18 DE JUNIO, JUEVES

Me he dejado el miércoles 17, ya lo sé. Pero es que ayer no hice nada.

Nada remarcable, quiero decir. No es que me quedara todo el día tieso como un rábano, bailando el congelado, en mi habitación. Cosas, hice.

Para empezar me leí en la cama un tebeo de Spiderman que casi no recordaba. Me quedé allí una hora leyendo como pude, alejando el tebeo para ver algo y me lo pasé bastante bien, pese a que Spiderman es el superhéroe más torturado y a ratos apollardado que hay. De hecho, es como yo, si lo pienso fríamente.

Pobre Peter Parker. Un gran poder conlleva una gran responsabilidad, como no para de repetirle todo el mundo, aguando su fiesta de forma grande.

Me gusta Spiderman, y me gusta su sentido arácnido. Ese zumbido que le avisa del peligro acechante. A mí nunca me ha funcionado muy bien ese sentido, hasta hoy. Ahora tengo un martilleo gigante en el cráneo, y no es de haberme masacrado ayer o de leer sin gafas. Es el timbre de combate, el comienzo de la pelea, golpeo mis guantes de gelatina, bailo por el ring, bailo con mis botas de boxeo Spalding rojas, bailo el twist, pero es un twist de guerra, ahora, un twist de batalla.

Ayer sufría por mi madre, y en lugar de irme a robar señales de tráfico o a romper sillas en cualquier sitio que no fuese el Provi, fui a la bodega y compré el sifón que me había encargado. Luego le hice compañía en la sala de estar. Me aburrí como nunca, pero tenía que hacerlo.

Un gran poder conlleva una gran responsabilidad.

Pero ayer era ayer, y hoy es hoy. Estoy en la puerta del taller de mi padre, parado como el rábano del que hablé antes. Congelado. Me tiro un rato allí, en medio de la calle, como un calçot que alguien hubiera plantado entre los adoquines. Al cabo de un rato remarcablemente largo, mi padre me ve y se acerca hacia mí limpiándose la grasa de las manos con un trapo que me recuerda peligrosamente una camiseta a rayas que mi madre me dijo un día que «se había estropeado al lavarla».

La camiseta tenía un agujerote en la panza, pero yo la amaba.

No preguntéis.

De golpe veo qué pasa con las prendas realmente ofensivas que a mi madre le gustan cero y repentinamente se «estropean» al ser lavadas. Quizás esté también por aquí aquella de Mata Hippies que me hice hace un año, y que tras un par de días de discusiones a la hora de comer desapareció misteriosamente.

O la de Curas al Paredón, que tenía un éxito tan vasto en el instituto.

Y la de Puta España, que sólo llevé un día. Qué extraño me pareció que se cayera del tendedero al intentar ponerla a secar. Especialmente porque no estaba sucia, y porque casi ni me había dado tiempo a sacármela.

El taller de mi padre es el triángulo de las bermudas de mi ropa insultante, ya veo.

Pero, bueno, da igual. Vamo viviendo, ¿no?

Y mi padre me dice:

—¿Cómo lo llevas, Rompepistas?

Ése no es el nombre que usa.

Me llama normal. Normal Pérez, ya sabéis.

Ja.

—Bien —le digo. A los padres hay que decirles siempre Bien, si no, se comen la cabeza. Ellos saben que es mentira, y tú sabes que la mayoría de cosas que dicen son más bien mentiras (robar es malo, si estudias llegarás a ser algo en la vida, hay que respetar a la autoridad: mentiras), pero vamos tirando todos. Vamos tirando, así.

—¿Y tu madre?

—Mal —le digo. Para joder y porque es verdad.

—No me lo digas como si fuese culpa mía —me contesta, serio pero no amenazador. Conozco su lenguaje corporal. Debajo del mono de mecánico, sus músculos de triturador deportista descansan, posiblemente agotados por la penuria matrimonial—. Estas cosas pasan en los matrimonios. No es culpa de nadie.

Por alguna razón, me creo eso. O sea, llego incluso al extremo de pensar en decírselo a Clareana. Pero luego veo mi cabeza arrancada de mi tronco y colocada como advertencia en un palo, en el Provi, y no me hace reír.

—¿Cuándo vuelves? —le pregunto.

—No lo sé, aún.

Y veo que mi padre vuelve a tener los ojos húmedos, y lleva en la garganta dos roscones de reyes, un kilo de harina, dos sacos de yeso y un puñado de arena de playa de Sitges, y sé que no se va a poner a llorar porque no es una niñata y es mi padre. Pero, vamos. Casi, vamos.

