A TRAVÉS DEL OJO DE UN MUERTO

Cuando se hacen cambios, la gracia está en comenzar con poco para acabar teniendo algo más importante. Aquel día salí de casa con una hebilla de cinturón rota y una espina de pescado seca que me dio un chico llamado Miller por una armónica aplastada. Al poco rato los había sustituido por un cortaplumas al que sólo le faltaba una cuchilla. A la hora de cenar mi capital original se había transformado en un balón de fútbol cuya funda de cuero no tenía más que dos o tres agujeros. Podía sentirme satisfecho del modo en que aproveché la tarde. Ya debiera encontrarme en casa, pues estaba anocheciendo, pero en los negocios de intercambio, para obtener algún resultado, es preciso andar mucho, y eso requiere tiempo.

Me disponía a discutir una nueva operación con Scanlon, cuando vi llegar a mi padre. Estaba aún a un centenar de yardas, pero andaba deprisa, como cuando está enfadado, y resulta difícil tener iniciativa comercial en tales circunstancias. Imagino que por esta razón permití que Scanlon me propusiera cambiar la pelota por un ojo de cristal, recogido probablemente en la basura.

—¡Me estás tomando el pelo! —exclamé furioso.

Pero al mirar hacia atrás, vi que mi padre apretaba el paso y esto me quitó nuevas facultades. Scanlon comprendió que la situación le favorecía.

—¿Sí o no? —quiso saber.

—Bueno, pues sí —respondí de mala gana.

Le entregué el balón y él me dio el ojo de cristal.

En realidad, fue lo único que pude hacer antes de que estallara la tormenta. Sujeto por la nuca, giré hacia mi casa y emprendí la marcha a una velocidad muy superior a la normal, Esto me importaba poco, pero lo más desagradable es que los padres suelen largarnos sermones por cualquier causa. Ignoro el motivo, pero es así.

—¿Es que no tengo bastante preocupaciones —preguntó mi padre— que además he de dar una batida para encontrarte cuando vuelvo a casa? Hace mucho rato que tu madre te está llamando. ¿No te has dado cuenta de la hora?

Continuó así hasta que llegamos a casa, pero, como en mi interior me maldecía por haberme dejado engañar por Scanlon, no oí la mitad de lo que mi padre iba diciendo.

Nunca le había visto tan malhumorado. Por lo menos, desde el día en que rompí la vitrina del pastelero. Por lo general, si viene a buscarme cuando estamos jugando al fútbol o al béisbol, interviene durante unos minutos en la partida, luego me guiña un ojo y sólo cuando llegamos a casa simula reñirme, para dar satisfacción a mamá. Dice que él también tuvo doce años y que aún se acuerda. Esto demuestra muy buena memoria, pues veintitrés años es mucho tiempo. Sin embargo, aquella noche el sermón fue demasiado largo. No acababa nunca. Al fin me di cuenta de que, en realidad, no iba contra mí. Estaba furioso por otra cosa.

Al final de la cena, mamá también se dio cuenta.

—Frank —le dijo—, ¿qué te pasa? No me digas que nada porque tengo ojos para ver.

Papá trazó unas líneas sobre el mantel blanco con el mango del tenedor.

—Me han degradado.

Como un imbécil, se me ocurrió intervenir en la conversación, sin lo cual hubiera podido quedarme a escuchar el resto.

—¿Qué quiere decir degradado? ¿Por qué te lo han hecho?

—Frankie —intervino mi madre—, ve a hacer tus deberes.

Antes de cerrar la puerta, le oí decir con voz preocupada:

—¿No te habrán destinado otra vez de guardia de la circulación, Frank?

—No —respondió éste—, pero casi, casi.

Poco después, mamá fue a buscar algo en la habitación contigua y abrió la puerta. Estaban muy tristes los dos y parecían haber olvidado que yo me encontraba allí, leyendo Máscara Negra oculto en mi libro de geografía.

—¿Tendremos que mudarnos de casa? —indagó mamá.

—Sí, porque a fin de mes se notará bastante.

Presté atención, ya que no me hacía gracia cambiar de residencia cuando me había convertido en el campeón de canicas del barrio.

—Lo que más me indigna es que no tienen nada que reprocharme. El mismo capitán lo ha reconocido. Pero cada vez que el jefe de policía está de mal humor y dice que el departamento debe mostrarse más eficaz, es preciso sacrificar a alguien. Lo llama librarse del «peso muerto». Y todo el que no ha solucionado seis casos al menos, es peso muerto.

—Quizá cuando se calme te rehabiliten y te devuelvan a tu antiguo destino.

—No, sólo la suerte me puede salvar si me proporcionara un caso en el que pudiese lucirme. Pero una vez hayan firmado la orden de traslado, ya no me ocuparé más que de borrachos y de carteristas. Haría falta un crimen difícil, y que lo solucionara por mi cuenta.

Pensé que me gustaría saber dónde se había cometido uno para indicárselo a mi padre. Pero un niño de mi edad tiene muy pocas probabilidades de enterarse de un asesinato. Con frecuencia íbamos a jugar tras las empalizadas y en los descampados, pero allí sólo hay cadáveres de gatos.

A la mañana siguiente, esperé una ocasión en que mamá no estuviera con nosotros para preguntarle a mi padre:

—Oye, papá, ¿cómo se sabe cuando se ha cometido un asesinato?

—Pues cuando se descubre el cadáver —respondió sin hacerme mucho caso.

—Pero, si han escondido el cadáver, ¿cómo se sabe que lo han cometido?

—Si alguien desaparece, si dejan de verle durante algún tiempo, los amigos y los vecinos comienzan a murmurar y a comentarlo y acaban por informar a la policía.

—Y si nadie se ha dado cuenta, si nadie les dice nada, ¿cómo se enteran los policías?

—Pues no se enteran a menos de que descubran un indicio. Un indicio es algo, un objeto cualquiera, que se encuentra en un lugar donde no debiera estar… Resulta difícil explicarlo, Frankie… Suponte que encuentras algo que pertenece a una persona, y que está donde no ha ido esa persona. Entonces, te preguntas cómo habrá llegado aquello hasta allí.

En aquel momento volvió mi madre. Papá, entonces, me dijo:

—Menos preguntas y a ver si estudias un poco más. Las últimas notas que trajiste a casa eran peor que malas. —Luego, añadió como si hablara consigo mismo—: Basta con un fracasado en la familia.

Me duele que hable así. Mamá debió de oírlo también, pues se acercó para estrecharle el hombro, sin decir nada.

A la salida del colegio, aquel mediodía, fui al encuentro de Scanlon para preguntarle acerca de aquel ojo que me había dado la noche anterior. Era lo único que me parecía un indicio y me preguntaba si, por casualidad, no sería…

Lo saqué del bolsillo y le dije a mi amigo, mirándole con fijeza:

—Scanny, ¿tú crees que lo ha usado alguien? Quiero decir si crees que alguien se lo puso en el ojo.

—No lo sé, pero supongo que sí… Por lo menos, el primero que lo compró. Los hacen para eso.

—Bien, ¿entonces cómo es que ya no lo usa? El ojo auténtico no habrá vuelto a salirle. ¿Por qué lo tiraría?

—No sé; cuando se tiene un ojo de cristal no hace falta comprar otro a menos de que se rompa o se estropee.

Lo examinamos, y comprobamos que no estaba roto ni rayado.

