COCAÍNA

Conozco muy bien, igual que todo el mundo, supongo, lo que se siente al día siguiente de una borrachera. Pero en nada se parecía a lo que entonces me estaba ocurriendo. Tenía todos los síntomas normales y, también, otros nuevos, completamente distintos. Sentía la lengua pastosa, la cabeza pesada y el estómago revuelto, pero, además, no veía con claridad. Todo cuanto miraba me parecía rodeado de innumerables círculos. Notaba las manos húmedas y frías, y los dientes ásperos, como si hubiera comido limones. Pero lo peor de todo era mi estado de ánimo. Tenía miedo. Miedo como un niño de siete años en una mansión vieja y sombría. Y créanme cuando les digo que es horrible tener miedo al mediodía, bajo un sol resplandeciente.

Pero aquello no era grave comparado con lo que experimenté la noche anterior, bajo los efectos de aquella sucia pócima. Me cubrí los ojos con las manos para reunir mis recuerdos y, de haber tenido otras dos, también me hubiera tapado los oídos. Las inquietantes escenas estaban en mí, en mi memoria, y no lograba borrarlas. Las veía borrosas, pero definidas.

A aquel tipo yo le conocía muy poco, hasta el punto de no saber su apellido. Le llamaba simplemente Joe. Me dijo:

—Hay que distraerse, muchacho. Ven conmigo. Iremos a un sitio donde lo pasarás muy bien.

Creo que fue una hora después cuando Joe me dio una palmada en la espalda, como para subrayar:

—Quédate si quieres. Yo me voy. Ya nos veremos.

Recordaba haberle contestado:

—Espera un momento, yo también me voy. Saldremos juntos, como hemos entrado.

Me parecía estar aún viendo el guiño que me hizo:

—No, quédate tú. Yo me voy con esa chica del traje verde. Y, ya sabes, dos están muy bien, pero tres…

Joe se marchó y yo me quedé allí como un imbécil, con aquella gente a la que no conocía.

El resto de la noche lo recordaba de un modo desordenado, como lo que en cine se llama sobreimpresión. Vino un hombre con una cicatriz blanca en el mentón. Continuaba viendo la señal y me parecía oír de nuevo su voz:

—Exactamente lo que te conviene, viejo… Si te acuerdas de esto, no tendrás nunca preocupaciones; es exactamente lo que te conviene… Pásatelo por debajo de la nariz, como si olieras… Es bueno, ¿verdad?… Si te mareas, no te preocupes… Siéntate aquí; yo vuelvo enseguida… ¿Qué has hecho? ¿Te has sentido mal mientras me esperabas? ¡Fíjate en la camisa, está manchada de sangre!… No, no puedes salir por ahí…, ¿no ves que es una ventana tapiada, imbécil? La cerraron porque habían construido una casa delante… Eso no es nada… ¿Quieres que se te pase? Ahora te enseñaré cómo debes hacerlo. Es lo que necesitas, viejo… Eso te pasará en un momento… No, no te alteres, que no me marcho. Espérame aquí que vuelvo enseguida.

Y cada vez estaba peor. Al fin, era ya el delirio, la locura…, una pesadilla de terror, fugas y persecuciones. Hasta los muros parecían decir: «Miradle, ahí sentado; está esperando. Le matarán. ¡Le matarán!». Incluso parecía que cantaban. Se hubiera dicho que de ellos se desprendía música…, una música fantasmal que yo oía claramente hasta el punto de reconocer las melodías. Las recordaba muy bien: Alice Blue Gown, Out on a Limb, Oh, Johnny!, Woodpecker Song… Éstas eran las tonadas que mi espíritu en delirio había oído surgir de las paredes. El momento culminante de esta pesadilla fue cuando me arrastré por el suelo hasta el armario, para ocultar lo que allí se encontraba. Lo cerré con doble llave, guardé ésta en mi bolsillo, y luego levanté una barricada, amontonando frente al armario una mesa, una silla… todo lo que estaba a mi alcance. Después, vino la fuga, una fuga desesperada por un laberinto de calles, ocultándome en los portales, doblando furtivamente las esquinas, en busca siempre de los lugares más sombríos… Una huida que parecía prolongarse indefinidamente. Pero ¿de qué estaba huyendo? Por último, llegó el olvido misericordioso.

Se trataba de una pesadilla, desde luego. Pero el sudor me humedecía la frente al recordarla, tan real me había parecido.

No sabía qué hacer para reponerme de aquella resaca. Sin embargo, supuse que el agua, mucha agua, tanto por dentro como por fuera, me resultaría beneficiosa.

Me dirigí al cuarto de baño, sintiendo que se me doblaban las rodillas, y llené el lavabo. Hundí la cara en el agua y dejé abierto el grifo sobre la nuca. Luego, me sentí algo mejor. No mucho, pero desde luego me había aliviado.

Regresé al dormitorio, me peiné los húmedos cabellos y me dispuse a vestirme. De haber tenido un empleo, me habrían despedido, pues era muy tarde. Pero, como carecía de trabajo, la hora importaba muy poco.

En cuanto me puse los pantalones y me hube calzado, Mildred llamó a la puerta. Supongo que debió de oírme ir y venir por la habitación. La invité a que entrase. Apenas me atreví a mirarla, pero sólo yo sabía el motivo. Mildred entreabrió la puerta para decirme:

—Hola, Tommy. Me parece que ayer bebiste un vaso o dos de más, ¿no es cierto?

Deseaba vivamente que no fuera más que eso y nuevamente deploré lo ocurrido.

—Ya lo comprendo. Una vez de cuando en cuando ayuda a olvidar las preocupaciones.

Se acercó y me apoyó una mano en el brazo para que comprendiese que no pretendía hacerme reproches.

—Pero no lo repitas mucho, Tommy. Eso no va a servirte para encontrar trabajo. Voy a traerte café. Te despejará.

Mildred era mi hermana mayor, una chica como hay pocas. No sólo me mantenía, sino que además me daba algún dinero para gastar, porque estaba sin trabajo. Salió de la habitación y yo continué vistiéndome.

Iba a cambiarme de camisa, pero luego pensé que no debía pedir ni mostrarme muy exigente, puesto que era un parado. Aún podía servirme la misma. La noche anterior la arrojé sobre una silla y por esta razón no había visto aquella mancha. No la descubrí hasta después de haberme vestido y mirarme en el espejo, para abrocharla. Era una mancha negruzca, semejante a una salpicadura.

La miré, petrificado de horror. Por un instante, fui incapaz de moverme; luego la toqué y, sobre la mancha, la tela estaba endurecida y áspera… «¿Qué es lo que has hecho? ¿Has tenido problemas? ¡Mira la camisa manchada de sangre!». Me parecía estar oyéndole decir todo eso. Esta parte de la pesadilla era real y no una sugestión de la cocaína.

Puesto que la mancha existía, algo debió producirla. No habría surgido milagrosamente, como un estigma. Me quité la camisa y la camiseta para examinarme el torso: ni un arañazo. Me miré entonces los brazos y los hombros: ni un rasguño Además, hubiera sido preciso una herida muy profunda para que sangrara tanto.

No cabía la menor duda de que era de otro.

Seguí vistiéndome mientras procuraba convencerme de que no significaba nada: Debiste de tropezar con alguien y ahora no te acuerdas. ¿Pero cómo había llegado la sangre a la camisa? Pues porque estabas borracho y no te mantenías firme. Te apoyaste en otra persona o esa persona se apoyó en ti. Bueno, no pienses más. Necesitas tranquilidad de espíritu, ¿no es cierto? Pues no pienses más.

Pero resultaba más fácil decirlo que hacerlo. Me puse la chaqueta y fui a hacer lo que todo el mundo cuando se ha vestido: guardarme el dinero en el bolsillo, las cerillas, las llaves y todo cuanto tenía. Incluso en el estado en que me encontraba al volver a casa, la fuerza de la costumbre me hizo comportarme normalmente: como todas las mañanas, encontré en la cómoda lo poco que solía llevar encima. Procedí con orden, para que cada cosa fuera a su sitio. Tres monedas de cinco centavos y una de diez… El día anterior salí de casa con treinta y cinco centavos, no cabía duda de que a lo largo de la noche había gastado diez, aunque no recordase dónde ni cómo. Un arrugado paquete de cigarrillos que sólo contenía uno partido en dos. Me puse una de las mitades en la boca y tiré la otra. Por último, tomé las llaves. La del piso, que me dieron Mildred y Denny, y otra más pequeña, de mi maleta.

Esta vez me quedé inmovilizado por el horror. El cigarrillo se me escapó de los labios y cayó al suelo. Sentí que todo giraba en torno mío y tuve que apoyarme en la cómoda. Continué unos minutos contemplando lo que se encontraba sobre el mármol. Vi una llave de más. Había entonces tres llaves, y la noche pasada yo no tenía más que dos. Otra se había unido a las mías, otra que me era desconocida, que no me pertenecía y que hasta entonces no había visto nunca… A menos que, bajo los efectos de la droga…

No se trataba de una de esas llaves modernas, de cobre, sino de una llave vieja, de hierro negro, larga y con dos dientes en la punta. De las que se utilizan en las casas antiguas, donde las puertas de las habitaciones tienen cerradura.

Sin duda alguna no pertenecía a la entrada principal, la que da a la calle, sino a un cuarto o a un armario…

La palabra armario me hizo estremecer. Me erguí y comencé a pasear por el dormitorio, intentando convencerme de que me equivocaba, aunque tenía la seguridad de no haberla visto nunca. Fui a probarla en mi armario, pero no lo hice por la sencilla razón de que la llave estaba en la cerradura. Luego, me dirigí a la puerta de la habitación, pero ésta tenía pestillo. No quedaba ningún otro sitio.

Por tanto, aquella llave no era de mi casa. Seguramente procedía del lugar ligado a mi pesadilla.

El pánico me dominó nuevamente, pero ahora era peor que en la noche anterior, porque estábamos en pleno día y tenía conciencia de lo que me estaba ocurriendo. Tomé mi maleta y la abrí… Tardé poco en hacer el equipaje, puesto que no tenía muchas cosas que guardar.

