PROYECTO DE ASESINATO

Dos mujeres merendaban juntas en un elegante salón de té lleno de gente. No quedaba ni una mesa libre, y tan sólo por casualidad se veía algún hombre entre la clientela. A esas horas, los hombres están, por lo general, ocupados en su trabajo. Docenas de voces femeninas, en plena conversación, vibraban en el aire.

A no ser por la tez color café con leche de las camareras, las ropas estivales de las clientas y el sopor cálido de la atmósfera, se hubiera podido creer que se trataba de un local situado en la Quinta Avenida y no de una de las islas tropicales que dependen de Estados Unidos.

En nada se distinguían aquellas dos mujeres de las demás que allí estaban. Ambas eran elegantes, bellas y aproximadamente de la misma edad: al borde de la treintena o poco más. Una de ellas era rubia; la otra, la más bajita, morena y de piel clara. La rubia lucía una alianza. La morena, no. Realmente, en nada se distinguían de las otras mujeres que se reúnen en los cuatro extremos del mundo a esa misma hora en lugares semejantes.

Podría suponerse que su conversación tampoco se distinguía en nada de lo corriente: la nueva moda de sombreros, la longitud de las faldas en la nueva temporada, si es más favorecedor recogerse el cabello sobre la nuca o dejárselo suelto, algún chisme sabroso o alguna calumnia. La rubia, Pauline Baron, había convertido la conversación en un monólogo. La morena, Mary Stewart, se contentaba con escucharla, mostrando su conformidad con movimientos de cabeza o con algún comentario.

Ambas tenían un aire natural, desenvuelto. Mary Stewart sostenía un cigarrillo entre sus cuidados dedos; de cuando en cuando, Pauline se llevaba la taza a los labios y graciosamente bebía un sorbo de té. Su conversación, sin duda alguna, debía de versar acerca del mejor modo de detener una carrera en la media o acerca de las «ocasiones» que se encuentran en los almacenes.

Pero si alguien se hubiera acercado lo suficiente a la pequeña mesa para poder oír…

Pauline había dejado de hablar en aquel momento y hubo una breve pausa. Luego, Mary sacudió la ceniza del cigarrillo.

—Entonces, si lo odias hasta ese punto, si ya no puedes soportar la vida con él por más tiempo y si además él se niega a devolverte la libertad, ¿por qué no lo matas? —sugirió tranquilamente—. ¿No lo has pensado nunca?

Pauline la miró, como preguntándose si hablaba en serio o bromeaba.

—Sí, desde luego, lo he pensado muchas veces —respondió con calma—. Pero ¿a qué me conduce eso? Son cosas que a una se le ocurren…

—Sí, como a todo el mundo en una ocasión u otra —dijo Mary, moviendo la cabeza, comprensiva—. A mí me pasa con frecuencia… sin pensar en nadie preciso…, teóricamente se podría decir.

Pauline suspiró con tristeza:

—¿A qué conduce hablar de esto? Aunque me propusiera hacerlo, no tendría valor. Las mujeres que matan a sus maridos acaban detenidas, van a los tribunales y la prensa levanta un escándalo.

—Sí —respondió Mary, encogiéndose de hombros—, cuando son lo bastante estúpidas para dejarse capturar.

—En esos asuntos, todas acaban cayendo.

—Porque lo hacen mal —advirtió su amiga, bebiendo un sorbo de té antes de encender otro cigarrillo—. La gente suele recurrir a sistemas violentos: el revólver, el cuchillo o incluso el veneno. De ese modo, es inevitable que los detengan. Pero existen otros medios. Si yo quisiera desembarazarme de alguien, matar a alguien… —se interrumpió para preguntar—: No te escandalizo, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Las amigas sinceras, como nosotras, pueden hablar de todo con entera franqueza. Comprenderás que no voy a discutir estos asuntos con cualquiera…

—Ni yo tampoco. Además, estamos hablando en teoría —recordó Mary, agitando el cigarrillo con un gesto gracioso—. En estos casos, lo importante es buscar el punto débil de esa persona y atacar por ahí. Esas historias de tiros o de cuchilladas quedan para los criminales. A una persona inteligente le basta con usar el cerebro para cometer impunemente un asesinato.

Pauline miró a su amiga, con interés.

—No he comprendido muy bien qué quieres decir con lo del punto débil.

—Te lo explicaré. Tomemos a tu marido de ejemplo. ¿Qué es lo que más le aterroriza?

—Nada. Tiene un valor extraordinario.

—Todo el mundo siente terror ante algo, aunque lo demás no le asuste —insistió Mary—. Tú vives con él y debes saberlo.

—No, no lo sé —reconoció Pauline tras meditarlo.

—Un ser humano que no sienta temor no existe. Piénsalo. ¿Le asusta el fuego? ¿El agua? ¿La altura?

Pauline seguía reflexionando mientras movía la cabeza.

—No, lo estoy pensando y no acierto… A menos que… Sí, ahora recuerdo algo… No fue importante, pero… Sí, creo que le aterrorizan las serpientes.

—A la mayor parte de la gente le ocurre lo mismo.

—Cierto, pero en el caso de mi marido me pareció mucho más fuerte.

—Bien, eso es exactamente lo que buscamos. Explícame cómo fue.

—Estábamos en un cine de Nueva York… poco antes de venir aquí. Proyectaron un noticiario que contenía un breve reportaje sobre una granja donde criaban serpientes. Fue sólo un momento, las serpientes se retorcían en el suelo y enseguida pasaron a otro asunto. Nadie se alteró sensiblemente en la sala, excepto mi marido, que se levantó y abandonó su butaca. Creí que iba a los lavabos, pero, como te decía, antes de que pudiera llegar a la salida, trataban ya otro tema. Entonces pareció calmarse y volvió a su asiento; me di cuenta de que se secaba la frente. Más tarde, cuando regresábamos a casa, le pregunté qué le había ocurrido y me contestó que le horrorizaban tanto las serpientes, que no podía soportar verlas. No le pregunté el motivo ni él me lo dijo: no hemos vuelto a hablar de este asunto.

—Por aquí hay muchas serpientes —comentó Mary pensativa—. No en la ciudad, claro, pero las plantaciones de caña de azúcar están atestadas. —Volvió un poco la cabeza para despedir el humo—. Conozco a una vieja indígena, una especie de curandera, que las captura en grandes cantidades. Las emplea para sus remedios, me parece…

Interrumpió la frase. Pauline mantenía la vista baja, como hipnotizada por alguna mancha del mantel.

—Por tanto —siguió diciendo Mary—, para volver a nuestro ejemplo, por ahí deberíamos atacar. Éste es su talón de Aquiles: su fobia a las serpientes. Si tu marido creyera que hay una serpiente en libertad en su casa…

—¿Cómo iba a creerlo? ¿Simplemente porque se lo dijéramos?

