeza mientras pensaba:
—Debió de sacar un molde de cera de la llave de Hamilton. Así se explica que lograra apoderarse de las caretas sin que éste lo advirtiera.
La puerta se abrió, y un poco de la luz gris del exterior se filtró en la densa oscuridad del recibidor. Por una rendija entre dos escalones, Casement vio una silueta que se detenía cerca de la puerta, escuchando. Iba con las manos vacías, pero debía de ser una precaución más.
La silueta del hombre se inclinó para contemplar el falso correo de tres días que Casement había colocado en el suelo, junto a la puerta. Entonces el visitante dio media vuelta y se fue, dejando abierta la puerta. Pero Casement no se inquietó.
Pasaron unos minutos, luego se oyó un crujido en el piso de madera. El hombre regresaba, cargado de un objeto rectangular, seguramente una maleta. La puerta se cerró, y las tinieblas volvieron a reinar.
Unos pasos ligeros se dirigieron hacia la escalera, pero pasaron de largo en lugar de subir por ella. Haggard avanzaba a tientas, no queriendo exponerse a encender las luces ni a usar una linterna en una casa que entonces se suponía deshabitada.
Se abrió la puerta del armario lentamente, pero nada ocurrió.
Algo fue depositado en el suelo. Después se oyó el chasquido de las cerraduras de una maleta al abrirse, y a esto siguió un crujir de papeles, como si estuvieran deshaciendo un paquete.
En el muro interior del armario se alineaban unos clavos de los que pendían objetos raramente utilizados. Un saco de golf, una raqueta de tenis en su estuche y las máscaras antigás que Hamilton se trajo de Europa como recuerdo.
Una mano palpó la pared, buscando un clavo libre. Al encontrarlo, la otra se dirigió al suelo para recoger un objeto… De pronto, se percibió un ruido metálico en las tinieblas. Alguien hipó de terror y algo cayó al suelo al tiempo que se encendía la luz de la habitación.
Haggard y Casement se encontraron cara a cara, por encima de un baúl, pero ya definitivamente unidos por unas esposas, cuyos aros de acero estuvieron aguardando cerca del único clavo libre.
A los pies de Haggard se encontraba una careta antigás. Otra se veía en el interior de una maleta abierta, situada junto a la puerta.
—Muy bien —dijo el policía—. Me ha costado mucho tiempo y más trabajo, pero valía la pena. —Fijó la mirada en la etiqueta sujeta a la maleta—. ¿De modo que las habías escondido ahí? En consigna bajo un nombre falso, en espera de que Hamilton se marchara y pudieras traerlas de nuevo. No era mala idea… si hubiese dado resultado.
* * *
El cielo era azul, brillaba el sol y Janet Miller estaba sentada de nuevo en su sillón bajo el porche. Contemplaba al hombre y a la mujer que se encontraban ante ella, esposados a un agente de policía, y se sentía divinamente abrasada por la llama que estuvo albergando.
—Miren a esta anciana cuyo hijo han asesinado —dijo Casement con voz dura—. Mírenla a los ojos, si pueden, y nieguen.
No se sentían capaces. Ante su terrible mirada, Haggard bajó la cabeza y Vera apartó la vista.
—Volverán a encontrarse con ella —aseguró Casement—. Será el principal testigo de la acusación… junto con Hamilton y sus dos caretas antigás. Vamos, lleváoslos.
El joven hizo girar la silla de ruedas para que Janet pudiera verlos partir.
—Supongo que se preguntará cómo pude saber el día preciso en que Haggard iría a casa de Hamilton. Yo le forcé la mano. Fui a ver a Hamilton, se lo expliqué todo y él se avino a ayudarme. Se marchó a Boston y, anteayer, envió desde allí una postal a Haggard diciéndole que regresaría hoy mismo. Haggard la recibió ayer y comprendió que debía actuar por la noche si quería devolver las caretas sin que su amigo se diera cuenta. Debo reconocer que se mostró muy prudente, pero yo incluso dejé cartas falsas bajo la puerta para hacerle creer que se trataba del correo acumulado durante estos tres días y al fin acabó cayendo en la trampa.
Un hombre de cabellos blancos, cuyo rostro tenía una expresión autoritaria, salió de la casa y, acercándose a Casement, le apoyó una mano en el hombro.
—Buen trabajo —le dijo—. Y lo ha realizado usted solo.
—No —reconoció el joven señalando a Janet Miller—. Ella es quien lo hizo todo. Yo me limité a ser su auxiliar.
—¿Quién la cuidará hasta que llegue el proceso? —quiso saber el capitán.
—En casa hay sitio de sobra y estará bien atendida —respondió Casement.
El cielo era azul y dulce el calor del sol. Brillaron los ojos de Janet Miller cuando oyó decidir al joven.
Otra vez tenía sus tres razones para vivir.