—Con esto —continué— no se puede ver ni siquiera cuando es nuevo. Se llevan para que los demás no sepan que te falta uno. ¿Para qué iban a cambiarlo por otro si todavía sirve?

Scanlon se rascó la cabeza, incapaz de responderme. Y cuanto más pensaba en este asunto, más excitado me sentía.

—¿Crees que al dueño de este ojo le habrá ocurrido algo? —pregunté en voz baja.

En realidad quería decir si creía que podían haberle asesinado, pero no me atreví a pronunciar esa palabra por miedo a que Scanny se burlase de mí. Por otra parte, no veía claro por qué alguien le iba a quitar a otro un ojo de vidrio, aunque se tratara de un asesinato, para después arrojarlo a la calle.

Recordaba lo que mi padre dijo aquella mañana. Un indicio es algo que se encuentra donde no debiera estar. Si aquel ojo no era un indicio, es que no había entendido bien. Me pregunté si iba a poder ayudar a mi padre. Si aquel chisme de cristal me permitiría descubrir un asesinato ignorado de todo el mundo. De este modo tendrían que reha… reha…, bueno, lo que mi madre había dicho.

Pero antes de descubrir a quién pertenecía aquel ojo, debía averiguar su procedencia.

—¿Dónde lo encontraste, Scanny?

—No lo encontré. ¿Quién te dijo que lo había encontrado? Se lo cambié a otro chico, como tú me lo cambiaste a mí.

—¿A quién?

—No lo sé. Era la primera vez que lo veía. Vive al otro lado de la fábrica de gas.

—Entonces, vamos a buscarlo, porque quiero saber de dónde sacó este ojo.

—Bueno. Creo que lo reconoceré. Es un atontado y no sirve para cambiar cosas. Le desplumé con tanta facilidad como a ti. Tuvo que entrar en la tienda de su padre y traérmelo: ya no le quedaba nada para cambiar.

Me sentí desilusionado. Al fin y al cabo, quizá no fuera un indicio.

—¿Es que su padre vende esas cosas?

—No. Tiene una tintorería.

Esto me tranquilizó, y recobré parte de mi confianza en el indicio.

Cuando llegamos al otro lado de la fábrica de gas, Scanny me explicó:

—Fue aquí donde hicimos los cambios. No sé dónde tiene su padre la tienda, pero debe de ser por ahí, pues no tardó más de uno o dos minutos en volver con el ojo.

Se acercó a una esquina, para mirar por la otra calle y de pronto exclamó:

—Mírale, ahí está.

Se metió los dedos en la boca para silbar y unos minutos después se nos acercó un muchacho bajito y moreno. En cuanto vio a Scanlon, le dijo:

—Tienes que devolverme el chisme aquel que saqué de la tienda. Mi padre me ha armado un escándalo por llevármelo. Me dijo que se vería en un apuro si el cliente lo reclamaba.

—¿Sabes dónde lo encontró tu padre? —le pregunté, procurando adoptar el aire duro que supongo adopta mi padre cuando interroga a los sospechosos.

—Claro. En uno de los trajes que le traen para que los lave y los planche.

—¿Estaba en un bolsillo?

—No; en la vuelta de los pantalones.

—¡En la vuelta! —repitió Scanlon—. Vaya un sitio para guardar un ojo de vidrio.

—Mira que eres tonto. El tipo ese no sabía que estaba allí —le interrumpí impaciente—. El ojo debió de caérsele sin que se diera cuenta. La prueba es que lo entregó con el traje.

—¿Tú crees?

—¡Vaya si lo creo! Un día, a mi padre se le cayó una moneda y no la oímos rebotar en el suelo. Miramos por todas partes sin encontrarla. Por la noche, cuando mi padre se desnudaba para acostarse se le cayó al suelo. La había llevado todo el día encima sin saberlo.

El chico del tintorero me dio la razón.

—Eso pasa a menudo. En las vueltas de los pantalones quedan prendidas muchas cosas. Y no todos se quitan la ropa del mismo modo. Todos los días veo cosas raras en la tienda de mi padre. Algunos se los quitan tirando por abajo. Como luego los levantan al revés, cae lo que llevan dentro. Pero otros sacan las piernas, sin volverlos, y entonces no sale nada.

Para tener un padre tintorero y no detective como el mío, había que reconocer que aquel chico no era tonto.

Entonces, me dije que para que el ojo de vidrio cayera en la vuelta del pantalón sin que se diera cuenta el que lo vestía, era preciso que se hubiese inclinado sobre el tuerto, tendido en el suelo, para atenderle o para golpearle.

Cuanto más lo pensaba, más seguro me sentía de que podía muy bien haber descubierto un asesinato, proporcionándole así a mi padre el asunto que necesitaba. Pero antes, debía averiguar de dónde sacaron aquel ojo.

Le pregunté al chico:

—¿Sabes cuándo vendrán a buscar ese traje?

Si fuera un asesino, seguramente no lo recogería. Pero de tener este propósito seguramente no se habría preocupado de que lo lavaran. Por tanto, recuperaría su traje. Pensé que ni siquiera mi padre hubiese razonado mejor.

—Pidió que estuviera listo para esta tarde.

Me pregunté si tendría manchas de sangre. Pero supuse que no, puesto que en tal caso no lo hubiera confiado a un establecimiento público. Debía de tratarse de otra clase de asesinato; de esos en que no hay sangre.

—¿Podemos entrar a verlo? —le pregunté a aquel chico.

Se encogió de hombros.

—Es un traje como los otros. ¿No los has visto nunca? Pero, si quieres, ven conmigo.

Cruzamos la calle hasta la tintorería, que se encontraba en un sótano, como casi todas las tiendas del barrio. Su padre no era mucho más alto que Scanlon y que yo. Se hallaba envuelto en nubes de vapor mientras pasaba una enorme plancha sobre un trapo húmedo.

—Éste es —dijo el chico, señalándonos un traje gris que pendía de una barra junto a otros tres o cuatro.

En la manga, habían prendido una hoja de papel que decía: Paulsen, 75 centavos.

—¿Qué dirección tiene? —indagué.

—Sólo se pide la dirección cuando hay que entregarlo a domicilio. Pero nunca cuando lo vienen a buscar; basta con el nombre.

En aquel momento su padre se dio cuenta de que lo estábamos tocando. Pareció enfurecerse mucho y se lanzó sobre nosotros, blandiendo la enorme plancha. No creo que pensara golpearnos con ella, pero preferimos no arriesgarnos.

—Dejad en paz los trajes. Acabo de lavarlos y los vais a ensuciar. ¡Vamos, fuera, fuera de aquí!

Nos persiguió hasta la calle, y regresó después a la tienda, Entonces, le dije a su hijo, que se llamaba Sammy:

—¿Te gustaría tener cinco canicas?

Las saqué del bolsillo. No eran de lo mejor, pero sin duda bastante superiores a las que aquel chico debía de tener.

—¿Qué hay que hacer? —me preguntó.

—Fíjate bien en lo que te digo. Cuando el cliente venga a buscar ese traje, nos avisas. Estaremos en la esquina.

—¿Qué quieres hacerle?

—Es que el padre de Frankie… —comenzó a decir Scanlon; pero le hice callar de una patada en la espinilla.

—Es un juego que hemos inventado —expliqué.

Temía que, si le revelábamos la verdad, fuera a contársela a su padre, quien, a su vez, lo repetiría al cliente.

