Del manicomio al cementerio te topas con un descampado que los separa como un cortafuegos, como una metáfora que no quería hacer: del manicomio al cementerio, directo. Eso es este pueblo. Ése es tu amplio abanico de opciones, aquí.

Me suda la frente como un embutido olvidado al sol. Me duele la cabeza, me duele el cuerpo y el pecho, odio volver aquí, odio regresar a este agujero, a este planeta árido como Marte. Pero no me queda más remedio que seguir andando; es lo menos que puedo hacer por él.

Me seco el sudor con un kleenex, empieza a hacer calor de verdad y no hay un solo árbol. Sólo mierda y cascotes, y páginas arrancadas de revistas porno, y latas de refrescos, y matojos sembrados de colillas, y condones baratos de marcas poco conocidas que no pueden pagarse anuncios en televisión.

Mi pueblo: no hay salón de belleza que pueda embellecerlo. Es una causa perdida, el cabrón.

Miro a mi alrededor y recuerdo todas las veces que bebimos en este descampado, cuando caía la tarde, pasábamos primero por una bodega y pillábamos vino de Gandesa, y Coca-Cola de dos litros, bebíamos un poco o la echábamos a la arena directamente, y en el espacio que habíamos hecho introducíamos cuidadosamente el vinito, y lo sacudíamos un rato como si estuviésemos en la orquesta de Xavier Cugat, cómo nos reíamos sacudiendo esa botella y cantando «La cucaracha». Cómo nos reíamos.

Y un día éramos Carnaval y yo, otros días los dos y alguno de los Skinheads por la Paz, otro día Clareana y yo, otro día aparecía Ultramort. Cuando aparecía Ultramort, lo de la cucaracha se lo cantábamos a él, por supuesto.

Y Ultramort siempre se reía, a la manera siniestra; o sea, que se reía haciendo como que le habían diagnosticado cáncer a su padre, exhibiendo su piorrea.

Me río conmigo durante un instante, luego continúo andando.

Y, de repente, a cien metros del cementerio me topo con el Tomeu. Tomeubot, el Cabeza de Bombilla, el loco que no moría, el loco que camina. Y está igual. La misma cara de cabezacono, los mismos ciento cincuenta años perfectamente conservados.

Ahora debe de tener ciento setenta, pero está hecho un chaval.

Loco como una puta cabra, pero hecho un chavalín. Qué envidia.

Y yo, con la comisura de los labios colgante, esa V invertida que ha aparecido en medio de mi cara, la orilla cada vez más ancha de mis ojos, el desierto en mis párpados. Me he hecho viejo, inevitablemente.

Tomeu se cruza conmigo en dirección contraria a la mía. Va del cementerio al manicomio, ha invertido el orden; ahí, con sus cojones. Y por un segundo estoy tentado de preguntarle por el Chérif, pero no quiero saber si sigue vivo. Quiero saber lo menos posible de la evolución del decorado de mi infancia.

La frase del Chérif me viene a la cabeza: «Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío o caliente, te vomitaré de mi boca». Le sonrío a Tomeu con el corazón en un planeta de doble gravedad. Pesado, de repente. No tengo ánimo ni para gritar: ¡Gitano! A ver qué pasa. Él me sonríe de puro reflejo, desdentado, siempre le han faltado los mismos dientes, pero no me reconoce, quizás nunca me reconoció. Yo sólo era otra de las ratas desneridas que le gritaban Gitano. Uno más de la jauría.

Qué calor, pienso. Estoy estofado, dentro de mi traje funerario. Tomeu se aleja con su andar de pinocho desmanegado, yo cada vez estoy más cerca el cementerio, noto la mutación. Sólo unos metros más, noto la mutación.

Cuando llego a la puerta del cementerio, ya no soy yo.

¡Mutación! Como un superhéroe pasado de moda. ¡Shazam!

Cuando llego al cementerio soy el otro. Soy aquel niño.

Rompepistas.

Es como cuando tus padres te tratan perpetuamente como un niño, porque eso es lo que siempre serás para ellos, qué vas a hacerle. Lo mismo, hagas lo que hagas. En este escenario, en este decorado, en el pueblo donde nací, siempre tendré diecisiete años. Acabo de darme cuenta. Es un mundo que ya no existe, nada en las calles o edificios permanece de mis años de duelista, no quedan pisadas de los chicos con botas, no quedan pintadas de mis años del frescor, cuando aún no me había ajado, cuando tanto cubierta como libro estaban en perfecto estado de conservación, y no tenía las puntas dobladas, ni manchas en la portada, ni páginas arrancadas, no era un ejemplar de saldo, no era una antigualla.

