La llave se atascó en la cerradura cuando intenté girarla, mientras me sentía agitada por sacudidas nerviosas, como si tuviera el baile de san Vito. Me temblaban las manos, los brazos, los hombros y, sobre todo, el corazón; y la llave no me obedecía.
Temblaba hasta el punto de hacer tintinear la botella de leche vacía que se encontraba ante la puerta, al rozarla con el pie. En el cuello de la botella, la sirvienta había colocado un papel escrito con instrucciones para el repartidor.
Retiré la llave de la cerradura, respiré hondo e hice una nueva tentativa. Esta vez, la puerta se abrió sin la menor dificultad. La llave estaba dispuesta a cumplir honradamente con su obligación, pero yo la había metido al revés.
Entré en el apartamento, cerré la puerta… y la señora James Shaw se encontró en su casa.
El reloj de pared marcó las cuatro. Según dicen, sólo se muere una vez, pero aquella noche me sentí morir a cada campanada. No es que hubiera salido a espaldas de mi esposo; podía haber llamado, evitándome así tantas manipulaciones con la llave. Pero en aquel instante no me sentía con fuerzas para ver a nadie, ni siquiera a Jimmy. Aunque se limitara a preguntarme si me había divertido en el club nocturno con los Perry, aunque no hubiera hecho más que mirarme, estaba segura de que me habría recostado sobre su hombro, rompiendo en sollozos. Necesitaba estar sola y poder encontrarme a mí misma.
Mi marido había dejado encendida la luz del recibidor para cuando yo llegase. Aún no se había acostado y seguía en la biblioteca, rellenando su declaración de impuestos. Distinguí un resplandor por debajo de la puerta. Jimmy esperaba siempre a última hora, como la mayor parte de los contribuyentes, y entonces debía invertir toda la noche para que la declaración no llegara con retraso. Por esta causa no pudo acompañarnos y me dejó ir sola con los Perry. Era una casualidad, pero daba gracias a mi buena estrella de que así hubiese sucedido. Era lo único que me satisfacía de todo aquel embrollo. Por lo menos, no iba a provocar un drama entre Jimmy y yo.
De puntillas, avancé por el corredor hacia nuestro dormitorio, procurando no hacer ruido, y luego, también en silencio, cerré la puerta a mi espalda. Entonces, encendí la luz y dejé escapar unos sordos sollozos que me quemaban la garganta desde hacía una hora.
El espejo reflejó la imagen de una ruina dorada que se acercaba tambaleándose. Un exterior deslumbrante: traje de lamé de oro y joyas en todas partes donde podían colocarse, en el cuello, en las manos y en las orejas. Pero el interior era mucho menos atractivo; aterrada, hubiese querido hablarle a alguien de lo que me sucedía; pero sabía que no podía confiar en nadie.
Me senté ante el gran espejo del tocador y durante un minuto o dos apoyé la cabeza en las manos. Una copa de coñac me habría sentado muy bien en aquel momento, pero debía salir del dormitorio para conseguirla, exponiéndome a encontrar a Jimmy, que, a su vez, habría decidido hacer un alto en su trabajo para echar un trago tonificador. Por tanto, pasé sin el coñac.
En cuanto me rehíce un poco, abrí el bolso de lamé de oro para sacar… todo lo que llevaba dentro. Aquella temporada estaban de moda los bolsos grandes con los trajes de noche, moda que me resultó muy útil, pues tenía que ocultar varias cosas. Las cartas formaban un paquete muy abultado y a esto añadan el revólver, que cogí para sentirme más segura, aunque se tratase de un arma muy pequeña. Por las cartas tuve que entregar diez mil dólares en billetes.
Y ahora, ya saben mi historia. Bueno, no por completo; y, para ser justa conmigo misma, lo mejor será que lo cuente con detalle.
* * *
Se llamaba Carpenter. Le escribí las cartas hacía unos cinco años, tres antes de que supiera que existía en este mundo un tal Jimmy Shaw. Por tanto, no debiera haberme preocupado. Pero Carpenter había recurrido a un truco para actualizarlas. Un truco muy ingenioso, es preciso reconocerlo. Vean lo que hizo.
Le escribí estas cartas durante un veraneo en la costa. Nos albergábamos en el mismo hotel, aunque en distintos pisos. No se las había enviado por correo, sino por algún camarero o por el botones. Dicho de otro modo, él las recibió en sobre cerrado, a su nombre, pero sin sellos de correo.
Debía de ser de esa clase de personas que abren cuidadosamente las cartas, por uno de los lados, con ayuda de un cortapapeles, en lugar de rasgarlas. Después de pegar los sobres con papel engomado, escribió en ellas su dirección actual y los echó al correo. Tuvo buen cuidado de enviárselos periódicamente, con intervalos, siguiendo la fecha que figuraba en el encabezamiento de la carta. ¿Comprenden?
Cada uno de los sobres le llegaba ostentando en el matasellos la fecha que concordaba con aquella de cinco años atrás, pues, al escribirlas, me limité a anotar en el encabezamiento de la carta el día y el mes, pero no el año. Tuvo, además, mucha suerte, pues ninguno de los tampones de correos quedó borroso o ilegible; en cada sobre se leía claramente 1951. Le bastó quitar el papel engomado para convertir aquellas cartas cariñosas, escritas por una muchacha excesivamente expresiva, pero inofensivas en el fondo, en declaraciones comprometedoras hechas por una mujer del gran mundo, casada con un hombre muy rico y muy conocido. Era una situación desagradable. No pudo utilizar más que diez de mis cartas porque las otras iban firmadas con mi nombre y apellido de soltera o bien referían detalles que demostraban claramente que se escribieron cinco años atrás, pero cada una de aquellas diez le habían valido mil dólares, a cambio de los gastos de un sello de correos.
Quizá objeten ustedes que tal combinación, que ni siquiera utilizarían en una película, no podía dar resultado, que debí haberme negado a sus pretensiones y explicárselo todo a Jimmy. Pero resulta fácil razonar fríamente cuando no se es la víctima. Y Carpenter era un maestro en el arte del chantaje. Su técnica era tan sencilla y tan directa que resultaba admirable.
Me telefoneó por primera vez hacía unos tres o cuatro días, para decirme:
—¿Te acuerdas de mí? Pues bien, necesito diez mil dólares.
Colgué inmediatamente.
Volvió a llamarme enseguida, antes incluso de que tuviera tiempo de alejarme del teléfono:
—Me has interrumpido cuando tengo tantas cosas que decirte. Conservo algunas cartas que me escribiste y creo que preferirás recuperarlas antes de que vayan a parar a otras manos.
Volví a colgar.
Me llamó una vez más aquel mismo día, a última hora. Por fortuna, acudí yo misma al teléfono.
—Te doy la última oportunidad —dijo—. He enviado a tu marido una de tus cartas. Y las seguiré mandando hasta que no me quede ninguna. El precio aumentará en mil dólares diarios. He dirigido la primera a tu casa y te aviso para que puedas recogerla antes de que tu marido la lea. Pero después se las mandaré al club, donde no tendrás posibilidad de interceptarlas. Piénsalo bien y telefonéame mañana antes de las once para contestarme lo que hayas decidido —terminó, indicándome el número al que debía llamar.
Pude apoderarme de la carta antes de que la viese Jimmy, y la releí. Era tan incendiaria que debí de escribirla sobre una mesa de amianto: He estado despierta toda la noche, pensando en ti…, te seguiría hasta el fin del mundo… ¿No podríamos irnos a algún lugar donde estuviéramos verdaderamente solos?
Me di cuenta enseguida de su maniobra. ¿Cómo iba a demostrar que aquello lo escribí en 1946 y no en 1951? Mi caligrafía no había cambiado. Y una cuartilla de papel no indica con claridad la fecha, sobre todo tratándose de este papel gris que yo utilizaba entonces y que sigo utilizando, con un emblema en lugar de iniciales. Carpenter me había hecho caer en la trampa y me costó trabajo esperar a las once para llamarle; estuve toda la mañana paseando en torno al teléfono.
En cuanto descolgó le dije con voz anhelante:
—Estamos de acuerdo. Dime dónde y cuándo.
La fecha era aquella misma noche, y el lugar su piso, del que entonces yo regresaba. Los diez mil dólares tuve que sacarlos de mi cuenta bancaria.
Por lo menos, al recuperar mi comprometedora correspondencia el asunto quedaba zanjado. Pero ¿concluye alguna vez un chantaje?
Para evitar complicaciones desagradables, quemé en la chimenea de mi dormitorio las cartas y los sobres. Cuando la última se convirtió en humo, me sentí mucho más tranquila.
Pero sólo durante tres o cuatro minutos.
Me quité las joyas y abrí el cofre de cuero repujado en el que las guardo. Está dividido en distintos compartimentos, uno para las pulseras, otro para los anillos… Me ocupé por último del de los pendientes. Desprendí el de la derecha y lo coloqué. Pero, al llevarme la mano a la oreja izquierda… sólo toqué el lóbulo desnudo. No había pendiente.