—No, no sería suficiente. Aunque la imaginación se alimenta de fantasmas, es necesario darle un punto de partida para que trabaje. No, sería preciso que hubiera una serpiente en la casa; luego, su imaginación haría el resto.

—No comprendo cómo…

Mary suspiró, como un profesor ante un alumno torpe.

—Según nuestros cálculos, basta la presencia de una serpiente para que tenga un ataque de terror, ¿no es cierto?

—Sí, pero eso no bastaría para causarle la muerte.

—Claro, si no pasara de ahí. Pero si la tensión se mantuviera durante algún tiempo, estoy segura de que le provocaría la muerte.

—¿Y cómo mantener la tensión? Por mucho miedo que tuviera Donald, buscaría un revólver para matarla.

Mary alzó las cejas para mostrar la impaciencia que le causaba tanta incomprensión.

—Bien, tú debes ingeniártelas para que no lo haga. Te he dado el punto de partida para llevar a cabo tu plan. Si se lo permites, no cabe duda de que huirá o intentará matarla y la cosa no pasará de un susto horrible. Pero si le quitas la libertad de movimiento, si lo reduces a la impotencia y mantienes su terror en ebullición durante mucho tiempo, eso acarrea la muerte, una muerte causada por la imaginación. ¿Comprendes?

La rubia Pauline, la esposa de Donald Baron, no dijo nada, y se limitó a morderse las uñas.

—¿Las puertas de tu casa son sólidas? —preguntó su amiga.

—Sí, son de madera de caoba de varias pulgadas de espesor. Sería necesaria un hacha para derribarlas.

Distraídamente, Mary alzó la tapadera de la tetera para investigar si aún quedaba té y luego volvió a colocarla en su sitio.

—¿Tienes algún armario grande, sin iluminación interior?

—Sí, precisamente debajo de la escalera. En realidad, es una habitación muy pequeña.

—¿Crees que si encerráramos allí a alguien le sería imposible salir?

—Desde luego, aunque se tratara de un hombre extremadamente fuerte.

—Entonces, allí es donde deberías encerrar a nuestra hipotética víctima, haciéndole creer que también está allí la serpiente. Le privarías de toda libertad de acción: no podría huir, ni tampoco ver la serpiente para matarla. El miedo se convertiría en terror y cuando éste llegara al paroxismo, vendría el colapso. Ningún ser humano lo puede resistir. A los treinta o cuarenta minutos moriría sin que le hubieran puesto una mano encima. Aunque le hicieran la autopsia de la cabeza a los pies, nada encontrarían. Los asesinatos por imaginación no dejan huellas. —Mary hizo una pausa para aplastar el cigarrillo en el cenicero y continuó—: Ahí tienes tu asesinato… por el que no tendrás ningún castigo.

Pauline movió la cabeza, como aturdida:

—Y no tendría aspecto de asesinato, ¿no es cierto? —dijo preocupada.

Asesinato es una palabra muy vaga.

—¿No podría gritar? Quizá alguien le oyera.

—No, si conectas la radio a todo volumen.

—Pero al encontrarle en la alacena se preguntarían…

—Quien le hubiera encerrado allí podría sacarle antes de que comenzara la investigación.

A Pauline Baron sólo le quedaba una pregunta que hacer acerca de aquella apasionante teoría:

—¿Crees tú de veras que se puede morir de este modo? Quiero decir que si la tentativa no es coronada por el éxito, luego sería peor…

—Te garantizo que moriría en menos de cuarenta minutos. El corazón no resiste mucho tiempo.

Hubo una pausa.

Luego, dijo Mary:

—No veo más que un inconveniente. Hay pocas personas capaces de llevar a cabo este plan. Requiere un gran carácter, ya que se trata de uno de los medios más crueles que existen para matar a un semejante. Me pregunto si se puede odiar hasta el extremo de desearle tal muerte… Pero si la serpiente no está allí, la crueldad sería sólo imaginación. La propia víctima se torturaría suponiendo cosas que no son. Yo aún conozco otra crueldad mayor que se prolonga durante años y años: no mata, pero es lo mismo. Como tú decías, esta muerte la provocaría tan sólo su imaginación. También esa crueldad de la que te hablaba es un esfuerzo de imaginación. En cierto modo, sería pagarle con la misma moneda.

Mary se calzó unos guantes de tul, con todo el cuidado que las mujeres ponen en estas operaciones, ajustándose un dedo tras otro. Era una señal de despedida próxima, aunque no necesariamente inmediata.

—¡Qué giros más raros toman las conversaciones!, ¿no es verdad? —murmuró como excusándose—. Si alguien nos hubiera oído, habría pensado que hablábamos en serio.

—¿Verdad que sí? —respondió Pauline con una sonrisa, mientras se empolvaba—. Es tarde y debo irme. ¿Cómo dijiste que se llamaba esa indígena?

—No lo he dicho, pero creo que se llama Mamá Fernanda —respondió Mary sin darle importancia—. Le he oído hablar de ella a mi camarera. Ya sabes cómo son las sirvientas. Sigue el camino del campo de golf, pero tuerce a la derecha al llegar a un pequeño sendero. Eso es lo que me dijo mi doncella. Estas chicas van siempre a consultarle acerca de sus problemas. Creo que para preparar filtros y remedios necesita sapos, ranas, lagartos, serpientes y cosas parecidas —añadió con indiferencia, mirando a su alrededor—. No sé si emplea la piel o el veneno. Es la doncella, Martelita…, es bonito el nombre de Martelita…, quien me lo ha explicado —concluyó, contemplando fijamente a su amiga; después bajó la vista para ver si los guantes estaban bien ajustados.

Las dos amigas se pusieron en pie. La conversación había terminado.

—Celebro haber tomado el té contigo, Mary —dijo Pauline, mientras que graciosamente se encaminaban hacia la salida.

Eran dos mujeres elegantes, muy parecidas a las otras que discutían de trajes y de sombreros.

* * *

El resplandor de los faros parecía un chorro de plata avanzando por el sendero. Las hojas de los plátanos resbalaban sobre el coche. Una choza de adobe apareció de súbito ante la luz de los faros, como si hubiera brotado de la tierra. Atraída por la claridad, una mujer salió de la casucha protegiéndose los ojos con la mano. Era una mestiza desmedrada, con un pañuelo en la cabeza del que salían unos mechones de cabellos blancos.

El coche se detuvo con un chirrido de frenos. Se abrió la portezuela y la conductora descendió. Se cubría con un amplio sombrero cuyas alas algo inclinadas ocultaban su rostro, a excepción de la boca y la barbilla. Tanto la garganta como los brazos eran blanquísimos.