¿Qué pasa aquí, que el mundo entero, mi mundo, llora a mi alrededor, en mi honor?

Miro a mi padre, sus ojos azules de Brubaker brillando por la humedad, y sin casi darme cuenta le doy un abrazo. Hace un segundo yo era un calçot, plantado ahí como una cucaña enana y ciega, como una señal de Desprendimientos o Firme Deslizante, y ahora estoy abrazando a mi viejo.

Joder, la vida.

¿Qué te pasa, Rompepistas?

Mi padre siempre ha sido un extraño pero ahora, de golpe, lo es menos. Repito lo de anteayer con mi madre, es lo mismo, de golpe soy capaz de ver su culpa, mierda y remordimiento y el tráiler lleno de promesas rotas que el tío conduce sin frenos camino del precipicio, como mi madre, como todos. Va con lo de ser humano, imagino.

Mi padre no sabe muy bien qué hacer, pero ante la duda me abraza. Nada puede dañarme, en este minuto, entre las rocas defensivas de sus brazos de rompeolas; ni chungos ni corazones automáticos despedazados ni amigos buitres. Es una sensación pasajera, soy consciente de ello, en el instante exacto en que nos soltemos, la mierda volverá a soplar a babor, pero de momento… De momento siento que todo va bien.

Luego nos separamos y tosemos embarazados, mirando zapatos y botas.

Y le digo a mi padre, señalando el trapo grasiento que lleva en una mano:

—¿Eso era una camiseta mía?

Y él, tan pancho, me miente:

—No.

Padres e hijos. Todo el mundo sabe de qué va eso.

—Y tú, ¿qué llevas ahí? —me pregunta, y señala al final de mis brazos.

Si estabais de pie, sentaos.

Yo miro a mis manos y en una de ellas hay un sobre, cerrado. Y le miento, Nada, pero en realidad es una carta para Clareana.

Espero que ya os hayáis sentado.

Una Carta de Culpa, que no he escrito para volverme a introducir en su interior, sino porque lo siento, y la culpa es mía, y nunca le había dicho a nadie lo que digo ahí. Al menos no con esas palabras, ni con ese detalle, ni con esa candidez.

No, va, ahora en serio: ¿qué te pasa, Rompepistas?

Obras Calientes. Ésta es la primera que voy a hacer.

Va por ustedes. Sobre todo por ti, Chérif.

Obras Calientes suena a película porno de las que ponen en la Sala de Cine del Provi, pero no es eso. No tiene nada que ver con bratswurts rígidos o semirrígidos ni temas ni Soy-TuPolla. Son sólo mis actos de redención, mi renuncia a la tibiez, mi dejar de hacer la niñata, pero de veras, no de cara a la galería.

De cara a mi alma, si puedo ser sincero.

De cara a mi alma, si puedo ser un poco cursi otra vez.

Y, creedme, puedo.

—¿Qué es esto, Rompepistas? —me pregunta la madre de Clareana.

A ella no le miento, porque no es mi madre, aunque alguna vez me hubiese gustado que lo fuera, luego me acuerdo con vergüenza de que también alguna vez he pensado otra cosa, de verdad se parece a Clareana y no está nada mal conservada para sus cuarentaypico, no es el momento de hablar de esto, pero ya se entiende.

Estoy en la biblioteca. En el despacho adonde me han mandado, que hoy la madre de Clareana no estaba en el mostrador. Y la madre de Clareana está señalando mi mano, y yo me la miro sorprendido, de algún modo esperaba que algún mecanismo involuntario de macho se hubiese ocupado de esa carta, la hubiese hecho desaparecer en alguna acequia, pero no, sigue ahí.

—Una carta para tu hija —le digo.

Una cacacarta para tu hihija es lo que emerge de mi boca, en realidad.

—¿Y qué pone, en esa carta misteriosa? —me pregunta.

Lo que pone no se lo puedo decir. Ésa es la única razón para escribir una carta; que sea privada.

Mi carta a Clareana lleva todos mis pecados, los puse todos ahí. Es un gran expositor de pecados, un aparador de faltas, el escaparate de mi vida como pecador, como faltador de promesas. Ahí está todo, y puesto sin vaciles ni chulerías ni nada de eso. No está puesto de la manera en que pediría perdón en el Provi: diciéndolo, pero llamando imbécil a alguien y empujando a otro.

Perdona, imbécil, podría decir perfectamente.