Mildred me sorprendió en el pasillo, con la maleta en la mano, y vino a mi encuentro, gritándome:

—¡Tommy, Tommy! ¿Qué haces?

—Debo irme. No puedo quedarme aquí. Tengo que marcharme enseguida.

—Pero ¿por qué, Tommy?

Me quitó la maleta, para dejarla en el suelo. Yo no me opuse. En realidad no deseaba marcharme y, por tanto, la dejé hacer. Sin embargo, sabía que no podía quedarme allí.

—He de irme.

—Pero ¿por qué? ¿Adónde irás? No tienes dinero. —Me tomó del brazo y me condujo suavemente hacia la cocina—. Bébete por lo menos el café. No te vayas con el estómago vacío. Está preparado.

Intentaba tan sólo retenerme unos minutos más. Yo lo sabía muy bien, pero, a pesar de todo, me dejé caer en una silla y, con la cabeza entre las manos, fijé la vista en el suelo.

Mildred, creyendo que no me daba cuenta, salió de la cocina y se encaminó al teléfono; pero no hice nada para impedírselo. La oí decir en voz baja:

—Denny, ¿puedes venir enseguida? Haz que te reemplacen y ven cuanto antes. Es muy importante.

Denny pertenece a la policía. Por una parte, tenía deseos de referírselo todo, pero, por otra, no me fiaba en lo más mínimo… Supongo que el primer impulso era más fuerte, puesto que cuando él llegó, yo seguía sentado en la silla. Se dio mucha prisa. No habrían pasado ni diez minutos desde que Mildred le había telefoneado.

Entró en la cocina con expresión preocupada y arrojó el sombrero sobre una silla. Por lo general, es un muchacho tranquilo, de humor regular, cuyo aspecto un poco bonachón oculta una voluntad de hierro. Claro que como Mildred y yo solíamos verle fuera de su trabajo, no habíamos tenido ocasión de comprobar su auténtico carácter, aunque yo siempre lo sospeché sin tener pruebas. Consideraba a Denny un hombre capaz de darle una oportunidad a todo el que lo mereciera, pero también de mostrarse implacable en caso contrario.

Se volvió hacia su mujer:

—¿Qué ocurre?

—Es Tommy. Hizo la maleta y quería marcharse. Es mejor que tú le hables, Denny. Os dejaré solos, si quieres…

—No —la interrumpió—. Vamos a la habitación de Tom.

Cargó con la maleta y, una vez en mi cuarto, cerró la puerta. Luego, fue a sentarse en mi cama para examinarme con atención. Yo seguía de pie, sin hablar, y al fin me preguntó pacientemente:

—¿Qué ha pasado, muchacho?

Decidí soltarlo todo de golpe. De nada iba a servirme explicarlo poco a poco.

—Creo que maté a un hombre ayer noche.

Sin dejar de mirarme, meditó un instante lo que yo había dicho y después comentó:

—¿Lo crees? Por lo general, de eso está uno seguro. Se ha matado a un hombre o no se le ha matado. ¿Cuál de las dos cosas?

—Entonces no tenía la cabeza muy clara.

—¿A quién mataste?

—No lo sé.

—¿Y dónde ocurrió?

—Tampoco lo sé.

—No sabes dónde, ni a quién, ni siquiera si lo hiciste… Resulta un poco confuso. No pareces encontrarte muy bien, Tom. Tienes un aspecto raro y dices cosas absurdas…

—Sí, será mejor que te lo cuente todo desde un principio.

—Sí, será lo mejor —contestó secamente.

—No creas que hay mucho que explicar. Ayer noche, a las once, estaba esperando que cambiara la luz del semáforo para cruzar la calle, cuando vi a mi lado a un individuo que conozco, pero que no sé quién es ni dónde le había visto antes. Únicamente estaba seguro de que me era familiar su rostro y de que se llamaba Joe. Le conté que no tenía trabajo, que cada vez se ponían peor las cosas y que estaba muy deprimido. Entonces, él me propuso ir a un sitio donde me iba a divertir. Como un imbécil, acepté. Hasta ese momento, recuerdo las cosas con bastante claridad. Me acompañó a un piso, donde debía de celebrarse una fiesta, pues había mucha gente. No sé la dirección, pero tengo una vaga idea de que era cerca del Kent Boulevard. Yo no conocía a nadie de la reunión y Joe no se preocupó de presentarme. Por lo visto, era una reunión sin etiqueta. Nadie me preguntó nada y a cada momento llegaba más gente, mientras otros se marchaban. Joe se fue a su vez; quise acompañarle, pero dijo que se iba con una chica y me dejó solo. Desde ese momento, todo resulta borroso. Debía de ser tarde, pues quedábamos pocos en la casa. Apagaron algunas luces, quedamos en penumbra, y todos hablaban en voz baja. Había allí un tipo con una cicatriz en la barbilla. Recuerdo que estuvo observándome durante un buen rato. Al fin se acercó para ofrecerme…

Aquello era lo más difícil de explicar, pero debía decírselo, si quería que Denny comprendiese lo ocurrido.

—¿Qué es lo que te ofreció? —preguntó éste al ver que yo me interrumpía.

—Creía que se trataba de unos polvos contra la jaqueca. Me echó sobre la mano el contenido de un sobrecito.

Esta vez mi cuñado se limitó a interrogarme con la mirada. Bajé la vista y murmuré:

—Cocaína.

—¡Imbécil! —exclamó furioso—. ¡Creía que te quedaba un resto de buen sentido!

—Estaba desesperado, Denny. Pensé entonces que si de este modo lograba olvidar mis preocupaciones durante media hora, eso habría ganado. No sabes lo que es que tengan que mantenerte porque estás sin trabajo desde hace meses…

—Está bien, emborráchate si lo necesitas. Emborráchate hasta caer al suelo y yo mismo te daré dinero para que lo hagas. Pero si alguna vez vuelves a probar eso, te parto la cara.

Si alguna vez vuelves a probar eso… No era necesario. En la primera ocasión había sucedido lo peor. Reanudé mi relato con relativa calma, puesto que había dicho lo más grave.

—… amontoné todo lo que pude delante de la puerta del armario y me fui. Ni siquiera recuerdo cómo llegué hasta aquí.

Denny se pasó dos o tres veces la mano sobre el muslo antes de hablar:

—Bueno —dijo al fin—, ¿es que te crees que cuando se toman esas porquerías se tienen sueños de color de rosa? Lo único sorprendente de este asunto es que no creyeras haber encontrado en el armario una docena de cadáveres.

—¿Imaginas que lo he soñado? —exclamé—. Encontré la llave hace una hora, cuando me vestía. ¡Y tengo la camisa manchada de sangre! ¡Mira!

Se la mostré y, con violencia, arrojé la llave al suelo.

Denny, bastante turbado, se inclinó para recogerla, y la examinó con atención. Comprendí que apenas la veía, preocupado por lo que acababa de contarle. Con la uña, rascó la mancha de mi camisa y comentó con aire distraído:

—Una cuchillada… De haber sido una bala no habría sangrado tanto… por lo menos sobre ti. ¿No recuerdas un cuchillo? ¿No sabes si tuviste uno entre manos? ¿Has mirado por… aquí?

Me estremecí.

—No me digas que me lo he traído.

Se encogió de hombros.

—Trajiste la llave, ¿no es cierto?

Se puso en pie, supongo que para registrar la habitación, pero no fue necesario. Al levantarse de la cama, el cuchillo salió de su escondrijo. Los muelles del somier, que comprimió con su peso, se distendieron bruscamente y cayó al suelo con un ruido apagado. Denny se inclinó para recoger un envoltorio de papel de periódico en el que destacaban unas manchas oscuras. Lo abrió y vimos el cuchillo. Era una de esas herramientas de resorte que al apretar un botón la hoja surge del mango. Ni siquiera habían vuelto a cerrarlo.

Denny se limitó a decir:

—Esto comienza mal, ¿eh, Tommy?

Contemplé el arma, estupefacto.

—No recuerdo siquiera haberlo guardado ahí. Este cuchillo no es mío; nunca tuve uno así.

Di unos pasos por la habitación, sin objeto.

—Aún no me has dicho lo que tengo que hacer, Denny.

—Voy a decirte lo que no has de hacer. No salgas de aquí. Te quedarás en casa hasta que hayamos descubierto qué hay detrás de este lío…

Mi cuñado envolvió de nuevo el cuchillo, pero esta vez en un pañuelo.

—A mi entender, las cosas están así: es muy posible, y yo creo que bastante probable, que en este momento haya un cadáver encerrado en un armario… y que tú le mataras ayer noche bajo los efectos de la cocaína. En tal caso, de un momento a otro pueden encontrarlo. Por tanto, es preciso que nosotros lleguemos primero. ¿Comprendes? Es preciso que comprobemos, antes de que lo descubran, si tú lo mataste. —Se acercó a mí y me sujetó por los hombros—: De ser así, tendrás que pagar tu culpa. Prefiero que lo sepas. Pero si no eres culpable —continuó, soltándome—, hemos de ser los primeros en hallarlo, pues de otro modo no podríamos demostrar tu inocencia.

—Debí de matarle, Denny —balbucí—. Debí de matarle…, pero no lo recuerdo.

—Es preciso arriesgarse, pero partiremos de ese punto. Voy a empezar las investigaciones para demostrar tu inocencia. Quisiera acertar… por Mildred, por ti… y por mí mismo, pues ya sabes que te aprecio.

—Gracias, Denny —respondí emocionado, estrechándole una mano—. Y si compruebas que he sido yo…, no te preocupes, que pagaré mi culpa…

Sin embargo, no quedaba tiempo para sentimentalismos. Desde ese instante, Denny estaba trabajando en un caso. Sacó del bolsillo un sobre viejo y un lápiz. Se sentó de nuevo, cruzó las piernas y sirviéndose del muslo como escritorio, comenzó a escribir.

—¿Qué haces? —le pregunté, intrigado.

—Al principio siempre me trazo una línea de investigación —explicó, mostrándome el sobre.

—1 ¿Joe?

—2 Localizar el apartamento.

—3 El hombre de la cicatriz blanca.