—¿La señora se ha perdido?[1] —preguntó la mestiza—. Para ir al golf ha de seguir todo recto, por la carretera.

La recién llegada introdujo el brazo en el interior del coche y los faros se apagaron. Las dos mujeres quedaron cara a cara a la luz de las estrellas.

—No voy al golf —dijo la desconocida—. Me envía Martelita. Me ha hablado mucho de usted. ¿Conoce a Martelita?

La vieja pareció forzar la memoria y luego añadió:

—Sí, Martelita, la que trabaja para la señora que vino por el mar. ¿Está enferma la señora? —preguntó con diligencia.

—No, vengo a pedirle un favor… Quiero que me preste algo que usted tiene.

La anciana extendió el brazo significativamente.

—Mi pobre choza es toda suya, señora —dijo, abriendo la puerta e invitando a su interlocutora a seguirla al interior.

La visitante, sin embargo, prefirió permanecer en el umbral. La vieja tomó un tizón de rústico hogar y, después de avivarlo, encendió la mecha de una lámpara de aceite, que iluminó débilmente el interior de la casucha. No obstante, el rostro de la visitante, tras el ala del sombrero, siguió en sombras.

—¿Qué es lo que la señora quiere que le preste?

—Lo que se arrastra así por el suelo…

Un puño blanco y fino se agitó con un gesto expresivo. Los ojos de la vieja se iluminaron, al comprender.

—¿Quiere el remedio que hago con ellas?

—No, no, quiero una… viva.

Esta vez hubo un silencio, breve, pero elocuente.

—¿Para qué la necesita, señora?

La mano blanca abrió el bolso y, en el interior, agitó unas monedas de plata.

—Tengo la casa llena de ratones. Por esto quisiera tenerla una noche o dos, para que se los coma; luego, se la devolveré. Quiero una que no sea peligrosa, ¿comprende? —La visitante se pellizcó la piel de la mano y luego se la acarició para indicar que no era grave—. Que no sea peligrosa. Que la picadura no mate.

La vieja asintió vivamente con la cabeza.

—Sí, comprendo, no venenosa. Inofensiva.

La mestiza apartó unos sacos apilados en un extremo de la choza, y descubrió unos recipientes de barro de distintos tamaños. Un inconfundible olor a almizcle se extendió por toda la cabaña.

La visitante retrocedió instintivamente.

La vieja, alzando la lámpara sobre una de las vasijas, examinó el interior. Luego, pasó a la siguiente. En la tercera, hundió un bastón en forma de horquilla.

La visitante volvió la cabeza, dominada por una irresistible repugnancia. Cuando miró de nuevo, la vieja había cogido una cesta que colgaba del muro para depositar en ella algo que pendía del bastón. La cesta era bastante grande, pero tenía una altura de sólo quince centímetros. El fondo se hallaba tapizado de hojas oscuras.

La mestiza se acercó a la visitante para ofrecerle la cesta, que había vuelto a cerrar. El pecho de esta última se alzó y descendió con rapidez, pero no se apartó. En el interior de la cesta se veía algo de un brillo sedoso, como un tubo de goma limpio, cuyo extremo se agitaba un poco.

La mujer del sombrero amplio adelantó la cabeza.

—Es muy pequeña. No tiene un aire muy… ¿Puede darme una mayor, de aspecto más temible?

La vieja la miró con ironía.

—Creí que la señora quería que se comiera a los ratones; no que los asustara.

Volvió hacia los potes de barro, vació con cuidado la cesta en uno de ellos y hundió el bastón ahorquillado en otro.

Nuevamente, fue a presentar la cesta. Esta vez se hubiera creído que contenía unos trapos cubiertos de plumas, tan escamosa era la piel. En uno de los extremos, destacaban dos cuernecillos: la parte inferior era amarillenta.

La visitante no pudo contener un gesto de asco, mientras se cubría la cara con una mano para no ver aquella imagen de horror.

—¿Está segura de que no es venenosa? —balbuceó.

—No, no es venenosa. Mire.

La vieja extendió lentamente el reseco brazo sobre la cesta para irritar a la ocupante.

La desconocida protestó, horrorizada.

—No haga eso, por amor de Dios. ¡No quiero verlo!

La mestiza tapó la cesta. Sobresalían por los costados algunas hojas. Parecía contener frutos o alguna cosa muy delicada.

—Es nueva —dijo Mamá Fernanda con cierta ternura—. La cogí hace unos días nada más. Tiene sueño porque ha comido. Cuando tiene hambre, se despierta, y cuando se despierta es muy viva, muy rápida.

Le tendió la cesta cerrada a la visitante, pero ésta retrocedió instintivamente.

—¿La señora quiere que se la lleve al coche?

—No, he de acostumbrarme a no tenerle miedo. Espere sólo un minuto… mientras me decido.

Por fin, extendió las manos algo temblorosas y tomó la cesta. Las manos morenas se retiraron. Se había efectuado la transferencia.

La desconocida aspiró hondo.

—No tema —la tranquilizó la vieja—. Tenga siempre la cesta así; que no se vuelque.

—¿Cómo debo hacer para que salga? ¿Tengo que meter la mano ahí dentro?

—No, use un bastón. Mire, como éste —explicó Mamá Fernanda imitando el modo como la capturó—. Apretándola contra el suelo… Después, por debajo, pero siempre en el centro. Nunca cerca de la cabeza o de la cola. Luego, levante el bastón. Se enrosca y se deja cazar.

—Aquí tiene el dinero… ¿Es bastante?

—Es demasiado.

—Quédeselo…, quédeselo…

La visitante regresó lentamente al coche, manteniendo la cesta alejada del cuerpo. La colocó sobre el asiento delantero y dio la vuelta al vehículo para sentarse ante el volante. De nuevo, la claridad de los faros perforó la oscuridad de la noche y cegó a la vieja, que seguía en el umbral de la choza.

—¡Devuélvamela cuando no tenga ratones! —gritó, mientras el vehículo maniobraba para girar.

De la ventanilla del coche salió una risa dura:

—¡De acuerdo!

* * *

La mesa estaba iluminada por unas velas. El matrimonio Baron cenaba. A la luz vacilante, sus rostros parecían máscaras de pergamino que destacaban sobre los oscuros muros de la habitación. Dos máscaras que mantenían los ojos bajos para no mirarse. Sólo se advertían dos manchas blancas: el escote de la mujer y la pechera de la camisa del hombre. El resto de sus cuerpos se hundía en las sombras.

El silencio total únicamente se rompía al entrar o salir la sirvienta para cambiar los platos. Ninguno de los dos hablaba. Ninguno de los dos había hablado durante toda la cena. Ninguno de los dos hablaría. Nada hay más horrible que el silencio pétreo del odio.

