Jill se detuvo. Piscator dijo:
—¿De dónde proviene esta luz?
Jill se volvió.
—Lo ignoro —dijo—. No parece haber ninguna fuente. Mira. No arrojo sombra.
Se volvió otra vez y siguió andando lentamente. Y entonces se detuvo de nuevo.
—¿Qué ocurre? —dijo Piscator—. Tú…
—Que me condene si lo sé. ¡Parece como si estuviera andando en una jalea cada vez más espesa! ¡No puedo respirar, y tengo que luchar para dar otro paso!
Inclinándose hacia la palpable pero invisible barrera como si estuviera luchando contra un fuerte viento, consiguió dar otros tres pasos. Entonces, jadeante, se detuvo.
—Debe ser algún tipo de campo. No hay nada material aquí, pero me siento como una mosca atrapada en una tela de araña.
—¿Es posible que el campo esté afectando los cierres magnéticos de tu ropa?
—No lo creo. Si fuera así, los cierres tirarían de la ropa, y no noto nada de eso. Lo probaré, de todos modos.
Sintiendo una cierta vergüenza ante la idea de desnudarse delante de cincuenta hombres, soltó los cierres magnéticos. La temperatura del aire estaba apenas por encima del punto de congelación. Temblando, castañeteando los dientes, intentó abrirse de nuevo camino en el denso elemento. No consiguió alcanzar un centímetro más allá de donde había logrado llegar antes.
Se inclinó para tomar de nuevo sus ropas, notando que eso podía hacerlo con facilidad. La fuerza actuaba tan sólo en sentido horizontal. Tras retroceder dos pasos y sintiendo que la fuerza disminuía, volvió a ponerse sus ropas.
De nuevo fuera de la entrada, dijo:
—Inténtalo tú, Piscator.
—¿Crees que voy a tener éxito allá donde tú fracasaste? Bueno, siempre vale la pena experimentar.
Desnudo, entró. Ante la sorpresa de Jill, no pareció afectado por el campo. No, al menos, hasta que llegó a unos pocos metros de la curva. Allá dijo que empezaba a encontrar dificultad.
Avanzó más y más lentamente, forcejeando, respirando tan pesadamente que ella podía oírle.
Pero alcanzó la curva, y allí se detuvo para recuperar el aliento.
—Hay un elevador abierto al final. Parece ser la única forma de bajar.
—¿Puedes llegar hasta él? —preguntó Jill.
—Lo intentaré.
Avanzando como un actor en un film a cámara lenta, siguió caminando. Y desapareció tras el recodo.
Pasó un minuto. Dos. Jill penetró en el corredor tanto como pudo.
—¡Piscator! ¡Piscator!
Su voz resonó extrañamente, como si el corredor poseyera unas propiedades acústicas peculiares.
No hubo respuesta, Pese a que, si él estaba justo al otro lado de la curva, debía haberla oído.
Gritó una y otra vez. Sólo le respondió el silencio.
No había nada que pudiera hacer excepto regresar a la entrada y dejar a algún otro intentarlo.
Los hombres fueron entrando de dos en dos para ahorrar tiempo. Algunos consiguieron avanzar algo más que ella; otros menos que ella. Todos abandonaron sus ropas, pero eso no pareció ayudarles mucho.
Jill utilizó el walkie-talkie para ordenar a los hombres que se habían quedado en el dirigible que acudieran a hacer un intento. Si uno de los cincuenta y dos había podido hacerlo, quizá uno de los cuarenta y uno que quedaban en la nave tuviera también éxito.
Primero, sin embargo, todo el mundo excepto ella debía regresar a la nave. Partieron en tropel, figuras fantasmagóricas en la débilmente iluminada niebla. Nunca se había sentido tan sola en toda su vida, y había conocido muchas horas de negra soledad. La niebla apretaba húmedas manos contra su rostro, que parecían querer congelarlo en una máscara de hielo. La pira funeraria de Obrenova, Metzing, y los demás, ardía aún intensamente. Y allí estaba Piscator, en algún lugar al otro lado del recodo. ¿En qué situación se hallaba? ¿Era incapaz de ir hacia adelante y hacia atrás? Regresar no le había sido difícil ni a ella ni a los otros hombres. ¿Por qué él no era capaz de retroceder?
Pero ella ignoraba qué otros obstáculos podía haber más allá de aquel sombrío corredor gris.
Se murmuró a sí misma el verso de Virgilio: Facilis descensus Averni, es fácil el descenso al Averno.
¿Cómo continuaba? Tras tantos años, le resultaba difícil recordar. Si este mundo tuviera tan sólo libros, material de referencia.
Entonces lo recordó.
Es fácil el descenso al Averno. Noche y día, las puertas de la Muerte permanecen abiertas. Pero regresar, volver sobre los pasos al aire libre. Tal es el obstáculo, tal es la tarea.