De hecho, lo he dicho alguna vez.

Pero esto, para la carta a Clareana, no.

Para Clareana están todas mis faltas expuestas como en una feria de muestras, y ni tan sólo espero que me perdone, ni que meta la mano dentro de mis pantalones ahorcados. No espero retribución ni arreglos. No era para eso. Era también para mí. La primera Obra Caliente era el inicio, ahora de verdad, de mi Limpieza Fundamental.

De mi purgativo.

De mi Lavativa Emocional.

Mucho hablar, y la Limpieza sin hacer. Mucho hablar, pero no había movido un dedo. Necesito limpiarme si quiero salir con vida de todo esto. De aquí.

—¿Se la darás? —pregunto. Ella asiente y coge la carta. Hago un esfuerzo y pongo mi cara de gran panoli. No estoy de humor, pero es para que se ría. Pongo las dos manos en plan canguro encima de mi paquete, doblando el cuerpo como si estuviese conteniendo un ataque de incontinencia, culo hacia fuera, respingón como si fuese del ramo-del-agua, culo Magnum, hago un vaivén de cabeza, formo un mohín con los labios, construyo una caída de ojos a lo Flaco. El del Gordo y el Flaco.

Ella se ríe, en voz baja, y añade:

—Veo que no te has arrugado, Rompepistas. —No me llama así, claro.

—Bueno, estuve a punto, pero me di cuenta a tiempo y me enderecé.

Ella guarda la carta en su bolso.

—Le daré esto a mi hija, no te preocupes.

Obra Caliente Número Uno realizada. A por la siguiente, Rompepistas. No te rajes ahora, cagado.

No soy tonto, aunque lo parezca.

No soy nada tonto, aunque haya dado pruebas casi incontestables de que sí a lo largo de este libro. Voy a redimirme sólo de las cosas que son culpa mía. Lo de Carnaval no es culpa mía, así que voy a patearle ese culo de elefante embarazado que tiene.

Hicimos una promesa, y las promesas rotas hay que pagarlas. O sea, se pagan; lo digo por experiencia reciente.

Esto es una Obra Caliente, es una redención, sí, pero aquí se redime la traición ajena. Le estoy haciendo un favor, según como se mire. El cobrador de promesas rotas podría ser otro, podría ser un chungo con un taladro eléctrico o nunchakos o shurikens, así que todavía va a estar de suerte, el gordo de mierda.

Pico a su timbre y de la ventana de la peluquería sale el Isra, o el otro, nunca les he distinguido. Rompepistas, ¿qué pasa, matado?, me dice. Matao, dice.

—¿Está tu hermano? —digo yo, berreando y con la nuca doblada hacia el principal.

—Sí, sube —me dice, pero yo le digo No, que baje. Y el Isra, o el otro, tendrían que llevar una pegatina en la frente con el nombre, me mira como si hubiese acabado de meterme un fuet en el culo, y su cabeza desaparece entonces de la ventana.

Apoyo la espalda y la planta de una bota contra la pared y cruzo los brazos. No llevo la chupa del leopardo fiero, sólo una camiseta roja descolorida, casi sin mangas, de delincuente juvenil, donde pinté 100 PUNKS con rotulador. Al corazón de mi hombro, ahora visible, le ha salido una costra, como una pupa, de dolor de estómago y de sufrir. Un corazón rojo, ahora dañado, y un pergamino cruzándolo donde aún pone: Clareana.

Oigo un ruido que va aumentando en mi cabeza, pero no es el Sentido Arácnido. Es el maldito llavero de Carnaval, que baja las escaleras. Cuidado con los imanes, pavo, pero más cuidado aún con el Rompepistas, que te anda buscando y tú ya sabes por qué, puto.

Dringui-li-drongui, y la puerta se abre, y ahí está mi hermano Carnaval.

Su pelucón, su cara de bulldog inglés, su culo de doble sandía y, envolviéndole el tronco y la panza como el intestino que contiene las butifarras, una camiseta de RIP donde hay muchas pistolas enfocándome, de pronto.

—¿Dónde está el fuego, tío? —me dice. Sesea un poco, como si silbara en las essses. Por los dientes que perdió.

Y yo le empujo, le empujo un hombro con los dedos de mi mano derecha, y me pongo muy cerca de él, y le vuelvo a empujar mirándole la cara con los ojos bizcos y viéndole un poco desenfocado y echándole el aliento a la nariz, y él me empuja con las dos manos, me tira un paso hacia atrás, pero yo reboto y vuelvo, soy una pelota de ping-pong atada con goma a la pala, y le digo, le digo:

—¿De qué vas, Carnaval?

