Delante del espejo, mi cuerpo es mi enemigo. Un enemigo con el que intento cruzarme lo menos posible.
Lo cubro con un polo Fred Perry azul eléctrico comido por las polillas, un polo que me pasó el Antología cuando se le quedó pequeño en la época en que empezó a hacer pesas, me tumbo en la cama y me apretujo en mis pantalones negros de garrote vil (es la única manera de poder abrocharlos), y me pongo una chapa de The Boys en la pechera, con cuidado porque no me quiero ensartar el pezón, y me siento y me ato las botas y aún no tengo gafas y cojo el Ventolín y le doy un toque matutino: Psssht.
Listo.
Después de comerme un tazón de leche con cientos de cucharadas de azúcar y Smacks, no tengo nada de resaca, sólo algo de dolor de barriga, agarro el ukelele y primero me pongo a tocar «Kiss me deadly» de los Generation X, para calentar. Y toco, sólo que no pronuncio muy bien el inglés, y la música parece que la esté tocando una banda en el bar hawaiano de un colega del Magnum, pero da igual, la canción es tan bonita que me gusta tocarla, y lo que dice también.
No que lo sepa exactamente, pero me la tradujo la madre de Clareana, y me dijo que iba de peleas, y de punks, y de navajas automáticas, y de acojonarse esperando el bus nocturno, y de salir por patas, y de dar dos hostias y crear gran dolor y de pasárselo teta y pegarse unas risas en el culo del mundo.
O sea, que habla de nosotros.
Inspirado de repente, decido añadir unas estrofas a «Rompepistas». No para el grupo, que me da igual, que los odio, sino para mí. Quizás para recordar este momento, no sé. Quizás para sacármelo de encima, como cuando algo te reconcome y te vas, te ibas, a La Bomba y se lo cuentas al Pachanga, o al Peligro (que está loquísimo pero da igual), o al Carnaval, o al Chopped, y aunque nadie te diga nada importante, porque nunca lo dicen, todos dicen «A tomar por culo con eso», o «Ésa era una fulana, quítatela de la cabeza», o «A ése ya le pillaremos un día, tu tranqui» o, mejor, «No te comas la cabeza, Rompepistas. Piensas demasiado, Rompepistas».
Y es la mezcla de todo eso, de saber que tu peña está allí, por si acaso, por lo que pudiese pasar, que no estás solo en este mundo de mierda, y el haberlo dicho, el haber puesto lo que te pasa en palabras. Todo eso te alivia. Te sientes mejor.
Por eso estoy haciendo «Rompepistas».
Para sacarme de encima lo que me está pasando, que no puedo contarle a nadie y se me está repitiendo ahí, en la boca de la panza, como un eructo atascado que no hay manera de sacar cuando te has empachado comiendo pipas o nubes o arroz con leche.
Así que voy a hacer una canción, mi canción, esta canción va sobre mí. Si no la hago yo no la va a hacer nadie, eso está claro, a nadie le importa todo esto, a nadie.
Y rasgo el ukelele, y cojo el boli de cuatro colores y escojo el negro y apunto algunas frases más. Y sólo me falta el final, y vuelvo a atascarme.
Releo como puedo lo que he escrito, me río amargamente y dejo el ukelele a un lado. Qué asco, la adolescencia. La adolescencia es un puto asco y, además, hay demasiada. No puedo esperar a que todo esto termine, pero esto no termina nunca. Cualquier otra cosa será mejor que esto.
Y quiero decir cualquier cosa.
—¿Qué haces ahí dentro, Rompepistas? —pregunta mi madre llamándome por el nombre que me pusieron, pegando la boca al otro lado de la puerta del váter de casa donde me he encerrado.
¿Qué hago?
Los deberes. El Watusi. Abdominales. Pintarme los labios. ¿Meterme una berenjena en el culo?
—Estoy haciendo caca, mamá —miento. Porque no voy a decirle la verdad de lo que estoy haciendo de veras, que le daría un vahído.
Esto que sigue es una demostración de cómo funciona mi cerebro.