Por un instante, quedé como petrificada, mientras mi rostro palidecía. Me puse en pie rápidamente y me sacudí la ropa, mirando en torno mío sobre la alfombra. Pero con esto no hacía más que engañarme a mí misma. Sabía muy bien en qué lugar había perdido el pendiente, aunque no quisiera reconocerlo.
Desde luego no fue en el club nocturno donde estuve con los Perry ni en el primer taxi que tomé para ir allí. Antes de que Carpenter abriese la puerta, comprobé que los llevaba. Y sabía que tampoco pudo ser en el segundo taxi, el que me devolvió a mi casa. Tan sólo una vez en toda la noche tuve un sobresalto lo bastante violento para que se desprendiera el pendiente, y fue allí, cuando, después de contar el dinero, él intentó cogerme la barbilla. Sí, debí de perderlo en aquel momento.
Hacía tiempo que el cierre estaba estropeado y era una imprudencia ponérmelos. Y, precisamente por la mañana, Jimmy debía llevárselos al joyero para que los arreglara. Cierto que podía decir que lo perdí. Pero sabía que si no recuperaba aquella joya, si se la dejaba a él, todo comenzaría de nuevo en cuanto se hubiera gastado los diez mil dólares que acababa de darle. Iba a usarlo para sangrarme un poco más. Era una joya fácil de identificar, puesto que la diseñaron especialmente para mí.
Me encaminé a la puerta del dormitorio y escuché, para asegurarme de que Jimmy seguía en la biblioteca. Como no oí ningún ruido, deduje que mi marido continuaba batallando con su declaración de impuestos. Descolgué entonces el teléfono y marqué el número de Carpenter, el que él mismo me había indicado para que le llamara.
¿Y si negaba haber encontrado mi pendiente? ¿Y si se lo había guardado para prepararme una nueva trampa? No podía añadir ni un centavo a los diez mil dólares antes del mes próximo. Había agotado mi cuenta.
¡Era preciso que recuperase aquel pendiente!
El teléfono sonaba y Carpenter no respondía. Sin embargo, me constaba que debía encontrarse allí, pues acabábamos de separarnos. Quizá se marchara a la mañana siguiente, pero no había motivo para que abandonase su piso a medianoche. De haber pensado denunciarle a la policía, lo hubiera hecho antes y no después de la transacción. Aunque se hubiese dormido, la insistencia de la llamada debía acabar por despertarle.
Colgué para volver a marcar su número, sin conseguir mejores resultados que antes. Y estaba segura del número, puesto que era el mismo al que llamé para decirle que aceptaba pagar. Sacudí el aparato, marqué números distintos y al final colgué, pues no podía pasarme el resto de la noche escuchando aquellos timbres.
Esto comenzaba mal, muy mal.
Pero debía recuperar mi pendiente aunque… aunque tuviera que volver allí enseguida. Y en aquel momento, me habría resultado mucho más agradable entrar en una leprosería, en una jaula de leones o en un pozo de serpientes que verme nuevamente en aquel piso.
Tomé mi revólver. No imaginaba que Carpenter fuera a dejarse impresionar por aquel juguete, pero llevándolo conmigo me sentiría menos indefensa. Salí del dormitorio y avancé por el pasillo. ¡Si lograra marcharme sin que Jimmy me viera…! Luego, cuando volviese por segunda vez, podría simular que era la primera, que estuve con los Perry mucho más tiempo.
¡Bajo la puerta de la biblioteca no se filtraba ya claridad alguna! Jimmy debía de haber terminado su declaración y habría salido a dar una vuelta para aclararse las ideas, después de pasar toda la noche con los impuestos. Mi único temor era encontrarle en el momento de abandonar la casa.
En el umbral, la botella vacía seguía de guardia, con su adorno de papel enrollado.
Ya en el ascensor, estuve a punto de preguntarle al empleado si había visto salir al señor Shaw.
Pero me contuve, para que no creyesen que estaba espiando a mi marido.
Le di la dirección a un taxista y me dejé caer en el asiento con un suspiro de alivio. ¡Cuántas preocupaciones traía la defensa de la buena reputación!
Cuando descendí ante la casa de aspecto siniestro, que entonces me pareció mucho más siniestra que la primera vez, le ordené al chófer que me esperara. Al mirar hacia la fachada, vi una sola ventana iluminada: la suya. Estaba allí todavía y no se había acostado. Quizá hubiera salido durante unos minutos, precisamente cuando yo le telefoneaba.
—¿Tiene usted reloj? —le pregunté al chófer.
—Sí, señora.
—¿Querrá hacerme un favor? Si dentro de diez minutos no he regresado, vaya al portal y llame al piso de Carpenter —le dije, con una sonrisa muy poco sincera—. Es para recordarme la hora. No deseo entretenerme mucho rato y siempre pierdo la noción del tiempo cuando hablo con alguien.
—Desde luego, señora. Dentro de diez minutos.
Alguien había dejado abierta la puerta del edificio, y entré sin llamar. Debía subir a pie, pues no tenía ascensor. Pensaba que había hecho bien en volver; era preciso sorprender a Carpenter antes de que tuviera tiempo de preparar un nuevo chantaje; y mi llamada telefónica, sin duda, se lo hubiese hecho concebir.
Al fin llegué al último piso, donde no había más que un solo apartamento: el suyo. Sin duda, lo añadieron una vez alquilados los demás.
Llamé con cuidado.
No hubo respuesta y nadie se acercó a la puerta, pero ya lo suponía. Cuando se lleva una vida irregular, una visita siempre inquieta, sobre todo a aquella hora. Me imaginaba a Carpenter inmóvil, escuchando y conteniendo el aliento.
Llamé de nuevo y, luego, acercándome a la rendija de la puerta, dije en voz baja:
—¡Ábreme! Soy yo otra vez.
Conservaba bastante buen juicio para no declarar mi nombre.
Carpenter no respondió. Impaciente, giré el pomo de la puerta y ésta se abrió por sí sola.
Me arriesgué a entrar en el piso, esperando encontrar a Carpenter encañonándome con un revólver. Por lo general, es así como sucede, ¿no es cierto? Al no encontrarle en la sala, supuse que estaría en el dormitorio, que permanecía oscuro. Quizá se había acostado olvidando cerrar la puerta…
No entré en la alcoba, pues existía la posibilidad, una posibilidad muy remota, de que el pendiente siguiera en la sala por no haberlo visto Carpenter.
Si lo recuperaba, podría marcharme sin necesidad de cambiar una sola palabra con aquel desagradable caballero. Aunque sin muchas esperanzas, pues esta solución era demasiado bonita para ser real, comencé mi búsqueda.
Miré en el sofá en que me había sentado cuando comprobé si me devolvía todas las cartas. Luego, a despecho de mi elegante traje, me arrodillé para mirar debajo y alrededor de él. Era un sofá muy viejo, con un gran respaldo que proyectaba una larga sombra.
Palpando el suelo, al pasar la mano por debajo del mueble toqué, de súbito, otra mano.
Loca de terror, retiré rápidamente el brazo y me aparté, mientras ahogaba un grito. Al mismo tiempo oí el ruido característico que se hace cuando se contiene bruscamente la respiración.
Me puse en pie para mirar detrás del sofá y lo vi tendido en el suelo. Hasta entonces, el mueble le había ocultado. Quizá sobre mi nombre cayera una mancha, pero el suyo iban a colocarlo sobre una lápida.
Uno de sus brazos, el que yo toqué, estaba doblado por encima de la cabeza. Carpenter estaba tendido de espaldas con la chaqueta desabrochada, descubriendo la camisa blanca, ahora roja de sangre. La bala debió de alcanzarle en el corazón. El revólver que no tuvo tiempo de utilizar seguía a su lado.
Mi primera reacción fue dar la vuelta y marcharme, pero conseguí contenerme.
«Ante todo debes encontrar el pendiente —me dije—. Es preciso que lo encuentres».
Sí, ahora más que nunca recuperarlo resultaba de una importancia vital. No debía solamente ocultarle a Jimmy mi visita a ese piso, sino que además era preciso que la policía no se enterase. El chantaje me parecía una cosa sin importancia comparado con la posibilidad de verme mezclada en un asesinato y en toda la deplorable publicidad que se seguiría.
Hice entonces algo de lo que nunca me creí capaz: me incliné sobre el cadáver para registrar los bolsillos. No tenía el pendiente, pero tampoco los diez mil dólares. Esto último me importaba muy poco, pues por medio de unos billetes no se identifica a nadie.
Me había arrodillado y de pronto quedé inmóvil porque había vuelto a tocarle la piel. El contacto me repugnaba, desde luego, pero no era esto lo que me paralizó. Comprobé que tenía la piel mucho más fría que la mía. Aunque eran muy escasos mis conocimientos en esa materia, me bastaban para comprender lo que significaba. Carpenter debía de haber muerto hacía una media hora o quizá una hora. Desde luego, estaba ya muerto cuando entré en la habitación, minutos antes.