El hombre tenía un libro abierto sobre la mesa y leía a la luz vacilante de las velas, intentando ignorar a la mujer que se sentaba ante él y cuyos dedos tamborileaban silenciosamente sobre la madera. Acabó por alzar la cabeza y dirigir una mirada impaciente a la mano. Pauline la dejó caer en sus rodillas y él reanudó la lectura, con una arruga de impaciencia en el entrecejo.

A un gesto casi imperceptible de la señora, la sirvienta se retiró, dejándolos solos.

El hombre encendió un cigarrillo y volvió la página. Ella hacía girar ahora la alianza alrededor del dedo, bajo la mesa, para que su marido no la viese. El círculo de oro giraba sin parar, como si fueran a destornillarlo.

De repente, la mujer se puso en pie y salió por la misma puerta que la sirvienta. Entró en la cocina, que le pareció alegre y luminosa, en comparación con la sala de tortura que acababa de abandonar. La doncella y la gruesa cocinera, que hablaban animadamente, se pusieron en pie al verla.

—¿Algo mal en la comida, señora? —preguntó la última con ansiedad.

—No. ¿Cuál es vuestra noche libre?

—La del miércoles.

—Bien, les doy otra noche libre; salgan hoy mismo. Usted también, Pepita. Pueden marcharse enseguida.

Sus rostros se iluminaron.

—¡Gracias, señora, gracias!

—No se preocupen por el postre. No vamos a tomarlo.

Regresó al comedor, en donde parecía que se estaba velando a un muerto. El marido se volvió en la silla, con el libro entre las manos, para darle la espalda o, por lo menos, un hombro.

Un relámpago animó las pupilas de la mujer, pero de nuevo bajó la vista.

—¿Te molesta que esté en la misma habitación que tú? —preguntó con calma.

El marido ni siquiera se movió, como si no la hubiese oído.

—Todo en ti me molesta —contestó con idéntica tranquilidad—. Pero así por lo menos no te veo.

—Entonces, ¿por qué no me dejas marchar? ¿Por qué me obligas a seguir a tu lado? ¿Por qué me torturas así, día tras día y semana tras semana?

—La puerta está abierta. Te lo he dicho muchas veces: vete. Pero siempre te quedas.

—Sabes muy bien que no puedo irme, aunque lo desee. Estoy a varios miles de millas de mi casa y no tengo dinero para regresar.

—Entonces, deberás quedarte. Siempre respeto los términos de un contrato que he firmado, aunque haya salido perdiendo. No seré yo quien deshaga mi matrimonio.

—No me quieres…

—Lo sé muy bien, aunque me haya dado cuenta tarde.

—Por última vez, Donald, déjame marchar. Es la última vez que te lo pido antes de… —se interrumpió, para añadir—: Donald, por favor, antes de que sea demasiado tarde, déjame marchar.

Él marcó con la uña la línea que estaba leyendo:

—¿Es preciso que hables? No puedo soportar el tono de tu voz.

Pauline se alejó de la mesa, y cruzó la habitación hasta un aparador de caoba maciza, sobre el que pendía un espejo. Se detuvo, contemplándole en él. Su marido seguía leyendo, vuelto de espaldas.

Sacó una llave del escote y abrió la parte baja del aparador. Allí guardaban las bebidas caras, para mantenerlas fuera del alcance de las sirvientas. A través del espejo, siguió vigilando a su marido, que leía, con la cabeza inclinada. Volvió a cerrar el aparador y se fue. Bajo el mueble se veía ahora una cesta plana y redonda.

Regresó a la mesa, tomó un cigarrillo y fue a encenderlo en la llama de una de las velas. La mano que sostenía el candelabro no se mostraba muy segura. Cuando lo volvió a su sitio, sobre el libro se proyectó una sombra y el marido alzó la cabeza, irritado.

—Lo siento —dijo ella fríamente.

De nuevo reinó el silencio y ninguno de los dos volvió a moverse. En toda la habitación, no había más señales de vida que las páginas que él pasaba, el humo del cigarrillo que ella dejaba consumirse entre los dedos y el chisporroteo de las llamas de las velas.

Así pasó un cuarto de hora.

Por fin, él alzó la cabeza y miró hacia la puerta de la cocina, como si se diera cuenta de que permanecía cerrada desde hacia mucho.

—Quisiera fruta —declaró secamente—. ¿Dónde está la criada?

—Ha salido.

—Creí que salía los miércoles.

—Uno de sus parientes está enfermo y me pidió cambiar la noche libre. Le di permiso. —Fue a levantarse y agregó—: Te traeré la fruta.

—No quiero que hagas nada por mí. Yo mismo me la serviré.

Se encaminó al aparador y acercó la mano a la cesta…

El cigarrillo cayó de entre los dedos de Pauline y sus manos se apretaron a la mesa. Pero no se levantó.

El marido, cambiando de opinión, fue a buscar una de las velas y regresó junto al aparador.

—¿Qué hay en esa cesta? ¿Se guarda en ella la fruta?

—No lo sé. Una de las sirvientas la habrá dejado ahí por equivocación.

El marido, alumbrándose con la vela, levantó la tapa de la cesta…

La llama se convirtió en un cometa que fue a estrellarse contra el suelo, mientras el hombre, con un grito semejante al relincho de un caballo, dejaba caer nuevamente la tapa. Retrocedió tambaleándose, hasta tropezar con el borde de la mesa.

—¡Hay una serpiente!

—No puede ser —respondió ella con calma—. Debe de ser un efecto de la luz. ¿Cómo va a haber…?

El marido avanzaba apoyándose en la mesa y respirando con dificultad.

—¡La he visto con mis propios ojos! Levantó la cabeza cuando… —Se apretó el estómago con una mano mientras con la otra se cubría la vista—. Es superior a mis fuerzas… Me producen…

—Vamos, tranquilízate.

La mujer se encaminó nuevamente hacia el aparador. Se oyó girar una cerradura, pero el sobresalto de Donald era demasiado grande para que pudiera advertir lo que ella hacía. Pauline empujó con fuerza la puerta batiente de la cocina, que continuó moviéndose como si hubiera dado paso a alguien.

—Ya está. Me he llevado la cesta. Tranquilízate.

—Cuando era niño —balbuceó él— una serpiente se metió en mi cama. Tuve la suficiente presencia de ánimo para no moverme y permanecí toda la noche sintiéndola enroscarse en torno a mi pierna, hasta que por la mañana llegaron mis padres… Pudieron matarla sin que me mordiera, pero aquel miedo me quedó para toda la vida.

—Bueno, ya se ha acabado. No está ahí.

—Voy a acostarme. Por el amor de Dios, asegúrate de que estén bien cerradas todas las puertas… y las ventanas. Puede… puede volver… —Tambaleándose como un borracho, se encaminó hacia la escalera—. Ahora, tardaré varios días en rehacerme… Nunca las había sentido tan cerca desde entonces… Tenía la mano a unas pulgadas de su cabeza… Casi he notado el aliento en un dedo…

Pauline le siguió con la mirada mientras subía la escalera. No sentía el menor remordimiento. Al contrario.