—¿De qué voy de qué, pavo, qué hablas? —me dice, y me empuja.

Y yo le empujo otra vez, y esta vez más fuerte, y su culo da contra un Renault 5 que había aparcado delante de su casa, y le digo:

—Lo sabes de sobra, hijoputa.

Y él frunce el ceño y se sonroja un poco y con voz de laringitis dice, haciéndose toc-toc-toc en la sien, dice, va y me dice:

—¿Estás pillado? ¿Qué hablas, tío? —Y esta vez no me empuja. Se queda ahí, reposando las nalgas en el carro.

—Lo que estás haciendo con Clareana, rata de mierda, hijo de la gran puta, cerdo de puta mierda.

No son los insultos más adultos del mundo, pero no me salen otros. Vuelvo a estar a un milímetro de la cara, echándole los capellanes en diluvio, rabiando como un puto demente.

—¿Pero qué dices? Yo no he hecho nada. —Y ya grita menos, cada vez menos. Y luego añade, agachando la cabeza de una forma casi imperceptible, nadie lo notaría, pero yo sí, Carnaval era mi mejor amigo, conozco todos sus movimientos, dice—: Además, ya no salís.

Ya no puedo más. Le agarro de la pechera, le hago el cuello cien tallas mayor, no que a él le importe eso, y le sacudo como si quisiese quitarle migas de pan de encima, su llavero dringa como el carro de Papá Noel, y le grito, ¿estoy gritando? Creo que sí, y bien fuerte. Por las esquinas de los ojos veo cabezas que asoman de agujeros en las paredes. Ventanas, eso. No sé ni qué me digo.

Y tengo los ojos irritados, y las palabras me salen retorcidas como tirabuzones de pasta italiana, estoy hablando como una cabra, como una niñata, qué más me da, y sigo sacudiéndole del cuello de la camiseta de RIP.

Y le digo, y estoy a punto de llorar, pero al final no voy a llorar:

—Eso no se hace, cabrón. Eres mi colega. Las novias de los colegas no se tocan.

Y aún sacudiendo:

—Se suponía que eras mi mejor amigo, Carnaval.

Ya se lo he dicho. Pensaba que no se lo diría nunca. Me sorprendo a mí mismo.

Carnaval tiene los ojos, esos ojos sapunos suyos, húmedos también, y me agarra de las muñecas, pero no muy fuerte, como si fuesen barras paralelas del gimnasio, y yo sigo sacudiendo su cuello y camiseta.

—Eres mi mejor amigo, hijoputa. ¿Por qué me has hecho esto? Hicimos una promesa.

Carnaval mira al suelo, todo lo que puede, que no es mucho porque le tengo aplastado contra un Renault 5.

Y ya no aprieto, y ya no sacudo.

Y digo:

—Hicimos una promesa, Carnaval.

No voy a llorar, lo sé ahora, pero en el momento todo parece indicar que sí.

¿No llorar? Es una sorpresa. Hubiese apostado a que iba a hacerlo, y a lo grande.

Y Carnaval me dice, casi inaudiblemente, dice:

—Perdona, tío. —Y se está aguantando los sollozos tan fuerte que por un instante parece que se le vayan a aflojar los esfínteres allí en medio, como a los elefantes del zoo cuando cagan.

Suelto a Carnaval, y me quedo allí, delante de él, estoy a punto de llorar también, pero al final no voy a llorar. Si hay alguien esperando eso ya se puede marchar. No voy a llorar, por éstas, por mi madre, por el crucifijo que no llevo, ni aquí ni más adelante.

Y les digo a mis botas, porque no quiero ver la cara de Carnaval, les digo a mis botas destrozadas y pintarrajeadas con Tippex, les digo, con algo parecido al hipo:

—Hicimos una promesa, tío.

Y Carnaval me dice:

—Rompepistas…

Pero ya no estoy. Ya me he ido.

Los focos son tan potentes que distingues cada mota de polvo, cada insecto que pasa bajo ellos; o los distinguirías si no sufrieses miopía galopante y rotura de lupas. El aire es húmedo, casi estático, te sientes como dentro de una bola de esas de Navidad, pero un pellizco de brisa trae finalmente algo de viento del mar, deformado y violado y apaleado de pasar por tres pueblos, y en él el mar ya no se distingue. Sólo el olor a césped y a cemento húmedo y a la noche vacante y silenciosa y estancada del extrarradio.