Ahora, al recobrarme de la impresión que me había producido el descubrimiento del cadáver, recordé que en el momento en que mi mano tocara la suya, cuando me retiré dando un grito, oí el jadear de una respiración contenida.
Si estaba muerto, no podía respirar. Y, desde luego, tampoco fui yo la autora de aquel ruido.
Quedé completamente inmóvil. Con la vista recorrí el suelo hasta la entrada del dormitorio en sombras, a cuya derecha pendía una cortina verde, tan inmóvil como yo misma y todo cuanto se encontraba en el apartamento, muerto incluido. La cortina no llegaba hasta el suelo: le faltaban tan sólo unas pulgadas. Pero era suficiente para descubrir la punta de un zapato. Un zapato tan inmóvil como el resto de la casa y que no hubiese visto de encontrarme de pie.
Era posible que Carpenter lo hubiera olvidado allí, aunque la punta, vuelta hacia mí, hacía pensar que alguien me estaba observando por algún agujero de la cortina.
Además, de ser un zapato olvidado, no se habría movido. Porque, como si mi mirada tuviera el poder de rechazarle, retrocedió hasta desaparecer bajo la sombra de la cortina.
En medio del pánico que, como un fuego de artificio, estalló en mi cabeza, tan sólo una idea se mantuvo coherente: «No grites. No te muevas. Allí hay alguien que te vigila desde que has entrado. Tal vez te deje marchar si no demuestras que le has visto. Vete hacia la puerta con aire natural y huye».
Me puse en pie. Había olvidado el pendiente, preocupada tan sólo en escapar. Di un paso, que disimuló la larga falda, luego, otro, y después un tercero. Era como en el juego infantil en el que no se debe una dejar sorprender moviéndose. Así crucé la habitación hacia la puerta, pero, aunque no se me vieran los pies, mi propósito quedaba bien claro.
Llegué al fin junto a la salida y extendí el brazo, ocultándolo con el cuerpo, hacia el pomo, para abrirla y marcharme, cuando a mi espalda oí un chasquido metálico. Era un chasquido semejante al de un tocadiscos automático cuando va a efectuar el cambio. Instintivamente, volví la cabeza. De la cortina había salido un hombre que me encañonaba con una pistola.
Aunque no me hubiera amenazado, e incluso sin haber descubierto al hombre que acababa de matar, su solo aspecto bastaba para aterrorizarme. En su rostro se reflejaban todos los vicios. Al verle no se preguntaba uno si dispararía, sino cuándo lo haría. En sus ojos, como en un espejo, parecía reflejarse mi muerte inminente. No tenía necesidad de salir de su escondrijo y pudo dejarme marchar sin descubrirse. Si lo hizo, fue porque no quería que escapase con vida.
Tenía una respiración dificultosa que daba la impresión de que se frotaba algo sobre papel de lija. Era el único ruido que se oía en la habitación. De pronto, el hombre se movió y creí que iba a disparar, pero se había limitado a indicarme, con un movimiento de cabeza, que me acercara.
Me era imposible. Aunque hubiera querido obedecerle, las piernas no me respondían.
—¡No, por favor! —imploré.
—No voy a dejarte escapar para que luego me cargues eso encima —dijo con acento grosero. Sus labios se entreabrieron, descubriendo la blancura de sus dientes, pero no era una sonrisa—. Quiero la pasta que él debía tocar esta noche, ¿comprendes? Sí, lo sé todo, pero no importa cómo. Vamos, ¿dónde están los papiros?
—Ya se los he… —balbucí.
No pude seguir y me limité a indicar el cadáver con el dedo.
¿Han oído alguna vez aullar de hambre a una hiena bajo la luna? Pues eso fue exactamente lo que su voz me recordó.
—Vamos, cuidado con lo que dices. ¿Dónde está la pasta?
Luego, cerró la boca chocando las mandíbulas como la hiena cuando aprisiona una carroña.
—Bueno, es igual. La tendré, y a ti también.
Comprendí claramente cómo iba a conseguirlo: por medio de una bala.
—Ahora me has visto. Lo siento por ti. —Luego, repitió lo que dijo la primera vez—: No vas a echarme eso a la espalda.
Movió la pistola, colocándola ante su estómago, y creí que había llegado mi última hora.
Pero, en lugar del estampido se oyó un timbre. No procedía del arma, claro está: sonaba cerca del techo del dormitorio, situado a su espalda. Sentí que me temblaban las rodillas, y casi enseguida recobré las fuerzas.
El sonido nos sobresaltó a ambos. Pero fui la primera en reaccionar, pues comprendí lo que sucedía y él lo ignoraba. Aquel sonido indefinible y próximo, le turbaba como una amenaza.
Yo sabía que era el taxista que llamaba para indicarme que habían transcurrido los diez minutos.
El hombre saltó hacia la derecha, luego a la izquierda, después giró sobre sí, mientras se inclinaba como para no servir de blanco. La pistola se apartó de mí. Alcancé la puerta y eché a correr lanzándome por la escalera como una flecha.
El hombre salió al rellano en el instante en que yo alcanzaba la primera curva. Había allí un pequeño tragaluz, abierto por la parte inferior, para permitir la ventilación durante la noche. Mi perseguidor hizo fuego sobre el hueco de la escalera en el mismo instante en que yo desaparecía, y la bala no me alcanzó. No oí que rompiera los vidrios ni tampoco que se clavara en el muro. Más tarde, mucho más tarde, deduje que debió de pasar por la abertura de la ventana. Pero entonces no me detuve a reflexionar, preocupada tan sólo en llegar al pie de la escalera y salir a la calle antes de que me pegaran un tiro. ¡Poco me importaba adónde iban las balas mientras no fuera a mi cuerpo!
No volvió a disparar, porque la escalera me ocultaba con sus curvas. Para poder matarme hubiera tenido que encontrarse en el mismo piso que yo. No le habría sido difícil lograrlo, pues un hombre corre más que una mujer, sobre todo si ésta calza zapatos con tacones muy altos, como yo en aquel momento, pero sin duda tuvo miedo de encontrar a la persona que creía iba a subir y de despertar al resto de la casa y ser cogido en una trampa.
Oí cómo sus pasos remontaban la escalera, incluso más arriba del último piso, hacia la terraza, y cómo se abría la puerta metálica que daba a ésta. Se había ido.
La entrada del edificio estaba desierta cuando conseguí alcanzarla. El taxista debió de regresar a su coche una vez cumplida la misión que le encargué. Ni siquiera había oído el disparo; lo comprendí por su jovial comentario cuando, casi sin fuerzas, entré en el vehículo.
—¡Vaya, la he hecho correr!, ¿verdad, señora?
—Volvamos al mismo sitio donde lo he tomado —le dije con voz insegura.
La botella de leche seguía montando guardia ante la puerta cuando, por segunda vez en aquella misma noche, metí la llave en la cerradura. Me parecía no haberla visto desde hacía muchos años.
Entré en el piso y, silenciosamente, llegué hasta el dormitorio. Abrí la puerta y quedé inmóvil, con la mano en el conmutador de la luz.
Jimmy se había acostado. En la oscuridad, oí su acompasada respiración. Por lo visto, no le intranquilizaba mi larga ausencia. Debió de suponer que me había entretenido con los Perry en el club nocturno. Su respiración era tan regular, tan rítmica, que parecía anormal.
Sin encender, me desnudé, me tendí en la cama y permanecí con los ojos abiertos en la oscuridad.
No había recuperado mi pendiente, pero en aquel momento esto me preocupaba muy poco. No podía apartar de la imaginación el recuerdo de aquel rostro, de rasgos torcidos y expresión malvada, que anunciaba la muerte. Sin duda alguna, aquel hombre me buscaría, me encontraría y me mataría. Mi vida era el precio de su seguridad. Pues nadie más que yo sabía que él se encontraba allí, nadie más que yo podía acusarle del asesinato de Carpenter. No le quedaba otro remedio que desembarazarse de mí. Sus palabras volvieron a mis oídos con un significado siniestro que no parecían tener la primera vez:
—¡No me lo cargarás a la espalda!
En cualquier momento y en cualquier lugar, cuando menos lo esperase, me podía sorprender la muerte. Mi vida estaba en peligro.
Me mataría si antes no lo denunciaba.
* * *
El teniente se llamaba Weill, según creo, aunque no estaba muy segura. Por otra parte, no estaba segura de nada, a excepción de que debía atacar la primera y defender mi vida del único modo que yo sabía.
—Le ruego que esta entrevista sea absolutamente confidencial.
El policía me miró con aire condescendiente. Estaría imaginando que iba a acusar a alguien de envenenar al perrito preferido de una de mis amigas.
—Señora, hable con entera confianza.