He pensado: Una cosa es no pedirle perdón a Clareana, porque pa’ qué. He pensado: Una cosa es buscar la redención, como la llamó la madre de Clareana. He pensado: Una cosa es estar convencido del mal creado, que alguien tendrá que deshacer, y otra muy distinta es tener que recordarlo cada mañana. Pese al cuero de mis mangas, no soy nada masoquista.
Así que he pensado: Este tatuaje. Este tatuaje de amor. Para qué cojones quiero yo este tatuaje de amor, que me está amargando la existencia.
Un corazón rojo, y un pergamino cruzándolo donde pone: Clareana.
Voy a quemarme este tatuaje de amor, que ya no sirve para nada. Voy a borrarlo. Dar cera, pulir cera.
¿Y cómo voy a hacerlo? Bueno, sólo se me ocurre un método. Voy a la cocina y cojo la pistola de encender el gas y luego me encierro en el lavabo y mi madre me pregunta y le miento y sólo entonces enfoco la pistola hacia el tatuaje, y pienso: ¿Por dónde empiezo? El corazón no tiene la culpa, de todo esto. Es el nombre, lo que quiero masacrar: Clareana. Decido empezar por la C, porque así, poco a poco, cada vez irá quedando menos nombre y, aunque me dé un mareo antes de acabar, al menos pondrá Ana. Nadie sabe quién es, esa Ana. Con un poco de suerte hasta quedará como que he vuelto a triunfar.
Acerco la pistola a la C y la enciendo y MECAGUEN LA VIRGEN. HIJA DE UNA SUCIA PERRA. LA PUTA MADRE QUE PARIÓ. Estoy tirado en el suelo, dando patadas al inodoro y agarrándome el hombro con la otra mano. Su puta madre, qué dolor más inmenso. Nada me había dolido tanto nunca, ni siquiera el palo de los Chungos. Ay, ay, ay, ay.
—¿Qué pasa, hijo? —grita mi madre—. ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?
—No, no —contesto desde el suelo—. Estoy bien, mamá.
Al cabo de un rato de masticar insultos con la boca cerrada, espatarrado ahí como un yonqui cualquiera, me doy cuenta de que el tatuaje va a quedarse hasta que la tecnología avance. Ahí se va a quedar ese corazoncito amoroso. Qué le vamos a hacer. No hagamos un drama de esto. No hagamos de esto un caso de extradición. Podría ser peor.
No, mira, aún.
El tatuaje se queda, y me sorprendo por haber pensado que podría quemarlo entero con una pistola de gas. Realmente, no toco ni cuartos ni horas.
Piensas demasiado, Rompepistas.
O demasiado poco, mejor.
Ésta ha sido una buena demostración de cómo funciona mi cerebro.
Veinte ojos. Salgo de casa con veinte ojos, y quizás me harían falta mil.
20 ojos. (Bizcos.)
100 Punks. No, perdón: 99.
300 Hippies, y todas callos menos una. O sea, 299.
Los 13 apústulas.
¿Por qué hay tantos números en este pueblo? Quizás porque hay que enfatizar la cantidad, ya que la calidad está por los suelos.
20 ojos en mi cabeza, y eso es la letra de una canción de un grupo que le gusta mucho a Carnaval, The Misfits.
Misfit quiere decir Inadaptado, lo miré en el diccionario. Los Inadaptados. Carnaval era tan fan del grupo que durante una época se hizo en el cabello el peinado Misfits, que era hacerse un pincho-churretón de pelo en la frente y dejarlo caer entre las cejas, como un unicornio marchito, pero el cabello medio rizado de Carnaval le hacía parecer un Narval, una ballenita cornuda, y en su calle se reían de él hasta los perros, y si hubo alguna vez una posibilidad de que dejaran de llamarle Carnaval, terminó ahí.
Pero todo esto da igual; me estoy enrollando.
Lo que quería decir con eso era que he salido de casa con ojos en la nuca, porque estoy acojonado; como todos, vamos. He mirado miopemente a ambos lados y no he visto a chungos, sólo vecinos camino de su ludopatía y abuelas yendo al mercado a comprar como cada mañana y también he visto a un municipal que siempre nos está pidiendo el carnet y la dirección cuando nos pilla por ahí de destroy, y a quien le hemos dado direcciones ciertamente descabelladas para tomarle el pelo, VillaPedos 14, El Prostíbulo de tu Hermana 23, Estercolero Town 12, todos partidos de risa y el muy zoquete sin saber qué hacer, si sacar la porra o qué, mejor que no, que se la traga.