—4 Localizar la habitación de paredes que cantan.

—¿Comprendes? Cada uno de estos puntos nos lleva lógicamente al siguiente. Joe debe indicarnos dónde se celebró la fiesta. Allí, encontraremos al hombre de la cicatriz blanca y éste nos conducirá a la habitación de paredes que cantan. En esta habitación encontraremos un armario, y dentro, el cadáver de un hombre al que tú quizá asesinaste. Es mejor proceder así que andar a ciegas. —Denny se guardó el sobre en el bolsillo, y añadió—: De momento, olvidemos todo lo demás para ir en busca de Joe. Hasta que le hayamos encontrado, ninguno de los otros puntos debe tener importancia. Siéntate y concéntrate sólo en Joe. Cuando le encontraste, no habías tomado la droga y, por tanto, no te será tan difícil de recordar.

Lógicamente, debía de haber sido así, pero acerca de este punto tenía la memoria tan borrosa como sobre el resto.

—¿No logras situarte? ¿No te acuerdas de dónde os encontrasteis?

—No, en absoluto.

—A ver si te puedo ayudar. ¿De qué hablabais al ir a casa de esa gente? Porque supongo que de algo hablaríais, ¿verdad?

—Sí…

—Bien, pues piensa en lo que él te dijo. Quizá nos sea útil.

Forcé la memoria en vano. No recordaba más que frases sueltas. No sostuvimos una conversación coherente. Joe aseguró:

—No creas ser el único que tiene preocupaciones. Mírame a mí. En una jaula todo el día por quince cochinos dólares semanales.

—¿Le preguntaste qué trabajo tenía?

—No. Hablaba como si yo tuviera que saberlo y no quise ofenderle demostrando que no lo recordaba. Y, además, no me importaba. Bastantes preocupaciones tengo para ir consolando a los demás.

—¿Fue eso todo lo que dijo durante el trayecto?

—Poco más o menos. No hizo más que algunos comentarios de los que suelen hacerse cuando uno va con un conocido por la calle. Algo así como: «¿Has visto qué rubia? ¡Ésa es una mujer de las que a mí me gustan!».

—Seré yo quien juzgue lo que tiene o no tiene importancia —advirtió Denny, impaciente—. Tengo la costumbre de no pasar por alto un solo dato.

—Te he repetido todo lo que me dijo durante el camino. Luego, cuando llegamos ante la casa, explicó que allí era adonde íbamos y le seguí al interior sin fijarme en el edificio. El apartamento estaba en el segundo piso. Había ascensor, pero debían de estar usándolo o bien se había quedado detenido en uno de los pisos, pues recuerdo que Joe dijo: «Ven, subiremos por la escalera para variar». Y, como si tuviera mucha prisa, no quiso esperarlo.

Denny se acarició el cabello.

—No tiene sentido, ¿verdad? Quince dólares semanales… Todo el día encerrado en una jaula… Hay que identificarle partiendo de esas dos frases. Todo el día en una jaula… ¿Cajero de un banco? No, ganan mucho más.

—Además, nunca tuve bastante dinero para frecuentar un banco.

—Entonces, ¿cajero de un restaurante o de un self service al que fueras a comer? —Pero él mismo respondió a esta pregunta antes de que yo pudiera hacerlo—: No, comes en casa, con nosotros, desde que estás parado. Tampoco taquillero de un cine, pues suelen emplear chicas. Y tú no vas nunca al teatro, donde son hombres.

—No, desde luego.

Todo el día en una jaula —repitió Denny una vez más—. ¿No trabajaría en la estación del metro donde tú bajabas para ir a la oficina?

—No, los recuerdo muy bien a todos.

—¿Y en casa de un prestamista? Ultimamente los has frecuentado bastante…

—Sí, pero siempre voy al mismo…, un tipo llamado Ben… al que ahora conozco muy bien.

—Me parece que ese Joe va a darnos mucho trabajo —comentó Denny, mientras con la mano se erizaba el cabello de la nuca—. Todo el día en una jaula… Quizá lo dijo de un modo figurado, sin que necesariamente esté detrás de unas rejas… Pero es el único indicio que tenemos y no voy a despreciarlo. ¿Estás seguro de que no recuerdas nada más, Tommy?

No podía proporcionarle otro dato, aunque de esto hubiera dependido mi vida. Y, al fin y al cabo, ¿no era así? Contemplé a Denny, desesperado por mi impotencia.

Mi cuñado se enfureció contra sí mismo. Es su reacción habitual cuando está estudiando una cosa sin obtener resultados positivos.

—¡Que el diablo me lleve! —gritó—. No voy a permitir que se nos escape. —Bajó la vista, y la alzó de nuevo para preguntarme—: ¿Cómo os recibieron los dueños del apartamento? ¿Qué dijeron al ver a Joe?

—Nada. Llamó y el que estaba más cerca de la puerta nos abrió; supongo que debía de ser un invitado como nosotros. Era un hombre. No dijo una sola palabra: nosotros tampoco. Él se limitó a dejarnos pasar y nosotros a entrar, esto es todo.

—Desde luego, gastaban pocos cumplidos —exclamó Denny, mientras seguía estudiando la situación—. ¿Así que Joe tenía prisa por llegar?

—En la calle, no. Ibamos despacio, como si tuviéramos mucho tiempo por delante. Incluso se detuvo ante el escaparate de una camisería y luego entró a comprar cigarrillos.

—Creí que tú…

—Fue cuando llegamos a la casa. El ascensor, como te he dicho, estaba por los pisos. Me parece recordar que iba a descender; era cosa de un minuto. Pero Joe no quiso esperarlo y me dijo: «Ven, subiremos por la escalera para variar».

—Sigo sin entender. En la calle, va despacio. Pero en cuanto llega a la casa tiene tanta prisa que ni siquiera espera el ascensor. Cuando se quiere llegar pronto a un sitio, se apresura uno desde el principio. —De pronto, se puso en pie, con tanta rapidez que retrocedí, asustado—. ¡Ya está! —gritó—: Creo que esta vez lo tengo. Ya decía que no debíamos despreciar ningún dato. —Me señaló con un dedo, como si me acusara—: Tu amigo Joe es ascensorista. Estoy seguro. Quince dólares a la semana debe de ser lo que les pagan. Y si subió por la escalera no fue porque tuviera prisa, sino porque, al pasar todo el día en un ascensor, estaba encantando del cambio. —Denny me miró atentamente, como esperando mi reacción—: Bien, aviva la memoria. ¿Localizas ahora a ese Joe? —Pero mi rostro le reveló lo contrario—: ¿Tampoco? —Aspiró hondo y se dispuso a ayudarme—: Veamos, sin duda debes de haber subido muchas veces en su ascensor para que te abordara en la calle. Hay tipos así, que siempre demuestran familiaridad, sin segundas intenciones, pero también es posible que… Tommy, piensa cuál puede ser el lugar al que vas con más frecuencia y en el que tomas el ascensor.

Me pasé la mano por la frente, como si esto pudiera despertar mis pensamientos.

—¡Señor! He hecho tantas visitas para encontrar trabajo que imagino haber estado en todos los edificios de la ciudad.

La empresa me hubiera parecido superior a mis fuerzas si Denny no me hubiese ayudado a concretar mis recuerdos.

—Piensa tan sólo en un lugar al que hayas ido más de dos veces y hayas hablado con el ascensorista.

—Es que hay muchos sitios a los que he ido varias veces.

—Bien, pues será la parte de la investigación que tendrás a tu cargo…, y actúa lo más rápidamente posible, porque no disponemos de mucho tiempo. Volverás a todos los edificios donde recuerdes haber estado más de una vez en los últimos meses, a los sitios donde no encontraste trabajo. Mientras, yo me encargaré del cuchillo. Voy a enviarlo al laboratorio y pedirles a los compañeros que lo examinen, como favor personal, para averiguar si es o no una prueba contra ti.

Sacó la estilográfica e hizo caer unas gotas de tinta en un papel, convirtiéndolo así en un improvisado tampón sobre el cual me hizo poner la punta de los dedos.

—Ahora, apóyalos con fuerza sobre esta hoja en blanco. Es un poco burdo, pero así tendré tus huellas para compararlas con las que obtengamos en el cuchillo. Prefiero no hablar de esto a nadie, de momento por lo menos. Seguramente volveré a casa antes que tú, pues voy a pedir una licencia por enfermedad para poderme ocupar de este asunto. Telefonéame aquí en cuanto hayas descubierto algo de ese Joe. Y no pierdas tiempo, porque ya ha pasado más de medio día. En cualquier momento, alguien puede tratar de abrir cierto armario y, al comprobar que ha desaparecido la llave, tomar ciertas medidas.

Me dispuse a salir, con el semblante tan blanco como la hoja de papel sobre la que había marcado las huellas. Denny me detuvo cuando iba a abrir la puerta:

—Ni una palabra a Mildred de todo esto.

—Naturalmente —contesté decidido.

¿Por quién me había tomado?

* * *

Recordaba muy bien los lugares que había visitado en los últimos meses con la esperanza de encontrar trabajo. Me refiero a los que me hicieron concebir ciertas esperanzas diciéndome que volviera y a los que volví para enterarme de que me habían quitado el puesto. Tenía el propósito de recorrerlos todos.

Algunas oficinas se encontraban en viejos edificios con un solo ascensor, cosa que facilitaba mucho la investigación. Pero otras, instaladas en modernas construcciones, tenían tres o cuatro en servicio. En estas últimas, me situaba en un lugar desde donde pudiera divisarlos todos, esperando el momento en que se abrían las puertas para observar a los ascensoristas. Como no me parecía suficiente esta medida, a cada uno de los empleados les preguntaba si trabajaba allí un tal Joe, pues podía estar enfermo o entrar de turno a otras horas.

Invariablemente me preguntaban por el apellido. Yo tenía que responder que lo ignoraba.