—Vengo a hacerles una proposición, porque estoy en situación de proporcionarles unos datos que les resultarán sumamente interesantes. A su vez, ustedes no deben emplear mi nombre bajo ningún pretexto. Si figuro en la causa, significará el fin de mi felicidad y no estoy dispuesta a arriesgarla. Mi nombre, la identidad de la persona que les proporciona estos datos, no deberá aparecer en sus archivos ni en sus expedientes.
El teniente seguía escuchándome, armado de paciencia.
—Es mucho pedir. ¿Está segura de que se trata de algo que puede interesarnos?
—Si es usted teniente del Departamento de Homicidios, estoy segura de que mi información le será muy útil.
Su mirada pareció animarse.
—De acuerdo. Acepto las condiciones.
—Usted, sí, pero ¿quién me garantiza que esto no pasará a otras manos? Se trata de un asunto del que deberá enterarse más gente.
—En este departamento no hay un solo asunto que pase a otras manos si yo no lo solicito. En caso de que, como usted dice, deba enterarse gente, puedo o bien exigirles las mismas condiciones que usted me exige a mí o bien hablar de usted como de «la señora X» o de «una desconocida». ¿Le basta eso? Le doy mi palabra de oficial de policía.
No, no me bastaba, porque conocía poco las costumbres de la policía, y tal vez tuvieran ciertos convenios con el Cielo en lo que respecta a promesas.
—Deseo que usted me dé, además, su palabra de honor.
Me miró, ahora con mayor respeto:
—Ésa —reconoció— vale mucho más, efectivamente. Le doy las dos.
Me tendió la mano, que estreché, para cerrar el trato.
Entonces, no le oculté nada ni busqué justificación alguna. Le hablé de las cartas, le expliqué cómo Carpenter había vuelto a relacionarse conmigo, mi primera visita a su piso y el pago de los diez mil dólares.
—… Decidí llevarme un revólver, temiendo que quisiera quedarse con el dinero sin devolverme las cartas. Ésta es el arma. La he traído para que comprueben que yo no lo maté.
Le tendí la pistola. Él la tomó, y luego sonrió:
—No es necesario. Del cuerpo de Carpenter hemos extraído una bala del cuarenta y cinco. Éste es el nieto del cuarenta y cinco. —Jugó un instante con la pistola, mientras la contemplaba—. ¿Sabe que no está cargada? —Pudo leer la respuesta en mi rostro. Después continuó—: De todos modos, hubiera sido una heroicidad disparar con esto. ¿Dónde lo compró usted?
—En París, antes de la guerra.
—Pues la engañaron. Le falta una gran parte del mecanismo y no es más que un simulacro. Compró usted cierta cantidad de nácar y de metal dorado en forma de revólver.
Después de este incidente, más bien cómico, reanudé la segunda parte de mi relato, la única que verdaderamente importaba. De no haberlo creído así, el cambio de expresión en Weill me lo hubiera demostrado. Dejó de ser un hombre bondadoso que intenta tranquilizar a una mujer asustada para convertirse en un teniente de policía que escucha a un testigo importante.
—¿Reconocería a ese hombre si volviera a verle? —me preguntó con interés.
Le dirigí una significativa mirada.
—Durante toda la noche me ha perseguido su rostro.
—Dice usted que la amenazaba con una pistola antes de que sonara el timbre. ¿Vio usted el arma?
—Desde luego —respondí, estremeciéndome, y llevándome una mano a la boca del estómago.
—¿Tiene usted sentido de las proporciones?
—Bastante.
Abrió un cajón de la mesa y sacó una pistola.
—No está cargada, no tema. Debía de estar usted muy asustada anoche, pero voy a pedirle algo difícil. Esto es un cuarenta y cinco. La encañonaré tal como usted me ha explicado que él hizo. Así. ¿Era aquélla del mismo tamaño que ésta?
—No, la suya parecía mucho mayor, más pesada.
—Y, sin embargo, eran del mismo calibre. Mírela otra vez… ¿Qué opina?
Moví la cabeza.
—No. Quizá me equivoque, pero tengo la sensación de que aquélla era mucho mayor.
Weill guardó la pistola en el cajón, examinó este último un instante, y al fin sacó otra.
—¿Y ésta? Es mucho mayor que las del cuarenta y cinco. En realidad, no las hay mayores.
Sin la menor duda, asentí con la cabeza.
—Sí, es igual a la suya.
El teniente cerró el cajón después de guardar el arma.
—Es usted un testigo digno de crédito. La primera era un treinta y ocho y ésta es un cuarenta y cinco. Ahora —dijo poniéndose en pie—, voy a pedirle que identifique a ese hombre.
Todos tenían aspecto patibulario. Pero en ninguno la expresión era tan cruel. Quizá se debiera a que lo había visto en carne y hueso en lugar de en el blanco y negro de una fotografía. Cada uno de aquellos hombres aparecía de frente y de perfil. Me ocupé poco de estas últimas fotografías, fijándome especialmente en las que aparecían de frente, pues a él le vi cara a cara durante aquellos minutos que no lograba olvidar.
No creí poder identificarle entre tantas fotos. Al ver aquella extensa colección de retratos, era inevitable preguntarse si aún quedaba en el mundo algún hombre honrado.
Al cabo de una media hora, me volví hacia Weill:
—¿Supone que debe estar aquí?
—No lo sabremos hasta que usted las haya revisado todas.
Creí de pronto haberle reconocido, pero al examinar la foto con más atención me di cuenta de que no era más que una vaga semejanza.
—Descanse si lo cree necesario —me dijo, solícito, el teniente.
En realidad, sentía los ojos, ¿cómo diría?, infectados de tanto mirar aquellos rostros marcados por el vicio y el crimen. Los cerré unos instantes y luego seguí examinando la colección.
De pronto, me levanté de la silla y puse un dedo sobre una foto; no quería indicársela al teniente, sino evitar que se confundiera con las demás. Entorné los párpados, para reconstruir en mi imaginación aquel semblante que de continuo me perseguía. Luego, abriéndolos, bajé la mirada por el brazo hasta la punta del dedo y los dos semblantes se fundieron. No me había equivocado.
Sólo entonces me volví hacia Weill:
—Éste es el hombre en cuestión. Es el rostro que vi allí.
Volvió a decirme lo que ya me dijera en su despacho:
—Es usted un buen testigo, un testigo en quien se puede confiar. Me ha gustado el modo en que se aseguró de haberle reconocido. —Se inclinó y, mirando por encima de mi hombro, leyó el texto de las fotos—. Es Sonny Boy Nelson. Le buscamos por otros tres asesinatos. Hace tiempo que nos gustaría echarle la mano encima…
* * *
Cuando regresamos a su despacho, Weill se dio cuenta del cambio que se había operado en mí después de su última afirmación:
—¿Qué le ocurre, señora Shaw? Parece usted asustada.
Me encogí de hombros.
—Teniente, ¿a qué he venido aquí, sino para que me garanticen la seguridad? Ese hombre me vio allí, igual que yo le vi a él. No ignora que soy la única que puedo atestiguar que estuvo en aquel piso. Intentará matarme para que no pueda declararlo. Y si ustedes le buscan por tres asesinatos, la situación no cambiará porque yo le haya identificado. Le buscarán por cuatro asesinatos en lugar de tres, pero esto no significa que vayan a detenerle antes. Y, mientras, ¿qué va a ser de mí? Viviré constantemente en peligro de muerte, exponiéndome a que me maten de un momento a otro.
—Destinaré a uno de mis hombres a que…
Con un gesto, le interrumpí.
—No, no es posible. Jimm… mi marido se daría cuenta, me haría preguntas para saber qué ocurre, y acabaría por descubrirlo todo. Y eso es lo que quiero evitar a toda costa. Por eso vine a verle a usted, sin que nada ni nadie me obligara.
Weill me miró, incrédulo.
—¿Quiere decirme que entre arriesgar la vida, en el sentido más estricto de la palabra, y que su esposo sepa cómo, del modo más inocente, se vio mezclada en este asunto, sin haber cometido el menor delito, prefiere arriesgar la vida?
—Sí —respondí, sin la menor vacilación.
En un principio, temí no poder pagar los diez mil dólares. Ahora, por haberlos pagado, temía que Jimmy creyera que esto debía ocultar algo.
—Es usted una persona como hay pocas —afirmó Weill.
—No, no lo crea. Pero la felicidad es como una pompa de jabón. Si se la toca con la uña, es inútil intentar recomponerla después. Las balas de Sonny Boy Nelson pueden no alcanzarme, pero, una vez rota, la pompa de jabón se deshace. Aunque ahora todo pasara, mi marido podría pensar toda la vida que cuando hubo humo es que había fuego. Prefiero arriesgar la vida, que, en realidad, me importa menos que mi felicidad.
Me levanté y me dirigí hacia la puerta, pero Weill me rogó que esperase. Me volví para escucharle.
—Si está usted dispuesta —me dijo— a arriesgar la vida durante días y semanas, ¿no estaría dispuesta a arriesgarla en una gran jugada, donde todo se puede ganar o perder?
Por toda respuesta regresé a la mesa y me senté.