Aquí la policía no tiene una gran autoridad, por decirlo finamente.
Pero esta mañana, cuando le he visto, casi me alegro. Vamos, no le habría dado un abrazo, pero tampoco me han entrado ganas de salir corriendo y robarle la gorra de un capirotazo, que es lo que hacemos casi siempre. Un día lo hicimos y el MD se cagó dentro de una y se la devolvió, pero eso es otra historia.
Bastante asquerosa, de hecho.
Así que ando mirando con miopía a todas direcciones como un periscopio estropeado, camino de la biblioteca, voy a hacerle una visita a la madre de Clareana. Cruzo la plaza del mercado, son las doce del mediodía, bajo andando una calle, pisoteo frutos de morera a cada paso, los gatos apalancan sus culos en las aceras y me miran con resentimiento y algo de pena.
Y doblo una esquina y me los encuentro de cara, y estoy solo.
Oh.
Ah.
Uh.
Mierda.
Que no.
No eran los Chungos, hombre. Es que os lo tragáis todo. Además, no estaríais leyendo nada de esto, porque si me llego a encontrar al Titi y sus colegas me hubiesen pinchado a conciencia, y no estaría aquí contando todo este mal vivir.
No, son sólo unos cuantos Cuellos. Jopa, Esfinge y otros dos notas que no sé cómo se llaman, pero que miden cien metros de diámetro y cascan nueces con el ano y las pestañas.
Qué mala suerte la mía, pero podría ser peor, claro, no hace falta decirlo.
—Qué pasa, Rompepistas —dice el Jopa. El cabrón se niega a llamarme Rompepistas, así que dice mi nombre de verdad.
—Hey.
—¿Qué tal va la herida? —me pregunta. Los otros tres se han quedado un poco más atrás porque, no me engaño, les intereso menos que esto, menos que un fruto de morera, por decir algo.
—Guay —contesto, palpándomela un poco; a veces se me olvida que llevo esta cordillera de mapa en relieve en medio de la cara—. Scarface. —Y me río.
Él no, porque no sabe lo que es Scarface ni tampoco ha escuchado nunca la canción de los Specials donde lo dicen. Al Jopa le gusta «Born in the USA» y «Money for nothing» y «We will rock you» y basura de ésta.
—¿Y vuestro colega? ¿Qué tal está?
—Mejor, tío. Eh: gracias por lo de esa noche, tío. Si no llega a ser por vosotros…
El Jopa se encoge de hombros, como diciendo No Es Nada.
—¿Y con mi hermana qué? —pregunta.
—Pse. Mal —le contesto, sin ganas de echar un embuste.
Y pienso otra vez en lo amigos que éramos cuando éramos niños. Las horas que pasamos jugando a plastilina, mundos enteros creábamos, y a la Fuga de Colditz, yo les destruía, yo era Galactus, yo siempre era el nazi y el Jopa, no sé por qué, era francés, quizás por el Deporte, que ya empezaba a gustarle mucho más que a mí.
Pero me acuerdo de los dos en Infantil, yo en el banquillo, como cada puta mañana, y él jugando, y ya era bueno, era el mejor, todo el mundo lo decía. Y recuerdo la cantidad de veces que en el vestuario, ese sitio espantoso y lleno de vapor y que olía a sobaco y calcetines y culos y Reflex a granel, en el vestuario algún pasado de vueltas venía a darme con la toalla mojada, por ser el jugador más mierda que ha existido jamás, cualquiera diría, no les hice perder ningún partido porque nunca me sacaban, si eso les hice ganar cuando me prestaban como un bañador viejo, como una llave inglesa, al equipo visitante y yo jugaba horrendo y perdía siempre el equipo contrario, ganábamos nosotros, bueno, ellos, pero daba igual, en el vestuario iban a saco a por mí, no les culpo, por ser la vergüenza del pueblo, de mi padre, de la familia.