En uno de los edificios, acudió a mi llamada cierto Joe Marsala, pero se trataba de un joven italiano que nada tenía en común con el tipo que iba buscando. Continuaba sin encontrar al Joe fantasma que, voluntaria o involuntariamente, me había mezclado en aquel asesinato. A las cuatro menos cinco, una hora después de haberme separado de Denny, terminé mi recorrido. Al darme cuenta de que había pasado por alto ciertas empresas, me encaminé a la agencia de colocaciones para ver si una ojeada al fichero me refrescaba la memoria. Sin duda, guardarían la lista de direcciones a las que enviaban sus candidatos.

Desde una cafetería próxima a la agencia, telefoneé a Denny, muy excitado:

—¡Lo he encontrado! Volví a la agencia de colocaciones para completar la lista de empresas a las que fui a pedir trabajo y Joe es el ascensorista del edificio.

—¿Te ha visto? —preguntó mi cuñado.

—No, lo reconocí desde lejos y creí que era mejor avisarte.

—Quédate donde estás —me ordenó Denny— y no te dejes ver. Dame la dirección.

Así lo hice y colgó enseguida.

Permanecí cerca de la puerta del edificio para asegurarme de que Joe no se marchara antes de que llegara Denny. No podía verme, ya que el ascensor se encontraba en el fondo del vestíbulo. Me sentía muy inquieto y algo asustado, pues nos íbamos acercando al asesinato, un asesinato que quizá hubiera cometido, pero por el que, aun siendo inocente, corría el riesgo de tener que pagar.

Denny se reunió conmigo poco después:

—¿Está allí? —quiso saber.

—Sí, sí —balbucí—. Sólo hay un ascensor.

—Espérame aquí, Tommy. Iré a buscarle.

Comprendí que quería coger desprevenido a Joe, y para ello no debía verme. Mi cuñado se dio cuenta del estado en que me encontraba.

—Vamos, anímate —me dijo—. Estamos empezando y no es cosa de desmoralizarse.

Entró en el edificio para salir cinco minutos después en compañía de Joe, al que, sin duda, había hecho algunas preguntas preliminares.

Desde luego se trataba de mi hombre. Vestía de uniforme y parecía pálido y tembloroso. Aún no se había repuesto de la impresión que recibió al mostrarle Denny su placa.

—¿Es éste? —preguntó mi cuñado.

—Sí —respondí, al tiempo que me preguntaba si negaría conocerme.

Pero Joe se volvió hacia mí, para decirme colérico:

—¿A qué viene meterme en estos líos? Yo te llevé allí porque tenía confianza en ti. ¿Qué pasó cuándo me marché? ¿Es que te han robado algo?

No hacía falta ser detective para darse cuenta de la maniobra, no exenta de habilidad: Joe se presentaba, súbitamente, como un inocente complicado con una serie de circunstancias que conducían a un asesinato. Si Denny tuvo la misma impresión, nada dijo. Le dio un empujón que lo sacudió de pies a cabeza.

—No te hagas la víctima, Fraser —le previno—. ¿Vas a hablar claro antes de que venga la jaula?

Sin duda, sólo pretendía asustarlo, puesto que mi cuñado no tuvo ocasión de avisar al coche celular. Sacó un sobre del bolsillo y me mostró el dorso, en el que había escrito: Sorrell, 795 Alcazar Street, Apartamento 2-B. Puesto que ya tenía el nombre y la dirección que necesitábamos, no comprendí qué era lo que entonces pretendía…, a menos, quizá, de que quisiera asegurarse de la intervención de Joe en aquel asunto.

—¿Cuántas veces habías estado allí?

—Sólo una.

—¿Cómo conociste a esa gente?

—Antes era repartidor de un almacén de vinos de aquel barrio. Una tarde fui a entregarles una caja de botellas de las caras. Cuando llegué, me invitaron a echar un trago. Son despreocupados y un poco bohemios; habían sido artistas de music hall. Ahora se pasan el día en los hipódromos. Con frecuencia están sin un céntimo, pero cuando aciertan un ganador le dan aire al dinero y tienen la puerta abierta para todo el mundo. La gente se ha enterado y abusa, presentándose allí aun sin conocerles.

—¿Y cómo sabías que ayer había una fiesta?

—Lo ignoraba, pero pensé que valía la pena probarlo. De estar cerrada la casa, me hubiera marchado, pero resultó más divertido que nunca. Los Sorrell no me recordaban, pero me dijeron que procurase pasarlo bien.

—Te pagan quince dólares semanales por manejar el ascensor, ¿no es cierto? ¿Cuánto te cobra esa gente por admitirte en casa?

—No le comprendo —balbuceó Fraser—. No cobran entrada; no es un lugar público…

Denny le sujetó con fuerza por el brazo.

—Oye, sabes perfectamente lo que allí dan. ¿Cómo puedes pagarlo? ¿O es que tú lo tienes gratis porque les llevas clientes?

—¡No le comprendo, señor; se lo juro!

—¿Es que no sabes que esa gente trafica con drogas? —preguntó Denny, implacable.

La consternación de Joe fue tan visible que difícilmente podía ser fingida, y creí que Denny pensaría igual que yo. Llegué a temer que se desmayara. Nunca he visto a nadie tan asustado.

—¡Señor! —gimió—. No sé nada… Me estuve dedicando a esa pequeña vestida de verde y nos fuimos al cuarto de hora.

Denny le hizo una última pregunta:

—¿Quién era el tipo de la cicatriz blanca?

—¿Qué tipo de cicatriz blanca? No vi ninguno. Debió de llegar cuando ya me había ido.

Mi cuñado le soltó por fin y dio unos significativos golpecitos en su libro de notas:

—Puede que me hayas dicho la verdad. No hay pruebas de que así sea, pero lo deseo por tu bien. Sé dónde trabajas y tengo tu dirección, si me has mentido te aseguro que nos veremos otra vez. Y ahora, vuelve a tu puesto y cierra la boca.

Joe entró en el edificio, sin dejar de mirarnos como hipnotizado.

—Creo que nos ha dicho la verdad. Si miente, puedo volver a apretarle un poco. En cambio, si le detengo ahora, me veré obligado a contarlo todo en Jefatura.

—¿Y el cuchillo? —me atreví a preguntar—. ¿Qué ha pasado?

—Nada bueno para ti —me contestó secamente—. Sólo encontramos tus huellas. Debieron de limpiarlo antes de dártelo. Una prueba así basta para que te condenen cuando deba informar a mis superiores de lo ocurrido.

El taxi se detuvo en la esquina de la calle donde vivían los Sorrell. Nos dirigimos directamente hacia la puerta, sin perder tiempo en examinar el edificio ni en pedir informes. Eran ya las cuatro y media; el tiempo pasaba demasiado deprisa. La casa en cuestión era muy llamativa. Del tipo exacto que correspondía a una gente que vivía de los hipódromos. No pude evitar un estremecimiento cuando cruzamos el umbral. Estábamos a dos pasos del cadáver y tan sólo quedaban por localizar el hombre de la cicatriz blanca y la habitación de muros que cantaban. Cada vez nos íbamos acercando más.

No nos costó trabajo entrar en el apartamento. Se diría que esperaban visitas a cualquier hora y no tardaron en abrirnos. Nos acogió una rubia más que madura, con una bata vaporosa, los ojos aún hinchados por el sueño y restos de maquillaje en la cara. No era una mujer elegante, pero, incluso a primera vista, tenía un aspecto agradable y bondadoso.

Denny sacó la placa, y su reacción fue bastante curiosa. Pareció sobresaltarse pero con resignación, como si lo hubiera estado esperando. Dejó caer las manos, que parecieron unos guantes vacíos.

—Estaba segura de que un día u otro esto acabaría así —se lamentó—. He perdido la cuenta de las veces que le he dicho a Ed que no deberíamos dar estas fiestas a las que cualquiera puede asistir. El año pasado me costó una capa de visón…

—¿Qué le parece si entráramos a charlar un poco? —preguntó Denny.

Supongo que no le quedaba más remedio que comportarse así, puesto que no tenía mandato judicial para hacerlo a la fuerza.

La rubia nos dejó paso de buen grado. El apartamento parecía un campo de batalla. No habían arreglado aún el desorden producido por la fiesta.

—¿Es grave? —preguntó la mujer con ansiedad—. ¿Quién le ha hablado de nosotros?

Me di cuenta de que Denny intentaba sorprenderla al responder:

—Su amigo, el de la cicatriz blanca en la barbilla… ¿Sabe a quién me refiero?

Ella negó, a mi juicio con tanta sinceridad como Joe al asegurarnos que ignoraba que en aquella casa se efectuase tráfico de drogas.

—No recuerdo a nadie con una cicatriz en la barbilla —dijo, mientras se mordía la uña del dedo índice y fruncía el ceño.

—¿Niega usted que ayer había aquí un hombre con una cicatriz en la barbilla? —insistió mi cuñado con brusquedad.

Acerca de este punto yo me sentía muy seguro y a Denny le constaba.

—Oh, no, muy bien pudo haber diez hombres con cicatrices. Lo único que digo es que no le vi. La animación de la fiesta acabó por fatigarme y me acosté hacia la medianoche.

Supongo que quiso decir que a esa hora ya no podía tenerse en pie.

—Puede que llegara entonces. Será mejor que vaya a hablar con mi marido.

Pasó a la habitación contigua para avisarle. Desde donde nos encontrábamos, la oíamos con claridad. Supongo que el marido estaba durmiendo y tuvo que hablarle en voz alta. No pretendió suavizar las cosas.

—Ed, hay complicaciones. Sal a contestar las preguntas de ese policía.

Ed llegó en pos de su mujer. Parecía un espantapájaros en bata. Si su asistencia a los hipódromos le había conservado la línea, no había impedido, en cambio, que perdiera los cabellos. Denny acabó de despertarle, haciéndole la misma pregunta que a su mujer.

—No, no vi a nadie con una cicatriz en la barbilla. Pero puede ser que estuviera aquí y volviese la cabeza cuando yo le miraba. Desde luego no se trata de un amigo, pues no conozco a nadie con una señal así.

—¿Quiere decirme que un hombre que ustedes no conocen vino a su casa y que, además, no lo vieron en todo el tiempo que permaneció en ella? ¿Qué clase de gente son ustedes?

—Nos gusta vivir así. Quizá le sorprenda, pero es la verdad.