El aire me eriza el vello de los antebrazos, que froto como lámparas mágicas. Los focos hacen círculos tan grandes encima del campo, círculos que se unen entre ellos, que es imposible delimitar sus contornos. El césped pisoteado brilla con la luz de mil bombillas, y encima de él un montón de Cuellos corren detrás de un balón.

Desde donde estoy distingo gritos amortiguados, como si vinieran de pisos contiguos, que dicen Dreta, dreta o Endavant, endavant o Alé, alé, alé. Y luego el zud sordo de los cuerpos que chocan y se derrumban en el fango. Como hipopótamos dándose un baño.

Estoy sentado, solo, en la valla del estadio de Deporte. Bebiéndome una Xibeca a mi bola, y a punto de llorar, pero que no. Que no voy a llorar.

No veo mucho, sin lupas, pero me esfuerzo. Los Cuellos se juntan y se separan en el campo siguiendo unos códigos que no soy capaz de descifrar. Es un baile del que desconozco los pasos, un grupo y otro se apiñan en medio del campo como dos manos que uniesen sus dedos, y de la piña resultante salen dos colas, a cada uno de los lados, y no sé por qué pienso en la Osa Mayor. El Carro. Y miro al cielo y lo busco, pero no lo encuentro. Hay demasiada mierda: el humo de las fábricas textiles, de La Seda de Barcelona, oculta el universo, el exterior. Aislados.

Me he negado toda la vida a entender los pasos de baile que se desarrollan en el césped, pero no puede ser tan complicado. Física cuántica no es, seguro.

Y las colas se separan de las piñas y corren, en fila transversal, por el campo, desordenándose de golpe como hormigas que ven su procesión interrumpida por el palo de un niño. Y luego se vuelven a unir, y el balón va pasando de mano en mano, balanceado como un bebé. De algún modo y de repente parece incluso divertido; imagino que lo es, si es que logras encontrarle un sentido a lo de transportar el balón de una punta a otra del campo.

Una vez más, pienso en cómo me gustaría ser uno de esos Cuellos felices.

Pero no lo soy, y estoy a punto de aceptarlo de manera perpetua. Y me da igual. Por eso me estoy emborrachando como si fuese una divorciada cuarentona, y encima con el culo partido en cuatro en esta valla incomodísima.

Hago gárgaras de cerveza medio caliente y espumosa de balancearla arriba y abajo hacia mi boca. Y pienso en Carnaval. Hay momentos en la vida, como dijo mi abuelo cuando me habló de la guerra civil, en que tener la razón no sirve de nada. En que tener la razón no te va a hacer sentir mejor. En que ganar una discusión te va a hacer sentir como una basura, como una rata muerta en la boca de un gato callejero, como una vomitona, como una porquería.

La verdad es que preferiría no tener razón, pero la tengo. Por una vez que no la quería, la tengo de forma incontrovertible y sin posibilidad de devolución. Qué asco de vida, ésta. Qué asco de moraleja. Una frase para contarles a mis nietos, una frase de sabiduría adquirida a puñetazos: A veces, tener razón es lo de menos. A veces, ganar en discusiones es lo último que quieres hacer. Ahora tengo razón, y no tengo a Carnaval. Ni, obviamente, a Clareana. Felicidades, tío.

Me termino la cerveza, hace rato que está a temperatura ambiente, y estrujo la cara en una mueca de repugnancia. Tengo algo de frío, ahora, a pesar de que ya llevo la chupa de leopardo. Los Cuellos han terminado de prestarse el balón brevemente los unos a los otros y deciden marcharse. Les veo alejarse en montones desordenados, bromeando, repartiendo empellones, y uno se sube a caballo de otro, y luego escucho el tactactactactac múltiple de los tacos de sus botas en las anchas escaleras de cemento que conducen al vestuario. ¿Todos los Cuellos, ahí, en fila desordenada sobre el verde y el cemento? Parece la fila de pastores y reyes magos que avanza diariamente sobre el belén.

Y entonces, sin previo aviso, me pongo a llorar. Es una sorpresa, incluso para mí, lo admito. No lloraba desde EGB, desde lo del padre Pío, he perdido la práctica, ¿cómo era esto?

Ah, sí.