—Ah, un juego —respondió Sammy tranquilizado—. Bueno, de acuerdo. Cuando llegue, os avisaré.

Volvió a la tienda y nosotros nos fuimos a la esquina. Eran las cuatro y media. A las seis y media había anochecido y nosotros seguíamos esperando. Scanlon me repetía a cada momento que estaba ya harto y que quería irse a casa.

—Pues vete. Nadie te lo impide —le contesté—. Yo voy a quedarme hasta que venga ese tipo, aunque deba pasarme aquí la noche. Está claro que a un paisano no puedes pedirle el mismo valor y la misma resistencia que a un policía.

—Tú no eres policía.

—Pero mi padre sí y es lo mismo —repliqué.

Con esto le tapé la boca y renunció a marcharse.

Lo malo era que más pronto o más tarde debería volver a casa a cenar. Si faltaba, me ganaría una buena paliza. Y a Scanlon le ocurriría lo mismo.

—Mira —le dije—, te vas a quedar aquí, esperando la señal de Sammy. Yo me voy a casa a cenar. Luego, volveré para que tú te vayas. Así no se nos escapará ese tipo.

—Oye, ¿tus padres te dejan salir de noche aunque al día siguiente haya colegio?

—No, pero saldré sin que se den cuenta. Si, mientras tanto, ese tipo viene a buscar el traje, síguelo y vuelve después a decirme adónde ha ido.

Al llegar a casa, le pregunté a mi madre si la cena estaba lista.

—¿A qué viene esa prisa? —preguntó a su vez.

—Es que, verás —le expliqué—, mañana tenemos una composición muy difícil y esta noche quiero prepararme bien.

Me miró con recelo e incluso me apoyó la mano en la frente para ver si tenía fiebre.

—¿Por una composición te preocupas tanto? —indagó sorprendida y sin creerlo del todo—. Bueno, de todos modos vamos a cenar enseguida porque tu pobre padre está quién sabe dónde y tardará mucho en venir.

Me devoraba la impaciencia, pero mi madre no lo advirtió porque siempre como muy deprisa. Luego, tomé mis libros, mientras decía:

—Me voy a estudiar a mi cuarto. Estaré más tranquilo.

Una vez allí, cerré la puerta con llave y abrí la ventana. No me fue difícil bajar, deslizándome por un árbol. Tenía bastante práctica. A todo correr, sin detenerme a descansar, me encaminé al encuentro de Scanlon.

—Aún no ha venido —aseguró.

—Bueno, pues date prisa.

Los padres resultan muy engorrosos cuando se tiene un asunto entre manos. A un detective no deberían obligarle a irse a casa mientras sigue una pista.

—¡Y vuelve en cuanto hayas cenado! —le recomendé a Scanlon.

Pero no regresó. Supe más tarde que la familia le había descubierto cuando se disponía a salir.

Estuve esperando muchas horas. Eran ya casi las diez y empezaba a creer que aquel individuo no iría a recoger su traje, pero estaba decidido a mantener la guardia mientras hubiera luz en la tienda. Pasó un policía, que me miró, como preguntándose qué estaría yo haciendo en aquella esquina. Temí que me hiciera preguntas, pero se limitó a darme las buenas noches y continuar su camino.

No me había repuesto aún de la impresión, cuando Sammy, el hijo del tintorero, pareció surgir de las sombras y me lo encontré a mi lado.

—Oye, ¿es que no has visto que te hacía señas? Ese tipo está en la tienda.

En aquel momento vi a un hombre que ascendía por los peldaños que conducían a la calle con un traje doblado bajo el brazo. Se alejó en dirección opuesta a la que nosotros nos encontrábamos.

—Ése es —dijo Sammy—. Dame las canicas.

Pagué sin quitarle la vista de encima. Incluso de espaldas, parecía un tipo con el que no se pueden gastar bromas.

—¿Tu padre le ha hablado del ojo de vidrio? —le pregunté a Sammy.

—No nos lo ha pedido y, por tanto, ¿para qué íbamos a decirle nada? Bastante tienes que hablar cuando hay una reclamación.

—Entonces, me guardo el ojo.

Y sin esperar su respuesta, eché a andar, pues el tipo se iba alejando. Comenzaba a inquietarme; ya no era cosa de chicos. En el asunto intervenía por lo menos una persona mayor. Me hubiese gustado que me acompañara Scan, pero, en el fondo, tal vez fuera mejor que no hubiera regresado. Aquel hombre se habría dado cuenta de que le seguían dos niños y, en cambio, uno solo pasaba inadvertido.

Siguió andando y llegamos a un barrio de la ciudad que yo no había visitado nunca. Iba muy deprisa y, como tenía las piernas más largas que yo, me costaba mucho seguirle. A veces creía haberle perdido, pero siempre lograba identificarle por el traje que sostenía bajo el brazo.

En algunas calles sólo había un farol cada cien yardas y entre ellos estaba tan oscuro como dentro de un túnel. No me gustaba demasiado la gente de aquel barrio. Me crucé con una mujer de cabellos rubios, con un cigarrillo en un extremo de la boca, que se paseaba balanceando el bolso. Algo más allá, estuve a punto de chocar con un tipo estrafalario, muy flaco, que se ocultaba en un portal, pasándose la mano por debajo de la nariz como si estuviera resfriado.

Lo que no comprendía era por qué, si vivía tan lejos de casa de Sammy, se había trasladado hasta allí para que le lavaran el traje. Debía de haber otras tintorerías más próximas a su domicilio. Quizá temiera que pudieran reconocerle; me pareció la única razón lógica.

Por tanto, debía de tener un motivo para mostrarse tan receloso, ¿no creen?

Por fin, las calles volvieron a estar mejor iluminadas, aunque no con exceso. Estaba agotado y el zapato izquierdo me crujía. De pronto, por el modo como mi hombre aminoró la marcha y enderezó los hombros, comprendí que iba a volverse. Rápidamente, me oculté detrás de un cubo de basura que se alzaba al borde de la acera. Una persona mayor no hubiera podido esconderse allí, pero a mí me cubría por completo.

Conté hasta diez y luego me arriesgué a mirar por encima del cubo. El desconocido seguía su camino, y yo, poniéndome en pie, lo imité. Si se detuvo para mirar hacia atrás, era sin duda porque quería asegurarse de que no le habían seguido. De pronto, torció a la derecha y desapareció de mi vista. Me separaban de él unas cincuenta yardas y eché a correr con todas mis fuerzas, pero así y todo me fue imposible saber en cuál de aquellas tres puertas iguales había entrado. Cuando llegué, ya estaban cerradas y, aunque al subir aquel tipo crujiese la escalera, yo no podía oírlo desde la calle. Había placas con nombres, pero, como no tenía cerillas, me era imposible leerlas en la oscuridad.

Además, si había cruzado la población para que le limpiaran el traje, seguramente no era su verdadero nombre el que dio al padre de Sammy y que yo vi prendido a la manga con un alfiler.

De pronto, tuve una idea. Si aquel tipo tenía la habitación en la parte trasera, no iba a servirme de nada, pero quizá viviera en la parte de delante. Crucé la calle y levanté la cabeza para ver si se encendía alguna luz. Uno o dos minutos después, se iluminó una ventana muy pequeña, en el último piso de la casa del centro. Como no había entrado nadie más, era muy probable que mi hombre viviera allí.