Mi cuñado me miró con tanta fijeza que incluso yo acabé sintiendo malestar. Luego, Denny preguntó bruscamente:

—¿Le importa que eche un vistazo?

—No, no, vaya.

Los propietarios parecían asustados, pero como les ocurre a la gente que no tienen qué temer. Era sencillamente un temor indefinido.

De momento, no comprendí qué iba buscando Denny. En cada habitación en la que entraba no parecía tener ojos más que para el armario o, más bien, para la cerradura del armario.

Acabó por encontrar uno que no tenía llave. Estaba pintado de blanco y se encontraba en una habitación de reducidas dimensiones, al fondo del piso, era como una sala suplementaria. El corazón me latió con más fuerza. Me parecía que la puerta del armario fosforecía y se destacaba, acusadora. Como si mis ojos fueran rayos X, creí ver el cadáver situado en el interior. Con la mirada recorrí la habitación… Aquella mesa que se hallaba en un extremo, ¿no era acaso la que empleé para formar una barricada? Aquella ventana, con la persiana bajada… No, no puedes salir por ahí. Esa ventana está tapada… Hay un muro que la cierra

No tuve valor para acercarme y comprobarlo.

Me di cuenta de que Denny estaba tan nervioso como yo. Pero no sacó la llave que encontró en mi cómoda, y se limitó a preguntar:

—¿Pueden abrir ese armario?

La petición les desconcertó. Se miraron con estupor y la rubia le dijo a su marido:

—¿Dónde la hemos puesto esta vez?

—No lo sé; eso es cosa tuya. Te he dicho que la pusieras siempre en el mismo sitio. La cambias a cada momento y ahora no la encontraremos.

Comenzaron a buscarla por todas partes, mientras la mujer le explicaba a Denny:

—A ese armario le llamamos «el cofre». Cuando damos una fiesta, encerramos ahí las cosas de valor, hasta el día siguiente.

Denny no parecía muy convencido y no cejó en su empeño de abrirlo. Yo me sentía tan débil que tuve que apoyarme en el quicio de la puerta para no caerme.

—Sólo hay cosas personales —aseguró la mujer, quizá con la esperanza de convencer a Denny; pero éste se limitó a mirarla de un modo inexpresivo.

Cuanto más buscaban, más nerviosos se ponían. Me pregunté por qué Denny no sacaba la llave del bolsillo y dejaba de torturarme. El corazón me latía con violencia. ¿Estaría aún allí? ¿Caería al suelo cuando abrieran la puerta? Si los Sorrell conocían su existencia, ¿no lo habrían trasladado a otro lugar? Pero, en este caso, hubieran huido en vez de acostarse. ¿Era posible que ignorasen lo que ocurría en su casa?

De pronto, oímos un grito de triunfo que partía del dormitorio donde en aquel momento se encontraba la señora Sorrell. Volvió a toda prisa, sosteniendo entre el índice y el pulgar algo embadurnado de blanco.

—La había puesto en el pote de crema de noche. Acabo de recordarlo —explicó.

Denny tomó la llave y fue a probarla en la cerradura. La hizo girar con facilidad. En el interior se amontonaban pieles, objetos de plata, maletas y todo cuanto unos invitados poco escrupulosos podían llevarse. Pero no había ningún cadáver.

Esta vez debí sentarme, porque las piernas me fallaban.

—Son cosas puramente personales —explicó la señora Sorrell una vez más—. ¿Es que han presentado alguna denuncia?

—No, fue simple curiosidad —respondió Denny.

Le devolvió la llave y nos marchamos.

* * *

Caía la noche cuando salimos de casa de los Sorrell. Durante todo el día, un cadáver había permanecido oculto en un armario que no sabíamos dónde estaba. Y llegaba otra vez la noche, la segunda noche del crimen.

Quedamos inmóviles en la acera, ante el edificio, preguntándonos adónde debíamos ir. Se había producido una rotura en el encadenamiento previsto por mi cuñado: el primer punto nos condujo al segundo, pero éste no nos llevaba a ninguna parte.

—Estamos en un callejón sin salida —dijo Denny con aire sombrío—. Me inclino por concederle a los Sorrell el beneficio de la duda. No creo que conozcan al hombre de la cicatriz, como tampoco creo que lo vieran ayer noche. No me parece probable que sepan que alguien tenía cocaína y que te la diera a ti. Sí, se les puede conceder el beneficio de la duda…, de momento por lo menos, ya que no hay otro remedio. No es posible en esta ocasión proceder como de costumbre, vigilándolos día y noche para que ellos mismos nos conduzcan hasta el hombre de la cicatriz. No disponemos de tiempo. Debemos ir a ciegas, en busca de la habitación de paredes que cantan.

Pasamos ante un estanco y Denny entró a telefonear. Aunque no me lo dijo, supuse que iba a llamar a Jefatura. Efectivamente, al regresar me explicó:

—Conservamos nuestro margen de seguridad; aún no han descubierto nada. Para asegurarme, he telefoneado al Departamento de Homicidios, y les he preguntado por los asesinatos descubiertos durante el día. No han encontrado a nadie apuñalado en un armario…, pero eso no quiere decir que el cadáver no exista. Debemos apresurarnos.

—Desde luego…, pero ¿hacia dónde?

—¿Recuerdas lo que hiciste al salir de esa casa?

—No. Hay un gran vacío en mi memoria. Lo primero que recuerdo es la habitación de paredes que cantan. Allí vi a Cara Cortada. Debí de marcharme de casa de los Sorrell con él, y me acompañó hasta el otro lugar.

—Lo más probable, desde luego, pero eso no nos indica dónde está.

En aquel asunto, las cosas se presentaban en sentido inverso a como se presentan de ordinario. Por lo general, lo primero que se encuentra es la víctima y luego se busca al asesino. En cambio, Denny tenía al asesino al alcance de la mano y no lograba descubrir a la víctima, ni siquiera con ayuda del culpable.

—Esas paredes que cantan, como tú dices…, ¿no se tratará de una radio que hayas oído a través de un tabique? Es, naturalmente, la única explicación que se me ocurre.

—Claro, pero estoy seguro de que te equivocas. No oí ni una sola vez al locutor, ni siquiera para anunciar los títulos de las melodías. Y puesto que éstas las oía tan bien que incluso las recuerdo, igual habría oído al otro, ¿no te parece?

—¿No tienes idea de cómo pudiste llegar hasta allí, aunque sea muy vaga? ¿Fue a pie, en taxi, en el coche de ese tipo o en autobús? ¿O quizá en tranvía?

—No, no me acuerdo de nada en absoluto, ni siquiera de cómo salí de casa de… Espera un momento —me interrumpí de pronto.

—¿Qué hay? —preguntó con avidez.

—Es algo que olvidé decirte; un detalle sin importancia y no sé si te servirá…

—Ya te he dicho que todo puede ser útil. ¿Qué es?

—Pues que durante la noche perdí o gasté diez centavos. Al encontrarme a Fraser, no llevaba encima más que treinta y cinco centavos. Recuerdo haberlos contado cuando me disponía a cruzar la calle. Y esta mañana no me quedaban más que veinticinco. ¿Crees que pude gastarlos en volver a casa?

Vi que este detalle interesaba mucho a Denny:

—No va a servirnos para averiguar de dónde viniste, pero sí desde qué distancia, por lo menos aproximadamente… ¿Recuerdas el regreso?

—Al principio tan sólo… Iba por la calle pegado a los muros y ocultándome en los portales, a causa del miedo…, pero con esto no descubriremos dónde me encontraba. Luego, se me cierra la memoria y no tengo ni idea de cómo llegué a casa.

—Esos treinta y cinco centavos, ¿recuerdas en cuántas monedas los tenías?

—Sí, sí, los conté muchas veces. Tres de cinco y dos de diez. Esta mañana me faltaba una de estas últimas.

—Es importante —dijo mi cuñado—. El hecho de que conserves las pequeñas indica que el trayecto no era de cinco ni tampoco de quince centavos. El billete valía exactamente diez. Cierto que es posible que no tomaras ningún autobús y que perdieras esa moneda, pero de momento no lo tendremos en cuenta. Con diez centavos no pudiste tomar el tranvía y mucho menos un taxi. Por tanto, sólo queda el autobús. Ahí, las tarifas se establecen por trayectos, a cinco centavos cada uno. La cantidad que te falta indica que te hallas a un máximo de dos trayectos, puesto que la parada más próxima a casa es final de uno de ellos… ¿Me comprendes? Debemos buscar un lugar que se encuentre a más de un trayecto y a menos de tres de casa y donde despachen bebidas y toquen música hasta las dos o las tres de la madrugada. Y es preciso que la música no venga de un aparato de radio, sino de una orquesta o un tocadiscos automático. Tanto puede ser un club nocturno como un restaurante o una taberna… Y cuando demos con él, debemos comprobar si existe una habitación en el piso superior donde la música se filtre a través de las paredes, ¿comprendes?

—Me parece que estuve andando mucho rato. Mi punto de partida puede estar muy lejos del segundo trayecto del autobús.

—Eso te parece a ti, pero dudo de que ayer estuvieras en situación de emprender una caminata. Los estupefacientes anulan el sentido de las proporciones. Por haber recorrido un centenar de yardas y cambiar dos veces de calle, puedes muy bien creer que fue una fuga interminable, de varias horas. Pero también es posible que tengas razón. Yo no te seguía ayer. Y más vale averiguarlo cuanto antes.

—Cerca de casa pasan dos líneas de autobús: la de Fairview y la que se dirige a la playa de Duck Island. Siguen el mismo recorrido por nuestro barrio, para separarse más lejos. La parada, fin de trayecto, está a pocas yardas de casa.

—Tomaremos el primero que venga —explicó Denny—, pues tanto puede ser una cosa como la otra.

El primero que llegó era de la línea de Fairview y a él subimos. Nos íbamos alejando del centro de la ciudad, puesto que si los Sorrell vivían en la periferia, no parecía lógico que Cara Cortada me hiciera cruzar la población. Denny pidió dos billetes de diez centavos y se sentó detrás del conductor, al que preguntó, sin hacer caso del reglamento:

—¿Cuántas paradas hay en el segundo trayecto?