Le oyó vomitar en el cuarto de baño. Después, el ruido de sus zapatos al caer al suelo y, por último, el crujir de los muelles de la cama…

Pauline esperó antes de dar el segundo paso. Tenía mucho tiempo por delante; la noche era muy larga. Sentada entre los dos candelabros, meditaba su proyecto, dándole vueltas y más vueltas…

Abrió la polvera de plata, para mirarse en el espejo. Se dijo que aún no era culpable. Aún no lo había llevado a cabo. Pero después tendría el mismo rostro. En su semblante nadie advertiría lo sucedido…

Se empolvó con cuidado la barbilla y la nariz y luego cerró la polvera.

En el piso superior, reinaba el silencio. Él ya no se revolvía en el lecho. Sin duda, le había vencido el sueño.

Pauline se puso en pie. El momento había llegado.

Hizo sus preparativos sin prisas, con calma, libre de toda tensión y de todo sentimiento de culpabilidad. Tomó un candelabro y se encaminó al armario que se encontraba bajo la escalera para examinar el interior. Probó el pestillo, asegurándose de que funcionaba bien.

Luego, se encaminó nuevamente hacia el aparador, sacó la cesta y, dejándola sobre el mueble, fue en busca de algo para ocultar el reptil. En un estante de la cocina vio una caja vacía en la que guardaban harina. Y también un bastón, chamuscado por uno de sus extremos, con el que la cocinera debía de atizar el fuego.

Colocó la caja junto a la cesta y abrió ambas. Ya no tenía miedo. Había logrado dominar su anterior repugnancia. A todo llega uno a acostumbrarse. El hecho de saberla inofensiva influía mucho. Y, además, nunca le habían inspirado el mismo terror que a Donald.

En la cesta, la serpiente no se movía. La imaginación había hecho creer a su marido que alzaba la cabeza…

Tuvo ciertas dificultades al pasar el bastón bajo el reptil, pues estaba enrollado sobre sí mismo y no extendido sobre el vientre. A la segunda tentativa, la serpiente vio el bastón y abrió la boca, pero su cólera se calmó pronto y volvió a caer en su anterior apatía.

A la tercera tentativa logró sacarla por completo de la cesta manteniéndola sujeta por el cuerpo, como una cinta enrollada. La metió en la caja de harina e intentó colocar la tapa, pero la cola del reptil le impidió cerrarla bien; se dijo que carecía de importancia y la dejó así. La serpiente se acomodaría a su gusto.

Entonces, se llevó la cesta vacía al armario, la destapó y la colocó boca abajo para impedir que se viera lo que ocultaba. Hizo lo mismo con la tapa, pero en otro rincón. Así, existían dos puntos de peligro, uno frente a otro, en extremos opuestos. Si Donald quería alejarse de uno, se acercaría al otro; entre ambos se sentiría paralizado, pues a la luz de una cerilla las dos partes de la cesta parecían ocultar algo…, algo que ya se encontraba prácticamente en libertad, desde el momento en que la cesta estaba volcada.

Con cuidado, ascendió al primer piso. Tendido sobre la cama, él dormía un sueño agitado, balbuciendo palabras ininteligibles. Se había quitado el esmoquin. Pauline buscó la caja de cerillas, que siempre guardaba en uno de los bolsillos. Cuando la encontró sacó todas las cerillas menos una. Una sola cerilla…, y a su resplandor tendría el tiempo justo de darse cuenta del peligro mortal a que estaba expuesto.

Con la mano próxima todavía al bolsillo del pantalón, Pauline se enderezó cuando se agitó su marido, que gemía en sueños; el rostro de Donald, con la boca entreabierta, se contraía a efectos de la pesadilla… Una pesadilla que podía considerarse como una premonición. Aunque nunca en un sueño se siente el horror de lo que pronto va a ser realidad…

Al comprobar que no se despertaba le guardó la caja de cerillas en el bolsillo y abandonó el dormitorio de espaldas, deteniéndose a cada paso, semejante a un espectro con su traje de noche de tul negro[2]. Un espectro que al alejarse parecía aún más amenazador. Luego, descendió por la escalera, de espaldas a la barandilla y la vista fija en el piso superior.

Entró de nuevo en el armario y, encendiendo una de sus cerillas, examinó detenidamente la parte interior de la puerta. Al fin encontró lo que buscaba: una cabeza de clavo no hundido por completo. Tan sólo sobresalía una media pulgada, pero era suficiente y además se hallaba a la altura necesaria.

De cara al pasillo, Pauline se frotó la espalda contra el clavo para enganchar el tul de su traje como si accidentalmente se hubiera prendido al salir de allí. Debió repetir el movimiento varias veces, pues no lograba su propósito. Al fin, lo consiguió; hubiera sido muy fácil librarse, pero Pauline no quería. Se quedó inmóvil, con un pie en el pasillo y otro en el armario. Desde donde se encontraba veía el comedor, cuyo silencio sólo rompía el tictac de un reloj y hasta el cual el aparato de radio podía traer la música de alguna orquesta que tocara a miles de millas, en el país del que Donald la arrancó y al que iba a regresar, cuando fuera… su viuda. En el aparador se hallaba una caja, con la tapa entreabierta, cuyo contenido no se adivinaba desde lejos. ¡Qué sencillo era matar sin armas! ¡Qué fácil le era al asesino sentirse impune!

Ahora iba a llamar por primera vez a su marido, a sabiendas de que no contestaría. Aunque la oyese, no se dignaría responder. Era uno de sus modos de torturarla. Un miércoles por la noche, Pauline se dio cuenta al regresar a casa de que había olvidado la llave. Donald se encontraba en su habitación; la oyó llamar, incluso se asomó a la ventana, pero no quiso bajar a abrirle. Y Pauline debió permanecer toda la noche acurrucada en el umbral, en espera de que llegaran las sirvientas.

Por tanto, pensó que era preferible no llamarle, por el momento. Con el pie, volteó un taburete que se encontraba junto a la puerta. El mueble cayó con un estruendo que repercutió en toda la casa.

Pauline oyó crujir los muelles de la cama, al despertarse su marido sobresaltado. Se había levantado; bajaría de un momento a otro. Le oyó acercarse a la escalera descalzo.

—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ocurre? —preguntó, todavía medio dormido.

En lugar de responderle, dio un nuevo puntapié al taburete. Esta vez, Donald descendió hasta el piso bajo y, al volver la cabeza, la vio. Pauline ya no estaba inmóvil, se retorcía, con las manos en la espalda, como intentando librarse.