—Me decía usted hace un momento —continuó— que su visita a este departamento había sido completamente inútil, pues en la actualidad buscaremos a ese hombre por un asesinato más, pero sin saber dónde encontrarlo. Se equivoca. Si quiere ayudarnos, corriendo el riesgo al que he hecho alusión, sabremos dónde encontrarlo, cosa que ahora ignoramos.
Comprendí lo que pretendía. Me temblaban las manos un poco, pero logré encender un cigarrillo. Habíamos establecido un nuevo pacto.
—Dígame —continuó el teniente—, ¿suele ir completamente sola a algún lugar apartado, sin su marido, amigos u otras personas? Me interesa algo que haga usted frecuentemente.
Reflexioné un instante:
—Sí —dije al fin—, creo que tengo lo que necesita.
* * *
Me ocupaba, dentro de mis posibilidades, de la suerte de algunos pobres. A Jimmy no le importaba que me dedicara a la caridad, pero no le agradaban los barrios que debía visitar, y con frecuencia me había pedido que buscara a alguien para acompañarme.
Yo no pertenecía a ninguna obra benéfica y sólo hacía mis visitas una vez al mes, pues me ocupaba únicamente de media docena de personas cuyos casos, por una u otra razón, no interesaban a las organizaciones especializadas. Se trataba de miserias que nadie hubiera aliviado de no preocuparme yo.
Una de ellas era la anciana señora Scalento, que vivía sola, estaba enferma y era demasiado orgullosa para solicitar el auxilio del ayuntamiento. Probablemente, tampoco se lo habrían concedido, puesto que en las temporadas en que su enfermedad se aliviaba solía ganar algún dinero. En aquella época, la artritis, o algo parecido, la retenía en la cama y necesitaba que la cuidaran. Yo hacía lo que podía.
Bajé del taxi ante el edificio de míseras habitaciones en donde la italiana vivía. No había iluminación en la escalera, pero, como ya lo sabía, llevaba en el bolso una linterna eléctrica. Era este el lugar al que Jimmy me había pedido con mayor interés que no fuera sola, en especial por la noche…, pero luego recibí distintas instrucciones de otra persona.
Despedí al taxi, ya que por lo general permanecía allí mucho rato haciéndole compañía a la señora Scalento, y me resultaba mucho más económico tomar otro al salir. La cantidad que hubiera señalado el taxímetro mientras esperaba podía emplearse en alimentos y medicinas.
Avancé a tientas por el largo y oscuro pasillo que iba desde la calle hasta la escalera. Por fortuna, conocía el camino de memoria, pues a cada paso veía menos. Fue al pisar el primer escalón, donde ya no llegaba el resplandor de la iluminación pública, cuando abrí el bolso y saqué la linterna.
¿Han tenido ustedes alguna vez, sin causa justificada, la sensación de que alguien está a su lado? Los animales poseen ese sentido gracias a su olfato, que, en cambio, a mí no me servía de nada. Era como una vibración interna lo que me advertía la presencia de un desconocido. Alguien se encontraba al otro lado de la barandilla o quizá oculto debajo de la escalera.
Un círculo de luz blanca se extendió por los sucios peldaños, incluso antes de que yo me diera cuenta de haber oprimido el conmutador.
La voz era serena, de una serenidad que tranquilizaba. Parecía venir de mi derecha, casi a mi lado.
—No enfoque la luz hacia aquí, señora Shaw.
«Señora Shaw». Era suficiente para indicarme de quién se trataba.
—Pertenezco al departamento del teniente Weill, no tema. Vigilamos todos los lugares que usted debe visitar esta tarde. Compórtese como en las otras ocasiones.
Una vez hube recobrado el resuello, reanudé mi camino, mientras pensaba con irritación:
«¡Imbécil! ¡Ni siquiera el otro me habría asustado tanto!».
Entonces lo creí así.
Una vez ante la puerta de la señora Scalento, llamé y entré sin esperar a que me abrieran, puesto que la anciana no podía moverse.
Estaba sentada en su lecho, como solía encontrarla en mis visitas, pero en esta ocasión no parecía muy contenta. Por lo general, al verme se le iluminaba el rostro, como si yo fuera un ángel llegado del cielo para ayudarla, y prorrumpía en una interminable sarta de bendiciones italianas.
Aquella noche se limitó a mirarme con una fijeza casi hostil, sin pronunciar una sola palabra de gratitud.
Se alojaba en aquel cuartucho, cuyo anexo sin ventilación le servía de cocina. Después de cerrar la puerta me acerqué a la cama mientras le preguntaba:
—¿Cómo nos encontramos hoy?
Movió la cabeza con impaciencia, como si le molestara verme. Simulé no darme cuenta.
La ventana de la habitación estaba cerrada; esa clase de gente no confía gran cosa en el aire puro.
—¿No le parece que deberíamos abrir un poco para aclarar la atmósfera? —sugerí, al tiempo que alzaba la persiana unas pulgadas, seguida por la mirada furiosa de la anciana—. ¿Qué tal va esa planta? —indagué luego, inclinándome sobre un tiesto con un geranio situado en el alféizar y que yo le había regalado para alegrar un poco la vivienda.
Al volverme, la expresión de la señora Scalento bordeaba la ferocidad.
—No se preocupe; el geranio está bien —me dijo en tono agresivo.
Eran las primeras palabras que me dirigía desde que había llegado, pero no cesaba de retorcerse sus deformados dedos…, como si intentara con sus movimientos indicarme algo que yo no llegaba a comprender.
Como de costumbre, tomé una silla y la acerqué al lecho. Pero la señora Scalento siguió con la vista fija ante sí, como si yo no existiera.
Intenté ganarme su buena voluntad:
—¿Emplea la manta eléctrica? ¿Le alivia los dolores? ¿Se siente usted mejor?
—Mucho mejor, mucho mejor —contestó bruscamente.
Tras lo cual, cruzó los brazos sobre el pecho, con aire mohíno, pero advertí que, bajo la manta, seguía moviendo una de las manos. No me señalaba a mí sino a la puerta.
Por fin, me incline hacia ella, en actitud confidencial:
—¿Qué es lo que me quiere decir?
Bruscamente, se volvió para mirarme, abriendo la boca desdentada en una especie de sonrisa aterrada e implorante:
—No he dicho nada. ¿Es que acaso he dicho algo? No he dicho nada.
—Ahora soy yo quien va a hablar —intervino otra voz.
Alguien había salido de la reducida cocina y se detuvo detrás de mi silla, tan cerca, que cuando intenté volver la cabeza para ver quién era, todo lo que pude distinguir fue una silueta gris apoyada en el respaldo.
Me levanté de un brinco, jadeando de terror. Al instante, una mano me sujetó con fuerza por la muñeca mientras la silla, volcada de un puntapié, caía al suelo.
—¿Te acuerdas de mí? —se limitó a decir él.
La anciana, como liberada de una maldición, comenzó a hablar con volubilidad, ahora que ya era tarde:
—¡Signora! Este hombre llegó pronto, hoy. Me dijo que sabía que usted viene aquí los primeros de mes, que iba a esperarla. No pude hacerle salir. No me muevo de la cama… y él aseguró que me mataría si intentaba decírselo a usted. Todo el rato veía el revólver que me apuntaba… ¿Cómo iba a hablar?
Sin soltarme, aquel hombre le descargó un golpe de culata en la cara y la italiana se desplomó sobre la almohada. Nunca en la vida había visto un gesto tan brutal.
—Y ahora —continuó él—, tú y yo seguiremos hablando como la otra noche.
Comprendí que había llegado el fin. Me obligó a volverme, tirándome del brazo, y me apoyó el cañón del revólver en el pecho. En esta ocasión, no quería tentar la suerte.
Me alejó del lecho, quizá para que tuviera sitio para caer y así cambiarnos nuestras posiciones. Ahora él se interponía entre la puerta y yo.
Aunque me encontraba frente a ella, ni siquiera me di cuenta de que se abría. Volví a la realidad cuando la madera, empujada violentamente, golpeó contra el muro, mientras una voz imperiosa se alzaba sobre el estruendo.
—¡Suelta el arma, Nelson! ¡Te apuntamos tres!
Hubo un instante atroz, durante el cual todo pareció en suspenso; pero nada ocurrió. Luego, disminuyó la presión del revólver contra mi pecho: sentí cómo descendía y al fin cayó al suelo.
Dos hombres se colocaron junto al asesino y un tercero se situó a su espalda. De improviso, las mangas de la chaqueta de Nelson se arrugaron, como si le tiraran por detrás, mientras los botones le subían hasta la barbilla.
El criminal continuaba sujetándome por la muñeca, cuando en torno a las suyas cerraron las esposas. Entonces, yo misma me solté y pensé que por fin había concluido mi pesadilla.
Los policías comentaron:
—Debió usted de descubrirle al llegar, cuando nos avisó tan pronto.
—No, le vi sólo un minuto antes de que vinieran ustedes.