—Tres —explicó el otro, citando sus nombres.

—¿No conoce por esos lugares un club nocturno o una sala de baile que esté abierta hasta muy tarde?

—Vayan al Dixie Trixie. Está en las afueras y…

—No —le interrumpió Denny—, me interesa alguna que se encuentre cerca de su recorrido, precisamente en la segunda sección, entre Continental y Empire Road.

—Ése es un barrio industrial. No creo que encuentren ningún sitio para divertirse.

—Será necesario que busquemos por nuestros propios medios —me dijo Denny, llevándome a otro asiento; luego murmuró entre dientes—: Nos vamos a pasar toda la noche.

Descendimos en Continental, la primera parada del segundo trayecto, y mi cuñado decidió inspeccionar el terreno. La tarea que habíamos emprendido no era tan ardua como imaginamos al principio. Cierto que no íbamos a descubrirlo a la primera ojeada, pero, por lo menos, podíamos delimitar el terreno que íbamos a inspeccionar. Las paradas de autobús, en nuestra ciudad trazada geométricamente, se escalonan cada ocho calles. Seis de éstas quedaban cortadas a nuestra izquierda por una vía de ferrocarril y, a la derecha, se extendía un amplio parque con un lago artificial en el centro. Denny calculó que deberíamos pasar revista a unas cuarenta manzanas de casas.

No pensábamos, desde luego, entrar en cada edificio, cosa que hubiera sido imposible, pues el tiempo apremiaba. Con la ayuda de algún policía y de unos cuantos comerciantes pudimos enterarnos de los lugares donde tocaban música hasta bien entrada la noche, así como de los bares en los que había jukebox, pero en ninguno de estos tenían los discos que nos interesaban.

Una vez creimos estar sobre la pista, cuando nos hablaron de una familia polaca que ponía el gramófono sin interrupción hasta altas horas de la madrugada, pero no tenían más que una de las cuatro canciones que yo recordaba.

Así, recorrimos todo sin resultado alguno. Al fin, tomamos otra vez el autobús para regresar al punto donde la línea de Fairview se separaba de la Duck Island. La perspectiva de empezar nuevamente desde la A a la Z no resultaba muy agradable, y decidimos tomarnos un descanso. Nos dirigimos al bar más próximo y nos sentamos en los altos taburetes del mostrador, después de pedir dos cafés. Hablábamos en voz baja para que el camarero no pudiera oírnos.

—Aunque quisiera llevarte detenido a Jefatura, cosa que bien sabe Dios que no deseo hacer —me dijo Denny—, no podría hacerlo hasta que averigüemos qué ocurrió. Es preciso hallar el cadáver. Además, cuanto más tiempo pase más se enfriará la pista y más difícil me será disculparte. —Se fijó de pronto en que yo crispaba las manos—: ¿Qué te pasa?

—¿No has oído lo que acaban de tocar?

Volvió la vista hacia el altavoz situado junto a la cafetera…

—Tocaban Alice Blue Gown y ahora… —comencé a decir.

—El bar está instalado en un solar. No hay edificios a los lados y tampoco tiene otros pisos encima…

—Es igual. Después de Alice Blue Gown tocan Out on a Limb. ¡Escucha! En el mismo orden que la otra noche.

—Debe de ser una coincidencia. Habrá seguramente unas seis mil orquestas en el país y nada tiene de particular que algunas toquen en el mismo orden dos piezas muy populares.

—Lo veremos cuando ésta acabe. Ayer, la tercera fue Oh, Johnny!

Me vencía la impaciencia mientras esperaba que concluyese la melodía que estaban interpretando, pero se hubiera dicho que era eterna. Mis manos se agarraban fuertemente al mostrador y vi que Denny también atendía.

Al fin concluyó Out on a Limb. Hubo una breve pausa. Después, la orquesta reanudó su concierto. Sujeté el brazo de Denny con tanta fuerza, que a poco no lo derribo del taburete.

Oh, Johnny!… No puede ser una coincidencia. Sería demasiado. ¡Y es la misma orquesta de ayer!

—Me dijiste que no se trataba de la radio, que no oíste al locutor. Y ésta la retransmiten por una emisora.

—Pero tampoco hemos oído al locutor. Debe de ser un programa de música en que sólo anuncian los títulos al principio y al final. Sin embargo, sigo creyendo que la otra noche no era la radio. No repetirían un programa dos días seguidos. Pero tengo la seguridad de que es la misma orquesta. Quizá actúa en una emisión y luego se traslada a algún local.

Los músicos invisibles comenzaban a interpretar Woodpecker Song e iba a decírselo a Denny, imaginando que quizá él no lo conociera, cuando vi que se acercaba al teléfono público.

—¿Qué emisora han conectado? —le preguntó al camarero.

Éste se inclinó para mirar el dial del aparato e indicó una emisora de poca importancia. Mi cuñado averiguó su número de teléfono y enseguida obtuvo comunicación:

—¿Qué orquesta está en antena en este momento?… ¿La de Bobby Leonard? Quiero saber dónde actúa entre las doce y las tres o las cuatro de la madrugada. Averígüelo deprisa. Es importante. No, no puedo esperar a que terminen su actuación. Habla la policía. Escriba la pregunta en una cuartilla y pásela enseguida. —Unos minutos después, mi cuñado exclamó—: En el Silver Slipper… en Brandon Drive. Bien, gracias.

Colgó al instante, dejó unas monedas en el mostrador y salimos de allí. Repentinamente, habíamos dejado de sentir cansancio.

—Está al otro lado de la ciudad —me dijo, ya en el taxi que tomamos—. Sólo Dios sabe cómo conseguiste llegar hasta casa. Esto demuestra qué maravilloso mecanismo es nuestro subconsciente, incluso bajo el efecto de las drogas.

Llegamos a nuestro destino en veinte minutos y, después de pagar al chófer, nos dedicamos a examinar el establecimiento en cuestión. Se podía decir que era una casa de cristal, pues tres de sus muros parecían de vidrio, así como el techo, que podía retirarse para que durante el buen tiempo se bailara al aire libre. El cuarto muro, como compensación, era de ladrillos y muy sólido. No había más que tres o cuatro parejas evolucionando a los sones de la radio, que, sin duda, se utilizaba hasta la llegada de Bobby Leonard y su orquesta.

Mi cuñado me preguntó:

—¿Lo reconoces?

—En absoluto.

El único muro del edificio daba a dos casas cuyas fachadas se encontraban en otra calle. Una de ellas era un garaje con dos pisos, de reciente construcción. La otra, por el contrario, era un mísero y viejo hotel, cuya puerta iluminaba un globo lechoso. No cabía dudar entre los dos: los garajes no suelen tener armarios-roperos ni muebles que amontonar contra una puerta.

Entramos en el hotel.

En realidad, casi no merecía ese nombre. El despacho del recepcionista constaba sólo de un mostrador pequeño situado ante una habitación. Detrás, estaba sentado un hombre en mangas de camisa, entretenido en leer el periódico.

El establecimiento tenía una ventaja para nosotros: nadie acompañaba a los clientes hasta las habitaciones. En los hoteles de esta clase se pagan cincuenta centavos, se toma la llave y se va uno a su cuarto. No íbamos a tener testigos de nuestro descubrimiento… si es que algo descubríamos.

Aquel hombre no se dignó siquiera levantar la cabeza. Al comprender por nuestros pasos que llegaban dos clientes, preguntó:

—¿Dos habitaciones o una con dos camas?

—¿Cuántas habitaciones dan al club contiguo? Nos gusta oír música.

Ni siquiera esto despertó su interés. Debía de estar acostumbrado a oír peticiones muy extrañas.

—Una por piso y hay tres pisos. Pero la del segundo está ocupada.

Habíamos llegado al fin. Sentí una fuerte presión en el estómago.

—¿Tenemos que firmar en el registro? —preguntó Denny.

—Hay que poner algún nombre cuando se toma la llave —respondió el empleado, insinuando con ello que a él le daba lo mismo que los clientes inscribieran su nombre verdadero o que se inventaran uno.

—A ver qué ha puesto el cliente del segundo piso.

—¿Y a ustedes qué les importa? —quiso saber el recepcionista, sin alterarse.

—Quizá lo conozcamos.

Y así era, en efecto. Por lo menos, conocíamos a uno de los dos, pues se trataba de una habitación doble. A causa de la cocaína mi caligrafía resultaba algo temblorosa, pero pude identificarla: «Tom Cochrane, Foster Street, 28». Quizá por primera vez, aquel libro de registro contenía un nombre y una dirección auténticas… Era como firmar mi asesinato. El segundo nombre, también firmado por mí, era «Ben Doyle». En lugar de dirección, se veía un trazo ilegible.

Mi cuñado y yo cambiamos una mirada, después se volvió hacia el empleado, pues a mí me faltó valor para hacerlo.

—¿Fue usted quien recibió a esos dos tipos?

En esta ocasión el otro se alteró, pues la pregunta le atañía personalmente.

—No, mi turno termina a medianoche. Debo dormir alguna vez, ¿no le parece?

Comprendí entonces por qué no me había reconocido, pero no me explicaba cómo no habían descubierto aún el cadáver.

—¿Cuándo limpian las habitaciones? ¿Por la mañana?

El otro frunció el ceño.

—Ni hablar. ¿Se han creído que esto es el Ritz? Cuando se marcha un cliente, sube un chico a hacer el cuarto y cambiar las sábanas. Dejamos en paz a la gente durante todo el tiempo que han pagado.

Debí contratar aquella habitación para dos días, pues en el registro habían anotado dos dólares, lo que, a cincuenta centavos por cabeza, daba una cuenta exacta. Sin embargo, la víspera no disponía más que de treinta y cinco centavos.

—Oigan, ¿a qué vienen esas preguntas? ¿Quieren una habitación o no?

Desde luego queríamos una, pero era precisamente la del segundo, que ya estaba ocupada. Por lo visto, Denny no iba a hacer uso de su emblema de policía para forzar la puerta, pues en tal caso tendríamos un testigo del descubrimiento y no habría más remedio que avisar a las autoridades antes de que pudiera hacer algo por mí…, si es que algo podía hacerse.

