58

El intercom estaba sonando.

Moviéndose lentamente, como si el aire fuera una masa de filamentos pegajosos, Jill giró el conmutador a la posición ABIERTO.

—¡Señor, Thorn acaba de robar el otro helicóptero! —dijo Szentes—. ¡Pero creo que he cazado a ese hijo de puta! ¡He vaciado mi pistola contra él!

—¡Lo tengo en la pantalla! —dijo Cyrano.

—¡Szentes, ¿qué ha ocurrido?!

Luchó por salirse de la masa de espesura en la que se estaba ahogando. Tenía que recuperarse, ser de nuevo rápida en el análisis y la decisión.

—El oficial Thorn abandonó el hangar tal como ordenó el capitán. Pero volvió a él tan pronto como el helicóptero hubo despegado, y llevaba consigo una pistola. Nos hizo entrar en el compartimento de los víveres, y cortó el intercom. Entonces nos encerró dentro. Olvidó que allí también están almacenadas las armas. O quizá pensó que estaría fuera antes de que nosotros lográsemos salir.

»Fuera como fuese, hicimos saltar la cerradura, y salimos fuera en tromba. Por aquel entonces él estaba ya en el helicóptero y despegando de la plataforma. Disparé contra él justo en el momento en que atravesaba la compuerta. Los otros dispararon también. Señor, ¿qué está ocurriendo?

—Lo comunicaré a la tripulación tan pronto como lo sepa —dijo Jill.

—¿Señor?

—¿Sí?

—Hay algo curioso. Thorn estaba llorando durante todo el tiempo que nos obligó a meternos en el compartimiento de los víveres, incluso cuando dijo que dispararía contra nosotros si intentábamos detenerle.

—Está bien, corto —dijo Jill, y devolvió el intercom a la posición CERRADO.

El operador del equipo de infrarrojos dijo:

—El fuego sigue ardiendo, señor.

El operador del radar, pálido bajo su oscura pigmentación, dijo:

—Ese fuego es el helicóptero, señor. Se halla en la zona de aterrizaje de la Torre.

Jill miró a través de la niebla. No podía ver nada excepto las torbellineantes nubes.

—Tengo al otro helicóptero —dijo el hombre del radar—. Se dirige hacia abajo. Hacia la base de la Torre.

Un momento más tarde, añadió:

—El helicóptero está en la superficie del mar.

—Aukuso, llame a Thorn.

La sensación de embotamiento estaba recediendo ahora. Aún se sentía confusa, pero ya era capaz de descubrir algún orden en el caos.

Tras un minuto, Aukuso dijo:

—No contesta.

Según el radar, el helicóptero anfibio estaba flotando ahora en el mar, a treinta metros de la Torre.

—Sígalo intentando, Aukuso.

Firebrass estaba probablemente muerto. Ahora ella era la capitana, se había cumplido su ambición.

¡Dios! ¡No lo quería de este modo!

Sombríamente, llamó a Coppename y le dijo que acudiera a la sala de control para hacerse cargo de las obligaciones de primer oficial. Alexandros sería el primer oficial de cola.

—Cyrano, tendremos que ocuparnos de Thorn más tarde. Ahora tenemos que descubrir qué le ha ocurrido a Firebrass… y a los otros.

Hizo una pausa, y luego añadió:

—Tenemos que aterrizar en la cima de la Torre.

—Seguro, ¿por qué no? —dijo Cyrano.

Estaba pálido y mantenía las mandíbulas apretadas. Pero parecía controlarse perfectamente a sí mismo.

El Parseval avanzó entre las nubes, el radar tanteando adelante y atrás. Había una poderosa corriente ascendente en torno a la Torre, pero perdió su fuerza tan pronto el dirigible estuvo por encima de ella.

Los proyectores de la parte inferior del dirigible lanzaron sus rayos hacia abajo, barriendo el opaco metal gris de la enorme superficie. Los de la sala de control podían ver las llamas, pero no podían distinguir el helicóptero en sí.

Lentamente, la aeronave se deslizó más allá de donde estaba el fuego. Ahora sus propulsores estaban nivelados para dirigir el coloso hacia abajo.

Tan suavemente como le fue posible, el piloto lo condujo en una línea descendente. Bajo condiciones ideales, no hubiera debido de haber viento. Sin embargo, los miles de agujeros de drenaje a lo largo de la base de la pared permitían una brisa de ocho kilómetros por hora. Esto, en la escala Beaufort, era una ligera brisa. Un ligero viento en el rostro. Hojas agitándose. Las aspas de un ventilador moviéndose ligeramente.