No sé de dónde han salido todas estas comparaciones con libros, pero da igual. Porque la foto lo ha empezado todo, la foto de CCCR, y ahora ya nunca más podremos pronunciarlo, ahora ya faltará siempre una letra, ahora ya no será lo mismo, hace tiempo que nada es lo mismo, y ya no puedo parar de recordar. Nadie olvida jamás, ni se te ocurra.

Y casi digo: Rompepistas, cuando el señor de la puerta, un vigilante con traje gris y una gorra levemente militar, me pregunta el nombre y qué sepelio busco. Casi lo digo: Rompepistas. No por costumbre, sino por retroceso. Hay cosas que nunca se olvidan, joder. Nunca.

Es mi fiesta y lloro si me da la real gana.

No, no voy a llorar otra vez. No jodas.

Estoy en el cementerio, y ya he llegado al sitio donde van a enterrarle. Veo la corona de flores, y saludo con la cabeza a unas cuantas personas que me reconocen o no, no estoy seguro.

Miro al suelo, a la arena pegajosa del sitio, miro mis zapatos espolvoreados, y sé que no voy a llorar. Porque ya no lloro, y porque esto no es mi fiesta.

¿Fiesta?

No, no: es un funeral.

El funeral del Chopped.

Una de las canciones de los Clash que más le gustaban al Chopped era «Stay free». Ignoro hasta qué punto vio la premonición en la letra, si es que entendía la letra. Sólo sé que era una de las canciones que más le gustaban, una de las pocas con las que se permitía ser sensible de veras, mostrar la lágrima, la de veras, no la tatuada. El dolor que llevaba dentro, por el pasado y por el futuro, que quizás vio venir. Sabía que nada terminaba, que nada se solucionaba, esto no es una película, esto no era un libro de hippies.

Esto es la realidad. Esto es la vida. La de verdad, atrapaos. Y en ella no había final feliz para todos, y algunos no conseguirían salir jamás de aquí.

El Chopped acabará mal, como decía mi madre.

Y pasó eso. Que acabó mal. Como predecían mi madre y «Stay free».

Se veía venir.

Todos lo veíamos venir.

Los sueños machacados, que atizan la desesperación. Y poco a poco vas perdiendo las cosas que tenías que perder, las cosas que te sujetaban, que impedían que pasaras la línea, la línea de la chunguez, como la llamábamos Carnaval y yo, como si fuese una frontera visible, una valla física, una pared.

El Chopped nos perdió. Es la vida, pasó así y casi no nos dimos cuenta. Uno tiene que seguir su propio camino, no puedes hacer siempre feliz a todo el mundo, no puedes solucionarle la vida entera a alguien. Pero no pasa un día en que no me sienta algo culpable. ¿Y si me hubiese quedado unos años más?

Quizás el Chopped no hubiese acabado como acabó. Mal, quiero decir. Fatal, se entiende.

Y no hacen falta detalles, porque la pendiente siempre es la misma, no puedes desacelerar. Palos cada vez más grandes, fichado, él diría fichao, luego se empezó a meter caballo, por hacer algo, por hacer algo, los palos que aumentan, y también el Qué más me da si me cogen o no.

Luego: años de cárcel.

Es difícil, ir a ver a alguien a la Modelo. Hice lo que pude, intenté escribir. «Stay free» profetiza incluso eso; la canción me da miedo. Demasiadas coincidencias. No la he vuelto a escuchar, pero lo haré en unos minutos, aquí, en el cementerio.

Un día, hace ya tanto tiempo, hace tanto tiempo de todo, fui a ver al Chopped a la cárcel. Todavía un skinhead, pero más flaco, el cuello menor y la espalda algo doblada, como un Atlas ya cansado de sostener el mundo. El Chopped había cambiado. Pero sus ojos. La furia y fuego de sus ojos. El mismo fuego. Los mismos ojos que llameaban al decirme: «No te cagues, Rompepistas».

Aquel día hablamos de esto y aquello, del barrio, de Clareana y de Carnaval, de los años del frescor, cuando éramos invencibles, cuando éramos inmortales, cuando éramos los chicos con botas, las ratas con botas. Recordamos el pueblo, la pelea de aquella noche. Los dos sentados uno delante del otro en una mesa metálica, rodeados de los despojos, rodeados de los restos, toda la carne de cañón a nuestro alrededor en aquella habitación de miedo, el urbanismo del No Futuro. Chopped se había tatuado en los dedos de la mano derecha cuatro letras, una en cada uno de los dedos que no son el pulgar: SKIN. Por si se le olvidaba. Por si la cárcel le daba amnesia, tal vez.

