23 DE JUNIO, MARTES

Han pasado cuatro días. No me he quitado el pijama en ninguno de ellos. Supongo que estaba reflexionando, sin saberlo. Haciendo inventario de cosas, atando cabos. Atando promesas desatadas.

Ahora llevo una camiseta de Deporte y calzoncillos y mis lupas flamantes. Rasgo el ukelele. Pongo los dedos así, y luego asá, y arranco dos o tres acordes hawaianos. Ya tengo el final de «Rompepistas». La última frase que me quedaba. Estoy sentado en la cama con las piernas cruzadas y el ukelele en las manos.

Y canto la estrofa final, sin tarareo, porque ya tengo el pedazo de letra que me hacía falta. Canto la canción entera. Y me río. Sólo que no es una risa de felicidad, exactamente. Es la risa del malo, cuando acaba de volverse loco del todo, y ríe al borde del precipicio, y aún está diciendo algo de dominaré el mundo, ja ja ja, pero todo el mundo sabe que se va a dar el guantazo, que está cayendo a toda velocidad, y el imbécil sin enterarse.

Con el ukelele en la mano me quedo allí, haciendo el congelado, y pienso otra cosa, una cosa extraña, no sé de dónde viene este pensamiento tan-poco-Rompepistas: ¿Dónde va, todo ese amor? ¿Dónde va, todo ese odio? ¿Dónde va la pena?

Creo que todo el amor que sientes por alguien, y todo el odio que te hurga por dentro como el que mete un gancho en una caries, las dos cosas, no se pierden nunca. No desaparecen, tras los destellos cegadores que advierten de su presencia. Es como con la energía. Lo único que recuerdo de las clases de física que cateé de manera estupenda. El principio de conservación de energía.

Ejemplo: Un coche que estaba en marcha, corriendo a su bola por una carretera, frena y parece que la energía cinética que lo movía haya desaparecido. Pero no, pero no. Esa energía se transforma en otras energías: en calor, especialmente. En los frenos, en las ruedas y en el asfalto. También en sonido.

Creo que lo mismo pasa con el amor que sientes por alguien. Y por el odio que sufres y te envenena como setas de colores, como meados de sapo. Se almacenan por ahí, en algún lugar. Y luego emergen otra vez, porque no pueden hacerse desaparecer. Porque crees que ya no están, y es sólo que se han transformado en otra cosa. Los recuerdos también. La rabia también. Y el dolor.

Mi odio, mi pena, mi amor y mi culpa no han desaparecido: se han transformado en sonido. Pero eso tampoco es el fin, porque nada desaparece, y nadie olvida jamás.

Es así de simple.

Quizás dar cera y pulir cera sea inútil, entonces. Quizás largarse sea inútil.

—Me hash deshpertado, imbécil. —Mi hermana entra en mi habitación con ojos arenosos; olvidaba que tenía fiesta del colegio, porque ya es Sant Joan—. Shon las once de la mañana. ¿Qué hacesh?

Lanzo el ukelele sobre la cama.

—Te echo una partida, va.

De repente estoy casi contento.

Casi.

Mi padre ha vuelto a casa. Mi madre me ha dicho hoy que mi abuelo va a recuperarse. Hay cosas que sí mejoran. Tengo que hacer una nota mental de esto, si me acuerdo. Quizás todas las cosas mejoran si actúas sobre ellas.

Sonrío, pese a que acabo de perder por primera vez una partida de la Fuga de Colditz ante Gilda. Ella me mira, y sonríe también, una nube se hace a un lado cortésmente y el sol entra, cegándome, por la ventana de mi habitación, y Billy Idol, el torso desnudo e imberbe, me hace morritos desde su póster de Generation X.

Y parece como si me hablara. Parece como si estuviese diciendo: Que no se te olviden las promesas que quedan, ¿eh? No jodas, Rompepistas.

No pases ansia, compadre. Que ahora vuelvo a recordar, te lo digo en serio. Que estaba ciego, y ahora veo.

Pank.

Suena a punk, pero es una hostia que me acabo de meter.

Pata-pank, de hecho.

Échale la culpa al impulso. Estaba corriendo tanto para llegar aquí que luego no he podido invertir o detener la fuerza motriz y he embestido contra la puerta del Provi y me he hecho un lío con las cortinas de plástico aceitoso que cubren la puerta y, hecho nudos, he tropezado y me he desmoronado como una catedral de escombros dentro del bar.

En otro momento, se hubiese descojonado de mí hasta el loro.

Pero hoy no. Hoy no se ríe nadie.

Están todos en la barra, apretujados y bebiendo, hombro contra hombro, como castellers mareados. Los Skinheads por la Paz, huyendo del sol de media tarde, apagando su sez. Los Skinheads por la Paz, que me miran como si acabara de entrar un esquimal. O un tío desnudo y pintado de verde. O un nota con seis ojos y una trompeta en lugar de nariz. O un pillado del manicomio, luciendo embudo en la cabeza. El Tomeubot, vestido de Napoleón.

Entre ellos está Carnaval, que me mira. Y yo, las piernas abiertas en el suelo, y seis tiras de plástico de cortina enrolladas en el cuello, le miro también, y trazo una sonrisa con tiralíneas y curvo las cejas, una de ellas a medias, esto no crece ni a tiros. Y Carnaval sonríe también, se me acerca, me da la mano. Yo la cojo y tiro, y me levanto escalando su brazo. Y me deshago del abrazo aceitoso de la cortina.

Ya de pie, se me acercan todos.

Sus frases:

Dónde estabas, subnormal.

Hace días que te llamamos, hijo de zorra.

Hijoputa, vaya GRAN escaqueada.

¿Se puede saber qué mosca te ha picado, Rompepistas de mierda?

Cómo te cagas, pringado.

Pringao. Lo que sea.

Y Carnaval empuja a dos o tres de ellos, y se pone en medio con su esponja craneal, con su peinado de estropajo de hojalata, y pega un trago a la cerveza —dedo en ristre, dedo siempre acusando— y luego, inmediatamente, un eructo grande en la cara del Antología, BAAAART, y añade:

—Dejadle en paz, matados. Tiene sus razones.

Dice mataos.

Y es que eres de los míos, gordito. Tenemos que hablar, tú y yo.

Pero luego.

Y el Bomba añade, de lejos, rimando sin querer:

—¿Razones? Sí, la mierda que lleva en los pantalones.

Y el Chopped se pone al lado de Carnaval y dice:

—Es verdad. Dejad en paz al Rompepistas, joder. —Y pone una cara de demente, pone una cara de camisa de fuerza, que me asusta. En su camiseta pone Oi!, y sus brazos están prietos, electrificados, a punto de saltar en cualquier dirección, unos brazos que están a mayor escala, como los de un bogavante, como los de un cangrejo.

Y al Chopped nadie le tose, porque saben lo que pasa cuando le tosen al Chopped. Alguien puede acabar malparado o incluso malparao.

Y de una boca emerge finalmente el grito «Una ronda para celebrar que ha vuelto el Rompepistas». Y de todas las demás bocas: «¡Hurra! ¡Hurra!» Las cervezas se reparten en manos como si fueran máusers en 1939 a la puerta de la Generalitat. El MD me dice que el Puños está mucho mejor, pero que aún no puede salir. El Sutil me dice que hay rumores de que los Chungos van a venir esta noche al concierto. El Jejé dice «Qué hacemos», y luego se ríe, je-jé, sin razón, como siempre. Todos llevan camisas prietas, camisetas de Trojan, tirantes que pretenden sostener pantalones-cerbatana, cráneos al descubierto: mis Skinheads por la Paz. Una jauría, un desastre, pero mi jauría. Mi desastre.

Y, de repente, alguien dice esto, subiéndose a un taburete:

—Lo que vamos a hacer está claro. Las Duelistas vamos a tocar esta noche, y vamos todos a bailar y a ponernos francamente embotellados. Y si se acercan los Chungos, yo qué sé, se hará lo que se tenga que hacer, ya veremos.

Y añade, porque no los ve convencidos del todo:

—Mirad: si dejamos pasar esto vamos a estar toda la vida escondiéndonos, y eso no. No sé vosotros, pero yo paso de tener miedo. Estoy harto de huir y de estar acojonado.

Sólo que el pavo dice acojonao.

En cualquier caso, vaya tío. Qué hombre.

Eh. Un momento.

¡He sido yo, otra vez! No dejarás de sorprenderme nunca, Rompepistas, en serio. Tu meteorología personal, es cierto, es imprevisible.

Y ¿sabéis qué? Lo bueno es que creo de todo corazón lo que acabo de decir. No se puede estar huyendo toda la vida. Estaremos como estamos, cayendo y riendo, pero achantados no, eso si que no, eso es lo último. Teníamos poco: unas canciones, y un par de bares, y el orgullo, y ¿nos lo quieren quitar? Lo más valioso, en este pueblo de mierda. Lo único que nos quedaba, no me jodas.

Pollas, es lo que yo digo.

Pollas como una manera de enfrentarse al mundo.

—Venga, vamos —les digo, bajándome del taburete de un salto.

—¿Adónde vamos? —pregunta uno.

—A todas partes, tíos —les digo—. A partir de ahora, a todas partes.

Vienen:

Dos conversaciones cruciales. Y una imagen del pasado. Y una aparición del pasado. Y una parte del pasado, que se resuelve. Y otra conversación crucial. Y una fiesta. Las cosas siempre tienen que terminar con una fiesta, ¿no?