Muevo los hombros en ataques de segundos, tomo y expulso aire a trompicones, como si me ahogara un poco, como si tratase de respirar desesperadamente, mi cuerpo se convulsiona como si me hubiese dado un chungo, como si me hubiese dado un ataque, agarro la botella vacía con ambas manos en mi regazo. Y mi nariz empieza a producir mucosidades, mocos líquidos y abundantes, los que te salen cuando tienes un brote de alergia, o te pegan un puñetazo en un ojo, o cortas cebolla, o estás resfriadísimo. Y mis ojos se precipitan a producir cantidad de líquido engrasante, de agua humana, que se desliza muy lentamente en arroyuelos salados sobre mis pómulos y, luego, hacia abajo.

Llorar, es esto. No me acordaba; la verdad es que no es gran cosa. No me gusta. Si esto es la redención, quiero devolverla. No es para mí.

Cuando termino, cuando me seco los huesos de las lágrimas con el antebrazo, sólo queda una cosa en mi cabeza: tengo que irme de aquí.

Eso sí, el día que me vaya se lo diré a todo el mundo. Me pasearé por las calles con una pancarta que diga Aquí Os Quedáis, Hijos de Puta. Que no quede nadie sin saber que Rompepistas se va, para siempre. Aquí se quedarán todos: Clareana, Carnaval, los Chungos, mis padres separados, los Cuellos, el pueblo entero.

Rompepistas se va, y la mierda se queda.

Me largo, fijo. Tengo que despedirme.

Adiós.

Adiós, Rompepistas.

Que te vaya bonito, paYaso.

Pensar está sobrevalorado. Ahora es el momento de hacer. Y lo que estoy haciendo es la bolsa de viaje, en casa. Es una bolsa con forma de lata de Coca-Cola que regalaban si te bebías un montón de litros de esa porquería. La palabra mágica aquí es: regalar. A los pobres nos encantan los regalos. Sólo que generalmente son una mierda, y que nadie te regala nada igualmente.

No hay nadie en casa, extrañamente; no es como si mis padres se pasaran las noches en galas benéficas o bailes elegantes codo con codo con la aristocracia. Generalmente, ¿en un día como hoy, a la hora que es? Están los dos delante de la tele, tirados en formas extrañas como dos cuerpos acabados de fusilar, muy probablemente sobando.

Pero hoy no hay nadie, ni siquiera mi hermana, y me estoy negando a siluetear teorías sobre esto. Me estoy negando a pensar. Es más difícil de lo que parece.

No pienses en un elefante.

Imposible, ahora, ¿verdad?

Cuando cierro la bolsa, ziiip, en ese instante comienza a repiquetear el teléfono. Achino la cara con disgusto. De repente sé que si descuelgo el aparato, no me iré.

Veo esto con la mayor claridad, la idea me viene a la cabeza completamente hecha, perfectamente ensamblada, y eso que me negaba a pensar. Pero es imposible. Tanto la idea como el elefante están ahí ahora. Una me dice que si ando unos pasos y agarro el auricular, no me iré. Algo me detendrá. El elefante, por otra parte, está ahí, a su bola, bañándose, quizás.

Sé que si me pongo al teléfono va a pasar algo, algo me va a obligar a hacer cosas, o a dejar de hacer otras. Si fuese un tío listo, no descolgaría ese teléfono tartaja; nos iríamos yo, el elefante y la bolsa de Coca-Cola gigante a otro mundo, sin avisar a nadie, sin enviar postal. Pero a estas alturas ya ha quedado claro que de listo, yo, nada.

Además, es el destino. No puedes luchar contra el destino. Como somos lo que somos, sabemos lo que va a pasarnos. O no pasarnos, mejor.

El teléfono está sonando y sé que lo que hay dentro de ese puto aparato va a despanzurrar mis planes y sueños. Lo ideal sería ignorarlo, pero no puedo, no puedo borrar ese elefante. Esto está escrito en algún lado. Esto es lo que tenía que pasarme.

Todo se paga, no seas pardillo.

Entro en el hospital de Bellvitge con mi bolsa de Coca-Cola en la mano.

Todo se ha ido al traste, pero todavía albergo esperanzas de poner en práctica mi plan de fuga, a pesar de que lo que oí dentro de aquel teléfono dejaba bastante claro que nunca me iría de aquí, o al menos no ahorita mismo. Todavía albergo esperanzas porque soy gilipollas y porque el que no se anima, animal.