Hay cosas que no se pueden matar, pero a veces sí. A veces las matan.

Y, antes de irme, el Chopped me agarró de la mano y me lo volvió a decir. El hijo de puta me lo dijo, como siempre, como si no hubiese pasado el tiempo:

—No te cagues, Rompepistas. Que no te doblen como a mí, tío.

Yo le miré y quise arrancar el mantecado del cuello, quise que pasara aquella manzana con hojas de afeitar, no contesté nada, no había nada que pudiese decir.

—Éramos una banda, ¿no? —me gritó, poniéndose en pie en la mesa, cuando yo me acercaba a la puerta—. Estábamos unidos, ¿no?

No le contesté que eso era entonces y esto es ahora. No dije eso, ni loco. Asentí con la cabeza y le sonreí. Era lo único que podía hacer. Luego salí y cerré la puerta detrás de mí. Nunca volví a verle a la Modelo. No podía. No quería volver, no quería enfrentarme a la prueba definitiva de la torcedura de las cosas buenas. Necesitaba irme, ser otro, dejar aquello, escapar de nuestro destino, dejar de caer, me daba igual si también dejaba de reírme. Pero no puedes escapar de tu destino. Y no puedes olvidar. Si tengo que decirlo mil veces, mil veces lo diré.

Hace años de aquella vez que le vi por última vez.

Y hace poco me llamaron para decirme que había muerto. De sida. Ni tan sólo sabía que estaba enfermo, ni tan sólo sabía que ya había cumplido su condena y volvía a estar libre, cómo iba a saber si me fui, los más lejos posible, corté todos los cables, bloqueé los caminos, maté a los mensajeros.

¿Dije llamaron? No. No fue uno cualquiera. Me llamó Carnaval, para darme la fecha del entierro.

Carnaval y yo, los dos allí, otra vez hablando por teléfono, como si fuese ayer. De todo, de todo lo que hicimos.

Joder, la vida.

—Pareces una cucaracha, tío.

Eso me recuerda cuando me picaba al timbre con el tono de la cu-ca-ra-cha y mis padres querían lanzarle tiestos desde el balcón, y yo también. Eso me recuerda cuando le decíamos eso a Ultramort, allí, detrás de la tapia del instituto, partiéndonos de risa.

Carnaval.

Carnaval hablándome, en el cementerio, señalando mi traje negro barato y mis zapatos baratos llenos de polvo del descampado. Carnaval.

No os lo presento, ya le conocéis.

El mismo Carnaval de siempre. Ya no es punk, pero su pelo sigue siendo un arbusto del sotobosque, su cara es canina, sus orejas están en el lugar raro del tío de Los Goonies. Ha engordado, lo que no es ninguna sorpresa. Quiero decir, que en el momento tampoco era una sílfide. Su panza se balancea por todas partes cuando dice lo de la cucaracha, y luego me da una palmada en la espalda, y yo le sonrío.

—Tú, en cambio, eres un nenúfar. Un hada del bosque. Una lindísima amapola —le digo a Carnaval.

Y él se mira el traje, que parece que acabe de recoger de un contenedor de la Humana, y rasca con la uña larga del dedo meñique una mancha de tomate que lleva en una solapa, y se ríe a su manera única. Enseñando los dientes, fuerte, echando la cabeza hacia atrás, muñeco dispensador de Caramelos Pez.

¿Hay curiosidad? ¿Qué hace Carnaval hoy? ¿Qué es de su vida?

Su vida está bien. Carnaval hace lo mínimo, que es lo que le gustaba. Chapuzas, fontanería, electricidad, todo cosas que, recordando el apocalipsis manual que era, quisiera ver. Tienen que ser un cromo. Y luego, después del curro, al Provi, que aún existe, inmutable, ajeno a los avances el siglo XX. Al Provi a tomar quintos, a reírse, a decir guarradas con sus hermanos y la peñita del barrio. Y a leerse el Sport. Y luego, a su casa, a escuchar una y otra vez sus discos de punk y 2-Tone y jamaicanos fumadores de hierba. Y a fumar, y a siestear.

Vamo viviendo.

Una buena vida.

Sólo que no es la mía, y nos vemos bien poco. Qué vas a hacerle. Cada uno va a donde va. Y aquello era entonces y esto es ahora, todos lo sabemos.

Échale la culpa al boogie.