—Entonces, ¿cómo consiguió…?
—Advertí su presencia en cuanto entré en la habitación. Nada más ver el semblante contraído y la mirada fija de la señora Scalento, deduje que ese hombre me estaba esperando. Y además, olía a tabaco en la habitación. Debió de fumar un par de cigarros mientras aguardaba. Me consta que esa pobre mujer no fuma nunca. Pero una vez hube abierto la puerta y me dejé ver, era ya tarde para echarme atrás; habría disparado desde donde se encontraba al menor intento de fuga. Me acerqué a la ventana, con el pretexto de abrirla, y me bastó un movimiento de la mano para arrojar la maceta al vacío.
El policía que ostentaba el mando dijo:
—Retenedle aquí unos instantes para que la señora X pueda marcharse del barrio sin que nadie la siga. Usted se encargará de que llegue a su casa sin complicaciones, Dillon.
—¿Y la señora Scalento? —pregunté.
—Tranquilícese; esto no es grave y nosotros nos ocuparemos de ella.
—Pobre señora Scalento —dije al salir acompañada por mi escolta—. He de comprar otro geranio.
* * *
La identificación del detenido fue rápida, pero a mí me resultó tan desagradable como la extracción de una muela sin anestesia. Ignoro por qué tuvimos que someternos a este requisito, pues, según mi pacto con Weill, yo no debía figurar en aquel asunto. La escena se desarrolló en el despacho del teniente, donde un fornido policía vigilaba la puerta para mantener a distancia a los curiosos, aunque fueran de la «casa».
—Tráiganle.
No levanté los ojos hasta que se detuvieron ante mí los pasos del detenido.
—Señora X, ¿es este hombre el mismo que usted vio en el apartamento que ocupaba el llamado John Carpenter, el pasado quince de abril, hacia las cuatro y media de la madrugada?
Mi voz sonó como una campana:
—Sí, es el mismo.
—¿Iba armado?
—Sí, tenía un revólver en la mano.
—Levántese, por favor, y tenga la bondad de repetir esta declaración bajo juramento.
Obedecí y me tendieron una Biblia, sobre la que puse la mano derecha, como si estuviéramos ante un tribunal. Fui repitiendo las palabras que me dictaban: «… toda la verdad y nada más que la verdad», para añadir luego:
—Juro solemnemente que vi a este hombre, armado con una pistola, en el piso que ocupaba John Carpenter, el pasado quince de abril, hacia las cuatro y media de la madrugada.
La voz de Nelson, aunque quebrada por la fatiga, rompió el silencio para decir:
—No puede echarme eso a la espalda. No le maté, ¿comprenden? ¡No le maté!
—No, y tampoco mataste a Little Patsy O’Connor, ¿verdad? ¿Ni a Schindel? ¿Ni a Duke Bidderman, ante su casa, cuando iba a bajar del coche? Vamos, lleváoslo.
—¡Les está mintiendo! —gritó Nelson—. Fue ella quien lo mató y ahora por medio de ustedes quiere cargármelo a mí.
Lo sacaron a rastras de la habitación, mientras seguía lanzando imprecaciones. Al cerrarse la puerta, se atenuaron sus gritos, pero aún le oí cuando se alejaba por el pasillo.
Weill se volvió hacia mí y con la punta de los dedos me tocó la mano enguantada, para tranquilizarme, pues aquella escena violenta me hacía temblar a pesar mío.
—Ya está. Aquí termina su participación en este asunto. Váyase a su casa y olvídelo todo.
Me era fácil volver a casa, pero, en cuanto a olvidar, estaba mucho menos segura de conseguirlo.
—He visto que hacía copiar a máquina mis declaraciones al identificarle —balbucí con inquietud.
—Sí, y voy a hacerles firmar otras declaraciones acerca de todo lo ocurrido a los testigos que se encontraban en el despacho. En otras palabras, preparo un testimonio de su testimonio. No se preocupe lo más mínimo. Me he puesto de acuerdo con el fiscal para proceder así.
—¿Y durante el proceso no exigirá el defensor mi comparecencia para interrogarme?
—Bueno, que lo pida. El fiscal ha previsto esta posibilidad y ha tomado sus medidas. En caso necesario, seré yo quien, autorizado por él, ocuparé su sitio ante el juez, y puede creer que mi declaración no será de aquellas que pueden dejarse de lado.
Parecían haberlo previsto todo y me sentí reconfortada.
Al estrecharme la mano, Weill agregó:
—Cumplo siempre con mis compromisos. Ahora sale usted de este caso para no volver a entrar nunca más. Seremos los únicos que conoceremos su identidad. —Luego, ordenó al policía que montaba guardia—: Conduzca a esta señora al coche oficial que espera fuera. La dejará a usted en la entrada lateral de los almacenes Kay.
Eran los mayores de la ciudad. Los crucé de extremo a extremo sin detenerme a comprar nada. Ante la puerta principal tomé un taxi que me condujo a casa.
* * *
Como toda la población hablaba de aquel asunto desde hacía tres semanas, no me extrañó que Jimmy llegara a enterarse. Lo único sorprendente fue que tardase tanto. Pero es que, para mi marido, las noticias del mundo suelen limitarse al curso de la bolsa.
Si se le concedió a este asunto más interés del que ordinariamente se presta a lo que suelen llamar un «arreglo de cuentas», supongo que fue porque, según se estableció en el proceso, Carpenter elegía como víctimas a mujeres respetables que ocupaban un lugar importante en sociedad. Este aspecto de la cuestión lo destacaron tanto la defensa como el ministerio fiscal, aunque por razones muy distintas. La mitad de la población pasaba el día asegurando que la señora X era la mujer del vecino, mientras la otra mitad, más prudente, se dedicaba a hacer cábalas y comentarios.
Una noche, cuando, después de varias semanas, el proceso tocaba a su fin, Jimmy lo estuvo leyendo en el periódico y comenzó a discutirlo conmigo.
Fingí interesarme por mi taza de café girándola entre mis dedos.
—¿Crees que efectivamente existe esa mujer? —pregunté distraídamente—. ¿No la habrán inventado el criminal y su defensor para distraer la atención de los jurados?
Jimmy hizo una mueca y tardó en responder. Pero mi marido no es hombre que se quede mucho tiempo sin opinar, y éste es, por otra parte, el secreto de su éxito. Entonces vi, por así decirlo, cómo esta opinión se iba formando ante mis ojos.
De pronto, Jimmy se mordió el labio inferior, con aire pensativo, y alzó la cabeza, decidido ya, para decir:
—Sí… Ignoro el motivo, pero tengo la impresión de que dicen la verdad, por muy corrompidos que puedan estar. No me extrañaría que aquella noche hubiera una mujer en ese apartamento. He observado, además, que el fiscal no lo niega; se limita a callar cuando sale a relucir esa señora X. Esto es lo que me inclina a pensar…
Hasta entonces no habían recurrido a las grandes medidas, de las que Weill me había hablado, por lo que, respecto a la existencia de aquella mujer, existían motivos para dudar. No sacaron a relucir el testimonio que confirmaba mi testimonio y el teniente no se había presentado a declarar. Quizá el ministerio fiscal guardaba todo eso para el último instante o quizá creyera que no iba a ser necesario. Mi papel, en realidad, se limitó a identificar a Sonny Boy Nelson y a facilitar su detención. Por tanto, podían prescindir de mí sin que variase el desarrollo del proceso. ¿Qué prueba suplementaria iba a proporcionarles yo contra un hombre reconocido culpable de tres asesinatos? Por otra parte, consiguieron encontrar a alguien que vio a Nelson huir de aquella casa, pistola en mano. Además, habían encontrado abiertas las puertas del apartamento de Carpenter y la que conducía a la terraza.
Sin embargo, había una cosa que no llegaba a comprender: con extrema prudencia, le consulté a mi marido:
—¿Por qué Nelson y su abogado insisten tanto en esa mujer? ¿Qué esperan obtener de ella? Me parece que les resultaría perjudicial en lugar de ayudarles…
Jimmy se encogió de hombros.
—Supongo que habrán imaginado algún medio de sacarle provecho. Quizá aún guardan un as en la manga. No lo sé. No puedo adivinar lo que piensan cerebros tortuosos como el de ese delincuente y su abogado.
Con un gesto de disgusto apartó el periódico, como si el proceso ya no le interesara. De pronto, añadió:
—Si tal mujer existe, cosa bastante probable, es tonta. Debió de habérselo contado a su marido en lugar de mezclarse en este asunto.
Con el corazón en un puño, pensé que esto era muy fácil decirlo.
—Quizá el miedo la obligó a comportarse de este modo —respondí—. Miedo a que su marido no creyera lo que le contaba o a que sospechara de ella…
Jimmy se puso en pie, mirándome con cierta conmiseración, como si también a mí me juzgara tonta.
—Un marido digno de este nombre —afirmó mientras se encaminaba a la habitación vecina— lo comprende todo y lo perdona todo. Sabe encontrar el medio de proteger constantemente a su esposa. Incluso sin decírselo.