Y en aquel preciso instante, el individuo se asomó a la calle, y me sorprendió con la nariz hacia el cielo. No se movió, pero sentí su mirada sobre mí y un escalofrío me recorrió la espalda, como si me encontrara ante una serpiente de la que no pudiese huir. Por último, bajé la cabeza, hundí las manos en los bolsillos y me alejé silbando, como si estuviera de paso.

Continué, cada vez más deprisa, hasta doblar la esquina, No quise correr el riesgo de volverme porque algo me decía que continuaba en la ventana siguiéndome con la mirada.

Era ya tarde y me hallaba muy lejos de mi casa. Más valía que me fuera a acostar, dejando para el día siguiente la segunda parte de mis investigaciones. Había descubierto que vivía en el 305 de la calle Decatur y podía volver con Scanlon.

Gracias al árbol, llegué a mi dormitorio sin dificultad, pero, por la mañana, a mi madre le costó mucho despertarme para que fuera a la escuela.

Cuando salimos del colegio, a las tres de la tarde, Scanny y yo reanudamos la investigación sin siquiera pasar por casa. Le fui poniendo al corriente y después agregué:

—Tenemos que descubrir el nombre de ese tipo. Luego, averiguaremos si por allí cerca vive alguien que tenga un ojo de vidrio y al que no hayan visto desde hace varios días.

—¿Y a quién se lo vas a preguntar?

—¿A quién se preguntan datos acerca de los vecinos? A los porteros.

—¿Y si no quieren dárnoslos? Algunos no hacen caso a los niños.

Le di un codazo, mientras decía:

—Creo que he descubierto un truco. Espera y verás.

Cuando llegamos a la calle Decatur, le mostré la ventana.

—Vive ahí arriba, en el último piso.

Nos acercamos entonces a las placas que contenían los nombres. Descubrí uno que se parecía mucho al que el traje llevaba prendido con un alfiler: Petersen.

—Ese debe de ser —le dije a Scanny—. Lo cambió un poco para desorientar al padre de Sammy.

—Sí, puede. Bueno, ¿y qué hacemos ahora?

Oprimí el timbre sobre el que se leía: PORTERÍA.

—Ahora verás —anuncié— cómo voy a sacarle los informes.

El portero era un viejo bajito y encorvado.

—¿Qué queréis, chicos? —preguntó.

—Traemos un recado para un señor que vive en esta casa —expliqué—, pero hemos olvidado el nombre. Tiene un ojo de vidrio.

—Aquí no hay nadie con un ojo de vidrio.

—Quizá nos hayamos equivocado de número. ¿No sabe dónde puede vivir este señor?

—No hay ninguno en toda la calle. Y ahora, largo. Tengo mucho trabajo.

A Scanlon comenzaba a aburrirle aquel asunto.

—Esto ya no es divertido. Ahora podríamos jugar a…

—No es un juego —le interrumpí con severidad—. Lo hago para ayudar a mi padre. Vete si quieres, pero yo continúo. Papá dice siempre que un buen detective debe tener mucha perseverancia.

—¿Qué es perseverancia? —quiso saber Scanny; pero en aquel momento vi algo que me obligó a ocultarme en la esquina, arrastrando a mi amigo.

—Ahí está ese tipo —murmuré—. Acaba de salir de su casa.

Nos encontrábamos en un callejón transversal, por el que circulaba bastante gente, pero nadie nos hizo caso, suponiendo, seguramente, que jugábamos.

Un minuto después, Petersen llegó a la altura de la callejuela y, como lo espiaba con atención, pude verle bien la cara. Era igual a todas las demás. Hasta aquel momento había creído que los asesinos tendrían semblantes distintos a los del resto de la gente, pero, como nunca se lo consulté a mi padre, no estaba muy seguro. Por lo visto, los asesinos se parecían a las demás personas o quizá aquel hombre no fuera un asesino y yo había perdido un tiempo precioso que pude haber empleado en jugar al fútbol.

Petersen miró en torno suyo, como para asegurarse de que nadie le vigilaba, y después avanzó por la calle Decatur.

—Le seguiremos para saber adónde va —dije—. Estoy seguro de que ayer me vio desde la ventana y temo que me reconozca. Así que tú le seguirás a él y yo te seguiré a ti. De este modo no se dará cuenta.

Anduvimos uno tras otro durante algún rato, pero de pronto, Scanlon se detuvo a esperarme.

—¿Qué haces? —le pregunté furioso—. Ahora le hemos perdido.

—No. Entró ahí a comer. Mírale, pero cuidado con descubrirte.

Petersen se hallaba en una cafetería, frente a la ventana, de tal forma que debíamos ocultarnos agachándonos bajo la misma, y arriesgándonos a echarle un vistazo de cuando en cuando a ras del vidrio. Pasamos así varios minutos y luego dije:

—Ya debe de hacer comido.

Volví a mirar. Seguía sentado en el mismo sitio, con la misma taza sobre la mesa.

—No ha comido —informé a Scanlon—. Entró para matar el tiempo.

—¿Y qué es lo que espera?

—Quizá que anochezca —respondí mirando el cielo que se oscurecía—. Debe de tener que ir a algún sitio y prefiere hacerlo de noche para que no le vean.

Scanlon comenzaba a impacientarse.

—Es hora de cenar y si llego muy tarde me la cargaré. La cosa está muy mal porque mi padre me vio ayer cuando iba a escaparme…

—Sí —reconocí con amargura—, y hoy pasará lo mismo. De poco me sirve tu ayuda.

—No, esta noche podré salir —me aseguró—. Es jueves y mi madre se va al cine.

—Bueno, entonces vuelve en cuanto puedas. Desde tu casa, telefonea a mis padres para decirles que me quedo a cenar contigo. Si te preguntan por qué, diles que tenemos que estudiar y preferimos hacerlo juntos para ayudarnos. Así, podré seguir vigilando a ése. No creo que se quede aquí para siempre y cuando salga quiero saber adónde va. Si cuando tú vuelvas no me encuentras, espérame en el bar Joe’s.

Partió al instante y a toda velocidad y me quedé solo. Y, tal como lo imaginaba, en cuanto se hubo ido mi amigo, Petersen salió. Me oculté en un portal, felicitándome por haberme quedado.

Había anochecido ya, lo que seguramente estaba esperando aquel individuo. Emprendió la marcha, y comprobé que se alejaba de su casa. Le dejé que me tomara unas cincuenta yardas de delantera antes de comenzar a seguirle. Por fin llegamos a las afueras de la ciudad. Las casas se iban espaciando por momentos; luego, hubo más solares que edificios, y por último, sólo vi árboles y campos de labranza. La calle se había convertido en una carretera en la que nos cruzábamos de cuando en cuando con algún coche que regresaba a la población. Y, cada vez, Petersen volvía la cabeza, como si no quisiera exponerse a que lo reconocieran.

Esto me animaba a espiarlo. Desde que me lancé sobre sus pasos, al salir de casa del padre de Sammy, ni en una sola ocasión se había comportado normalmente. Demostraba una gran desconfianza, miraba en torno suyo como temiendo que alguien pudiera hacer lo que yo estaba haciendo. Nadie toma esas precauciones a menos de que tenga algo que ocultar. Yo no podía seguir por la carretera, pues, como sólo éramos dos los que íbamos por ella, Petersen acabaría por descubrirme. Por suerte, junto a las cunetas crecían unos matorrales y, ocultándome tras ellos, agachándome para que no sobresaliera mi cabeza, pude continuar vigilándole. Cuando había un espacio libre entre dos matorrales, corría hacia el siguiente.