E, incluso así, cada vez que le veo… Iba a decir que parece ayer, pero sería mentir. Parece que haga un millón de años.

Esto no es un libro. Esto es tu vida. Mi vida. Las cosas van así.

Parece que haga un millón de años, parece otro país, otro planeta, el mundo perdido, una tierra mítica y salvaje que se regía con otras normas, campos de dinosaurios y fieras temibles, supervivencia y jaurías, todo aquello. Sólo que las cosas de aquí me lo recuerdan de forma grande, y eso hace que parezca como si no hubiese pasado el tiempo.

Ahí están todos, llegan al entierro los que faltaban: los Skinheads por la Paz. El Pachanga. El MD. El Sutil. El Puños. El Bomba. El Jejé. El Pimienta. El Antología. Y el Peligro.

Cabellos más largos, trajes baratos, patillas torcidas, surcos de lucha en las caras. Condenados a luchar. Pero aún dignos y orgullosos, a su manera. Una vez has sido un skin, lo eres para toda la vida, que decían ellos.

Sólo que no así, porque lo pronunciaban en inglés y como auténticos bestias.

En un segundo hacemos piña, hacemos melé, y hablamos de esto y aquello, intercambiamos anécdotas, nos preguntamos por las familias. Uno se casó, otro se ha divorciado, uno tiene dos hijos, otro ninguno, uno ya no vive aquí, otro se quedó, a uno se le murió el padre, el hermano del otro tuvo una hija, nos enseñamos fotos, nos enseñamos las manos, nos enseñamos los pulmones, nos ponemos al día. Y todo ha cambiado y nada ha cambiado, y yo les llamo a todos, a cada uno de ellos, por los nombres con los que les conocí, porque ésos eran nuestros escudos, ésas eran nuestras firmas, ésos eran nuestros motes de guerra. Les llamo como les llamo porque lo que les llamo es lo que todavía son para mí.

Y todos me llaman Rompepistas, porque eso es lo que soy para ellos.

Porque es lo que soy, y punto.

Rompepistas, que no se me olvide.

Psssshhht.

No es el Ventolín, todos estos años me curaron el asma. Es Carnaval, haciéndonos callar allí, en el cementerio. Ahí estamos otra vez, los once jinetes de la poca-leche. Falta el Chopped, que está tieso como un Airgam Boy dentro de su ataúd. No es que me esté riendo, es lo mismo de siempre: humor en la cara de la catástrofe. Lo único que aprendimos a hacer.

También falta Clareana, que no ha venido. Vive en otro país, siempre supe que se marcharía también de aquí, siempre me pidió que la salvara de esto (y de mí). La primera cosa no la hice, pero la segunda sí, porque en un par de años dejamos de salir. No fue bonito, pero era lo que había.

Ya ves.

No, no nos quisimos siempre.

No, Clareana no está aquí, y no nos reencontramos con los ojos llenos de lágrimas.

¿Qué creíais que era esto? ¿Un libro?

Pero, eso sí, aún llevo el tatuaje. Un corazón rojo, y un pergamino cruzándolo donde pone: Clareana.

Las mujeres que lo ven ahora, después de todos estos años, siempre me dicen que lo encuentran muy dulce. Tatuarse por amor. Y el tatuaje está descolorido y anciano y amarillento y pasado de moda, pero está ahí. Hay cosas de las que no te zafas, atrapao, me diría Carnaval. Lo pasao no se borra ni con un matrimonio ni con una goma Faber, que diría mi difunto abuelo.

Y Carnaval, en cualquier caso, nos vuelve a hacer callar con otro PSSSHT, como si estuviese achantando a un hijoputa de los que hablan en el cine, como si se estuviese aplicando una gran dosis de Ventolín. Y creemos que es porque va a empezar la ceremonia, pero no, porque aún no han traído el féretro, y vemos a la familia que espera en silencio, su madre sola, su padre murió, elementos vivientes de la lágrima del ojo del Chopped, la lágrima por la vida que nos tocó vivir. El skin crucificado. Por el mundo, por esto, por nosotros, por lo que nos tocó en la tómbola. Derramando sangre.

Ajena, si es lo que toca.

Y todos callamos mirando a Carnaval, que, tras encender un Fortuna espachurrado, nos dice, afectando cara grave:

—En una situación límite, ¿cuál de estas cuatro cosas harías, si te obligaran a escoger una?:

  1. Chuparle a alguien la polla
  2. Comerte los mocos de alguien
  3. Comerte tu propia mierda
  4. O beber el pipí de una tía.