Desde luego, reflexioné, en la teoría, sobre el papel, todo se arregla fácilmente. Pero en la realidad, por desgracia, resulta muy distinto.
* * *
Después de esta conversación, Jimmy no habló del proceso más que una vez, para decirme:
—He visto que lo han condenado a muerte.
—¿A quién? —pregunté, aunque lo sabía desde las nueve de la mañana, en cuanto llegó el primer periódico.
—A ese tipo…, ¿cómo se llama? Sí, Sonny Boy Nelson.
—¿Ah, sí? —me limité a decir.
Para meterme prisa, mi marido apagó las luces y las volvió a encender enseguida.
—Vamos, apresúrate —apremió—. Llegaremos tarde.
Por asociación de ideas, el ruido del conmutador me hizo pensar en el que pondría en marcha la corriente de la silla eléctrica.
* * *
—Señora —me dijo la doncella—, hay un hombre que desea verla.
No sé por qué, me asusté antes de tener motivo.
—¿Quién es? —indagué, poniéndome en pie—. ¿Qué quiere?
Me di cuenta de que la sirvienta me miraba con curiosidad, preguntándose sin duda a qué se debía mi sobresalto. Dominándome dije:
—¡Bien, hágale pasar!
Le reconocí al momento de verlo. Había tenido el presentimiento de que su visita estaba relacionada con aquel asunto. Cerré la puerta y él tuvo el buen sentido de no hablar hasta entonces.
—Pertenezco al departamento del teniente Weill.
Le interrumpí, muy agitada:
—¡No debió mandarle aquí! Me dijo que en lo que a mí concernía, el asunto había concluido. ¿Qué es lo que quiere?
—A Sonny Boy Nelson lo ejecutarán a las tres de la madrugada. Ha pedido, como última voluntad, una entrevista con usted…
—De modo que sabe quién soy. ¿Es así como mantiene sus promesas el teniente Weill?
—No se inquiete; Sonny Boy Nelson no conoce su nombre. Lo único que sabe es que usted lo vio en el apartamento de Carpenter y que gracias a usted le detuvieron.
—Quisiera hablar con el teniente. ¿Quiere llamarle?
—Desde luego, señora. Si me envió a mí en vez de telefonearle fue por miedo a que alguien interceptara la comunicación… ¿Oiga?… Aquí esta señora…
—Oiga, Weill… ¿Qué significa esto?
—Nada en absoluto, señora X. No vaya. Nada vamos a ganar y nada la obliga a hacerlo.
—Entonces, ¿por qué me ha enviado un agente?
—Tenía el deber de comunicárselo, para que usted decidiera libremente. Pero mi opinión es que resultará inútil que vuelva a verle. A Nelson le han sometido a un proceso, en el que le han declarado culpable. En nada va a poderle ayudar.
—Por lo visto, él cree lo contrario, pues de otro modo no lo hubiera pedido. Y si me niego supongo que morirá maldiciéndome…
—¿Y qué importa? Todos mueren maldiciendo a alguien, pero nunca a quien verdaderamente lo merece; es decir, a ellos mismos. Es inútil dejarse vencer por el sentimentalismo con gente de esa clase.
Él, desde luego, tenía costumbre de tratar con gente de esa clase; yo, no.
—¿Puede haber peligro?
—¿De que la reconozcan? No, desde luego. Yo, personalmente, me ocuparía de todo. Pero mi opinión sigue siendo que es inútil que vaya…
Sin embargo, fui.
Tal vez porque, como mujer, soy curiosa. Quiero decir que deseaba saber qué pretendía Nelson al llamarme. Para mi tranquilidad de conciencia, decidí complacerle. No me sentía sedienta de su sangre. Cuando me presenté en la jefatura de policía, no fue para solicitar su muerte, sino para defender mi vida. Y mi propósito se logró en cuanto lo detuvieron; su ejecución en nada me aliviaba.
No creía poder ayudarle y Weill tampoco. Pero él sí. Entonces, ¿por qué no escuchar lo que tenía que decirme?
El velo que me puse era tan tupido que casi me impedía ver. No lo llevaba por Nelson, quien me conocía bien desde nuestro primer encuentro, en casa de Carpenter, sino para evitar todo riesgo de que me reconocieran al entrar o al salir. El policía me acompañó hasta la puerta de la prisión, y allí Weill en persona me condujo hasta la celda. La entrevista no tuvo lugar, pues, en el locutorio donde a los detenidos los visitan sus parientes y amigos, sino en la propia celda de Nelson, donde yo corría menos peligro de llamar la atención.
Cuando entramos, el detenido se puso en pie, esperanzado. Parecía ya envuelto por la sombra de lo que en breves horas le aguardaba. Por lo menos ésa es la impresión que me dio, aunque era la primera vez que veía a un condenado a muerte.
—¿Cómo sé que se trata de la misma mujer? —preguntó.
Entonces, me levanté el velo.
—Sí —dijo con una mueca—, sí, es la misma. —Luego se volvió hacia Weill—. ¿Por qué no ha venido Scalenza? Habría sabido mejor que yo lo que hay que hacer.
Weill se acercó para tomarme del brazo.
—No, ni tu abogado ni nadie más. Di pronto lo que sea o me la llevo enseguida.
Nelson me miró con fijeza.
—Quiero hablar con ella a solas.
—Cree que así podrá ablandarla —comentó Weill en tono sarcástico.
—Por mí, de acuerdo —respondí.
—Me quedaré junto a la puerta —advirtió el teniente mientras salía—. No tema.
Pensé que debía de ser duro hacer una petición de la que dependía la propia vida.
—Oiga —me dijo Nelson con cierta torpeza—, no sé quién es usted, pero puede salvarme. ¡Sólo usted!
—¿Yo? ¿Para qué me ha llamado? Yo no he dicho que usted matara a Carpenter, sino que estaba usted en su casa con una pistola.
—Lo sé, lo sé. Ahora escuche, escúcheme bien. A Carpenter lo liquidaron con una bala del cuarenta y cinco. Lo dijeron en el proceso, ¿se acuerda?
—No asistí al proceso.
No pareció importarle este detalle y continuó:
—Yo tengo un cuarenta y cinco, de acuerdo. Y lo llevaba encima cuando me echaron el guante. ¡Pero no pudieron probar que la bala que lo mató procediera de mi revólver!
—Si no recuerdo mal, los periódicos decían que era imposible probarlo, porque el proyectil había atravesado una pitillera que Carpenter llevaba en el bolsillo. En realidad, no fue una bala lo que le atravesó el corazón, sino un fragmento de la pitillera impulsado por el disparo. El proyectil se aplastó de tal modo que resultó imposible identificarlo… Pero vuelvo a preguntarle para qué quiere verme. Yo no dije que fuera usted quien hizo el disparo.
—No, pero tampoco dijo usted que le disparé en la escalera. Y eso es lo que puede salvarme. ¡Es mi única oportunidad!
—No comprendo…
Creí que iba a sujetarme por los hombros para zarandearme.
—¿No lo comprende? Cuando me echaron el guante, no pude defenderme y tenía la pistola tal como estaba cuando huí de casa de Carpenter. En el cargador sólo faltaba una bala. Lo que demuestra que sólo había hecho un disparo, ¿no es cierto? Y ese disparo lo hice cuando usted bajaba por la escalera. No se me ha ocurrido hasta ahora, cuando ya es demasiado tarde. Pero si usted se lo dice a ellos, podré demostrar que no maté a Carpenter. Si les dice…
—Diga lo que diga, nada va a cambiar —advirtió la voz de Weill a través del ventanillo. Por lo visto, estaba escuchándonos. Entró de nuevo en la celda para aconsejarme, muy cortésmente—: Vuelva a su casa, señora X. Vuelva a su casa y olvide este asunto. Nelson pudo cargar y descargar el arma unas cien veces desde que huyó de casa de Carpenter hasta que le capturamos.
—¡Los vecinos de Carpenter no oyeron más que un disparo! —gritó el condenado—. Todos han dicho lo mismo.
—Porque sólo pudieron oír el que hiciste en la escalera. El que mató a Carpenter quedó ahogado por las paredes. Eso de nada te va a servir. —Weill me tomó del brazo, con deferencia, pero al mismo tiempo con firmeza—. Venga, señora X. No perdamos más tiempo. Vaya tupé que tiene ese tipo. Quiso matarla y ahora pretende que eso le sirva de coartada, precisamente con su ayuda.
A nuestra espalda, Nelson gritó:
—¡Me va a asesinar usted misma y lo sabe muy bien! ¡Es usted quien me sienta en la silla!
Instintivamente, me apreté contra Weill, quien, con gesto paternal, me bajó el velo.
Una vez en su despacho, dijo:
—Consiguió impresionarla, ¿verdad? Me basta mirarla para comprenderlo; eso es precisamente lo que él quería.
—¡Es cierto que disparó sobre mí en la escalera!