Venga.

La primera conversación, con el Chopped.

—Todo esto es por tu culpa, psicópata de mierda —le digo.

Sólo yo puedo hablarle así, y me aprovecho. Es por su bien, lo juro. Esto va a dolerme más a mí que a él.

Estamos los doce andando por la calle, por la sombrita. No somos 100, pero vamo viviendo. Nos arreglamos. Es lo que hay, es lo que hay. Los chicos con botas. Andando y riendo, Xibeca en mano, a por otra victoria pírrica, el único tipo de victorias que conocemos.

Eh: de algo hay que morir, cojones.

Me separo un poco del grupo y le digo:

—Dame eso —le digo.

—El qué —dice él.

—Lo sabes de sobras. Mírate los ojos, puto colgado. —Digo colgao—. La velocidad.

—Mira, Rompepistas: que no eres mi puto padre, ¿vale?

—Afortunadamente, según tengo entendido. —Y extiendo la mano, y le sonrío. Y él me mantiene la mirada, el cuello tieso de tronco de animal, congelado, arruga la frente, ondula la frente, adelanta las cejas, envuelve los ojos entre los párpados, como un bocadillo en papel de plata. Luego, riendo, me da la caja de cápsulas. Anfetamina barata, de la que consiguen con recetas trucadas, inventándose encargos de falsas parientes gordas—. Y lo otro, dámelo también. —Y el Chopped se queda ahí, con la mueca que pongo yo cuando la madre de Clareana me hace transparente y señala a mi riñón, o mi intestino grueso. De cristal, de repente.

Y el Chopped mete la mano en el bolsillo interior de su chaqueta bomber y saca un gancho de carnicero. Ese palo de donde sale un garfio inhumano y francamente acojonante hecho con la única y exclusiva meta de crear gran dolor.

Sólo que éste es otro tipo de gran dolor.

Es el dolor del que no te recuperas. El camino que no puedes reandar, puto.

Y yo le digo, porque si no lo hago yo nadie se lo va a decir:

—¿Tú estás tonto, o qué?

Y el Chopped mira al garfio, mira al suelo, a sus botas Martens de ocho agujeros de color negro, luego me mira a mí, y de repente estamos jugando al bote, y le he pillado, y tiene diez años, un niño grande.

¡Bote Chopped!

Y me pone el garfio en la mano. Sin ensartarla, porque somos colegas.

—¿Tú estás tonto? ¿Quieres acabar en el talego y que te masacren el alma? Tú sí tienes cosas que perder, paYaso.

—¿Sí? ¿El qué? —me contesta. Y veo esa lágrima tintada del ojo izquierdo, todo el dolor adquirido, heredado, de la vida mala, de sus padres, de lo que les tocó, de la suerte que agotaron—. ¿Qué tengo que perder, listo?

Y saca su yoyó y empieza a hacerlo descender como si el yoyó fuera un Hombre de Harrelson, arriba y abajo de la cuerda (Luca, al tejado), girando, girando, una bola de discoteca en su mano.

¡Zim-zum! ¡Zim-zum! ¡Zim-zum! ¡Zim-zum!

A veces, este yoyó es como un rosario turco. Utiliza sus subidas y bajadas como el que cuenta hasta diez antes de darle una hostia bien dada a alguien. Para calmarse. Pero ahora es que está pensando.

Y los demás, de repente, por casualidad, empiezan a cantar, siempre cantando por la calle, espantando los males, cantando porque es lo único que tenemos. Estas canciones, y a nosotros mismos.

¿Es que no sabes, que ésta es la edad?

Pero pronunciado en inglés, de cualquier manera.

Abrazándose los unos a los otros, el Sutil levanta el puño, Carnaval coge al Antología y lo levanta sobre los hombros, se tambalean por la calle como un caballo borracho, como una torre en pleno derrumbe, como castellers beodos, el Jejé levanta los dos puños a la vez y se parte de risa, solo, él solo, se parte, cayendo y riendo, los dos puños en alto, puños de orgullo, cayendo y riendo todos, siempre, puños como de haber ganado algo.

Hay cosas que no se pueden matar, nunca.

Da igual lo que nos hagan. Da igual, da igual.

¿Qué tienes que perder, dices? Y les señalo a ellos con el pulgar y le digo al Chopped:

—Esto.

Pensé: Tenemos que hablar, Carnaval y yo. Pero lo cierto es que casi no vamos a hacerlo. Tenemos diecisiete años. No voy a sentarme en mesas y sorber camomila y mirar a la gente fijamente a los ojos y preguntarles: «¿Estás bien?». O, como dicen los cursis: «Estoy fatal».

No, no voy a hacer eso.

¿Tengo pinta de hippie?

No contestéis.

Los Skinheads por la Paz juegan al potro. Uno se coloca en medio de la calle, agachado, y los otros le saltan por encima, y a su vez vuelven a colocarse de potros, y van cantando una canción que dice que nunca, nunca, nunca, voy a envejecer.

Se equivocan, pero qué más da.

Son como niños.

Somos niños.

Somos niños ahora, y eso es lo que importa.

Son las siete menos cuarto. La hora del ensayo de Las Duelistas. Sólo que hoy no hay ensayo, porque es nuestro concierto de debut en la plaza del pueblo. Sólo que no sé si vamos a alcanzar a tocar, porque aún no he hablado con Clareana.

Lo que les dije a éstos en el bar era un bluf.

Yo soy así.

Carnaval anda a mi lado, acompasando nuestros pasos con el dringui-li-drong de su llavero. Las dos manos en los bolsillos, algo encorvado, su pelucón en ristre, si miras su sombra es como un arbusto andante, como un seto redondeado que hubiese salido a pasear.

Como un trífido, sólo que ultragordo.

En su espalda: 100 PUNKS SIEMPRE.

Y me dice, observando con gran atención cómo andan sus botas militares:

—Oye, perdona.

Y yo le digo, mirando fijamente cómo andan mis botas militares:

—Tranquilo, tío.

—No ha pasado nada con Clareana, tío, te lo juro —añade, y saca su paquete de Fortuna espachurrado del bolsillo de sus pantalones elásticos de asfixia.

—Ya lo sé —contesto, serio.

—Ella aún está enamorada de ti, tío —me dice Carnaval, sacando con esfuerzo un cigarrillo. ¿El cigarrillo? Parece que lo acabe de recoger de la cloaca de lo espachurrado que está. Parece que se lo acabe de arrebatar de la boca a un vagabundo.

—¿Tú crees?

—Lo que yo te diga, tío.

Me quedo en silencio, ponderando lo que ha dicho Carnaval. Andamos los dos callados un rato, observando cómo los pelados juegan al potro y se niegan a envejecer. Carnaval saca su mechero, ahí está la materia prima para otro remache en su chupa, y se lo acerca al cigarrillo y hace chas-chas, y de él surge una llama de pozo petrolífero y enciende el cigarrillo, pero también le pega fuego a un mechón acaracolado que le resbalaba por la frente.

Os vuelvo a presentar a Carnaval.

Mi mejor amigo y holocausto andante, Carnaval.

Extiendo la mano a toda prisa y extingo el incendio de su cabeza con dos dedos. Pif. Carnaval mira hacia arriba, todo huele a ave asada, Carnaval que eleva las cejas y me dice, luego, ya mirándome:

—¿Colegas?

—Colegas —contesto yo.

—Una promesa es una promesa, tío, ¿eh? No te olvides.

Cómo coño voy a olvidar. Cómo voy a olvidar, Carnaval.

A cien metros de la capilla ya oíamos las risas, Carnaval y yo, los dos allí, en EGB. Obedeciendo órdenes del padre Pío y yendo los dos a misa.

¿Risas? No hacía falta ser un gran sabio para darse cuenta de que algo en extremo anormal estaba teniendo lugar. La religión católica no es una fuente inagotable de risas. De hecho, se basa en su perfecto opuesto: en el remordimiento, la culpa, el pecado y la aflicción.

Y un millón de curas pederastas y abusones.

La religión es, sin duda, una cosa de mala gente.

EL MAL.

Pero eso no viene a cuento ahora.

Lo que viene a cuento es que doblamos la esquina del pasillo y nos envolvieron las risas, todas las risas, un colegio entero riéndose. El ruido que 600 niños hacen riéndose, no lo queráis saber. Pero es un sonido gozoso, que le ensancha a uno el espíritu, un ruido amable y matizado. Niños héroes, partiéndose la caja, partiéndose el pecho, el pecho en dos, muertos, muertos de risa, que no de miedo: esas carcajadas te recuerdan que existe una cosa que se llama alma.

Si uno no está acojonado como yo estaba aquel día, claro. El alma, yo, la tenía así, pequeña, como una aceituna negra y arrugada, con hueso, todo hueso, aquel día.

Y abrimos, Carnaval y yo, abrimos las puertas basculantes de la capilla, era una de esas capillas modernas construidas en los setenta, ya dije, con Cristos de formas cuadradas, y pintura verdeocre en las paredes, y letras modernas en las frases del Nuevo testamento. Un lugar deprimente, que no había manera humana de humanizar. Un sitio para transformar niños en viejos. Una cadena de montaje destinada exclusivamente a aplastar tus sueños. A pisotear tu orgullo.

Alguien tiene que pagar por todo este MAL creado, no me jodáis. Todo se acaba pagando.

Y allí, Carnaval y yo, los dos en la puerta, y vimos lo que había hecho Carnaval. En la pared principal, donde estaba el Cristo cabecicubo, lo vimos.