De pronto, Petersen aminoró al marcha, como si estuviera llegando a su destino. Pero cerca de la carretera no se veía más que una vieja casa de troncos. Estaba oscura y parecía deshabitada. Me recordaba las que habitan las brujas en los cuentos de hadas y confié en que no fuera lo que Petersen buscaba.

Pero precisamente se encaminó hacia allí, después de tomar nuevas precauciones. Examinó la carretera con cuidado, asegurándose de que nadie le veía…, o por lo menos así debió de creerlo. Luego, prestó atención por si oía venir algún coche. Por último, de un salto abandonó la calzada y desapareció en la oscuridad. Sin embargo, yo pude distinguir vagamente su silueta porque imaginaba lo que iba a hacer.

Al llegar a la casa, la rodeó para comprobar que en el interior no había nadie. Por fortuna, también crecían matorrales cerca de la choza y pude acercarme sin peligro.

Una vez se hubo convencido Petersen de que la cabaña estaba deshabitada, cosa que yo hubiera podido decirle nada más verla, se dispuso a entrar. Sobre la puerta había un tejadillo medio hundido entre los postes que lo aguantaban, y desde que mi hombre se agachó para pasar, ya no le vi más, de tan negro como estaba aquello.

Le oí girar una cerradura, luego gimieron los goznes y resonaron sus pasos sobre el piso de madera. En el porche había algo blanco que Petersen recogió antes de entrar.

Dejó la puerta entreabierta, como si tuviera intención de salir enseguida, por eso me guardé muy bien de acercarme demasiado para ver lo que estaba haciendo. Avancé protegido por la maleza hasta colocarme de cara a la entrada. Debió de encender una cerilla, pues una débil claridad llegaba desde el interior. Como tengo buena vista, pude seguir espiando lo que hacía. Recogió unas cartas que debieron echar por debajo de la puerta. Al examinarlas, parecía irritado. Luego, las arrugó, para volverlas a arrojar al suelo. Ni siquiera las había abierto, se había limitado a mirar los sobres.

Se apagó la cerilla y encendió otra; pero se había alejado de la entrada y ya no le veía. Por último, también se apagó esta cerilla y un segundo después la puerta se abrió por completo para dejar salir a Petersen. Depositó algo en el porche, y, después de cerrar la cabaña, se aseguró de que no le vigilaban.

Yo me había acercado a la casa, pero los matorrales no eran muy altos y, por tanto, debí sentarme, hundiendo la cabeza entre las rodillas, para disminuir de tamaño tanto como me fuera posible. Tampoco en esta ocasión me vería. Pero no tuve en cuenta la mano que extendía en el suelo para mantener el equilibrio. Pasó tan cerca, que el pantalón casi me rozó la mejilla. En aquel preciso instante, un coche avanzaba por la carretera y él retrocedió rápidamente para no descubrirse, y con el tacón me aplastó los dedos.

Todo lo que pude pensar fue que si gritaba estaba perdido, pero no sé cómo en aquel momento logré dominarme. Era como si el carnicero me hubiese dado un hachazo en la mano. Los ojos se me llenaron de lágrimas y de estrellas. Debió de durar tan sólo medio minuto, pero a mí me pareció más bien una hora. Por fortuna, el coche iba a gran velocidad y en cuanto hubo pasado, Petersen reanudó su camino. Pude mantenerme inmóvil hasta que llegó a la carretera; entonces me eché al suelo y, ocultando la cara entre los brazos, rompí a llorar en silencio. Comprendo que era una tontería, pero esto me alivió mucho e incluso después me pareció que el dolor no era tan fuerte.

Me senté para reflexionar mientras soplaba los dedos para refrescármelos. Petersen se alejaba por la carretera en dirección a la ciudad. Me pregunté si valdría la pena seguirle. Si regresaba a su casa, era inútil, puesto que ya la conocía. No creía que viviera en aquella choza, pues nadie tiene dos domicilios; pero me hubiese gustado saber a qué fue allí. ¿Qué buscaría?

Pareció enfurecerse al leer los sobres y estrujarlos. Se diría que no eran lo que iba buscando y que hizo aquel camino en vano. Debía esperar una carta que aún no había llegado. Por tanto, decidí quedarme para hacer algunas averiguaciones con respecto a aquella vieja choza.

Esperé a que se apagaran sus pasos en la carretera y entonces me dirigí al porche. Lo que dejó junto a la puerta era una botella de leche vacía, como suele hacerse para que el repartidor la cambie por otra llena. Así debía de estar cuando la recogió a su llegada. Seguramente la había vaciado antes de devolverla al porche, puesto que no tuvo tiempo de bebérsela.

¿Por qué hizo esto? ¿Por qué tiraba la leche para dejar allí la botella? Deduje que si el repartidor continuaba su servicio era porque creía que la casa seguía habitada. El propósito de Petersen al vaciar los envases era evidente: le convenía que no se descubriese la verdad.

El corazón me latió con más fuerza y se me puso carne de gallina, al reflexionar: «Quizá haya asesinado al propietario y nadie lo sospecha. Apuesto algo a que es eso. Y también apuesto algo a que de ahí viene el ojo de vidrio».

Lo único que me intrigaba era el motivo por el que Petersen seguía visitando la casa después de haber asesinado a su inquilino. La única explicación era que esperaba una carta que se iba retrasando. Por eso volvía a la choza… en cuyo interior quizá hubiera un muerto…

Yo mismo quería animarme a entrar, diciéndome que sería fácil, aunque no tuviera la llave. Pero permanecí mucho rato sin decidirme.

Por último, me dije: «Al fin y al cabo, no es más que una casa. ¿Qué quieres que te pase ahí dentro? Que esté vacía y a oscuras importa poco… Y aunque haya un muerto…, los muertos no hacen daño a nadie. Ya no eres un niño pequeño; ya tienes doce años y cinco meses. Y, además, tu padre necesita que le ayudes. Si entras ahí, quizá encuentres algo que le sea útil».

Lo intenté primero por la puerta, pero, como suponía, estaba cerrada con llave. Di la vuelta en torno a la casa, probando todas las ventanas, una tras otra. Se hallaban a mayor altura que mi cabeza, pero no resultaba difícil encaramarme, contando con un punto de apoyo. Pero no llegué a ningún resultado. Las habían cerrado cuidadosamente desde dentro.

Pensé que quizá tuviera más suerte con las del primer piso, Volví al porche, me escupí en las manos y trepé por uno de los postes. Estaba envuelto en una parra virgen y me fue muy fácil llegar arriba. Era viejo y se bamboleaba, pero yo peso poco y me soportó.

Una vez arriba me acerqué a la ventana más próxima al porche. Al principio me costó abrirla, pues debía de llevar mucho tiempo cerrada, pero al cabo de muchos esfuerzos logré alzarla. Armó tal estruendo que sentí un escalofrío en la espalda. Pero, dominándome, salté al interior de la casa. Olía a cerrado y tuve que apartar unas telarañas con el brazo.

No veía más que sombras grises, que eran las paredes, y una negra, donde se hallaba la puerta. Una persona mayor hubiera tenido cerillas, pero yo debía extender los brazos para saber por dónde andaba.