Y cada vez que venía un pasado de vueltas a azotarme estilo cola-de-rata con su toalla mojada y llena de sudor de culo, el Jopa cogía y le daba dos hostias bien dadas en la puta cara.
Y les decía: Al Rompepistas, ni tocarlo. Sólo que decía mi nombre real.
Y, qué fuerte, los otros le obedecían.
Me gustaría tanto, ser así.
Sólo que no lo soy, mejor afrontarlo cuanto antes.
Y el Jopa me salvó la vida no puedo ni contar en cuantas ocasiones, y jugamos al bote en la plaza del mercado cada tarde de verano, cuando teníamos diez años, horas y horas ahí, Salvando por Todos, pateando la botella de plástico llena de agua mientras Clareana y yo y todos los otros, Carnaval también, y el Chopped, y otros pavos del barrio, nos escondíamos y ésas eran las tardes más divertidas de mi vida. Y oscurecía y nadie quería irse, y nos quedábamos allí dando patadas a la botella hasta que no veíamos tres en un burro y nuestras madres nos llamaban pegando alaridos desde los balcones, pero daba igual, nadie quería ser el primero en dejar de jugar, nadie.
Y, luego, ¿qué pasó? Dejamos de ser amigos, y no recuerdo por qué. A mí me daba cien patadas el Deporte, y a él le repateaban también nuestras botas y gritos pelados y pintas de punks arrastrados, y debió de ser eso, no lo tengo muy claro, quizás fue otra cosa.
No sé por qué dejas de ser amigo de alguien. Quizás esa amistad tiene un contexto claro y exclusivo, es el bote y la plastilina y cómo nos reíamos pegándoles gomazos a los gatos, el barrio estaba lleno de gatos tuertos, cojos, gatos resentidos que nos miraban esperando a que llegara una nueva era glacial y el gato volviera a ser el rey de la creación y entonces nos íbamos a enterar.
Y el día en que desapareció aquello, el día en que las niñas dejaron de ser tontas, el día en que tus padres dejaron de protegerte de la mierda, aquel día también desapareció la razón por la que éramos colegas el Jopa y yo. El sitio, el mundo en el que éramos amigos, que ya no existe. Que ha desaparecido para siempre. Borrado.
Dar cera, pulir cera.
Y de esos sitios no queda nada, a veces sólo el recuerdo, pero da igual. Porque, como dijo Johnny Thunders, no puedes abrazar un recuerdo.
El Jopa estaba bien, y me da pena todo esto. Pero eso era entonces, y esto es ahora, qué le voy a hacer, cada uno se fue por un camino, y eso me entristece, pero ahora ya está hecho, qué coño se supone que tengo que hacer.
—Hey —me dice, como yendo a hablar.
Y yo digo Qué.
—¿Podéis dejar ya lo de la papelera? Que hay peña que se está puteando de verdad, y ya cansa.
Fijo, digo yo. Perdona, digo yo. El Jopa y los Cuellos se despiden, y yo me voy por el lado contrario al suyo.
Y así, como dice una sevillana que ponen siempre en el Provi, un pasito detrás del otro, xino-xano, como el que no quiere la cosa: vamo viviendo.
Vamo viviendo.
La muerte del pueblecito, eso es lo que pienso.
Estamos en el ensayo de Las Duelistas. Acaba de pasar la deposición de las siete menos cuarto. Flush, a toda velocidad por la tubería que recorre el techo del local. ¿Qué debe de comer este vecino? ¿Relojes?
Pero esta vez ninguno de los tres se ha reído, y pienso en un tebeo de Astérix, una viñeta donde sale todo el pueblecito celebrando un banquete en silencio, odiándose sin palabras, y eso augura La muerte del pueblecito. La muerte de Las Duelistas.
Hemos llegado a la hora. Carnaval ha dicho Hey y yo Hey también. Luego se ha apoyado en un bafle y ha encendido un Fortuna, dejando caer la ceniza en el rincón más inflamable del local, al lado de una botella de alcohol de 90° que trajo el Chopped el otro día. Cuando la trajo bebía de una botella de J&B y según iba bebiendo iba metiendo alcohol de 90° para rellenarla, y quizás ya va siendo hora de empezar a preocuparse por el Chopped.