El único problema real con esa cita era que no resultaba apropiada. Había sido muy difícil alcanzar las puertas, imposible para todos excepto uno. Y regresar —excepto para uno— había sido fácil.
Conectó el walkie-talkie.
—Cyrano. Aquí la capitana.
—¿Sí? ¿Qué ocurre, mi capitana?
—¿Estás llorando?
—Sí, naturalmente. ¿Acaso no quería mucho a Firebrass? No me siento avergonzado de mi dolor. No soy un frío anglosajón.
—Eso no importa ahora. Serénate. Tenemos trabajo.
Cyrano sorbió sus lágrimas.
—Lo sé —dijo—. Y estoy preparado. No encontrarás un hombre inferior al de antes. ¿Cuáles son tus órdenes?
—Sabes que tienes que ser relevado por Nikitin. Deseo que traigas veinticuatro kilos de explosivo plástico.
—Sí. Te he oído. Pero no pretenderás volar la Torre.
—No, sólo la entrada.
Pasó media hora. Los hombres del dirigible habían salido, los que estaban fuera habían entrado. Fue un proceso largo, puesto que por cada hombre que salía uno tenía que entrar inmediatamente. Efectuarlo de este modo, por turnos, retrasaba todo el proceso, pero era necesario. Cuarenta y ocho personas abandonando la nave al mismo tiempo hubieran desequilibrado su flotabilidad. El dirigible se hubiera elevado demasiado, dejando el final de la escalerilla fuera del alcance de los que estaban en el suelo.
Finalmente, vio sus luces y oyó sus voces. Les explicó lo que había ocurrido, aunque todos ya lo sabían. Luego les dijo o que tenían que hacer, qué era lo que esperaba de ellos.
El resultado fue que nadie pudo ir tan lejos como Piscator.
—Muy bien —dijo Jill.
El explosivo plástico fue aplicado contra el exterior del domo, opuesto a un punto situado a la mitad del corredor. Le hubiera gustado instalarlo en el punto de unión de la parte de atrás del domo y la pared de la torre. Pero temía que el explosivo abriera un agujero en el domo y matara a Piscator.
Se retiraron hasta el dirigible, y el especialista en explosivos pulsó el botón de un transmisor. El estallido fue ensordecedor, aunque el plástico había sido aplicado al lado del domo más alejado de ellos. Corrieron hasta allá, se detuvieron, tosiendo por el humo. Cuando el aire se aclaró, Jill miró al domo.
No había sufrido el menor daño.
—Me lo temía —se dijo a sí misma.
Antes le había gritado a Piscator que no intentara salir hasta después de la explosión. No había obtenido respuesta. Tenía el presentimiento de que el hombre no estaba en las inmediaciones, aunque un presentimiento no es una certeza.
Jill penetró de nuevo en el domo tan rápido como le fue posible. No notó ninguna fuerza que se opusiera a la larga pértiga con un garfio en su extremo que esta vez había traído consigo. Con su ayuda, pudo llevar una prenda de ropa lastrada con metal hasta el extremo del corredor. De modo que el campo no era una barrera para los objetos inanimados.
Si dispusieran de un periscopio lo suficientemente largo como para alcanzar el final del corredor, podrían ver al otro lado del recodo. Sin embargo, no había ningún periscopio entre el material auxiliar de a bordo.
No se sintió desanimada por esto. Había un pequeño taller mecánico a bordo del Parseval. Podía construirse un carrito con ruedas que pudiera llegar hasta el extremo del corredor. Podía atarse una cámara a su parte delantera, y la cámara podía ser activada por un radiotransmisor.
El jefe de mecánicos calculó que podía construir el «artefacto» en una hora. Jill le dijo que lo hiciera, y luego ordenó a tres hombres que montaran guardia en el domo.
—Si aparece Piscator, comuníquenlo por radio.
Regresó al dirigible y telefoneó al taller mecánico.
—¿Pueden realizar su trabajo mientras estamos en vuelo? Es posible que nos agitemos un poco.
—No importa, señor. Bueno, sólo un poco, pero nos las arreglaremos.
El proceso de desamarrar la nave y despegar tomó quince minutos. Nikitin llevó al Parseval por encima de la Torre, y luego lo hizo descender hacia su base. El radar indicaba que el helicóptero estaba ahora contra la base de la Torre. Aunque el mar no era violento, sus olas eran cortas y picadas, y probablemente habían arrojado el aparato contra la Torre. Sin embargo, con un poco de suerte, los daños serían mínimos.
Aukuso llamó de nuevo a Thorn por radio, sin éxito.