O sea, Carnaval ya lo había visto. Lo hizo él.

Pero junto a mí vio su obra en contexto, tal y como el artista la había previsto. En plena misa de día santo, y delante de 600 niños muy cabreados y siete curas claramente pederastas que no sabían dónde esconderse.

Y, al lado del Cristo cubista, que ponía ojos de dolor y confusión por estar allí, claveteado a un pedazo de madera en T, la obra de Carnaval.

Y, por si alguien no interpretaba su significado obvio, unas palabras:

CURAS AL PAREDÓN

Letras muy grandes. Amigos: letras muy grandes. Medio metro cada letra. Letras muy grandes, sin reparar en gastos, sin reparar en sprays. Cloc-cloc-cloc. Un curro.

Y 600 niños hostiados y vejados que, por un día, ven el mundo que se da la vuelta. Las revoluciones van de esto. Los débiles, los humillados, los pisoteados, un día se levantan y dicen Se Acabó.

Tortillas que se dan la vuelta. Por una puta vez.

Vale: a veces, la justicia poética también existe. Lo admito. Incluso en este pueblo. Victorias Pírricas. Pero qué, si no tienes acceso a otras.

Esto era la venganza de los niños del maíz. Un Fuenteovejuna infantil. El único modo de devolver nuestra indefensión contra los curas del infierno. Niños héroes, por una maldita vez.

Ya tocaba.

Y nosotros, Carnaval y yo, los dos allí, aún más héroes. Héroes por un día. Alguien se dio cuenta de que estábamos en la puerta, y todas las caras infantiles descojonadas empezaron a volverse hacia nosotros, y uno a uno empezaron a aplaudir, desordenados pero con las ideas claras, reyes por una vez, reyes de su destino por un día.

Aplaudiendo y riendo. Qué estruendo.

Hay cosas que no se pueden matar; da igual lo que nos hagan luego.

Y los dos allí, Carnaval y yo, felices. Yo ya no tenía miedo. Carnaval juntó ambas manos y las elevó por encima de su cabeza, haciéndolas una sola, una gran mano estrechada, como si se estuviese presentando a sí mismo, y saludó a su audiencia inclinándose. Yo hice el signo de la victoria, el alma ya ancha otra vez, y también me puse a aplaudir a Carnaval.

Aún no se llamaba así, pero ya apuntaba maneras, el hijo de zorra.

Y los dos: muertos de risa. Cajas partidas.

Supongo que a nadie le sorprende esto.

¿Lo mejor? La cara del padre Pío. Esa cara de cobaya aterrada, despellejada, los dos dientes fuera, los ojitos rojos casi sin fulgor, sin pilas. Métete con los de tu talla, hijo de una sucia perra. El padre Pío, achantado por una vez. Pálido, pequeño, toda su cobardía y mezquindad subiendo a la superficie como sube la mierda cuando hierves algo asqueroso y putrefacto.

Los 600 niños, señalándole y partiéndose la caja en su cara de manera muy grande.

Algo así, hay que verlo.

Sin miedo, por una vez.

Alguien tiene que sacrificarse para conseguir estas cosas. Alguien tiene que limpiar todo el mal creado.

Y aquel día nos tocó a nosotros. Idea de Carnaval. Eres de los míos, gordito, y siempre lo serás.

Dos culos pelados.

Un poco más tarde, en el despacho del padre Pío.

Tumbados encima de la mesa del cura. Los pantalones bajados y, por un momento, pensando que ése nos daba por ahí. Era pederasta, seguro.

Ya no nos reíamos. Y no le veíamos, el padre Pío detrás de nosotros, subiéndose las mangas y agarrando una regla muy metálica y muy pesada y muy elástica que tenía, y que todo el mundo conocía y temía.

Carnaval y yo, los dos allí, mirando hacia la pared de detrás de su despacho, donde había una foto de Juan Pablo II. Y un dibujo de San Juan Bosco, con su cara de puto palurdo italiano.

Y el padre Pío nos empezó a pegar.

Gran dolor creado.

Supongo que a nadie le sorprende esto.

Nos pegó como si nunca fuese a terminar. ¿La eternidad? Era eso. Eso era el infierno. Un golpe, y otro, y otro, primero el culo de Carnaval, luego el mío, Carnaval, yo, Carnaval, yo, Carnaval, yo. Los dos. Culos en llamas.

Shhhak.

Golpe seco.

Sorber saliva.

Lágrimas.

Shhhak.

Golpe seco.

Sorber saliva.

Lágrimas.

Shhhak.

Golpe seco.

Sorber saliva.

Lágrimas.

Shhhak.

Golpe seco.

Sorber saliva.

Lágrimas.

Shhhak.

Golpe seco.

Sorber saliva.

Lágrimas.

No sé cuánto rato estuvimos allí. Mirando a Juan Pablo II. A San Juan Bosco, su cara idiota de pastor analfabeto. Llorando, llorando, llorando. Ahí lloramos. Y, después de aquello, me costó mucho volver a llorar. Hasta el año en que pasaron todas las cosas de este libro. Tanto daño y tanta humillación y tanta rabia iba a costar mucho superarlos; el listón quedó alto.

Cuando terminó, el padre no dijo nada. Se subió las mangas, dejó la regla. Carnaval y yo, llorando con el culo hecho samfaina. Y sólo al cabo de unos minutos habló.

—Vístanse. Espero que hayan aprendido la lección.

Carnaval y yo nos subimos los calzoncillos y los pantalones, y caminamos hacia la puerta. Simultáneamente, los dos allí, sorbimos los mocos y secamos lágrimas con las mangas. Que nadie nos viera como niñatas, al menos.

Niñatas nunca.

Luego, los puños en los bolsillos, otra vez, Carnaval y yo. Apretando tan fuerte que nos dolían las uñas, las uñas blancas, sin sangre, de tan fuerte que estábamos cerrando los puños.

Pero ¿la frase del padre Pío?

Espero que hayan aprendido la lección.

Sí, claro, claro. La hemos aprendido, cura de mierda, puto cura, hipócrita bastardo, hijo de cien mil padres. La lección está confirmada, ahora, después de esto.

La lección es ésta: un día nos la pagas, padre Pío, maricón. Aunque nos tome cien años, un día nos la pagas, maricón.

Hay cosas que nunca se olvidan.

Aquella tarde hicimos la promesa. El juramento, Carnaval y yo. Nos prometimos que siempre cuidaríamos el uno del otro, porque estábamos solos, y nuestros culos estaban al aire, ahora a punto de sangrar, sin podernos sentar en ocho días. Y si no lo hacíamos nosotros, si nosotros no nos guardábamos las espaldas, nadie lo iba a hacer por nosotros en este pueblo de mierda. Estaba claro.

Nadie había venido a socorrernos, no les culpo; en un régimen de terror, en un gulag, no puedes ponerte farruco y empezar a acusar a la gente de cobardía. No sé qué hubiésemos hecho nosotros, de estar en la piel de alguno de aquellos 600 niños.

100 punks, 300 hippies, 299 callos y una buena de cuerpo, 13 apústulas, 20 ojos y ahora 600 niños héroes.

Números, primos.

Los otros curas tampoco vinieron a impedir la paliza en nuestros culos. No lo esperábamos. Esos cabrones y su conspiración de silencio milenaria.

Así que fuimos a mi habitación, aún no había pósters de grupos ni discos porque teníamos once años, y allí en mi habitación nos pinchamos los pulgares con un cuchillo afilado de la cocina y los unimos y juramos siempre protegernos el uno al otro.

La sangre se coaguló en nuestros dedos.

Promesas para siempre: hermanos de sangre.

Las únicas cosas que poseemos de veras aquí, en el extrarradio, dejados de la mano de Dios. Lo único que no nos podrán quitar jamás.

Pegad, pegad, pegad.

Vamos a seguir riendo. ¿Y qué más? Cayendo y riendo, claro.

Aquel día nos hicimos hombres y hermanos, a la vez, doble bautizo de sangre con los culos en llamas, las nalgas en samfaina.

Carnaval y yo, los dos ahí, riendo. Qué queréis.

¡Presente!

No, no es la mili de Carnaval, que él aún no se ha ido. Está aquí, a mi lado, meneando un calimocho que acaba de hacerse con vino barato y media botella de Coca-Cola de litro. Parece que esté tocando las maracas en una orquesta cubana. Y con el dringui-li-dring. Y con el dringui-li-drong. Oye cómo va, su ritmo. Su bam-bo-le-o amigable. ¡La cucara-cha! (no va por ti, Ultramort, no te piques ahora). Lo que quería decir con Presente es que estamos aquí, ahora, en el presente otra vez. Porque eso era entonces, y esto es ahora.

Estamos en medio de la calle, solos. Los Skinheads por la Paz han seguido andando y jugando al potro en dirección a la plaza del pueblo, donde se hará el concierto. Y Carnaval y yo nos hemos rezagado porque nos ha entrado sez y queríamos un calimochito. Teníamos que probar sonido, pero probar sonido es de cobardes. El sonido angular de Las Duelistas no requiere pruebas ni ensayos. Y, además, ¿yo? Quiero hablar con Clareana; otra Obra Caliente, quizás la que me falta. Así que me estoy convirtiendo en valiente a base de vino.

Otro truco de los míos.

Y de mucha otra gente, qué coño digo.