Si no tuve ningún tropiezo supongo que se debió a que las habitaciones superiores estaban vacías, pero el piso crujía bajo mis pies. En las escaleras por poco me caigo y me rompo la cabeza, porque los peldaños comenzaban antes de lo que había imaginado. Luego, todo fue bien. Palpaba cada escalón con el pie antes de aventurarme, para comprobar que estaba allí, tan ruinosa me parecía la choza. Quizá tardé más de lo debido en bajar, pero tuve la seguridad de que llegaría entero. Entonces, fui a buscar la puerta, porque quería salir.

No sé cómo pude desorientarme. Quizá fuese porque la escalera daba más vueltas de lo que yo suponía en la oscuridad, o bien porque cambié de dirección al pisar unas latas vacías, que estuvieron a punto de hacerme caer varias veces. Fui avanzando, a mi juicio, en línea recta y al fin llegué a una puerta cerrada que supuse era la principal. Giré el pomo y se abrió al instante. Esto hubiera debido hacerme comprender mi error, puesto que sabía que se encontraba cerrada con llave.

Al cruzarla, la atmósfera me pareció más sofocante y húmeda, como si me encontrara bajo tierra, y la oscuridad, mayor que en ninguna parte. Me di cuenta de que no me encontraba en el porche, pero en lugar de retirarme, di un paso adelante y esta vez caí por una escalera. Aquello sí que fue una caída. Fui rebotando sobre unos peldaños de ladrillo que me magullaron todo el cuerpo.

Me salvó algo blando que se encontraba al final, donde aterricé. No se trataba de un colchón ni de cosa parecida, sino de algo que a la vez era blando y resistente. De momento creí que se trataba de un saco de serrín.

Iba a decir: «¡Afortunadamente estaba esto aquí!», cuando, al extender la mano en busca de un punto de apoyo para levantarme, me sentí estremecer de la cabeza a los pies.

Había apoyado la mano sobre… otra mano… una mano que parecía estar esperando la mía. No era cálida y suave como todas las demás, sino áspera y rugosa como un guante de cuero expuesto largo tiempo a la humedad, pero no tenía la menor duda de que se trataba de una mano. Detrás venía un brazo, que concluía en un hombro, sobre el que se alzaban un cuello y una cabeza.

Con un grito de terror, salté a un lado y, una vez en el suelo, a cuatro patas intenté escapar de allí.

Pero no podía subir por la escalera sin pisar al que se encontraba al pie y esto me detuvo un minuto o dos, el tiempo necesario para reflexionar. Aunque les aseguro que en una situación así no se reflexiona fácilmente.

«A éste lo han asesinado, sin duda alguna —me dije—, porque a la gente que muere de muerte natural se la entierra. No se la abandona así en un sótano. Has podido comprobar que, tal como lo sospechabas, Petersen es un asesino. En lugar de asustarte de ese modo, deberías estar contento de haberlo descubierto, porque ahora podrás ayudar a tu padre, como era tu propósito. Nadie sabe lo que ha ocurrido. Ni el lechero, ni el cartero, nadie. Sólo tu padre podrá descubrirlo».

Esto me reconfortó un poco. Me sequé el sudor de la frente y me apreté el cinturón un agujero más, para darme ánimos. Luego, tuve una idea para comprobar si le habían asesinado: yo no tenía cerillas, pero las personas mayores suelen usarlas y aquél, aunque estuviera muerto, conservaría alguna en… los bolsillos.

Me acerqué a rastras hacia él y al tocarle de nuevo, apreté las mandíbulas mientras extendía la mano hacia donde suponía que debía encontrarse uno de los bolsillos. Estaba vacío. Probé entonces por el otro lado, apretando aún más los dientes, y con los dedos toqué tres grandes cerillas. Se me enganchó la mano en el bolsillo, al intentar sacarla, y creí volverme loco, pero con la ayuda de la otra, acabé por librarme, y retrocedí vivamente.

Entonces, rasqué un fósforo contra el suelo.

Lo primero que le vi fue el rostro. Estaba rígido y como disecado. Tenía cuatro agujeros oscuros, uno más que las otras personas. El de la boca, muy grande, los dos pequeños de la nariz y otro bajo un párpado, o por lo menos, un vacío que semejaba un agujero. En vida, debía de ocultarlo con un ojo de vidrio…, el mismo que yo guardaba en el bolsillo. Ahora comprendía cómo lo perdió.

Lo habían estrangulado con un cinturón de tela, atacándole por la espalda. El cinto seguía en torno al cuello, tan apretado que para soltarlo habría sido necesario cortarlo. Su otro ojo, el auténtico, estaba hinchado, como si fuera a saltar de la órbita, igual que un guisante de la vaina. Supuse que aquello fue lo que al otro ojo le ocurrió. Lo había perdido al debatirse en el suelo, entre las piernas del asesino, y fue a parar a la vuelta del pantalón de éste. Petersen no debió de darse cuenta de que le faltaba el ojo de vidrio o, de verlo, imaginaría que se había caído al suelo. En realidad, Petersen lo llevaba encima, y al día siguiente dio el traje a lavar por miedo a que pudieran descubrirse unas manchas sospechosas de tierra húmeda o de otra cosa peor.

La cerilla se estaba consumiendo y la apagué. Había hecho todo lo que podía, pero me era imposible saber quién era aquel viejo, por qué lo mató Petersen ni por qué motivo éste volvía a la choza. Volví a subir, a ciegas, por la escalera de ladrillo, pensando que jamás sentiría más miedo del que tuve cuando noté aquella mano bajo la mía.

Pero me equivocaba.

Llegué sin dificultad a la puerta delantera. Esta vez, no me confundía. Entonces recordé las dos cartas que Petersen había arrojado al suelo. Podían indicarme quién era el muerto. Para encontrarlas, debería encender otra cerilla. Podía arriesgarme, ya que, como la puerta carecía de vidrios, la claridad solo se filtraba por debajo y el asesino debía de estar muy lejos.

Encontré enseguida los sobres y los alisé para ver a quién los enviaban. El muerto se llamaba Thomas Gregory y la carretera debía seguir siendo la calle Decatur, pues en las cartas la indicaban como dirección: 1017, Decatur. No eran más que dos prospectos, uno ofreciendo un automóvil y el otro unos libros a plazos.

Apagué la cerilla y me la guardé en el bolsillo junto con la otra. Quería enseñárselas a mi padre, para que me creyera cuando le dijese que había encontrado un hombre asesinado. De otro modo, pensaría que se trataba de un truco para hacerme el interesante.

Me di entonces cuenta de que desde el interior no se podía abrir la puerta. La llave se la había llevado Petersen. Descubrí otra salida en la parte trasera de la casa, pero estaba cerrada con un candado. Aquel Gregory debía de tener mucho miedo a la gente o estar un poco loco para vivir encerrado de aquella forma y aislado del mundo. No quedaba otro remedio que subir al otro piso, saltar por la ventana y deslizarme por uno de los pilares del porche.

Había alcanzado ya la escalera y puesto el pie en el primer peldaño cuando oí unos pasos en el exterior que se acercaban a la choza.

Algo rozó levemente la puerta y creí morir de miedo. Si me quedé allí en lugar de subir a toda prisa, fue porque enseguida los pasos se alejaron de la casa.