—¿Qué demonios haces ahí? —le preguntó irritado.

Pauline siguió retorciéndose, crispando el rostro, para dar la impresión de que hacía un esfuerzo. Antes de conocer a Donald, había deseado ser actriz, pero jamás hubiera podido soñar con un papel como aquél.

—Se me ha enganchado el vestido en un clavo. No puedo soltarme…

Él no hizo caso, pero Pauline ya lo esperaba. Desde mucho tiempo antes, el odio había suprimido toda cortesía entre ellos. Pero Pauline podía incitarle a que le ayudara, atrayéndole así a la muerte.

Donald se dirigió a un cofrecillo que se encontraba en el comedor, tomó un cigarro y se lo acercó a la nariz para aspirar el aroma. Luego, cortó el extremo de un mordisco, y se dio cuenta entonces de que se había dejado la chaqueta del esmoquin en el dormitorio. Pauline, al verle contemplar una de las velas, sintió una profunda angustia. Donald acercó la llama al cigarro y lo encendió con calma.

Aquello no lo había tenido en cuenta. Aquella vela podía salvar la vida a Donald. Si la cogía para dirigirse al armario, comprobaría que…

Incluso el asesinato sin armas puede fallar.

Pauline tenía mucho miedo. Era preciso evitar que se acercara empuñando la vela. Por encima del hombro, Donald le preguntó:

—¿Qué vas a hacer? ¿Quedarte ahí toda la noche? Basta un tirón para desengancharte.

—Tengo miedo de rasgarme el traje. Si pudiera alcanzar el clavo, me libraría sin peligro…

—Por cierto, ¿qué hacías ahí?

—Entré a buscar una cosa…

¡Era preciso que dejase el candelabro! El cigarro ya estaba encendido. ¡Tenía que dejarlo, tenía que dejarlo!

Se volvió hacia ella, impaciente, aún con el candelabro en la mano. Si no lo abandonaba, podía salvarle la vida.

—Por lo visto me has tomado por tu doncella —dijo Donald con burla.

—¡No acerques el candelabro! —gritó Pauline—. Me incendiarías la ropa. La limpiaron con bencina.

Quedó completamente sorprendida, pero su marido la creyó. Después de dejar el candelabro sobre la mesa, colocó el cigarro sobre un plato y fue hacia la mujer. Había abandonado lo único que podía salvarle. Iba al encuentro de la muerte, con las manos vacías.

—No te muevas —le dijo bruscamente, y entró en el armario para colocarse a su espalda.

El resto fue muy rápido. Pauline salió al corredor y cerró la puerta con la rapidez del rayo. Después, corrió el pestillo. La trampa había surtido efecto.

La corriente de aire hizo vacilar la luz de las velas, como primera señal de que la muerte comenzaba su obra. No…, aún no. La muerte se lanzaba al asalto, pero todavía carecía de armas para atacar por su única brecha.

Pauline, con unas palabras, podía proporcionarle una. La única arma que usaría en ese asunto. ¿Y cómo la encontrarían después? ¿Cómo iban siquiera a saber que se había empleado?

En el interior, su marido golpeaba furiosamente la madera. Acercó los labios a la rendija de la puerta; tenía la seguridad de que la oiría.

—Donald, ¿me oyes, Donald? —Pauline esperó un instante y continuó—: ¿Me escuchas? En el bolsillo del pantalón, el bolsillo derecho, tienes una caja de cerillas… con una sola cerilla. Enciéndela… Quiero que veas una cosa.

Su marido debió de creer que intentaba ayudarle. Ella pudo percibir un resplandor a través de la rendija.

—No te muevas. Quédate quieto y no correrás peligro… Está ahí dentro… contigo. Quise ponerla en un lugar donde no pudieras verla…, se me cayó la cesta… y creo que se ha abierto. Donald, no te muevas, sobre todo. Quédate quieto, que es tu única oportunidad de salvarte.

Una voz sorda, que parecía salir de una tumba, gimió:

—¡Se ha apagado la cerilla! Estoy en la oscuridad… con… con…

Pauline oyó el golpe que dio su cabeza contra la madera.

Entonces, la muerte comenzó el ataque con el arma que ella le proporcionaba. Aquella arma que ningún policía podría descubrir.

Era preciso apagar el ruido que haría Donald cuando llegase a dominar un poco su terror.

Mientras se alejaba, sonrió. Fue una sonrisa muy breve, sólo en las comisuras de los labios. Una vez en el comedor, Pauline miró en torno suyo. El reloj seguía desgranando lentamente el tiempo. Las llamas de las velas señalaban de nuevo al techo. El cigarro se consumía en el plato en el que Donald lo dejara minutos antes. Parecía que nada hubiera ocurrido. Y, en realidad, ¿qué era lo que había pasado? Había cerrado una puerta. Eso era todo.

Pauline conectó la radio y fue a sentarse en el sillón preferido de Donald. El cojín conservaba aún la señal de su cuerpo.

Cruzó las manos tras la nuca y se desperezó voluptuosamente.

No era más que una joven que escuchaba la radio. Una mujer que pasaba la velada sin otra ocupación que escuchar la radio.

Mary había dicho: «Me pregunto si se puede odiar a una persona hasta ese extremo».

Mary lo dudaba, pero ella lo sabía muy bien. ¿No era precisamente a causa de su odio por lo que ahora se sentía tan satisfecha?

Una emisora local emitía música criolla. No era eso lo que Pauline quería. Deseaba oír algo de su país, aquel país del que él la había arrancado para torturarla y tenerla a su merced…

Pauline giró el botón de la radio y pasó a onda corta. Por fin:

Buenas noches, señoras, buenas noches, caballeros… Aquí Nueva Orleans, transmitiendo en onda corta

De cuando en cuando se percibía una vibración, como si bajo la escalera hubiesen colocado un motor. Y gritos, que no salían del altavoz:

—¡Pauline! ¡Pauline!

Debía subir el volumen de la radio, para acallar esos ruidos que le impedían oír bien. Pauline maniobró en el aparato y volvió a dejarse caer en el sillón.

La música, sin demasiada estridencia, llenaba la sala; tal como le convenía para sus planes. La audición era perfecta, sin interferencias, y, además, tocaban una de sus piezas preferidas: Honeysuckle Rose. Pauline fue siguiendo el compás con el pie; luego esta melodía dio paso a otra, que debió de popularizarse después de su marcha.

Junto al aparato de radio se encontraba una lámpara portátil, pues en la casa tenían electricidad. Fue Donald quien, con una insistencia morbosa, exigió que se iluminaran con velas. Era para verla menos, le explicó cuando ella quiso saber el motivo. La lámpara no estaba encendida, pero la pantalla se agitaba ligeramente como si hubiera en la casa una continua vibración. Aparte de esto, nada extraño se advertía. Tan sólo al callar la música se oían aquellos ruidos discordantes.