Cualquiera lo consideraría despreciable. Pero la gran superficie que presentaba la flotante nave era fácilmente empujada por aquella brisa si ninguna fuerza propulsora la contrarrestaba. El dirigible seria arrastrado contra una de las paredes a menos que se hiciera algo para detener su deriva.

Desgraciadamente, no había torre de amarre. Además, no podía llevarse el aparato hasta un contacto directo con el campo de aterrizaje. Al contrario del Graf Zeppelin y del Hindenburg, el Parseval no disponía de una góndola de control colgante con un tren de aterrizaje para impedir que la parte de cola de la estructura rozara contra el suelo cuando aterrizara. Puesto que la sala de control del Parseval estaba en el morro, la nave no podía aterrizar sin recibir daños en el alerón de cola.

Sin embargo, había cuerdas almacenadas a bordo. Estaban ahí en previsión de que tuviera que efectuarse algún aterrizaje en las llanuras a lo largo del Río. Serían lanzadas a la gente en el suelo y ésta, esperaban, ayudaría trabajando como tripulación de tierra.

Jill dio algunas órdenes. Cyrano hizo girar la nave de costado al viento. Durante varios kilómetros permitió que el viento, que era decreciente, empujara la nave hacia la pared. Por aquel entonces era obvio que el viento estaba soplando del otro lado ahora, teniendo como fuente las más cercanas aberturas.

Cuando el radar señaló que el morro estaba a medio kilómetro de la pared, invirtió los propulsores a baja velocidad. La aeronave se detuvo, y la compuerta inferior se abrió.

Fueron soltadas las cuerdas y, en grupos de cuatro, cincuenta y dos hombres descendieron por ellas. A medida que cada grupo tocaba el suelo, la nave perdía peso y aumentaba su flotabilidad. Reluctantemente, Jill ordenó que fuera soltado algo de hidrógeno de las cámaras. Aquella era la única forma de equilibrar la flotabilidad, aunque odiaba malgastar gas. Luego habría que soltar lastre para recuperar el equilibrio.

Otras cuerdas fueron arrojadas desde el morro y la cola. Los hombres en el suelo las sujetaron y se colgaron de ellas, ayudando con su peso a la estabilización.

Cyrano dejó entonces que la aeronave derivara hacia la pared, los propulsores parados. Antes de que el morro tocara la pared, los propulsores se pusieron de nuevo en marcha, y el dirigible se detuvo.

Dos hombres corrieron hacia la pared y comprobaron el viento en las aberturas. A través de sus walkie-talkies, verificaron que el viento que surgía de ellas era lo suficientemente fuerte como para impedir que la nave chocara de costado contra la pared.

Otros hombres descendieron por las cuerdas, y hubo que soltar más hidrógeno por las válvulas. Esos añadieron su peso los tripulantes que sujetaban las cuerdas de popa. Otros se apresuraron a ayudar a los hombres en el morro. Tras arrastrar al Parseval lentamente hasta que su morro casi tocó la pared, pasaron las cuerdas a través de los tres orificios, el del morro y los dos de la pared, utilizando garfios largos para sujetar las cuerdas por el exterior y luego hacerlas entrar por el otro orificio tirando de ellas. Fueron atadas, y la cola fue soltada para que derivara hasta que el dirigible quedó paralelo a la pared. Entonces las cuerdas de cola fueron atadas también del mismo modo.

La nave flotaba ahora a unos veinte metros de distancia de la pared.

Jill no esperaba que se produjera ningún cambio en el viento. Si esto se producía, los daños podían llegar a ser considerables. Un roce de la nave contra la pared podía arrancar los instrumentos de transmisión y los propulsores del lado de babor.

Se dejó caer una escalerilla desde la compuerta inferior. Jill y Piscator abandonaron rápidamente la sala de control, caminaron a toda prisa por la pasarela, y bajaron la escalerilla. El doctor Graves estaba aguardándoles, su maletín negro en la mano.

El helicóptero se había estrellado a unos treinta metros del domo. Con sus llamas como faro guía, se apresuraron a través de la niebla hacia allá. El corazón de Jill latía cada vez más fuerte a medida que se acercaban a los restos. Parecía imposible que el vigoroso, impetuoso Firebrass pudiera estar muerto.

Yacía a unos metros de la llameante masa, allá donde el impacto lo había arrojado. Los otros estaban aún en el aparato, el cuerpo calcinado de uno de ellos sentado aún en su asiento.

Graves le tendió su lámpara a Piscator y se inclinó sobre el cuerpo. El humo se mezclaba con la niebla y traía hacia ellos el mareante olor a gasolina y carne quemadas. Jill sintió que iba a vomitar.