Vamos andando, canturreando y chasqueando dedos, ahuyentando penas, Carnaval y yo, y lo que viene ahora no va a creérselo nadie nunca, soy consciente de eso, qué le voy a hacer.

Nadie.

Pero pasó, por ésta, por la cruz del Chopped, por el crucifijo que no llevo ni llevaré jamás, por la tumba de mi abuela, signo de la cruz en mi corazón y pecho, que se muera Clareana, que me muera yo aquí mismo.

Es un decir, atrapaos, que no tengo ningunas ganas.

No nos damos cuenta de que estamos delante del colegio de curas hasta pasados unos minutos. Estábamos bebiendo calimocho y chapurreando con malas maneras una canción que se llama «Best friend», y ha sido al entrarnos meera cuando hemos enfocado las braguetas a la valla y hemos visto el colegio de curas.

¿Concurso de a ver quién mea más lejos?

Fijo, le digo a Carnaval.

Y la mía es mucho más larga y duradera, la meada, no lo otro, estamos los dos jaleándonos a nosotros mismos, Venga, venga, campeón, gritamos, y luego nos sacudimos con gozo y desenfado juvenil. Molinetes con la chorra, lo llama Carnaval.

Eso también lo hacemos. Cómo nos reímos.

Y, de golpe, un grito fuerte.

—¡Eh! ¡Ustedes dos! ¡Qué se creen que están haciendo!

No tenemos ni que volvernos. No tenemos ni que mover el cuello. Tantas veces hemos oído esa voz. Tantas. Sólo que cuatro años atrás, y en otras condiciones.

El padre Pío.

Gracias, Dios. Gracias, Alá. Si es que estás ahí, en alguna parte; en mi culo, por ejemplo.

Antes dije: en la vida real, la justicia poética se toma su tiempo. Antes dije que a veces no llega jamás. Antes dije: esto no es una película, atrapaos.

Qué sabía yo.

La justicia poética acaba de llegar. Hay veces que sí se presenta, la jodida.

En un minuto está a nuestro lado, el padre Pío, no la justicia, que también, que también. Y entonces nos volvemos y guardamos lo que llevábamos en la mano, en ese orden, no al revés, y le miramos, estamos cara a cara, nos subimos las cremalleras.

Y entonces nos reconoce: pelucón, cabello teñido, cicatrices, botas ro-tas, pantalones de ahogo, pero ¿en el fondo? Somos los mismos niños dañados. Las mismas ratas, sólo que ahora calzados con botas de botar y crear gran dolor. Él se da cuenta de su error al instante. Lo vemos porque mira a su alrededor, y no hay nadie (n-a-d-i-e) y los dos hemos crecido tres palmos y él es un viejo de piel beige y músculos colgantes como puentes de lianas del Tercer Mundo y dientes de nácar.

En un libro de universitarios, aquí es cuando Carnaval y yo hacemos algo humillante pero inofensivo, porque la verdad y la justicia nos han dado la razón, y no queremos rebajarnos a su nivel.

En un libro de niñatas, le miramos con desprecio y le levantamos la mano, y él, en el suelo, suplica perdón. Y Carnaval y yo nos miramos el uno al otro y sonreímos, y le dejamos allí, sin hacerle nada, porque con eso ya hemos demostrado qué clase de pobre hombre era. Hemos demostrado nuestra superioridad moral.

En un libro de hippies, le perdonamos.

Pero éste no es un libro de ésos.

¿Sin hacerle nada? ¿Superioridad moral? Perdonad si me río, fuertemente. No sé si habéis oído bien: el padre Pío. ¿EL MAL? ¿El que nos trituró las nalgas?

Carnaval y yo le saltamos encima, ni nos hemos mirado, el recuerdo de cada humillación, de cada cobardía, de cada abuso, cada guantazo con la mano vuelta, el día en que nos hizo pegarnos el uno al otro, el día de la regla, el recuerdo de todo aquello actuando casi como un resorte automático, como un acto reflejo del sistema nervioso, como un parpadeo. Caen los puñetazos, casi ni sabe de dónde están viniendo, puñetazos chapuzas de gente que nunca supo pegar, pero qué. Le pegamos con la rabia acumulada de años, por nosotros y por los 600 niños héroes que quiso convertir en viejos.

Bang. Bang. Bang. Su cabeza se mueve de un lado a otro, como diciendo que no, pero su negativa es inútil. ¿No qué? Te dijimos que nos la ibas a pagar, cabrón. Va por ustedes, por todos vosotros, niños héroes.

El padre Pío tropieza, la cara como una manzana pasada, una manzana hecha al horno, fláccida y massegada, cae al suelo, le empezamos a patear.

Pam-pata-pam-pam.

El pata-pata.

Patim-patam-patum, homes i dones del cap dret.

Recuerdo La naranja mecánica. Y los pasos de claqué que me enseñó mi abuelo.

Sí, mirad: clapi-ti-clap-ti-clap-clap-clap.

Vualá.

Sólo que cuando hago vualá le pego una patada en la barriga que suena zod.

Paramos. Si hay algún médico en la sala, que venga.

No, es broma; en realidad no le hemos hecho tanto daño, no hace falta que venga. Tenemos puños de gelatina y él tampoco era tan viejo. Pero ha tenido que doler en el alma. Si es que tenía una, el muy perro.

Que conste: nunca quisimos hacer esto. No éramos malos por naturaleza. Pero: mira a tu alrededor. Mira a nuestro pasado. Nadie podría culparnos por lo que acabamos de hacer.

Y entonces es cuando vemos que eso no ha arreglado ninguno de nuestros traumas. Nos sentimos mal. Pensamos: Realmente, este tipo de violencia no resuelve nada.

Sí, seguro.

Era broma, hombre.

Los dos allí, Carnaval y yo, nos sentimos tan felices. Porque a veces, sólo a veces, los buenos triunfan. Y, a veces, cuando triunfan, no vuelven a vosotros, los antiguos abusadores, como el Cristo redentor y apocado y cursi que se dejó llevar al monte Calvario como una gran niñata. No, vuelven como el Cristo que entró en el templo de Jerusalén gritando y hecho un basilisco, rompiendo los puestos y enfrentándose a todos los fariseos, partiendo putas caras.

Todas las humillaciones sufridas, que alguien tenía que lavar. Todas las maldades que quedaron impunes.

Hasta hoy.

Esto no lo hemos hecho por nosotros, lo hemos hecho por todos, por el mundo, por mi abuelo, por los vencidos, por los niños héroes, para demostrar que, a veces, los cabreados y humillados y pringados y débiles pueden heredar el reino de los cielos.

No los mansos.

Los mansos se van a comer los mocos, está claro.

Esto no lo hemos hecho por nosotros, y nos ha dolido a nosotros más que a él.

Cuando digo esto, cuando le digo esto al padre Pío, que nos mira descoyuntado y con cara de rata sarnosa y aplastada en el suelo, cuando le digo Nos ha dolido más a nosotros que a ti, ¿el ataque de risa que nos da a Carnaval y a mí? Va a tener que venir el médico forense a por nosotros.

Joder, la vida.

Joder, qué risa.

Cogemos el calimochete del suelo y nos vamos, cogidos del hombro, Carnaval y yo, cantando con mala pata, riéndonos a la vez y bebiendo y volviendo a cantar «Best friend».

Vamos a hablar de nosotros allí en la pista

Hablemos de nosotros, nada más, te lo prometo

Hablemos de nosotros una vez más.

Y luego:

Patim-patam-patum, homes i dones del cap dret.

Cogidos del hombro, Carnaval y yo. ¿Colegas? Ya ves.

Ivan Lendl. Está ahí, en el balcón. Lleva una camiseta de Deporte de un equipo de Perpiñán y me mira, ojos incrédulos en su cabeza de melón, arrugando un extremo del labio, haciendo como una ola de su labio, haciendo el gusano con su labio. Labio de asco por algo, como de oler carne podrida.

Acabo de llamar al timbre de abajo, y el padre de Clareana ha salido al balcón, y me ha mirado como si yo fuese un montón de abono que alguien hubiese descargado sin permiso en su puerta, y luego ha metido la cabeza dentro de la casa y ha avisado de mi presencia.

No puedo oír a millas de distancia, pero no me hace falta. Incluso yo sé que ha dicho: El Maricón de Rompepistas. Qué le vas a hacer. No puedes caerle bien a todo el mundo todo el tiempo.

Y desde abajo, las manos en los bolsillos, en medio de la calzada, mirando hacia el balcón, veo cómo la madre de Clareana le da un manotazo a su marido en el hombro y le dice Calla, burro. Y se asoma y me mira y me dice:

—Sube, Rompepistas, sube, hijo. Clareana está en su habitación. —Sólo que no dice Rompepistas, y que no soy su hijo, afortunadamente.

Subo las escaleras de la casa, las paredes huelen a azufre y a pienso animal y a vegetales, el padre de Clareana es payés, se me olvidó decirlo antes. Es payés, y tiene unas manos como capazos grandes de patatas, callosas y anchas y recias y enormes, de uñas cuadradas, como las de mi padre.

Desde la escalera distingo la puerta al garaje, y veo el tractor.

Estoy subiendo solo, porque esto tenía que hacerlo solo, claro. Y porque mandé a Carnaval a buscar el bajo y la guitarra al local.