Eran una especie de arañazos, como si un gato se afilara las uñas contra la puerta… una voz que parecía llegar desde muy lejos:

—¡Pauline! ¡Pauline! ¡Busca el revólver! ¡Hay uno en el cajón de mi mesilla! ¡Búscalo y mátame!… Pero por caridad no me dejes aquí con…

El cigarro continuaba sobre el plato, pero la blancura corrosiva de la ceniza iba venciendo las hojas oscuras del tabaco enrollado. Pauline lo contempló como si se tratara de un símbolo. Un cigarro. Una vida.

La lámpara seguía agitándose de cuando en cuando. Con menos frecuencia, pero más violentamente. La radio continuaba su emisión. El reloj mantenía su implacable tic tac, tic tac, tic tac. El tiempo, enemigo de la vida.

Con la barbilla apoyada en una mano, la cabeza ladeada y los párpados entornados, Pauline escuchaba. Había captado Nueva Orleans. Era la emisora americana más próxima. Movió el botón y surgió Atlanta:

VOZ MASCULINA: Y ahora, ante nosotros la cantante de la voz de oro, Dixie Lee, que se acerca al micrófono. Hola, Dixie, pequeña. ¿Qué es lo que vas a cantar?

VOZ FEMENINA: ¿Tú que prefieres?

VOZ MASCULINA: Muy bien. Así que, señoras y caballeros, Dixie Lee va a interpretar «¿Tú qué prefieres?». Vamos, muchachos.

VOZ FEMENINA: No, no, un momento. Te equivocas. No era el título de una canción, sino una pregunta que te hacía.

OTRA VOZ, débilmente: ¡Piedad! ¡Piedad! ¡No puedo soportarlo! ¡No puedo más!

VOZ MASCULINA: Perdona, Dixie, me había equivocado. Bien, ¿qué vas a cantar?

VOZ FEMENINA: «¿Quieres darme un beso?»

VOZ MASCULINA: ¡Cuidado! No tan alto, que mi mujer está escuchando.

OTRA VOZ, invariablemente: ¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme de aquí! Se me sube por la pierna.

VOZ MASCULINA: Bien, esta vez he comprendido. Se acabaron las bromas. ¡Música!

La orquesta inició la melodía. Luego, la voz femenina cantó con entonación gangosa: «¿Quieres darme un beso?».

Pauline escuchaba, inmóvil.

De pronto, le pareció ver algo que se movía en el suelo, junto a la mesa. Pero al no volver la cabeza a tiempo, no pudo divisar más que la sombra del mueble, como si aquello se hubiera ocultado debajo. Pero quizá se había equivocado al creer que algo se movía…

Se le ocurrió volverse hacia el aparador. La tapa de la caja de harina se había caído sobre el mueble. La serpiente no se hallaba dentro. Escapó sin que Pauline se diera cuenta.

Al advertirlo, no se sobresaltó lo más mínimo. No importaba gran cosa, puesto que era inofensiva. Pero debía capturarla para meterla de nuevo en la caja.

Tomó el bastón de que antes se había servido y comenzó a buscar al reptil. Alzó un candelabro, y se agachó para mirar debajo de la mesa donde un segundo antes creyó ver algo que se movía.

Sí, estaba allí. La descubrió enseguida. La sujetó con el bastón, como le había enseñado la mujer, y se dispuso a levantarse, pero la mesa le impidió hacerlo con agilidad; la serpiente resbaló sobre el bastón y su cabeza quedó demasiado próxima a la mano que la sujetaba. Con la rapidez del relámpago, le mordió. El dolor fue ínfimo: como el pinchazo de una aguja.

No había motivo para preocuparse. Pauline recordaba que la vieja quiso hacerse morder para demostrarle que era inofensiva. Únicamente le provocó una fuerte sensación de asco, y estuvo a punto de arrojarla lejos de sí, pero se contuvo. No la dejó caer, aunque volvió a morderle antes de colocarla de nuevo en la caja. Esta vez, Pauline cerró bien y volvió a sentarse en el sillón.

Le dolía un poco el dorso de la mano, en torno a la herida. Se había rascado y esto irritaba la piel.

VOZ FEMENINA: … besito. ¡Y yo te daré dos!

UNA VOZ SOLLOZANTE: ¡Una luz, por piedad! ¡Una luz! ¡Aunque sea sólo un momento! Para ver si…

La pantalla vibró con más fuerza.

Tic tac, tic tac, tic tac…, cuarenta y seis segundos, cuarenta y siete segundos, cuarenta y ocho segundos… El tiempo, enemigo de la vida.

Nuevamente, movió el botón de la radio. Luego, se frotó el dorso de la mano contra la ropa para aliviarse un poco, pues continuaba el picor. Destacándose sobre la piel, se veía como una estrella roja de centro blanco, semejante a una gran picadura de mosquito.

Se oyó un jadear febril, como si un animal salvaje hubiera colocado el hocico en la puerta… pero eso no provenía de la radio.

Esta vez, Pauline había captado Nueva York, su ciudad natal. La ciudad que él le obligó a abandonar…

Aquí, National Broadcasting Company, W-E-A-F. Nueva York

Mentalmente, volvió a ver Times Square, Longacre, la muchedumbre lenta de paseantes…, el Astor, la Séptima Avenida, Broadway…

Tic tac, tic tac, tic tac…, cincuenta y ocho segundos, sesenta segundos… El tiempo, la victoria.

La ceniza blanca había llegado ya al otro extremo del cigarro. Se había consumido. No era ya más que un cilindro de ceniza fría, un cilindro muerto, un espectro de cigarro, un recuerdo…

La lámpara no vibraba ya.

Pauline se inclinó hacia delante; se oyó un chasquido metálico y la radio calló.

En total, había durado cincuenta y cinco minutos.

Prestó atención, sin volver la cabeza, con los párpados entornados.

Un silencio total. Únicamente el tictac del reloj continuaba desgranando el tiempo, ese enemigo de la vida que le aseguraba la victoria.

Entonces Pauline se levantó muy lentamente y se acercó con cuidado hacia la puerta cerrada, como si temiera despertar a alguien que durmiese. Se inclinó ante ella, escuchando.

Ni un ruido.

Golpeó la madera.

No hubo respuesta.

Al separarse de la puerta, sonreía, otra vez, con la comisura de los labios. Regresó al comedor para tomar la polvera y se miró en el espejito.

Era la misma. Al verla nadie sospecharía nada. Era exactamente igual que antes.

De improviso, sonó el teléfono y Pauline se sobresaltó, con peligro de dejar caer la polvera, tan inesperado resultaba en el silencio nuevo y total que se extendía por la casa.