Debido a las corrientes ascendentes junto a la torre, era imposible acercar el dirigible al helicóptero. Nikitin lo pilotó acercándolo a la superficie y manteniéndolo contra el viento. La compuerta inferior fue abierta, y tres hombres en un bote hinchable con un motor fuera borda fueron bajados. Se dirigieron hacia la Torre, guiados por el hombre del radar desde la nave.
Boynton, el oficial al mando, fue informando a medida que actuaban.
—Nos hallamos ahora junto al helicóptero. Está golpeando contra la Torre, pero sus flotadores han impedido que las palas resulten dañadas. Los flotadores tampoco parecen dañados. Vamos a tener un trabajo infernal con este mar picado. Seguiré informando dentro de un minuto.
Dos minutos más tarde, su voz regresó.
—Propp y yo estamos ahora en el helicóptero. ¡Thorn está aquí! Está en medio de un mar de sangre, parece como si hubiera recibido una bala en el lado izquierdo del pecho, y algunos fragmentos se le han clavado también en el rostro. Pero está vivo todavía.
—¿Hay alguna abertura o entrada de alguna clase en la Torre?
—Espere un minuto. Tengo que encender un proyector. Esas lámparas no son lo bastante intensas… No, no hay nada excepto metal liso.
—Me pregunto por qué amerizaría aquí —dijo Jill a Cyrano.
El francés se alzó de hombros.
—Supongo que quizá tuvo que posarse rápidamente antes de perder el conocimiento —dijo.
—¿Pero dónde pensaba ir?
—Hay muchos misterios aquí. Deberíamos ser capaces de aclarar algunos de ellos si aplicamos ciertos métodos de persuasión a Thorn.
—¿Tortura?
El largo y huesudo rostro de Cyrano estaba grave.
—Eso sería inhumano y, por supuesto, el fin nunca justifica los medios. ¿O esta afirmación es una falsa filosofía?
—Yo nunca podría torturar a nadie, y no permitiría que nadie lo hiciera por mi.
—Quizá Thorn quiera darnos voluntariamente su información cuando se dé cuenta de que no podrá ser libre hasta que o haga. Aunque realmente no lo creo mucho. Parece más bien testarudo.
La voz de Boynton les llegó de nuevo:
—Con su permiso, Miz Gulbirra. Voy a traer de vuelta el helicóptero. Todo parece funcionar bien. Mis hombres pueden llevar de vuelta a Thorn en el bote.
—Permiso concedido —dijo Jill—. Si es operable, llévelo hasta el techo de la Torre. Nosotros iremos allá más tarde. Al cabo de diez minutos el operador del radar informó que el helicóptero estaba despegando, Boynton añadió que todo estaba funcionando perfectamente.
Dejando a Coppename al cargo, Jill bajó al hangar. Llegó a tiempo para ver cómo el ensangrentado cuerpo de Thorn era izado desde el bote. Aún estaba inconsciente. Siguió a los camilleros hasta la enfermería, donde Graves se hizo cargo inmediatamente de él.
—Está en estado de shock, pero creo que podré sacarlo de ésta. Por supuesto, no puedes interrogarlo ahora.
Jill apostó dos guardias armados a la puerta y regreso a la sala de control. En aquellos momentos el dirigible estaba elevándose, dirigiéndose de nuevo hacia la cima de la Torre. Media hora más tarde, el Parseval estaba de nuevo flotando sobre el campo de aterrizaje. Esta vez, se situó a doscientos metros del domo. Su morro estaba orientado contra el ligero viento, y sus propulsores giraban lentamente.
Al cabo de poco tiempo, la pequeña vagoneta construida por los mecánicos era bajada a la superficie. Tras ser arrastrada hasta la entrada, fue llevada hasta tan adentro como dos hombres pudieron llegar. Luego, largas pértigas preparadas por los mecánicos fueron utilizadas para empujar la vagoneta más hacia el fondo. A medido que eran necesarias les iban siendo añadidas extensiones a las pértigas. Poco después, la parte delantera de la vagoneta se apoyaba contra la pared del fondo.
Después de tomar seis fotografías, la vagoneta fue traída hacia el exterior mediante una larga cuerda. Jill extrajo ansiosamente las grandes placas, que habían sido reveladas electrónicamente en el momento de la exposición.
Miró a la primera.
—No está aquí.
Se la tendió a Cyrano. Este dijo:
—¿Qué es eso? Un pasillo corto y una especie de portal al extremo. Parece como si hubiera un ascensor más allá, ¿no? Pero… no hay cabina, y tampoco cables.
—No creo que Ellos tengan que depender de algo tan primitivo como cables —dijo Jill—. Pero es evidente que Piscator pasó a través del campo y que tomó el ascensor.
—¿Pero por qué no ha vuelto? Tiene que saber que estamos preocupados.
Hizo una pausa, y luego dijo:
—También debe saber que no puede quedarse para siempre ahí.
Sólo quedaba una cosa que hacer.