—¡Mantén la luz quieta! —exclamó Graves.

Jill obedeció, obligándose a sí misma a mirar al cadáver. Sus ropas habían sido arrancadas por la explosión; su piel estaba chamuscada de la cabeza a los pies. Pese a las quemaduras, sus rasgos eran aún reconocibles. No debía haber estado mucho tiempo entre las llamas. Quizás había sido arrojado por la explosión antes de que el aparato se estrellara. La caída podía ser la causa de la destrucción de parte de su cráneo.

Jill no podía ver por qué el doctor tenía que examinar el cuerpo. Estaba a punto de decírselo cuando éste se puso en pie. Tendió su mano, con la palma abierta, hacia ella.

—Mira eso.

Ella acercó la lámpara a la mano. El objeto era una esfera del tamaño de la cabeza de un fósforo.

—Estaba en la parte delantera de su cerebro. No sé qué infiernos pueda ser.

Después de secarlo y limpiar la sangre, dijo:

—Es negro.

Envolvió la pequeña bola en un paño y la metió en su bolsa.

—¿Qué quieres hacer con los cuerpos?

Jill miró a la aún llameante masa de retorcido metal.

—No sirve de nada malgastar nuestra espuma para apagar el fuego ahora —dijo con voz inexpresiva. Observó a los hombres que la habían seguido—. Peterson, lleve el cuerpo de vuelta al dirigible. Envuélvalo primero. El resto síganme.

Unos pocos minutos más tarde se detenían ante el domo. Los proyectores del dirigible habían sido conectados, enfocados hacia allí, y lo hacían parecer como el fantasma de un igloo esquimal. Utilizando su lámpara, Jill vio que el domo estaba hecho del mismo metal gris que la Torre. Parecía ser una continuación del metal de la propia Torre. Al menos, no había ninguna señal de soldadura, ninguna unión. Era como si fuera una burbuja surgida en su superficie.

Los demás permanecían un poco retirados del arco que formaba su entrada, aguardando a que ella decidiera qué hacer. Sus luces revelaban una abertura como una caverna. A unos diez metros de distancia, las paredes de la burbuja se curvaban hacia el interior, formando como un corredor de tres metros de ancho por dos y medio de alto. Las paredes eran de la misma sustancia gris. A su final, a unos treinta metros más allá, el pasillo mostraba un brusco recodo. Si había alguna entrada al interior de la Torre, tenía que estar inmediatamente después de ese recodo.

Justo encima de la abertura había dos símbolos, ambos en altorrelieve. El superior era un semicírculo, y mostraba los siete colores primarios. Debajo había un círculo dentro del cual podía verse una cruz ansada, el ankh egipcio.

—Un arcoíris encima del emblema de la vida y la resurrección —dijo Jill.

—Perdón —dijo Piscator—. La cruz dentro del círculo es también el círculo astrológico-astronómico de la Tierra. Sin embargo, en ese símbolo la cruz es una cruz simple, no una cruz ansada.

»Y ese arco iris en un símbolo de esperanza. Y, si recuerdas el Antiguo Testamento, es el signo de la alianza entre Dios y Su pueblo. También evoca la olla de oro al final del arcoíris, la Ciudad de Esmeraldas de Oz, y muchas otras cosas.

Piscator se la quedó mirando curiosamente.

Ella permaneció silenciosa durante un minuto, abrumada por una admiración y un miedo que no sabía si podría superar.

—Voy a entrar —dijo luego—. Tú espera aquí, Piscator. Cuando llegue al final del pasillo, te haré una seña para que entres tú también. Es decir, si no hay ningún problema.

»Si me ocurriera algo, no sé el qué, tú y los hombres volved a la nave lo más rápido que os sea posible. Y despegad inmediatamente. Es una orden.

»Tú serás el capitán. Coppename es un buen hombre, pero no posee tu experiencia, y tú eres el hombre más centrado que conozco.

Piscator sonrió.

—Firebrass ordenó que no aterrizaras si le ocurría algo a él. Sin embargo, tú aterrizaste. ¿Crees que iba a dejarte en una situación peligrosa?

—No deseo poner en peligro la nave. O las vidas de casi un centenar de hombres.

—Veremos. Actuaré como crea que exige la situación. Tú no harías otra cosa. Y además, está Thorn.

—Cada cosa a su tiempo —dijo ella.

Se volvió y caminó hacia la entrada. Al acercarse, jadeó.

Una débil luz acababa de iluminar el pasillo.

Tras vacilar algunos segundos, prosiguió. Cuando pasó bajo el arco, se vio inmersa en una repentina y brillante luz.