—Denos la del tercero —dijo mi cuñado, y entregó un dólar.

El empleado nos dio una llave con un disco de metal colgado. La del piso inferior faltaba. Era la que seguía ocupada. Si yo me la llevé la noche antes, debí de perderla durante aquella fuga desesperada. Al despertarme aquella mañana sólo tenía una: la del armario.

Denny nos inscribió como «Hermanos Smith». Subimos por la escalera, cuyos peldaños gemían. Al llegar al segundo piso, mi cuñado me indicó:

—Continúa y pisa tan fuerte como puedas para disimular el ruido que voy a hacer. Intentaré abrir la puerta.

Así pues, seguí mi camino, procurando hacer el mayor ruido posible, mientras Denny, con cuidado, maniobraba en la cerradura. Cuando llegué a la habitación que habíamos alquilado, encendí la luz y miré en torno mío. Sí, vagamente recordaba un cuarto parecido: la única diferencia era que el armario de éste conservaba la llave y el último cliente había dejado abierta la puerta.

En silencio volví al pasillo. Denny no parecía ya maniobrar en la cerradura y como me chistó para que bajase, deduje que había logrado su propósito. Me reuní con él sin hacer ruido. Bastaba con apoyar los pies cerca de la barandilla para que no crujieran los peldaños.

Mi cuñado había encendido la luz de la habitación y el resplandor se destacaba en la penumbra del pasillo. Se asomó a la puerta y me indicó, con un gesto, que me reuniera con él. Me apresuré a obedecerle y cerré la puerta a mi espalda.

Al instante reconocí el cuarto de mi pesadilla. Denny había derribado la barricada que levanté, y los objetos estaban dispersos: una mesa, una silla y un colchón.

Mi cuñado me miró con fijeza y luego, con ademán fatalista, hizo saltar la llave que yo le di sobre la palma de la mano.

—Vamos —me dijo.

Alterado, me apoyé en una silla.

La llave entró en la cerradura y, al primer intento, giró. No tuve tiempo más que para una breve plegaria:

—¡Dios mío, haz que no sea yo el asesino!

Denny dio un paso atrás y yo interrumpí mi plegaria. Al abrir la puerta, el muerto le había caído encima: debí de meterlo de cualquier manera, apretando luego la puerta para que se cerrara.

Mi cuñado lo dejó en el suelo; quedó encogido, en idéntica postura. Luego, Denny señaló el semblante del muerto.

—Míralo bien… ¿Lo reconoces?

—Sí —contesté con voz débil.

—Te pregunto si lo recuerdas vivo.

—No, no…, tan sólo muerto, pero entonces no estaba tan torcido…

Retrocedí y estuve a punto de caerme al tropezar con la silla.

—Cálmate, viejo. De todas formas hubieras tenido que someterte a esta prueba. Y estando a solas conmigo debe de resultarte menos desagradable. —Se inclinó para abrir la chaqueta del muerto—. Sí, le mataron con un cuchillo. Le dieron tres puñaladas: una en el estómago, otra en el costado y la tercera le alcanzó el corazón. —Luego, leyó las iniciales de la camisa— B. D… ¿Con qué nombre le inscribiste? Ben Doyle, ¿verdad? —Después de registrarle los bolsillos, comentó—: No han dejado nada, pero el nombre corresponde a las iniciales. —Por último, le examinó los zapatos—. Parece que andaba mucho —le oí murmurar, mientras señalaba los agujeros de las suelas—. En cambio, los tacones están nuevos. Y no creo que anduviera de puntillas.

Sacó algo del bolsillo y sujetó un tornillito que sobresalía del tacón. Al quitarlo, se desprendió éste. Estaba hueco y contenía tres o cuatro paquetitos muy bien doblados. Denny abrió uno y no tuvo que decirme cuál era su contenido. Había visto en otra ocasión aquellos polvos blancos.

—Un revendedor de drogas —dijo Denny—; pero no fue él quien te llevó a casa de los Sorrell. Por tanto, ¿cómo se mezcló en este asunto? Me pregunto si el Departamento de Estupefacientes lo conoce y si podrá indicarme algo acerca de él. Iré a la Jefatura a consultar el fichero.

Mientras yo seguía inmóvil, se acercó a la ventana y levantó la persiana. Los vidrios estaban pintados de verde oscuro y se veían seis gruesos clavos que sujetaban el borde inferior. Con ayuda del cortaplumas, hizo saltar la pintura de uno de los cristales y luego, encendiendo una cerilla, se acercó.

—Detrás no hay más que ladrillos —dijo. Después, se dirigió hacia la puerta—: Te has inscrito con tu propia mano, como ocupante de esta habitación junto con el muerto. Debo averiguar si te vieron llegar con él, si era Cara Cortada quien te acompañaba, si ibas con los dos o con ninguno de ellos. El tipo que entra de servicio a medianoche puede indicármelo.

Me fui tras Denny. Era más fuerte que yo. Ni por un millón de dólares hubiera podido quedarme allí.

—Bien —me dijo mi cuñado—, sube a la otra habitación si te impresiona esto. —Cerró la puerta y agregó—: Pero vigila y asegúrate de que nadie entre aquí hasta que yo regrese.

Se marchó y yo volví al tercer piso.

No sabía cuánto tiempo invertiría Denny en sus averiguaciones, pero pronto me pareció que tardaba demasiado. La habitación me ponía los nervios de punta, casi como si me encontrase en la del piso inferior. La orquesta del Silver Slipper comenzó a tocar, pero la música, en lugar de calmarme, me iba excitando. Aquellas notas me recordaban de tal modo la noche anterior que creí volverme loco.

No podía soportarlo por más tiempo. Era preciso que saliera de allí. Esperaría a Denny en la calle.

Apagué la luz, empuñé el pomo de la puerta, pero no la abrí. A mi espalda tenía que haber oscuridad completa, puesto que la ventana estaba tapiada. Y, sin embargo, no era así. La luna debía de haber salido mientras nos encontrábamos en el hotel y su luz plateada se filtraba por las ranuras de la persiana. Fue preciso que apagara la luz para darme cuenta.

Desapareció como por ensalmo el pánico que me obligaba a huir de la habitación. Sin encender de nuevo, me apresuré a levantar la persiana. A través de los sucios cristales, la luna iluminó mi semblante. Aquella ventana no estaba tapiada, ni siquiera pintados de oscuro sus cristales. Como Denny no estuvo allí, el dato se nos pasó por alto. El garaje sólo tenía dos pisos, mientras que el hotel llegaba a tres, detalle que nosotros no habíamos advertido.

La ventana no estaba clavada, como pude comprobar al levantarla. El techo del garaje se encontraba a una yarda y podía alcanzarse fácilmente. Pero el cadáver lo habían dejado en el piso inferior, donde la salida estaba tapiada, y no en éste, donde estaba libre.

Recorrí con la vista la extensión gris que formaba una amplia terraza. En el centro se veía un rectángulo luminoso; debía de tratarse de una claraboya o de una salida de ventilación.

No tenía ningún proyecto. Ignoro lo que pensaba descubrir o lo que pretendía hacer, pero el instinto me obligó a bajar a la terraza. Con precaución me encaminé al rectángulo luminoso, que provenía de una claraboya. Arrodillado y apoyándome en las manos, me incliné sobre el vidrio. No vi más que el piso de cemento del garaje, a bastante distancia, y a un mecánico, de mono azul manchado de grasa, que lavaba un coche. No había medio de salir por allí, ni tampoco de bajar como no fuera tirándose uno de cabeza.

Me levanté, y me dirigí seguidamente hacia el extremo de la terraza. Vi la fachada lisa del garaje: sólo las moscas podrían descender por ella. Me fui entonces hacia el otro extremo, el que daba al Silver Slipper. Entre el garaje y una especie de almacén, se abría un estrecho pasadizo. En él, a media altura, un reflejo amarillento se proyectaba sobre la pared del almacén. Lógicamente, este reflejo debía de provenir de una abertura situada en la pared del garaje al nivel del segundo piso. Y, cosa mucho más interesante, descubrí una escalera metálica que bajaba hacia el fondo. Sólo se veía el arranque, no lejos de donde yo me encontraba. El resto lo ocultaba la oscuridad.

Con la punta del pie, toqué el primero de los estrechos peldaños. Me pareció lo bastante seguro para arriesgarme a descender con cuidado. Parecía de momento que me metía en una botella de tinta, hasta que el reflejo luminoso se fue acercando. La escalera no iba mucho más lejos y daba a una pasarela también metálica que se extendía a lo largo de la ventana. Mantuve los pies muy unidos en el último escalón, para impedir que destacaran en la claridad y, sujetándome con una mano en uno de los travesaños superiores, me incliné hacia un lado. La postura era grotesca, pero me permitió mirar al interior.

La ventana daba a una oficina que, sin duda, comunicaba con el garaje. Adosados al muro había unos archivadores metálicos, y en el centro, una amplia mesa de trabajo situada bajo una lámpara. En ella se sentaba un hombre que sostenía una entrevista con otros dos o que, más bien, examinaba unas cuentas. Repasaba sumas en unas cuartillas. En la mesa había dinero, mucho dinero, mucho más del que podría entrar en el garaje durante todo un mes, formando varias pilas. Cuando aquel hombre hubo comprobado una de las sumas contó el fajo más próximo y, sujetando los billetes con una goma, lo pasó a la izquierda. Luego, comenzó a repasar otra cuartilla.

Estaba de espaldas, pero, incluso así, me resultaban familiares la forma de la nuca y la línea de la espalda. A los otros dos tenía la seguridad de no haberlos visto nunca. Uno de ellos se sentaba negligentemente en un extremo de la mesa y el otro se había apoyado en un archivador, con las manos en los bolsillos. Iban muy bien vestidos para estar empleados en un garaje.

Debí de permanecer allí demasiado rato. Mi perfil se destacó, sin duda, sobre el fondo oscuro del muro. Ignoro cuál de ellos previno a los otros, pues no me di cuenta de nada hasta que, de pronto, el tipo que estaba contando se volvió en la silla y nuestras miradas se encontraron. Sobre el mentón, una cicatriz blanca destacaba intensamente, como si fuera un trozo de esparadrapo. ¡Por fin le había encontrado!