Odio este lugar. El hospital de Bellvitge. Es una cadena de montaje que expulsa gente agónica. La máquina excretora de la humanidad. Todos los obreros con la espalda hecha plastilina de tanto descargar camiones, con los pulmones socarrados y llenos de aire tóxico, con la vista cansada y el corazón en las rodillas. Los ancianos, repartiendo sus incontinencias en los pasillos, también dejados de la mano de Dios. Sosteniendo bolsas conectadas a su vejiga, bolsas de su propio meado en las manos, soñando con la tierra sureña que tuvieron que abandonar. Y las familias con cinco hijos, armando barullo en las habitaciones, gritándose los unos a otros. Y los adolescentes que se han hostiado con la CBR y se han quedado idiotas, con placas de acero en la frente y miradas de cien metros.

El hospital de Bellvitge es un recordatorio de que somos carne de cañón. La infantería, que avanza desarmada hacia la carnicería del frente. Nacidos para ser carn d’olla. Nacidos para pringar. Si algún día se me olvida lo del odio de clase, volveré aquí. A reaprenderlo, a repaso extraescolar. Con los pringados.

Ando por los pasillos esquivando a los niños llenos de mocos y galletas babeadas a medio masticar en las camisetas, y las abuelas garrapatósicas que los persiguen, atrofiadas y geriátricas y artríticas y nudosas y medio calvas y más feas que un tiromierda, que diría Carnaval.

No les miro con superioridad. Soy demasiado consciente de que soy uno de ellos.

La única diferencia es: yo me iré. Sí, aún me creo esto. Aún me resisto a dar por perdido el túnel de fuga. Porque soy más tonto que Pichote.

Llego a la habitación 135 y llamo a la puerta. La voz de mi madre me dice Pasa. Entro, y en un lado está la cama, con una cortina que la oculta. Al otro lado están mi madre y mi padre, sentados. Están cogidos de la mano, y ambos me miran. Hace rato que no pienso en mi pinta, pero debe de ser la misma de siempre; o sea, asquerosa. O sea: pa’ verla.

Mi madre se suelta cariñosamente de la mano-excavadora de mi padre, utiliza la otra mano para zafarse de la garra paterna, y le mira durante un instante fugaz, hace una caída de ojos que no recordaba en mi madre, y que me hace pensar por un instante en la adolescente que debió de ser.

Mi madre se levanta y me da un abrazo grande. Nos quedamos yo y el leopardo rugiente de mi espalda allí un momento, abrigados en su abrazo como perros mojados.

—¿Dónde estabas? Te llevamos llamando horas. Hueles a cerveza.

Me deshago del abrazo con maestría.

—Por ahí. Sí, perdón. Estaba en el Provi.

Hoy, esto no empieza el sermón. Bastante está sucediendo.

—¿Cuándo ha sido? —pregunto, acercándome a la cama y abriendo la cortina.

Y mi madre dice a mi espalda que esta tarde. Que le ha dado una bajada de azúcar y se ha quedado inconsciente. Y miro a mi abuelo, su cara alargada de Gary Cooper, o de Boris Karloff, su cabello blanco con raya al lado, pero la boca abierta, como un bacalao tieso y desalado, y algo de baba en su comisura, tumbado, sin moverse, ojos cerrados.

Y el mazapán, ahí, en mi tráquea.

Sólo que ahora ya no me importa llorar. No me importa ser una niñata. Porque casi no estoy aquí, me digo a mí mismo; estoy viéndolo todo desde la ventanilla de un tren que acelera.

Y mi abuelo abre los ojos, y vuelve ligeramente la cara, y es un pajarillo. Un pez-pájaro, escuálido y en salmuera y azulado y triste. Un congrio, estirado y medio muerto en el escaparate de una pescadería. Y me ve, y hace un esfuerzo por sonreírme con sus comisuras almidonadas. Y levanta ligeramente una mano, y yo la agarro, y está tan fría, y pesa tan poco, y veo sus uñas largas, amarillas, y sus pecas amplias y coloradas al dorso, le aprieto la mano fuerte, y pienso en mi abuela, cómo la echo de menos, y pienso en el día en que mi abuelo me enseñó a bailar claqué.

Y me vuelvo un momento hacia mi madre y le susurro ¿Se pondrá bien?

Y mi madre me dice, susurrando también, No lo sabemos. Le están haciendo pruebas.

Sigo cogido de la mano de mi abuelo, apretando fuerte para que sepa que estoy allí, y él me mira, con dolor pero también contento de verme.

Mis padres salen fuera y nos dejan allí, a los dos solos.

Y yo le digo, sonriendo pero a punto de llorar, le digo lo que está esperando que le diga.

—¿Ha llegado la hora del Mazazo, pues?

Y no sé si él va a entenderme, pero me entiende perfectamente.