Entro en la casa y la madre de Clareana me recibe en la puerta, y me da un abrazo tierno, blando, de fondo suena la música del Telenotícies Vespre. El padre está sentado a la mesa con una cerveza en la mano, mirando la televisión, y lleva su camiseta de Deporte con la bandera catalana y pantalones cortos, y se vuelve y me mira y se mete una nuez en la mano y hace prunch y la machaca con la fuerza de su apretón, sin dejar de mirarme.

Me imagino dentro de esa mano de mono grande, de King Kong, y trago saliva.

Digo Hola a todo el mundo, porque en el sofá está sentada la abuela, la que reveló nuestras fotos de pollas y tuvo un patatús. La señora tampoco me contesta, pero es porque no toca ni cuartos ni horas, y desde luego la culpa de eso no fue de mi paquete capturado en cámara.

Es la vida, y la senectud, qué vas a hacerle. Esa culpa, que quede claro, no seré yo quien la arrastre. Que se la quede el boogie, ésta.

La madre de Clareana me dice «Es por ahí», aunque lo sé de sobras, no he venido veces ni nada cuando todos trabajan a hacer guarradas en la habitación de Clareana, anda que no he venido veces a meterme en el bivalvo de Clareana, cuando era mío solamente y no de otros, anda que no he estado allí veces.

Pero esas veces las disimulo.

—¿Por ahí? Gracias.

Por el pasillo me cruzo con el Jopa, que va en bolas, meneando su badajo, saliendo de la ducha, los Cuellos se pasan el día entrando y saliendo de duchas, y el Jopa me dice «Qué pasa, Rompepistas», y me pega un toallazo mojado en el culo, chas.

Y yo, «Tu puta madre». Pero flojito, porque su madre está en el comedor.

Y él me da un puñetazo en el hombro que duele de manera bastante grande, y me dice «Tocáis esta noche» y «Vamos a ir», y por un solo instante me alegro de que existan tantos Cuellos. Si un día vamos a necesitarles, es hoy. Los Cuellos dan significado al concepto Fuerzas de Choque.

El Jopa se va pasillo abajo, moviendo sus nalgas petrificadas y sacudiéndose su cabello mojado como un perro al que hubiesen bañado con una manguera. Dando saltitos. Hay veces que eres tan hombre que un poco maricón sí te vuelves.

Mucho Maricón de Rompepistas, pero yo no daría esos saltitos ni borracho.

Masajeándome el bíceps para que vuelva en sí, llamo con la otra mano a la puerta de Clareana. Y su voz me dice Pasa, directamente, y sé que debo de haber sido anunciado: Está aquí el Maricón de Rompepistas.

Sí, seguro. Seguro que aquí el maricón soy yo.

No te jode.

Y paso cuando ella me dice Pasa, sólo que cubriéndome la cara con un codo por si me tira una máquina de coser al ojo, o unas tijeras de podar setos, o un tractor. Y Clareana está sentada en la cama, sentada Toro Sentado en calcetines, y la rodean sus pósters: Clash, Jam, la foto en que el grupo está debajo de un puente que parece de aquí, del pueblo, y también Sex Pistols, y Damned, la foto en que están empastifados de pastel y merengue.

Clareana me mira, y su cráneo es una castaña con cáscara peluda, y me mira con esos ojos de hueso. De hueso de níspero, ovalados y húmedos, sólo que azules de azulejo. Miro su orejote derecho, orejas de SEAT con las puertas abiertas, me encantaban sus orejas, y miro sus cuatro pendientes de aro, acupunturados en su cartílago izquierdo como si fuesen un encuadernador de espiral.

Al lado de su oreja derecha, en la pared, está una foto de nosotros dos: Clareana y yo. Cogidos de los hombros y haciendo la V con los dedos y sacando la lengua de lado como pillados. La V de A Tomar por Culo, no la V de Victoria.

Nos queríamos: fotos como ésta lo prueban. Fotos que ella no destruyó, por algo será. Éramos Los Novios.

Y Clareana levanta una mano, mirándome aún, y en la mano, en dos dedos de su mano, está mi carta. Sostiene mi carta como si fuese un condón que aún llevara dentro semen con infecciones venéreas, y al que alguien hubiese olvidado hacerle un nudo. Como un pañuelo con mocos de los que llevan algo de sangre semisólida y burillas secas dentro. Como algo asqueroso, vaya.

Y me dice, con su boca llena de dientes de marfil. Me dice, ¿qué es esto?

Me meto las manos en los bolsillos de mis pantalones, ahora que veo que no va a caerme el tractor.

Y le respondo: Una carta. Aunque es obvio que no es ni un condón ni un pañuelo que dé asco, porque está dentro de un sobre. Y me acerco a ella. Y me siento a su lado en la cama, sin pedir permiso, y todo el tiempo mirándome las botas ro-tas con gran atención, sólo que al final me vuelvo y la miro a ella a los ojos de huesoníspero.

Aquí no voy a decir qué dice la carta.

Ya avisé.

Sólo hace falta saber que es sincero y que lo digo un poco como una niñata.

Pero no importa, porque lo pienso, todo. Todo lo que digo ahí. Que nunca he querido a nadie tanto, que la querré siempre, que soy un montón de estiércol descargado en la puerta de su garaje, que lo siento, que somos Los Novios, que soy la hez. La hez de la tierra. Y luego, al final de la carta, suplico. Suplico como un esclavo, como un condenado que sabe que no es inocente, suplico como alguien a quien van a ajusticiar de manera horrenda después de torturarle de manera brutal. Suplico como alguien a quien le están creando gran daño con unos alicates o unos cangrejos de río en el pito.

Pero lo pienso todo; que conste. Pienso todo lo que he escrito y digo, ahí.

—¿Piensas todo esto que me dices ahí? —me pregunta.

Le digo que sí.

—¿Y te crees que es suficiente?

Le digo que no.

—¿Entonces?

Dame una oportunidad, susurro, como si le estuviese pidiendo que me dejara cincoduritos para un cafeconleche, como hacen los majaras.

Mmmmm, dice ella. Bastantes emes. Cuantas más emes, más dudas.

¿Yo? Sigo pidiendo, para restar emes.

Dame un beso mortífero, anda, le digo.

Esto es una broma nuestra, que viene de aquella canción de los Generation X. Y me acerco a ella poco a poco, y supongo que estoy creciendo delante de sus ojos.

Y por dentro pienso en la letra de la canción. Y Clareana no gira la cabeza ni agarra el tractor para estamparlo en mi boca, sino que se queda ahí, esperando el beso mortífero, y ese esperar, esa cara de esperar, de busto de estatua clásica, esos ojazos de persiana medio bajada, quieren decir: Vale.

Quieren decir: Somos Los Novios, otra vez.

Vivan Los Novios.

Ha llegado el Túnel de Lavado Primordial.

¿Esto? Es el perdón.

Existe, acabo de demostrarlo.

Soy la lavativa, hermanos y hermanas. El purgativo.

Y cuando estamos a un milímetro el uno del otro, cuando nuestras dos bocas están rozándose y las narices chocan a lo esquimal pero sin querer y las manos avanzan hacia las nucas ajenas, Clareana dice: Espera.

Espera.

Y se mete la mano en la boca y saca su chicle, y lo pega en el armario de formica lleno de pegatinas que está al lado de su cama. Y después de sacarse el chicle cierra los ojos y dice: Ahora.

Como la primera vez.

Como siempre.

Hay cosas que quizás sí pueden arreglarse, después de todo. La Limpieza Fundamental quizás existe, después de todo. Lo único es que tienes que arrepentirte de verdad, y creértelo, no sólo para embaucar al otro y que empiece a juguetear con tus partes.

No estoy moralizando. Pero las cosas son así.

Son así, en serio.

Y mi Grandísima Culpa era mía, sólo mía, y de nadie más. Pero con este beso mortífero sin chicle noto que la culpa empieza a irse, a trazar planes de viaje, a murmurar despedidas sensibleras subida a vagones de trenes transiberianos, a agitar pañuelos de sonarse.

Te querré siempre, le dije a Clareana, antes de dejarle el corazón a rodajas.

Las promesas que rompí, y que ahora estoy reparando. Con pegamento invisible, juntando cada pedazo, volviendo a colocar el asa del jarrón desmenuzado. Cuánto curro hay ahí, reparando todas las promesas rotas. Es un trabajo a jornada completa.

Pero vale la pena, eso que vaya por delante.

Te querré siempre, le dije a Clareana.

Te querré siempre, le digo a Clareana.

—¡¿Se puede saber lo que estáis haciendo?!

—¿No es obvio? —le respondo a su madre.

A la calle.

La madre de Clareana nos manda de una patada a la calle, y susurra Como se entere tu padre, y yo casi no sé qué ha pasado, que un minuto estaba mirando el chicle pegado en la formica y notando la limpieza interior que me frotaba los hombros y la espalda como un túnel de lavado, y al otro minuto me estaba quitando las gafas, y al otro la camiseta, y al otro estaba quitando la suya, la de Clareana.

Los dos tatuajes, los dos corazones automáticos, ahí, cara a cara, más o menos, más o menos.

Los dos amantes automáticos y tatuados.

Los Novios, y no de la muerte.

Sólo que uno de los tatuajes parece que se haya metido en una pelea muy perjudicial con el Peligro en un mal día para él. El tatuaje chamuscado de Clareana. Y al ver ese tatuaje deformado me pongo un poco triste, por el pasado. Quizás no te puedes librar nunca del pasado, ni del mal creado. Ahora me siento bien, pero ¿y mañana?

Mañana quizás me sentiré mal.