De puntillas, me acerqué a una de las ventanas que daban a la parte delantera y limpié un poco el vidrio para poder mirar hacia fuera. Vi a un hombre que se encaminaba a la carretera, donde tomó una bicicleta que había dejado apoyada en un árbol. Era un repartidor de cartas urgentes.

Esperé a que se hubiera alejado y después, a tientas, me acerqué a la puerta. Acostumbrado a la oscuridad, pude distinguir algo blanco que sobresalía por debajo de la madera. Me incliné para recoger el extremo del sobre entre el índice y el pulgar, pero se resistió como si estuviera clavado. Supuse que sería demasiado grueso para pasar con facilidad o que lo impedía algún saliente.

Lo solté, para sujetarlo mejor, y de súbito el sobre comenzó a disminuir por debajo de la puerta. No lograba explicarme cómo ocurría esto, pues el piso no estaba inclinado. Iba a desaparecer por completo cuando lo sujeté de nuevo y, haciendo un esfuerzo, logré detenerlo. De pronto, volví a soltarlo.

Quedé inmóvil, sintiendo cómo el corazón me latía violentamente. Aunque no oí nada, comprendí que alguien se encontraba al otro lado de la puerta. No me atrevía a tocar de nuevo la carta, pero el mal estaba hecho. Había tirado con tanta fuerza del sobre que la otra persona ya debía de saber que había alguien en el interior de la casa.

Atemorizado, me acerqué a la ventana de puntillas, pensando que quizá desde allí pudiera ver el porche. Entonces, ocurrió algo parecido a lo que vemos en el cine, aunque esta vez no tenía ninguna gracia. Mi rostro se encontró pegado a otro rostro. Éste quería mirar hacia dentro y yo quería mirar hacia fuera. No nos separaba más que el vidrio.

Ambos nos apartamos al instante, pero él volvió a acercarse a la ventana. Se había agachado un poco para mirar mejor, y al darse cuenta de que mi rostro quedaba más abajo debió de comprender que se trataba de un niño.

Era Petersen. Pude reconocerlo, al resplandor de la luna, por la forma del sombrero y por sus orejas separadas. Debió de quedarse por allí cerca hasta ver llegar al repartidor.

Ambos nos alejamos rápidamente de la ventana. Él corrió hacia la puerta y oí cómo la llave buscaba la cerradura. Yo me lancé a la escalera, que era mi único medio de salvación. Tropecé con una caja vacía, pero me levanté enseguida. Llegaba al piso de arriba cuando le oí entrar. Quizá lograse salir de la casa antes que él, saltando por la ventana, pero me iba a ser difícil escapar cuando los dos corriéramos por la carretera. Mi única esperanza de salvación era la maleza, entre la cual podía esconderme, aunque no sé cómo si él venía pisándome los talones.

Llegué a la ventana cuando Petersen abordaba la escalera. Aunque no me volví para verlo, comprendí que se había detenido para encender una cerilla y subir más deprisa. Al saltar hacia fuera, me enganché el pantalón en un clavo, pero un minuto después ocurría algo mucho más grave. Cuando apoyaba los pies en el porche, vi cómo el extremo se alzaba, mientras el centro se venía abajo y se desplomaba después todo con gran estruendo. Por fortuna, estaba aún sujeto a la ventana y no me fue difícil volver a subir.

Si debajo de la ventana el terreno hubiese quedado despejado, me hubiera arriesgado a saltar, aunque fuera un salto peligroso para un niño de mi estatura, pero las tablas del porche, al derrumbarse, se erizaban en todas direcciones y me habría clavado en alguna de ellas.

Petersen volvió a salir de la choza, temiendo seguramente que se le viniera encima, pero al darse cuenta de que no era más que el tejadillo, alzó la cabeza y me vio sentado en la ventana.

Se limitó a decir:

—Bien, muchacho; ahora ya te tengo.

Habló con tanta calma, que me asusté más que si hubiese gritado.

Volvió a entrar y se encaminó nuevamente hacia la escalera. Rápidamente, examiné la habitación en la que me hallaba y descubrí una chimenea en uno de los extremos. Intenté encaramarme por el hueco, pero volví a caer precisamente en el momento en que Petersen entraba. Se lanzó sobre mí, para sujetarme. Intenté evitarlo dándole puntapiés, pero acabó sujetándome por el cuello, manteniéndome a suficiente distancia para que no le alcanzase.

Petersen esperó con paciencia a que me cansara de luchar y luego me preguntó con su voz tranquila y terrible:

—¿Qué hacías aquí, chico?

—Jugaba.

—¿No te parece que es un extraño sitio y una extraña hora para jugar?

No supe qué responderle.

—Te vi ayer, pequeño —añadió—. Estabas en mi calle y mirabas hacia mi ventana. Por lo visto, siempre te estás mezclando en mis cosas. ¿Qué es lo que buscas?

Me sacudió con tanta fuerza que creí que iban a saltárseme los dientes y volvió a preguntarme muy lentamente:

—¿Qué es lo que buscas?

—Nada —balbucí.

Estaba aturdido, me caía la cabeza sobre el hombro y no era capaz de enderezarla.

—Me parece que mientes. ¿Quién es tu padre?

—Frank Case.

—¿Y qué hace ese Frank Case?

Comprendí que lo peor sería decirle la verdad. Después, ya no me dejaría salir con vida. Pero no pude evitarlo; le dije lo que hacía mi padre y me sentí orgulloso de decirlo:

—Es el mejor policía de toda la ciudad.

—Vaya, eres el hijo de un pies planos. Un hijo de pies planos es un futuro pies planos. Hay que aplastar esa liendre antes de que crezca. ¿Te ha enseñado tu padre a morir con valor, chico?

Le odiaba de todo corazón y le grité, furioso:

—Mi padre no necesita enseñármelo. Como soy su hijo, ya lo sé.

Petersen rompió a reír:

—¿Has estado en el sótano, pequeño?

No le contesté.

—Bien, ahora iremos juntos.

Sentía tanta indignación que ni siquiera estaba asustado. Además, para tener miedo es preciso que exista una oportunidad de escapar. Cuando se sabe que todo ha concluido, ¿de qué sirve el miedo?

—Y ya no volveré a salir, ¿verdad? —exclamé, en tono de desafío, mientras me arrastraba a la escalera.

—No, no volverás a salir. Es mejor que lo sepas.

—Puede matarme a mí como ha matado a ese hombre, pero no le temo. Mi padre y sus amigos le despellejarán, asesino.

Cuando llegamos a la planta me dije que era el momento de intentar escaparme. En el sótano, sería demasiado tarde. Volví la cabeza, para clavarle los dientes en el brazo, cerca del codo. Apreté con tanta fuerza que casi pude cerrar la boca, atravesándole la piel y la carne. No sentía los golpes que me asestaba, pero de súbito me vi lanzado contra la pared de enfrente, mientras la cabeza me resonaba como una campana.

Le oí gritar:

—¡Larva de policía! Si quieres que me dé prisa, voy a complacerte.

Descubrió un instante el blanco de la camisa, al abrirse la chaqueta para buscar algo, y luego hubo un fogonazo al mismo tiempo que un estampido, que sonó como un trueno en la habitación.

Era la primera vez que oía un disparo y esto excita. Por lo menos, así me lo pareció entonces. Me dije que debía apartarme del muro, donde destacaba mucho, me eché al suelo y comencé a reptar de lado, mientras le observaba. Sabía que iba a disparar otra vez y que ahora no fallaría.