—Entonces, ¿cómo no hemos encontrado la bala?
—Pudo salir por la ventana. Recuerdo que había una entreabierta.
Me interrumpió con un ademán, para luego preguntarme:
—¿Ha negado usted que él hiciera ese disparo?
—No.
—¿Ha tenido ocasión de afirmarlo o negarlo?
—No.
—Entonces, vuelva a su casa y olvide este asunto. No voy a dejar que destruya su hogar por culpa de ese tipo. Ya le debe su sucia piel a la justicia por otros tres asesinatos y no puede quejarse de que se le ejecute una sola vez. Si le hubieran absuelto en el caso Carpenter, ¿cree que le habrían dejado en libertad? Hubiéramos iniciado un nuevo proceso por alguno de sus otros crímenes e igualmente le hubiesen condenado. Por tanto, ¿qué es lo que se reprocha usted? —Se puso en pie para acompañarme hasta la puerta y me apoyó una mano en el hombro—. Hasta la vista, señora X. Considere esto como una simple fórmula, pues lo mejor que puedo desearle es que no volvamos a vernos.
La noticia de la ejecución no destacaba mucho; estaba situada al pie de una de las páginas interiores, y podía hojearse el periódico diez o doce veces sin reparar en ella, a menos de que se tuviera un interés especial en encontrarla. Además, su nombre iba mezclado con dos o tres más. Aquella noche debieron de electrocutar a toda una banda.
Bien, Nelson había muerto. ¿De qué servía preguntarme si hubiera podido salvarlo? Weill dijo que no iba a permitírmelo aunque yo lo hubiera pretendido. Al decirlo, no pensaba sólo en mí. La policía defiende con celo sus victorias. Éstas resultan a veces muy duras y se comprende que así lo hagan. La justicia no es una ciencia exacta como las matemáticas. No consiste tan sólo en contar el número de proyectiles que hay en un cargador y declarar inocente al acusado si las cuentas salen bien. Lo importante es saber si aquel hombre lleva el crimen en el corazón. ¿Acaso Nelson no había matado a otras personas? ¿No intentó asesinar una vez más cuando en la escalera disparó aquel proyectil que fue a salir por la ventana?
Comprendía entonces que no hubiera podido salvarlo. Mi declaración no le habría ayudado. Por el contrario, hubiera sido una nueva acusación, pues si disparó sobre mí para impedirme declarar que le vi en el apartamento, ¿no era porque había hecho en el mismo algo más que entrar? ¿No era acaso porque acababa de matar a un hombre?
Hubiera destrozado mi hogar, como decía el teniente, y de todos modos habrían acabado por enviar a Sonny Boy a la silla eléctrica.
Apartándolo del tocador con la mano, arrojé el periódico y a Nelson a la papelera.
Luego seguí arreglándome, pues mi marido y yo íbamos a salir.
No me había puesto mis joyas desde hacía meses, porque desde aquella noche, que por desgracia no podía olvidar, se me hicieron odiosas. Sin embargo, entonces debía lucirlas, pues asistiríamos a un estreno teatral y los conocidos de Jimmy, si me veían sin ellas, pensarían que a mi marido no le iban bien los negocios. En la profesión de agente de cambio y bolsa los pequeños detalles de esta índole pueden tener gravísimas consecuencias.
Tomé, por tanto, el cofre de las joyas.
No pensaba ponerme los pendientes, pues sabía muy bien que sólo me quedaba uno. ¿Cómo hubiera podido olvidarlo? Lo cogí pensativa y, de pronto, estuve a punto de dudar de mis facultades mentales, pues en el cofre aún quedaba otro.
Sentí un leve mareo, y tuve que apoyarme en el tocador con las dos manos hasta que se me pasó.
Jimmy se había arreglado ya y me esperaba en la habitación contigua. Fui a su encuentro con el cofre, pálida como una estatua de mármol.
—¿Quién ha traído el otro pendiente? Creí haberlo perdido.
Mi marido contempló la joya, como sorprendido. Luego, su rostro se iluminó.
—Ahora recuerdo. Fui yo quien lo puso ahí. Me parece que tú no estabas en casa. Tenía el propósito de decírtelo pero lo olvidé por completo. Pero, oye, de eso hace ya mucho tiempo. ¿Hasta ahora no te habías dado cuenta?
Tragué saliva con dificultad.
—No había abierto el cofre desde que me invitaron los Perry.
Jimmy pareció hacer un esfuerzo de memoria.
—Pues debió de ocurrir entonces. Recuerdo muy bien que pasé la noche redactando mi declaración de impuestos. Al terminar, salí a estirar las piernas y cuando volvía me tropecé con el lechero. Estaba muy excitado. Al verme, vino a decirme: «Señor Shaw, mire lo que encontré en la botella vacía. Estaba cogido en un papel enrollado que, con una nota, la criada puso en el cuello del envase. No sabía si llamarles a esta hora o esperar a traerlo yo mismo después. Es auténtico, ¿verdad?». Yo le contesté que de no ser así me habrían estafado siete mil quinientos dólares. Lo que me devolvía era tu pendiente. Supuse que habrías regresado mientras yo paseaba y que se te cayó al abrir la puerta. Fui al dormitorio, pero tú no estabas. Debió de caérsete al salir. Guardé el pendiente en el cofrecillo y me metí en la cama. A la mañana siguiente, me sentía un poco cansado por haberme acostado tan tarde y olvidé decírtelo. Como nunca confesaste haberlo perdido, supongo que por miedo a que me enfadase, no hubo medio de que lo recordara. —Jimmy hizo una pausa y luego me comentó—: Tienes un aire raro. ¿En qué piensas?
—En nada —respondí, mientras recogía la capa de piel.
Pero a mí misma me decía: «Estoy pensando en que la vida es con frecuencia algo extraordinario. Ignoro cuál será la trama de la obra que vamos a ver, pero dudo que pueda igualar a la vida real en emociones, sorpresas y jugadas de la suerte».
* * *
Acostada en mi cama, horas después, rememoraba toda aquella increíble serie de circunstancias. Recordé cómo temblaba, la noche del crimen, al volver a casa por primera vez y cómo pretendí abrir la puerta con la llave del revés. Fue entonces cuando debió de soltarse el pendiente. Recordaba ahora que oí un ligero tintineo en la botella. Debió de ser cuando el pendiente cayó en el interior, pero en aquel momento creí haber golpeado el frasco con el zapato. ¡Si me hubiera inclinado para comprobarlo!
Tanta angustia, tanto terror, por nada. No hubiese tenido necesidad de volver a casa de Carpenter aquella noche. Así, no habría visto a Sonny Boy Nelson en su apartamento. Éste quizá estaría aún vivo y en libertad. Y todo había sido motivado por nada. ¡El pendiente perdido se encontraba ante mi casa!
Debía reconocerse que el lechero era un hombre honrado, lo que no dejaba de ser un consuelo después de haber conocido todo aquel lodazal. Jimmy le recompensaría sin duda al recibir el pendiente, pero merecía un suplemento.
Consulté el despertador y las manecillas fosforescentes me indicaron que la noche había terminado, que era la hora precisa en que el lechero hacía el reparto.
Obedeciendo a un impulso, me levanté y, tomando dos billetes de diez dólares de un cajón del tocador, me dirigí a la puerta del piso.
Llegué a tiempo. Había dejado ya la botella llena e iba a marcharse, cuando le detuve con un ademán.
—Bill, aquí hay algo para usted, en agradecimiento por haberme devuelto el pendiente el otro día.
Intenté ponerle los billetes en la mano, pero él no abrió los dedos. Me miró sorprendido y luego se rascó la cabeza.
—¿Qué pendiente, señora Shaw?
—Ya sabe; el que se me cayó aquí, en una botella vacía. Un pendiente de diamantes con una esmeralda en medio. Vamos, tiene que recordarlo.
Era, efectivamente, un hombre honrado.
—No, señora —dijo al fin—, no he encontrado ningún pendiente; ni suyo ni de nadie. Lo recordaría si lo hubiese encontrado.
—Pero, Bill…, reflexione. Le doy estos veinte dólares para mostrarle mi gratitud…
—Lo comprendo, señora Shaw, y no puedo aceptar veinte dólares por algo que no he hecho. Lo siento, pero soy así. ¿Por qué no iba a decírselo si lo hubiese encontrado? No es para avergonzarse.
Al fin, conseguí balbucir:
—Adiós, Bill.
Y cerré la puerta, un poco precipitadamente.
No me hallaba muy lejos del dormitorio, pero tardé bastante en llegar.
Me detuve junto al lecho y contemplé a Jimmy. La mano derecha le colgaba como ocurre a veces mientras dormimos.
Me incliné, estrechándosela con cuidado, para no despertarle, en una especie de pacto silencioso.
Recordé entonces algo que él me dijo en cierta ocasión: «Un marido digno de este nombre lo comprende todo, lo perdona todo. Se las ingenia para proteger constantemente a su mujer, incluso sin decírselo».