Me acuerdo de repente de una frase de una obra de teatro de Jardiel Poncela que mi abuelo repite siempre: Lo pasao no se borra ni con un matrimonio ni con una goma Faber.

Lo pasao no se borra.

Y Clareana sigue la flecha de puntos que surge de mis ojos, y que acaba en su tatuaje de amor.

Un corazón rojo, y un pergamino cruzándolo donde pone: Rompepistas.

Sólo que no pone Rompepistas, pone mi nombre normal, pero tampoco, porque con tanta quemadura infligida se lee pésimo.

Y me dice:

—Me lo repasaré, al pobre. Las ha pasado canutas, con todo esto.

Y los ojos se me ponen acuosos. Con lo que me costaba llorar, y ahora voy a llorar por todo, como una niñata. Y veo subacuático de repente, sin gafas pero además con lágrimas, sin limpiaparabrisas, buceando, submarino.

¿Qué te pasa, Rompepistas?

Joder, ¿os parece poco?

Pero creo que ¿ahora? Ahora lloro de contento.

Y Clareana me coge la cabeza con ambas manos, acaricia un poco mi cicatriz, y lentamente acerca sus labios a mi cara, y me da un beso en los párpados.

El beso más dulce que me han dado nunca. Lo juro. El más dulce.

Y luego pongo una mano en su teta izquierda y luego ya no sé qué pasa, pero se abre la puerta y su madre está en la puerta, y pregunta lo del párrafo anterior, y yo tengo que hacerme el gracioso con los pantalones a medio bajar y ella nos dice:

A la calle.

Vamos a bailar un rocanrol a la plaza del pueblo. Todo el mundo está bailando rocanrol en la plaza del pueblo. Todos. 100 Punks, pero no, que en realidad no son 100 ni en broma, sino muchos menos, qué más da, nos bastamos con los que somos.

Entramos Clareana y yo a la plaza por una de las cinco calles que van a dar a ella, se está haciendo de noche y toda la plaza está decorada de revetlla, y hay tenderetes metálicos de Estrella Dorada donde venden cerveza y bocadillos y coca de comer, y huele a chistorra frita, y de los altavoces sale, explotando, el ruido de «Summertime blues».

Cha-ka-cha-kán.

Cha-ka-cha-kán.

No hay cura para la tristeza de verano.

Bueno, sí, una: bailar. Bailar para detener la marea de la tristeza.

Suenan los petardos. Rompetochos, piulas, bombetas, truenos, chinos. Por todas partes: Vietnam. Clareana y yo nos abrimos paso entre la gente, cogidos de la mano, somos ciclistas de paso por el peaje de avituallamiento, y cuando llegamos a donde están todos ya llevamos una cerveza cada uno, el plástico frío seguro y espumoso en nuestra mano, seguro no, derramándose por todas partes, como nuestro amor.

Llegamos a nuestras termitas, a nuestra armada, nuestra jauría. Los Skinheads por la Paz haciendo el pogo y, de invitado de honor, Carnaval, siendo empujado en medio de todos ellos y por todos ellos. Su culo gordete rebotando de un pelado a otro, como en una pínbol machín. Su pelucón balanceándose por el corro desordenado como un matojo de Far West llevado por el viento.

Están el Jejé, el Sutil, el Antología, el MD, el Bomba, el Puños, que ha vuelto, que no quería perdérselo, que no está en el centro de la acción por los puntos, Cuidado con Los Puntos, repite todo el rato, Cuidado con Los Puntos, y también están El Pachanga, el Pimienta y el Peligro.

Y Clareana y yo, que penetramos en la sardana anarquista como un espermatozoide fecundando el óvulo. Clareana y yo, manos desordenadas, botas que lanzan patadas de buen rollo al aire, empujones desplazantes, rebotamos de unas manos a otras, bailando, Clareana y yo. Y ahí, ese pogo, que parece que nunca vaya a parar.

Nunca.

Y estamos en este bombo de lotería, grong-grong-grong, meciéndonos como hamacas en la verbena, y Carnaval se nos acerca y, cogiendo impulso en los hombros de quien tengamos más cerca, los tres empezamos a rebotar hacia el cielo, boingboing-boing.

Cha-ka-cha-kán.

Cha-ka-cha-kán.

No hay cura para la tristeza de verano.

Bueno, sí, una, ésta: bailar. Bailando, Clareana y yo, y la marea de la tristeza que se retira, se retira y ¿debajo? Debajo de estos adoquines, de estas calles mojadas y húmedas con olor a frito de morros y a los eucaliptos del parque, con olor a cordero frito y sonidos de Telenotícies, al lado de la menta automática que se resiste a dejar de crecer, bajo las moreras, bajo el asfalto de este pueblo de mierda quizás haya algo mejor. Como una playa. La playa de los chicos con botas.

Y ahí está el Chopped, que se acerca a nosotros con su camiseta prieta, en la que lleva escrito: Oi!

—¿Hoy? —le pregunto, sin aliento y mojado como un pato—. ¿Qué pasa hoy?

Y el Chopped me quita la cerveza, la que no he derramado haciendo el animal, parece que se le ha bajado un poco el acelerón de cápsulas, y me dice lo que sé que me va a decir:

—Un destroy, tío. —Y yo me río, y él también.

Y Clareana le agarra de uno de los tirantes, y lo tensa hacia ella, y guiña un ojo como diciendo, Esto Va a Doler, y lo suelta, como un arquero al que ha dejado de importarle hacer diana, Robin Hood chuleando, mirando hacia otro lado, y el tirante vuelve a su posición original en el pecho del Chopped con un PLAT. Pero el Chopped, pecholata, hombre-montaña, ni se inmuta. Sólo señala una chapa anarquista que lleva Clareana donde dice: A.

—Aaaah —dice el Chopped, y su risa es de león sin capar. Risa de cocodrilo, de saurio que trata de deshacerse de su lágrima perpetua.

Y le da un empujón cariñoso a Clareana y luego se bebe mi cerveza de un trago, hace crunch con el vaso y lo tira por encima de su cabeza, y el vaso va a rebotar en la de Carnaval, que no se da cuenta, porque está bailando el twist, se supone que es un twist, pero parece más bien un cerdo salvaje intentando librarse de un cangrejo que le estuviese pellizcando un testículo.

—¿Cuándo tocáis? —me dice el MD, que se ha acercado a nosotros tambaleándose como un tentetieso, expulsado del pogo. Y en su camiseta pone Studio One, pero él lo llama Estudio Juan. Las canciones de Estudio Juan.

Y miro a Clareana, que me mira a mí, y los dos estamos ahí, los ojos chocando en medio de la gran pachanga, el gran jaleo, la gran verbena, los 100 punks bailando ahora «C’mon everybody».

¡C’mon Everybody!

Buena gente, buena gente.

Y los dos levantamos las cejas, yo una y media sólo, y recordamos que abríamos la verbena nosotros, es la hora, y avanzamos hacia Carnaval, Carnaval que está apuntando al cielo con un dedo, todo él como un tapir que se hubiese tragado un pararrayos, farfullándole a alguien entre ráfagas de capellanes, decenas de pistolas apuntando al mundo en su camiseta roja de RIP, y su llavero que hace dringui-li-drong, dringui-li-drang, y soltándonos de la mano agarramos cada uno una de las suyas y con Carnaval en ellas empezamos a correr hacia el escenario, la gente se aparta, llevamos a Carnaval como si fuese una cometa, una cometa muy gorda y ruidosa que nunca va a volar. Un globo aerostático que no volaría aunque le metieras una manguera de helio en el culo.

Mirad: os vuelvo a presentar a Carnaval. Y a Clareana. Y a mí mismo: Rompepistas.

Los Tres Descojonados, haciendo la cadena y cantando:

Qui-vol-fer-la-cadena-que-no-sigui-un-hippie?

Los tres, ahí, ¿la manera en que nos reímos? Van a tener que practicarnos tres traqueotomías para que entre más aire.

Van a tener que gritar aquello de: los estamos perdiendo.

Y además de verdad. Perdidos. Pero de perdidos al río, como dicen.

Riendo y corriendo, riendo y cayendo, las botas ro-tas de tanto bailar, Paso a Las Duelistas, gritamos como majaras.

¡Paso a Las Duelistas!

Sin mandangas, Sin discursos. Sin zarandajas. Somos todo lo contrario a estrellas del rock. Se trataba precisamente de eso, atrapaos.

Así que subimos al escenario y enchufamos los instrumentos y se junta la electricidad estática con el zumbido de los amplis y los empalmes, y de golpe hay un zoooot que es como el aviso de que vamos a tocar, y vemos a la gente que se acerca al escenario, mirándonos, y miro a sus caras, y les conozco a todos.

Aquí. Donde todo el mundo conoce tu nombre.

Los chicos de la calle. Las ratas con botas. O con cualquier otro tipo de zapato; no se trataba de hacer distinciones tribales, ahora menos que nunca. Todos juntos, tirantes apretados, tupés en crecimiento, abrigos verdes de flamenquín histérico, culos centrifugados, todos a punto de bailar, a punto de despegue.

Los tres duelistas llevamos las camisas sin una manga que nos hemos puesto justo antes de subir. Duelo al amanecer. Duelo al sol. Y yo digo, acercándome al micrófono, yo digo, para reírme de los grupos de jazz, para reírme de todos los grupos de rock, como si fuésemos algo serio: Somos Las Duelistas.

Al bajo, Clareana.