—Si quieres la voy a buscar y lo hago —añado.

Todas las promesas que hice.

Ésta era una de las importantes.

Igual de pálido, pero sonriendo todo lo que puede, mi abuelo hace un intento de fuerza en mi mano y murmura algo. Me inclino hacia su boca y digo Qué.

Y su voz, cavernosa y anémica, casi ininteligible, con olor a leche agria y manzanas, repite:

—Vamos a aplazar eso, si te parece, de momento. —Y un fragmento de su labio de pez trata de sonreír.

Y yo le miro, y dos grandes cisternas de agua se forman en mis retinas.

—De repente, todo esto de la muerte… —Y se interrumpe, y respira hondo, y hace una mueca de daño, como si no pudiese continuar—… Visto así, de cerca, parece mucho menos atrayente. Desde luego, más aburrido que vivir.

Salgo fuera. Llorando a moco tendido. A lo grande, dejándome ir. Como en el campo de Deporte, pero cien millones de veces más.

Quizás a partir de ahora lloraré por todo. Tendré que irme acostumbrando al nuevo Rompepistas Niñata. Esto de llorar, es todo empezar; de veras. Jamás hubiese sospechado que habría tanto llorar en este libro.

Mis padres me abrazan. Siento su cariño traspasando mi piel, como entrando dentro de mí por simpatía, a través de la corteza de mis brazos, filtrándose por los remaches de la coraza que me he construido a lo largo de todos estos años, que me he hecho con los materiales que tenía a mano: la rabia, la derrota, la vergüenza, el odio y el no-futuro y la suerte que agoté. A mis padres nunca les prometí nada, pero estaba implícito por mi condición de hijo. Se presuponía.

Le dejo a mi padre dos vasos de lágrimas y mocos en el hombro, el hipo va disminuyendo, mi madre acaricia mi espalda, como amansando la cara del leopardo. Estamos así un buen rato. No me doy cuenta de nada de lo que sucede a mi alrededor. Percibo gente que pasa cerca de nosotros, pero ahí estamos, como un abeto de Navidad, mis padres y yo, como celebrando un gol.

Mis padres y yo, allí, en medio del pasillo del hospital de Bellvitge.

Una familia, supongo.

Aunque falte Gilda, que se ha quedado con mis tíos.

Pero una familia.

Desestructurada, psicótica, llena de silencios y mentiras, llena de cosas nunca dichas, llena de culpas y reproches, tan llena de errores, pero también llena de otras cosas, no jodas. Una familia que te vuelve loco, que te castra y tortura, que te jode vivo y se mea en tu presente, que te moldea con manos inútiles para la plástica, que te moldea con toda la mala leche, sin tener ni puta idea, pero que es una familia, después de todo. La mía, ahora lo veo.

Échale la culpa al boogie.

Al cabo de un rato nos soltamos. Y mi padre, porque nadie está diciendo nada, se pone la mano en el bolsillo de su chupa de aviador americano y me muestra la palma de su mano.

—¡Mis gafas!

Por un momento me alegro, me alegro como en mi cumpleaños, como una mañana de Reyes, como un día sin colegio. Melancólico, pero sintiéndome seguro, arropado. Y me las pongo, tras secarme las lágrimas con el puño, y miro alrededor, miro todo el pasillo, y la gente tiene contornos. Nadie se difumina. Nadie está desenfocado.

Físicamente, al menos.

De su vida espiritual no quiero hablar. Es Bellvitge, después de todo.

Y sonrío, un poco, casi ni se nota, sólo si me conoces a fondo, Carnaval lo habría visto.

—¿De qué te ríes, Rompepistas?

Y mi madre también.

Sólo que no me llama así, claro.

No digo nada, me abrocho la cremallera de mi chupa de cuero, me subo el cuello, me meto las manos en los bolsillos.

Mi padre señala la bolsa de Coca-Cola que he dejado en el suelo y dice:

—¿Qué llevas ahí, hijo?

Y digo Nada, porque es en ese exacto momento cuando lo sé. Nunca he sido el más rápido, ni el más listo, Carnaval y yo éramos los dos tíos que nadie quiere en su equipo de fútbol, y que los capitanes no escogen hasta el final, cuando ya no queda más remedio, cuando ya estás todo humillado (tohumillao), cuando las pruebas de que eres una mierda son concluyentes.

Nunca he sido el más rápido, pero ahora ya sé que voy a quedarme. Podría ser peor, sólo que ahora no se me ocurre nada que lo sea.

Peor, digo.