Se dirigió hacia el aparato dudando un segundo, antes de contestar a la llamada. Tardó en reconocer la voz femenina que le hablaba:

—Pauline, soy Mary Stewart…

La impaciencia se apoderó de ella. No quería testigos ni tampoco cómplices, que más tarde podían resultar peligrosos.

—¿Por qué me llamas a esta hora?

—Era necesario, Pauline…, escucha. La vieja de la que hablamos el otro día…, ¿comprendes?

Desde luego no se dejaría cazar tan fácilmente.

—No, no te comprendo. No recuerdo haber hablado de ninguna vieja. Y ahora, si me perdonas…

—Acaba de hablar con Martelita. Vino hasta aquí porque no sabía dónde localizarte. Y mi camarera, horrorizada, me lo ha repetido para que te avise. Debía decírtelo sin perder un minuto. Pauline, no toques lo que ella te prestó… No te acerques… Hubo un terrible error…

—¿Un error, Mary? ¿Qué quieres decir? ¿Qué ha pasado?

Su voz se había hecho ronca, irreconocible.

—Lo… lo que fuiste a buscar. Te llevaste una de mala especie. No se dio cuenta hasta que te habías marchado y ya era tarde. Si te mordiera, nada podría salvarte. Morirías en menos de un cuarto de hora. Para esta especie, no hay todavía contraveneno.

Desde que le mordió habían pasado doce o trece minutos. Pauline sintió que algo se le hinchaba en la cabeza, como un globo de gas.

—No se ha salvado ninguna de las personas a las que han picado… a menos de que se les aplicara enseguida el tratamiento, y aun así es preciso que la mordedura sea en una mano o en una pierna…

El resto se perdió en la mesa sobre la que cayó el teléfono. Pauline se había desplomado, como un buey abatido por un mazazo.

Así permaneció un rato, con la boca abierta, incapaz siquiera de llorar. Luego, reptó, apoyando las manos sobre el piso de madera encerada y avanzando de lado, como una paralítica. No podía ponerse en pie, le faltaban las fuerzas para pedir una ayuda que nadie hubiese oído. Pero quería alcanzar una puerta, tras la cual quizá estuviera la salvación. Al llegar ante ella, se alzó sobre las rodillas, como un gato o un perro que quisiera salir. En el silencio total que reinaba en la casa, no se oía más que su agitada respiración, semejante a un silbido.

Cayó de bruces al otro lado de la puerta, pero debía seguir adelante. La salvación aún estaba lejos. Y le quedaba muy poco tiempo…

Allí mismo la encontraron. El cuerpo todavía estaba caliente, pero ya había muerto. No tardaron más que unos minutos en llegar. Estaban acostumbrados a espectáculos horribles, pero aquello superaba a cuanto podían recordar. Palidecieron al ver lo que Pauline había hecho. Yacía en un charco de sangre sobre el suelo de la cocina. A su lado, se hallaba el hacha que empleaban para cortar leña. Pero la mano cercenada, en la que resplandecía aún la alianza, se encontraba sobre la mesa que le sirvió de tajo.

A él también lo hallaron enseguida. Les cayó encima cuando abrieron la puerta del armario contra la que debía apoyarse. Su cuerpo estaba asimismo caliente; les costó mucho reconocerlo. Aquel ser que sacaron del armario parecía un espantapájaros. Tenía la camisa destrozada y el polvo le manchaba la frente y el torso desnudo. Jirones de tela se habían mezclado con sus cabellos. Las manos, por los dedos desgarrados que ya no tenían uñas, manaban sangre.

Solamente al final descubrieron la serpiente.

Todo esto los desconcertó. No comprendían cómo el reptil se encontraba allí, de qué modo el hombre pudo encerrarse y por qué razón ella se había mutilado.

Como es lógico, solicitaron la autopsia y el forense dio su informe hacia las cinco de la tarde.

—La amputación no era necesaria. Esa mujer debió de creer que la serpiente era venenosa, pero esta especie es absolutamente inofensiva, como se habrán dado cuenta. Sin embargo, para cerciorarme, he hecho que mordiera a unos conejos y no parecen resentirse mucho —el médico continuó—: El hombre debió de encerrarse accidentalmente. Una corriente de aire pudo empujar la puerta y hacer caer el pestillo. ¿Querría su mujer gastarle una broma? Antes de que pudiera sacar a su marido, la serpiente debió de morderle y, loca de terror, le olvidó. Los esfuerzos frenéticos que él hizo para librarse y correr en su auxilio demuestran que nada tiene que ver con lo que ha ocurrido.

—¿Cree que la amputación fue la causa de la muerte?

—En absoluto. De no mediar otros factores, nuestra intervención hubiera sido lo bastante rápida para haberla salvado, pese a la pérdida de sangre. La autopsia demuestra, por el contrario, que la muerte fue instantánea y no a causa de la hemorragia. El corazón no resistió el terror que sentía al creerse mordida por una serpiente venenosa. Podríamos decir que su muerte la provocó la imaginación.

* * *

Dos cabezas se hallaban muy próximas sobre el respaldo de una silla de ruedas. Una de ellas era morena y la otra prematuramente blanca, como a consecuencia de una fuerte impresión. Un hombre sentado y una mujer que, por detrás, se inclinaba hacia él; dos cabezas, una junto a otra, Mary Stewart y Donald Baron.

—Pronto te curarás. Cada día que pasa recobras nuevas fuerzas, pronto estarás como antes. Y por muy horrible que haya sido el tratamiento, en el fondo habrá sido un bien, puesto que te ha curado de tu antigua fobia. Un tratamiento de shock.

—Lo que me permitió sobrevivir, me parece, fue perder el conocimiento. De otro modo, no habría podido resistirlo. Y tu has sido muy buena conmigo, Mary. Me has velado y atendido continuamente… ¿Por qué me has demostrado tanto afecto?

—Porque te he querido siempre. Te quise ya cuando te vi por primera vez, en Estados Unidos, antes de tu matrimonio. Te quiero tanto que nada me hubiera detenido para poder estar a tu lado. —Se interrumpió, para preguntar algo—: Donald, ¿qué ocurrió aquella noche? Nadie lo sabe.

Él no respondió. No le diría nunca, como ella adivinaba, que su mujer quiso matarle. Pensaba callarlo siempre, para dejarla creer que accidentalmente le encerraron allí. Quería que la verdad fuera un secreto, aunque Pauline hubiese pretendido asesinarlo.

Y, al mirar a Mary que se inclinaba dulcemente hacia él, no podía adivinar que ella también le ocultaba algo.

En una ocasión, Mary había dicho que una persona inteligente no necesitaba armas para cometer un asesinato.

Pero una persona aún más inteligente podía inducir a otra a que cometiera ese crimen… y matar así dos pájaros de un tiro.