Y Clareana que mueve sus dedos sobre las cuerdas, como si estuviese haciendo un truco de magia, abracadabra, y suena bom-bodom-bo-dom. Y la gente que aplaude, como si les gustase lo que acaban de oír.

A la batería: Carnaval.

Y Carnaval que hace un trapatrum-patúm muy cavernícola y mal agarrado. Y la peña que aplaude, porque no se trataba de eso, tampoco.

—Y yo me llamo Rompepistas —digo.

He dicho Rompepistas, alto y fuerte, por si alguien no lo sabía, porque eso es lo que soy, lo que diga mi DNI da igual. Hoy soy Rompepistas, más que nunca.

—Y esta canción se llama «Rompepistas», y va sobre mí —digo. Me tiemblan las piernas como si estuviese haciendo el charlestón—. Pero podría ir sobre vosotros, también.

Señalo a los chicos de la primera fila, a mis pocos amigos, y hay una pequeña ovación. Me ruborizo como una estufa de keroseno, me lleno de sangre como un sangtraït con gafas.

Carnaval hace 1-2-3-4 con sus baquetas y empezamos a tocar «Rompepistas» a todo volumen. El sonido angular de Las Duelistas, nuestro zoo en llamas. Si no puedes tocar mejor, sube los amplis, idiota. Si cantas mal, grita más fuerte. Tarde o temprano, alguien escuchará; aunque sólo sea porque estás a punto de trepanarle los tímpanos.

Y cuando terminamos la canción, Carnaval hace de nuevo 1-2-3-4 con sus baquetas, ahí, de pie detrás de mí. Porque le dije que no queríamos espacios entre canciones, que teníamos que hacer como los Ramones. Y tocamos «Saltos», «Mi tarareo» y «Motín» (que es una instrumental). Debajo de nosotros, botas que se rompen, de tanto bai-lar. Los mejores siete minutos de mi vida, casi. Los minutos más felices de mi vida, casi. Los planetas, alineándose; si fuese hippie diría algo así. Pero no lo soy, así que miro primero a Clareana, que me sonríe con esa muralla de calcio bucal perfectamente esculpido, luego a Carnaval, que levanta ambos dedos, esta vez haciéndole A la Mierda al mundo, y luego digo al micrófono:

«100 punks».

Y todos, como una o-o-o-la. El bam-bo-le-o más feroz. Quizás no sean 100, pero los que son saltan a la vez como si estuviesen matando escorpiones, bailan como si les hubiesen inyectado un dardo con el veneno de Raidjadjá, bailan porque su mal espantan, bailan la jota loca, bailan porque es lo único que tienen.

Bailando, bailando, bailando siempre.

Haciendo piña, porque las piñas se rompen menos, lo sabe todo el mundo. Hay muchas cosas que podría contaros, pero se me rompe la voz.

Y ahora: ¿un bailecito?

Venga.

Y no es una multitud, que tiene nombres. Sus nombres reales serán la prueba de que esto existe, existió, no acabo de inventarlo: el Pimienta, el MD, el Peligro, el Bomba, el Antología, el Pachanga, el Puños, el Jejé, el Sutil. Y el Chopped, en primera fila, sin camiseta. Levantando ambos puños al aire, como si hubiésemos ganado algo.

Y quizás lo hemos hecho.

Ganar, digo.

Quizás ésta era la única forma que teníamos, no quedaba otro remedio.

Y en el pogo hay más gente que no me puedo dejar: los hermanos de Carnaval, el Jopa y el Esfinge y sus Cuellos, está incluso el Candao, ab-so-lu-ta-mente embotellado y amotinado, haciendo algo que él debe de considerar bailar pero se parece más a un majara intentando derribar un muro de ladrillos pequeñito. Todos empujando la marea de la tristeza, dejándola lejos, alejándola de allí, hasta que al final se ha ido, hasta que no queda nada.

¿Es ése Ultramort? Lo es, lo es. Está separado de la marabunta, bajo la luz de una farola parece Bela Lugosi, los pies juntos, balanceando su cuerpo a uno y a otro lado como un metrónomo, los ojos entornados, es su manera de bailar, simulando un desmayo, simulando una posesión espiritual. Camiseta diabólica de manga larga, con símbolos cabalísticos en el pecho. Ojos con sombra, ojos negros, de tuberculosis femenina, de Dama de las Camelias. Y los abre de repente, los ojos, y nos vemos el uno al otro, yo rasgando las cuerdas, él levantando una mano cristalina y haciendo cosquillas al aire con sus uñas de fenecido, diciendo: Hola. Diciendo: Estoy aquí.

Buenas noches. Las Duelistas, digo, al micro. Y algunos aplauden y dicen Otra, otra, pero no hay otra, porque no tenemos más, ¿somos punks o no somos punks?, éste era nuestro sonido angular y, sobre todo, breve. Como un pestañeo, como un pulso, como un beso. Zas, y fuera.

Y me acerco a Clareana y le doy un beso y nuestros dos instrumentos se besan también. Los musicales. Y suena bbzzzzzzt en cada uno de los amplis. Y un brazo en camisa sin manga agarra a Clareana, y otro brazo en camisa sin manga me agarra a mí, y desde lejos parecemos una misma persona, una misma camisa, sólo que con dos cabezas.

Quizás siempre fue así, ahora lo veo.

Antes de que pase nada, nos hacen la foto, no recuerdo quién tenía cámara, en la pared del mercado.

En la foto, que aún no está amarilleada pero ya tiene los bordes romos, salimos los cuatro. Clareana, Carnaval, Chopped y Rompepistas.

CCCR, como si fuésemos el hermano deforme de las siglas verdaderas de la URSS.

CCCR.

Chopped cruzado de brazos y mostrando el skin crucificado, brazos como piernas de Tiranosaurio Rex, y Carnaval haciendo el mongol, apuntándose en la sien con el dedo índice, como si estuviese a punto de pegarse un tiro, y Clareana y yo, cogidos fuerte del hombro, sin querernos soltar, como tratando de impedir que viniese el futuro, como queriendo quedarnos allí, en junio de 1987.

Los cuatro estamos sonriendo. Las miradas aún desafiantes, sin los arañazos de la decepción, y del fracaso, y de la pena adulta, que vendrían después.

La foto.

Aún la tengo, no sé dónde.

Errores tácticos.

Joder, qué alegría que no sean nuestros esta vez. Llevamos una vida entera practicándolos y ya cansaba.

Errores tácticos: Normandía, Annual, la carga de la Brigada Ligera en Crimea, Zulú. No, lo de la guerra Anglo-Zulú no cuenta, porque eso fue pura chamba. 140 ingleses contra 5000 zulús y un teniente que dice: «Esto lo defiendo yo, tíos».

Y, por una puta vez, vale, de acuerdo: funciona. Pero nunca, nunca suele funcionar. Porque siempre hay un listo. Siempre.

En el coche del Titi, se trata del imbécil que dijo: Hemos apuñalado a uno, hemos quemado su bar, seguro que están acojonados. Acojonaos, posiblemente dijo. O apollardaos, quizás. El imbécil que sugirió, allí, en el coche, con el subidón de heroína y whisky-con-cola: Vamos a pegarles otro susto a los cuatro maricones del pueblo de al lado.

¿Cuatro? ¿Maricones? ¿Asustados?

Tres tristes tigres, cuatro maricones asustados. Sólo que da la puta casualidad de que esta vez los maricones del pueblo de al lado son 100, tal vez algunos menos. En todo caso están MUY cabreados, subnormal.

Justo después de hacernos la foto, casi estoy posando aún, casi estoy congelado, mirando al objetivo, cuando les veo llegar, soy el primero en darme cuenta.

Ya están aquí. Ya vienen. Está a punto de empezar, todos lo sabemos. ¿Notas la corriente? ¿Notas la corriente eléctrica?

Nosotros sí. No hay nada igual.

Llegan en dos coches, al menos un paYaso dijo Vamos en dos coches por si hay más peña, llegan el 850 rojo cascado y un Forfi azul con alerón. Coches Kies. Les veo cómo van a aparcar, con el ciego no se percatan de la cantidad de gente que hay hasta que es tarde. MUY tarde, primos.

Aparcan, alguien además de mí les ve, se nota la corriente. Esa electricidad que pasa a través de los hombres cuando hay peleas de fútbol o revueltas callejeras. Ese calambrazo sin nombre, ese resorte no verbalizado, como el que nos cogió a Carnaval y a mí poco antes de darle su merecido al cura. Ese nervio, ese umpf.

Y desde la pared donde estoy apoyado aún veo las caras de malos que emergen del coche. Lee Van Cleef y Jack Palance y los Dalton de verdad, Goebbels y Al Capone, Vaquilla y Torete, Vlad y Atila, mala gente, mala gente, sólo que de repente: cagados. Con un terror de niños, miedos inexplicables, colmillos y tentáculos y ojos que escrutan desde dentro de armarios, pavores a cosas que no pueden explicarse.

Sólo que éste sí.

Sí puede explicarse, quiero decir.

Es fácil: se llama Paliza de Tu Vida. Hay un antes y un después de ésta, incluso para ti, Titi. O, si no te importa, a partir de ahora te llamaré Cara-Biberón. Si no te importa.

Flup. Claro que no te importa, paYaso. Suficiente tienes con estar respirando todavía.

Las caras de ahora, oh, los rictus de los Chungos; son las caras de hombres que no quieren sufrir muerte, pero la ven acercarse contenta y bailando un madison y señalándoles con la mano hecha de huesos debajo de la manga del sudario.