Oyó el ruido que hacía al arrastrarme por el suelo y debió de creer que estaba herido, pero aún con fuerzas para moverme.

—Tienes más vidas que un gato, ¿verdad? ¿Por qué no lloras? ¿Es que no te duele?

Seguí arrastrándome por el suelo y volvió a decir:

—Dos disparos no hacen mucho más ruido que uno y éste va a ser el último.

Dio un paso adelante, mientras doblaba un poco la rodilla, y vi cómo extendía el brazo, encañonándome el arma.

Instintivamente, cerré los ojos. Luego, al recordar que era el hijo de un policía, volví a abrirlos. ¡No sería un asesino quien me impediría mirarle cara a cara!

Restalló nuevamente la pistola, con el mismo ruido de trueno, y justo delante de mi rostro unas astillas saltaron por el aire. Una de ellas incluso me hirió en el labio, como una aguja. Pero, a pesar de todo, no conseguí callarme. Le odiaba tanto, que le dije, como si fuera un hombre que habla con otro hombre en lugar de un niño a punto de morir:

—¡Desgraciado! Para ser un asesino, tiene muy mala puntería.

No pude continuar. De pronto, en el exterior se oyó un estruendo, como si alguien se abriera paso entre los escombros, y la puerta se abrió violentamente. Petersen tenía tanta prisa por capturarme que ni siquiera tomó la precaución de cerrarla con llave.

Hubo un breve silencio… Yo seguía tendido en el suelo; él oculto en la sombra.

Luego, una voz que conocía de memoria exclamó:

—No disparéis… Mi hijo puede estar con él.

Distinguí vagamente la silueta de mi padre que se destacaba sobre la claridad exterior y me dije que, a menos de que yo le indicase dónde se encontraba Petersen, éste le mataría. Tomé la cerilla que aún conservaba intacta en el bolsillo. Pero las cerillas se apagan al arrojarlas al aire. Por tanto, la apoyé en el suelo, encogiendo las piernas, dispuesto a saltar. Luego, encendí el fósforo al tiempo que me ponía en pie. Extendí el brazo hacia Petersen, que quedó por completo al descubierto bajo aquella luz naranja.

—¡Justo delante de ti, papá! —grité.

El asesino alzó el revólver para derribarme y apagar la cerilla, pero hay algo tan rápido como una bala y es otra bala. El fogonazo partió de la puerta y el disparo de mi padre le alcanzó en la sien, con tanta fuerza que le hizo girar sobre sí mismo, como si fuera un borracho bailando, fue a dar contra el muro y se deslizó hasta el suelo. La cerilla aún no se había apagado.

Seguí inmóvil, como la estatua de la Libertad iluminando al mundo, hasta que pudieron acercarse a él para asegurarse de que ya no dispararía más.

Uno de los policías vino directo hacia mí sin ocuparse de Petersen; no tuve necesidad de mirarle para saber quién era.

—Frankie, ¿estás herido?

—Claro que no, papá. Estoy muy bien.

Lo más gracioso es que era cierto cuando lo dije. Imaginaba que podría continuar aún toda la noche. Pero, de súbito, en cuanto me cogió con sus manos, comprendí que no tenía más que doce años y que debería esperar mucho tiempo antes de ser policía. Me incliné en su pecho y creo que me dormí enseguida, de pie…

Cuando me desperté, estaba en un coche con mi padre y otros dos agentes. Nos dirigíamos a la ciudad. Desde el momento en que abrí los ojos, comencé a explicárselo todo a mi padre para que pudiera ser re… Bueno, ya saben lo que quiero decir.

—Papá, mató a un viejo que se llamaba Gregory. Está ahí abajo, en…

—Sí, Frankie, ya le hemos encontrado.

—Le asesinó para quedarse con una carta que han echado por debajo de la puerta.

—También la tenemos, Frankie.

Mi padre sacó del bolsillo un papel azul.

—Es un cheque nominativo de doce mil dólares, como pago por una demanda que el viejo presentó contra una compañía de construcción a causa de un accidente.

Mi padre me hablaba como si fuera una persona mayor en lugar de un niño:

—Al pasar ante un edificio en construcción, al viejo le cayó una barra de acero en el ojo, y lo perdió. Esto ocurrió hace cinco años. Los trámites fueron muy despacio, amargando a Gregory, que acabó por encerrarse en esa choza. La compañía se resistía a pagar hasta el último instante, pero el Tribunal Supremo le obligó. El día en que se dictó sentencia, los periódicos publicaron la noticia, como ocurre siempre. Petersen debió de leerla. Como, sin duda, creía que el viejo ya tenía el cheque debidamente firmado, fue a su casa y entró, a la fuerza u obligándole a abrir. Seguramente lo estuvo torturando para que le dijese dónde estaba el dinero y, viendo que no lo tenía, decidió matarlo. Se precipitó mucho, puesto que el cheque no llegó hasta hoy, como tú sabes. Esto le obligaba a volver allí a buscarlo. Como asesinó a Gregory antes de que firmara el cheque, para cobrarlo, Petersen no tenía más solución que imitarle la firma y suplantar al viejo en el banco, presentando sus documentos de identidad. No debía de ser muy inteligente, pues de otro modo se hubiera dado cuenta de que no conseguiría su propósito. Los bancos no pagan una cantidad tan elevada a cualquiera. Si no conocen al que presenta el cheque, se aseguran de su personalidad y de que todo está en regla. Petersen quería a toda costa sacarle algún provecho al crimen que había cometido. ¿Y cómo diablos te enteraste tú?…

Entonces le enseñé el ojo de vidrio y le expliqué cómo pude localizar a su propietario. Los policías cambiaron miradas entre sí, francamente sorprendidos, y uno de ellos exclamó:

—Un buen trabajo, sí, señor.

—¿Y tú cómo has sabido dónde estaba, papá?

—Tu madre adivinó enseguida que Scanny mentía cuando le telefoneó para decirle que te quedabas en su casa a estudiar. Hijo, habías olvidado que mañana es el Día de Acción de Gracias y que no hay escuela. Me mandó a casa de tu amigo y le hice hablar. Me guió hasta la casa de Petersen. Derribé la puerta para entrar y encontré unos recortes de periódico que hablaban de Gregory y que él había conservado. Por suerte, los periódicos indicaban la dirección del viejo, de allí la sacó Petersen, por lo que al comprobar que a las once y media no habías regresado, tomamos un coche y salimos a toda velocidad.

Pasamos por la Jefatura de Policía, para que mi padre hiciera su informe, y allí me presentaron a un señor de cabellos blancos, que supongo debía de ser el jefe. El viejo me dio una palmada en la espalda, precisamente donde más me dolía después de tantos golpes, pero me callé.

Sólo cuando vio que papá no hablaba de su intervención en el asunto, exclamé:

—Mi padre lo ha descubierto todo, señor. Este caso es suyo. Ahora, le re… rehabilitarán, ¿verdad, señor?

Vi que cambiaban una mirada de inteligencia y después el caballero de los bigotes blancos me dijo, sonriendo:

—Sí, creo que te lo puedo prometer. —Después de mirarme de nuevo, agregó—: Sientes mucha admiración por tu padre, ¿verdad?

Me erguí, alzando la barbilla, y afirmé:

—Desde luego. No hay mejor detective en toda la ciudad.