Aunque sea un entierro. La forma en que nos reímos, tapiando nuestras bocas con las manos y pañuelos y antebrazos y la espalda de los demás, va a tener que venir el Cuerpo de Submarinistas de la Armada a prestarnos unas bombonas de oxígeno.

La forma en que nos reímos, Ay.

Ay, que me muero.

Me río como si esa risa fuese toda nuestra salvación.

Porque en un momento lo fue, ¿sabéis?

Aunque la risa dura poco, porque entonces traen el ataúd, tapado, mejor, no quiero ver. La risa se detiene de golpe, y el cura dice unas palabras, que no escuchamos, porque la primera reacción es ir hacia él y darle un par de puñetazos en la puta cara, hipócrita baboso, puto engaña-niños, y me tengo que controlar, ya no hago ese tipo de cosas, al menos yo, los demás no sé.

Y empieza a sonar «Stay free».

Ay, cojones.

Callados, escuchamos las notas, quizás soy el único que entiende la letra, no tengo ni idea. Bueno, Carnaval también. Démosle el beneficio de la duda, al gordito.

Y cuando llega la parte en que dice lo de la cárcel. Bueno, ahí estoy a punto de derrumbarme. Como una niñata, me da igual ya. Carnaval igual, y los demás Skinheads por la Paz, y todos miramos al suelo y lidiamos como podemos con los mazapanes resecos de nuestras tráqueas.

No lloro.

Insisto: no lloro.

No lloro ni una lágrima, porque todo el rato estoy pensando en la frase: no te arrugues, Rompepistas. Y pienso en las promesas que hice. Y pienso que el Chopped se merece, al menos, vernos chulos como ochos, arrogancia original, firmes. Un homenaje a los chicos con botas que fuimos, bolsillos vacíos y cojones llenos, esas canciones eran lo único que teníamos. Eso, y a nosotros mismos.

Era lo único que importaba.

Nosotros. Lo que fuimos.

Eso no nos lo quitan, está claro.

Termina la canción, termina el entierro, tapan el agujero de la pared con cemento y una lápida que lleva grabado su nombre verdadero, el que nunca utilizamos, nos vamos todos, allí, Carnaval y yo, los dos allí, colegas, los Skinheads por la Paz también, colegas, nos vamos todos en un mondongo andante y desordenado al Provi a tomar unas cervezas en honor del Chopped, a relatarnos nuestras vidas, a comentar la jugada siempre, a romantizar nuestras existencias pasadas y exorcizar nuestra mala suerte, a reírnos de ella, a reírnos en la cara del destino, vamos al Provi, venga, vente, no me jodas, no te rajes ahora.

La vida continúa, ¿no?

Joder que no.

Ya en mi casa, algo borracho, clavado al cristal de la ventana, pienso en el entonces, y pienso en el ahora. Pienso en aquel niño que fui, y qué parte puso ese niño en lo que soy hoy. Y pienso en el lugar de donde vengo, y en cómo una parte de mí siempre se quedó allí, ahora lo veo.

Pienso en todas estas cosas con cara de cerdito, no es una de mis muecas, es de tener la nariz firmemente pegada al cristal, mirando al cielo, ya oscureció.

Y entonces me separo del cristal unos centímetros, y doy dos pasos de baile, y doy una vuelta sobre mi eje, y vuelvo a estar de cara a la ventana. Pim-pam-fuera. Y me miro los pies, miro ese baile inesperado que ha venido de otras décadas, y ahora sonrío, sonrío sólo un poco, casi imperceptiblemente, sólo si me conocieses mucho te darías cuenta.

Y pienso. Cómo de aquella época, del verano de 1987, no queda nada ya; los años y los golpes nuevos, las nuevas decepciones, se han ido amontonando, cubriendo con su manto a cada uno de nosotros, llenando nuestros cuerpos con cosas nuevas e inesperadas, algunas incluso felices. Felices, incluso.

Y a pesar de eso tengo un hueco aquí donde no hay nada, que hay un vacío que no se puede llenar. Y quizás sea la tristeza por los años del frescor, los años que nunca volverán, las cosas que pasaron, las cosas que hicimos, la tristeza por los chicos con botas, los años que dejamos pudrir, que se nos murieron en las manos, sin querer, sin que pudiésemos hacer nada para evitarlo, esa tristeza que llevo ahí, incrustada en la piel, hasta el día en que me muera, y que cada tiempecito sale a golpes, derramándoseme por los ojos y se lo lleva todo menos el recuerdo.

El recuerdo nunca.