Tú, idiota.

Tu turno.

Intentan volver a meterse en el coche, huyendo, andando sin atreverse a darnos la espalda, cuando sin previo aviso empiezan a lloverles las botellas de cerveza. Parece organizado, todo es tan sincrónico, tan único, todo el mundo sabe cuál es su lugar, aunque no se haya preparado. Es hermoso, en cierto modo. Todas las botellas volando hacia los Chungos, como si viniesen de arqueros medievales sitiados. Ese diluvio de cristal, esas catapultas de envases, haciendo un ruido temible al estrellarse contra los coches y las nucas y frentes y antebrazos, un ruido de… De victoria, qué coño. De puta victoria.

Y todos los nuestros, todos, que arrancan a correr hacia el coche, aprovechando el desconcierto que ha creado la primera andanada de botellas proyectadas.

Nuestras guerras, que no salen en los mapas.

Todos berrean. Todos los ataques de la historia han sido así, supongo. Como Zulú, sólo que en esta batalla los que son menos van a pillar por todos los lados. En el carnet de identidad y en todas partes. Nunca juzguéis mal el poder de la justicia poética. Es tardona, xino-xano, pero al final siempre llega.

Y todos los nuestros llegan al coche, son menos de cien pero se bastan y sobran, y pescan a los kies de dentro, como osos arrancando de un río a las truchas a manotazos, como en aquel funeral del IRA en el que dos policías de paisano se plantaron en coche en medio del entierro y casi atropellan a alguien tratando de huir, pero no llegaron a huir.

Errores tácticos. Venganzas catalanas. Fuenteovejuna con botas. ¿Habéis visto alguna vez el baile del skin? Es una cosa bonita, que hay que apreciar. Sólo que va muy, muy rápido. Desde donde estoy, veo cómo vuelan los puños del MD y el Pimienta y el Pachanga y el Sutil, fulgurantes como cabezas de cobras. Veo cómo se empujan entre ellos el Bomba y el Puños y el Antología, y parece que luchen por un balón, pero lo que hay en el suelo no es un balón. Veo al Peligro, y tengo que volver la cara hacia otro lado, porque le está pidiendo a su contrincante que se fije en esa farola, muy de cerca, siendo muy convincente, y la cabeza del otro va y vuelve hacia la farola unas cuantas veces, hasta que pierde rigidez y cae a un lado como si ya no perteneciera a aquel cuerpo. Y me río cuando veo a Carnaval, que le está metiendo en la cabeza con un paraguas (¿de dónde ha sacado un paraguas?) a un tío que sostiene por el cuello el Jejé. Y veo al Chopped, que ha enganchado al Titi y está jugando al Un-Dos-Tres-Pica-Pared con su cara.

Auch.

No sé qué más añadir. Esto hay que verlo.

Sólo digamos que, tras la pesca del oso, nadie muere, pero algunos van a tardar bastante tiempo en mover las piernas como se mueven las piernas humanas. Sólo digamos que ¿la caja torácica de algunos? Bueno, parece que haya pasado por las manos de un carnicero especialmente chapuzas. ¡Que era para barbacoa, no para estofado!

Sólo digamos que esos ojitos negros, que nos miraban, ya no son lindos. Que esa mirada extraña que nos turbaba, bueno… Se acabó. Sólo digamos que algunos van a lucir durante unos meses la moda El Hombre Elefante. Deformidad y dolor al barullo. Daños bien agitados y mezclados.

Pero:

Eh:

Que sepáis que:

En un libro hippie, la policía llega a tiempo y calma los ánimos con un discurso inspirado, y todos volvemos a nuestras casas.

En un libro socialdemócrata, la violencia no resuelve nada, y a los Chungos se les deja marchar con una advertencia seria y una amonestación racionalizada con gesto grave y digno.

Pero éste no es un libro de ésos.

Cuando oímos las sirenas, Clareana y yo estamos corriendo cogidos de la mano por las calles de adoquines desiguales. Pisando la menta automática de las aceras.

¡Retiradaaa!

Oímos las sirenas de la policía, que como siempre no va a servir de nada. Gracias por venir, municipales, pero una ambulancia hubiese sido más útil. O quizás un enterrador con un buen surtido de féretros, quién sabe.

Sea lo que sea, Clareana y yo nos estamos yendo, dejando la rebelión, el linchamiento, detrás. No hemos participado en la historia; nos pareció que se bastaban sin nosotros. Clareana y yo: las botas botando, pisando las calles húmedas, cogidos de la mano, dos brazos sin mangas, dos cabezas pero quizás era el mismo cuerpo, la misma persona.

Las cosas no se pueden dejar a medias, y esto es entre Clareana y yo. Yo, Rompepistas. El Chopped y Carnaval serán bienvenidos en muchas otras ocasiones, pero no en ésta.

No sé si me explico. Hombre-mujer, pájaros y frutos, flores y abejas. Temas.

Tumbo a Clareana en el suelo de la montañeta, en la ladera glorificada que hay cerca de la plaza del pueblo donde hemos llegado a todo botar. La tumbo en el puro suelo sin dejar de besarla, es tierra pero la sentimos como cien colchones, sin garbanzo debajo, la sentimos como el tálamo más confortable, una cama de faraones, de visires indios.

Ella me quita las gafas. Yo le quito los pantalones.

Y Clareana, hija de su madre, me agarra la mano y me dice:

—No me vuelvas a hacer daño, Rompepistas.

Yo la miro con cara de idiota, y me miro el paquete, como diciendo: No hay para tanto. O sea: Echa un vistazo.

Clareana se parte.

—No así, idiota. No ahora. No me vuelvas a hacer daño de verdad. En la vida. En el futuro.

Yo le digo Vale, pero con la cabeza.

Y Clareana, hija de su madre, tiene que decir:

—Quiero nadar, ¿vale? No quiero flotar, como el resto de la gente.

Vale.

Un momento: ¿cómo?

—Ni ahogarme, como otros. Quiero nadar, ¿entiendes? Avanzar.

Te entiendo, Clareana, aunque parezca mentira. Quizás porque después de todo lo que me ha pasado en este libro me he hecho grande, en catalán. O sea: mayor.

Y entonces terminamos lo que empezamos hace unas horas en su habitación, justo antes de que su madre nos echara A La Calle. Lo terminamos sin muchas guarrerías, pero con muchos besos en los párpados. No sé si me estoy explicando. Hay maneras y maneras, y ésta es una de las otras maneras.

Y me importa poco si lo que voy a decir suena cursi, una última vez.

Porque cuando terminamos, estoy tan lleno de amor.

Sí, he dicho amor.

Estoy lleno de amor y de esperanza, como si la vida, después de todo, valiese la pena vivirla. Quizás esto sea lo que he aprendido, aquí, a puñetazos y bailecitos en este pueblo, creciendo, viviendo, vamo viviendo.

Te querré siempre, le dije a Clareana.

Y no sabía qué estaba diciendo.

Te querré siempre, le digo a Clareana.

Y ahora lo sé. Y no hay cosas más importantes que estas cosas. Que estas promesas. Que este amor.

Sí, he dicho amor.

La niña de mis bailes: Clareana. Siempre tú, Clareana. Te veré en todas las caras, todo el mundo que vea durante el resto de mi vida serás tú, todas las voces que oiga serán la tuya, aún no lo sé, ahora mismo, pero será así.

Joder, Rompepistas, que te vas a emocionar otra vez.

Tu madre, es que no paras.

Cómo va, tu ritmo.

Y arropados en la distancia se oyen gritos lejanos, más sirenas de municipales, empieza la segunda parte de la revuelta, esta vez contra la policía, no vamos a verla en este libro, ya no interesa para nuestra historia. En este pueblo nunca se ha cultivado un grandioso respeto y aprecio a la autoridad, por decirlo suavemente. El largo brazo de la ley, que esta noche se va a fracturar por dos o tres sitios. Dejémoslo ahí.

Clareana me dice:

—Yo también.

Yo también qué.

—Te querré siempre, Rompepistas.

¿Es una promesa?

Ya ves.

Lo último que hago, lo último que va a ser contado en este penúltimo capítulo, lo último que vais a ver es esto: yo, bailando.

Yo, bailando.

No hay música, pero hay una fiesta en mi mente. A la que estáis todos invitados, no hace falta decirlo.

Delante de Clareana, que está sentada en el suelo de tierra, mirándome, esto es Sólo Para Sus Ojos. Bailo. Cruzo las piernas, las descruzo, doy una patada al aire, chasqueo los dedos, me balanceo de un lado a otro, agito sólo el tronco, agito sólo la cabeza, levanto ambos brazos al aire como si hubiese ganado algo, y mis labios se mueven dibujando un pa-pa-ra-pa-ra-pá.

Clareana sonríe, como si yo le gustara. Como si pensara: Este tío está bien. No es la reacción con la que acostumbro a toparme.

Detrás de ella, el pueblo. En el aire, el olor a hinojo, a pólvora de petardos, el podrido olor de las fábricas téxtiles de El Prat que llega hasta aquí como un pedo universal. Pero que a mí me huele a rosas, soy así de feliz. Allí, bailando delante de Clareana. Feliz. Como si la vida fuese francamente maravillosa. Como si sí pudiesen pasarme cosas buenas, después de todo. Como si aún me quedara algo de suerte que usar.

Yo, bailando.