Mi postura en la escalera resultaba demasiado complicada para permitirme una fuga veloz, pues debía hacer muchas cosas al mismo tiempo. Me enderecé y luego quise subir rápidamente, pero resbalé y fui a golpear con la barbilla en un peldaño. Mientras, habían abierto y sentí que me sujetaban por un tobillo. Un segundo más tarde, me agarraban por el otro.

Fui literalmente arrancado de la escalera metálica y no me di de nuca contra la pasarela porque uno de los hombres me agarró por los hombros para arrojarme al suelo. Quedé un instante inmóvil, mientras sus rostros se unían encima del mío. Me dieron un puntapié en el costado y sentí un dolor agudo que me atravesaba el pecho. Después, me obligaron a ponerme en pie, mientras me encañonaban con una pistola.

—Es el tipo de ayer —dijo Cara Cortada, con su voz rasposa—. El que yo cacé.

—Entonces, la combinación se nos ha venido abajo, Graz —comentó uno de sus compañeros en tono irónico.

El hombre de la cicatriz, al que llamaban Graz, me miró con poca simpatía.

—¡Ni mucho menos! Sigue sirviéndome. Este tipo era un cliente de Doyle y, como Doyle no quería venderle más cocaína, le mató.

—Sí, pero ya no está en esa habitación con Doyle.

—No, le encontrarán mañana, muerto, en el Woodside Park. Se habrá suicidado después de huir por la ventana del piso tercero… tal como ha hecho. No habrá mucha diferencia. Seguirá siendo el culpable. Junto con Doyle alquiló una habitación para poder tratar de sus negocios en paz. Le vieron entrar en la habitación donde encontraron el cadáver de Doyle, y todos saben lo furiosos que se ponen algunos cuando les niegan la droga. Hay un lago en Woodside Park. Le meteremos allí la cabeza hasta que se le acaben las penas. No nos molestará mucho.

—Sí, pero suponte que Doyle haya hablado con los polis y les haya dado algunos nombres…

—Tranquilízate. Le corté la voz antes de que pudiera abrir la boca. En cuanto me di cuenta de que los chicos del Departamento de Estupefacientes se ponían en movimiento, no dudé un minuto. En casos difíciles, hay que cortar por lo sano —afirmó Graz, mientras recogía de la mesa el dinero y los papeles—. Otra cosa —agregó—: hay que abandonar esto. Ya no nos sirve como refugio. Se lo dejaremos otra vez a los dueños del garaje. Esta misma noche, en cuanto nos hayamos librado de nuestro amigo, volveremos a buscar los archivadores.

Sus dos subordinados me sacaron de allí, mientras Graz apagaba la luz. Por una escalera interior llegamos a la planta.

—Tráenos el coche negro grande —dijo uno de mis guardianes al mecánico que había visto a través de la vidriera—. Vamos a tomar un poco el aire.

El aludido obedeció y, después de maniobrar, bajó de un vehículo de dimensiones más que regulares. Era, sin duda, otro miembro de la banda, encargado de atender el garaje que les servía de tapadera, pues los otros no le ocultaban que me tenían preso.

Me obligaron a subir al coche, que me dio la impresión de ser mi ataúd. Desesperado, me decía: «Denny va a llegar demasiado tarde. No comprenderá lo que me ha ocurrido. Irá a buscarme por la población y yo estaré en el fondo del lago».

Graz se sentó detrás, a mi lado, junto con uno de sus auxiliares, y el otro fue a instalarse en el volante. Subimos la rampa de cemento que conducía a la calle. Cuando íbamos a salir del garaje, un taxi se detuvo en la calzada, cerrándonos el paso. Parecía haber avanzado tan sólo unas cuantas yardas para colocarse allí, como si estuviera esperándonos. El taxista descendió del vehículo y echó a correr a toda velocidad, alejándose del peligro.

Nuestro coche se hallaba bloqueado a la entrada del garaje: su tamaño le impedía sortear el obstáculo del taxi, y el mecánico, que por lo visto no se había dado cuenta de nada, bajó la puerta de hierro a nuestras espaldas.

Mis acompañantes no tuvieron apenas tiempo para comprender lo sucedido. Denny se asomó con presteza por la portezuela trasera, esgrimiendo la pistola por la abierta ventanilla, mientras un policía de uniforme acudía por el otro lado, Sorprendieron a mis raptores con la amenaza de un fuego cruzado. ¡Una estrategia estupenda! Alcanzaron nuestro coche por los costados, agachándose para que no los vieran, y se irguieron cuando se encontró bloqueado.

—¡Manos arriba! —ordenó Denny—. Bajad de uno en uno.

Pero ni él ni su compañero podían vigilar al chófer, que se hallaba muy separado de los otros. Vi cómo su silueta, enmarcada por el cristal delantero, se inclinaba como si fuera a empuñar algo. Alcé la rodilla hasta el mentón, y disparé la pierna con todas mis fuerzas. La suela del zapato le alcanzó en la nunca y salió lanzado contra el volante. Ya no tuvo interés en buscar armas, sino sólo en sostenerse los dientes.

No costó gran cosa conducir a Graz y a sus compañeros al garaje, telefonear al comisario central, hacer un inventario de los archivadores y luego registrar todo el edificio. Los agentes encontraron manchas de sangre cerca de la escalera interior, donde apuñalaron a Doyle cuando intentaba huir de la trampa que le tendió Cara Cortada. Éste, que en realidad se llamaba Graziani, era el jefe de una banda dedicada al lucrativo tráfico de estupefacientes.

Mientras esperábamos el coche celular, Denny explicó:

—Uno de los compañeros del Departamento de Estupefacientes reconoció a Doyle enseguida por la descripción que le hice. Le habían detenido varias veces e intentaba negociar con él para obtener los nombres de quienes organizaban el tráfico. Cuando regresé a la habitación del tercer piso, la ventana abierta me indicó por dónde habías salido. Según Kelly me estuvo contando poco antes, sospechaba del garaje. Kelly es el policía del barrio. Había visto en muchas ocasiones gente que venía en busca de coches, pero nunca pudo averiguar cuántos clientes fijos tenían. Entonces, se me ocurrió organizar este pequeño comité de recepción para acogerles a la salida, por sorpresa.

Sin embargo, la respuesta a lo que más me interesaba sólo la encontré horas después en la Jefatura Central. Al amanecer, Denny vino a buscarme al despacho donde le esperaba:

—No temas, Tom. Ahora es oficial y puedes sentirte seguro. Les hemos interrogado en cuanto llegaron y han acabado por cantar de plano. —Blandió unas cuartillas mecanografiadas—. La cosa ocurrió así. Graziani y sus dos cómplices mataron a Doyle en el garaje, ayer a medianoche, más o menos a la misma hora en que tú llegabas con Fraser a la fiesta de los Sorrell. Este hotel, que goza de pésima reputación, les había sido útil en dos o tres ocasiones y decidieron servirse de él una vez más para desembarazarse del cadáver. Graziani envió a uno de sus hombres a alquilar el cuarto del tercer piso, al que podían llegar sin dificultad por la terraza. Entonces, pasaron el cadáver por la ventana; pero querían que alguien cargara con él y Graziani fue en busca de una víctima…, papel que te toco a ti. Había asistido a alguna recepción en casa de los Sorrell y le constaba la libertad de movimientos que allí reina. Te eligió a ti, consiguió que tomaras la cocaína y, cuando estabas mareado, te acompañó hasta el hotel en su coche. Pudo conseguir que te dieran la habitación del segundo piso, que tenía una ventana tapiada, y luego te hizo firmar en tu nombre y en el de Doyle, que ya había muerto. Dijo que éste iba a llegar de un momento a otro. Luego, se desembarazó del empleado enviándole a buscar café a Silver Slipper para despejarte. Cuando éste volvió, tuvo la impresión de que Doyle había llegado. El tipo que alquiló el cuarto del tercer piso te hablaba en voz alta para que imaginaran que estabas acompañado. Graziani le dijo entonces al recepcionista: «Su compañero le atenderá. No vale la pena que me quede». Habían trasladado ya el cadáver de Doyle y, después de limpiar el cuchillo para borrar sus huellas, te lo dieron a ti. La sangre de Doyle estaba aún fresca y te mancharon la camisa con ella. Y tú, bajo los efectos de la droga, no te diste cuenta de nada. Volvieron a darte otra ración de cocaína para tranquilizarte. Luego, el tipo que había alquilado el cuarto del tercer piso descendió para entregar la llave, quejándose de que le molestaban las chinches, y se fue. Tú te quedaste allí, en la misma habitación que el muerto, con la camisa manchada de sangre y el arma del crimen en el bolsillo. Concluiste su obra ocultando el cadáver en el armario, contra cuya puerta amontonaste todo lo que pudiste, antes de escapar. Tu gran suerte fue que el empleado se durmiera, pues le he hecho algunas preguntas y no te vio salir. Esto no hizo más que retrasar el descubrimiento del asesinato, pero de poco hubiera pesado en la balanza, teniendo en cuenta todas las pruebas que existían contra ti. Como ya te dije antes, el subconsciente es algo verdaderamente maravilloso. A pesar del miedo y de los efectos de la droga, supiste llegar a casa. Por tanto, no te despertaste en la habitación del cadáver, tal como deseaban. De haber sido así hubieras comenzado a gritar, eliminando toda posibilidad de demostrar tu inocencia. Pero la suerte quiso que me lo explicaras todo y tuviéramos ocasión de hacer algunas investigaciones antes de que se descubriese el cadáver.

El día despuntaba ya en el horizonte cuando regresamos a casa. Lo último que pregunté a Denny, ya en la puerta, fue:

—Dime… Hasta que todo se aclaró al fin, ¿me creiste culpable?

Su respuesta fue lo que más me sorprendió de todo aquel asunto:

—¡Desde luego! —dijo encogiéndose de hombros—. Me hubiera jugado la cabeza.

—Yo también —convine—. Estaba seguro de haberle matado.