Carnaval y yo hemos estado un rato allí, en el local, los culos apoyados contra los envases de huevos que no insonorizan nada pero que colgamos de la pared por si colaba.
Odiándonos.
Hemos estado un rato ahí, tan puteados que ni hemos hablado de que nuestro bar favorito ha sido pasto de las llamas y nuestros culos peligran cantidad. O sea, como si nada. Como si no hubiese pasado. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Pero nuestros ojos sí han visto, o sea que vamos dados.
Y Carnaval ha fumado, y cada vez que ha expulsado el humo he visto el hueco de sus exdientes y el vendaje de su dedo. Su ojo a la virulé ha mejorado. Quizás le hace falta un repintado.
Yo he sacado el Ventolín y le he dado un par de toques: Psssht. Psssht.
Al cabo de un rato ha llegado Clareana y ha dicho Hey hacia la dirección general donde estoy yo pero sin mirarme, más bien lo ha escupido hacia mi rincón con su puntería habitual, y luego le ha dicho hola a Carnaval mucho más cariñosa, no, cariñosa sólo, sin el mucho más, porque eso implicaría que ha habido el menor cariño en su saludo vomitado hacia mi esquina.
Y luego se han dado dos besos, y yo he pegado un RAANG en la guitarra con el volumen al 11 que ha temblado el misterio de Fátima, y los dos me han mirado de golpe, como si acabaran de darse cuenta de que estaba allí, como si fuese un hámster aplastado que hubiese entrado en la boca el gato.
Y he sonreído irónicamente, pero yo solito. Al contrario que los bostezos, las sonrisas no se pegan. Con alguna gente.
Échale la culpa al boogie.
Les digo, como un perro, les digo, ladrando y rabioso:
—Vamos a tocar, va.
Y tocamos «Saltos», «100 punks», «Mi tarareo», «Motín» (que es una instrumental) y al terminar les digo Ahora la nueva. Les enseño un poco los nuevos acordes. El dedo aquí, el otro aquí, ahora dos veces, ahora abajo, ahora arriba, aquí tú paras de tocar la batería y se queda el bajo solo, y los dos me escuchan como si les estuviese contando una operación de fimosis o un aborto ilegal.
Y tocamos «Rompepistas», y vocalizo todo lo que puedo, para que oigan lo que digo. Para que se enteren. Sólo que en la frase que me falta tengo que tararear, porque aún no está terminada y no se me ocurre qué decir.
Y pego un guitarrazo y rompo una cuerda y me quedo con el brazo en alto, como a punto de hacer el molino de viento, como el guitarra de los Who. Y Carnaval y Clareana me miran, no muy impresionados. ¿Ah, no? Así que sin quitarme la guitarra del hombro ando hacia donde está Carnaval, él me mira muy fijamente, ahora, no tiene ni idea de qué va a pasar, aunque me conoce, sabe que tengo puños de gelatina, muy aterrorizado tampoco está, las cosas como son, ¿qué puedo hacerle con estos puños de Barriguitas?
Y me planto delante de él y cojo la botella de alcohol de 90° del suelo y me incorporo, de fondo el feedback de mi guitarra cerca del ampli de Carnaval, bzzzzzt, y le doy un trago largo, muy largo, a la botella de plástico transparente, un trago gigante, un trago antiséptico, un trago de farmacia, un trago de imbécil.
Empiezo a entender por qué el Chopped querría beberse esto. Es sólo otra versión del dar cera, pulir cera. El beber para olvidar, el beber de las películas, alcohol de quemar para eliminar la tinta de los desgarros del alma.
Disculpadme si me pongo poético. Es toda esta basura que está pasando.
No preguntéis.
Luego no sé lo que pasa en el local. No sé qué hacen Carnaval y Clareana. Ni idea, vamos, porque yo estoy fuera, sacando el alma por la boca.
ESBAAAART.
—¿Sales esta noche, Rompepistas?
No, me voy a casa. Sólo nos quedan dos ensayos antes del concierto de debut en la verbena de Sant Joan, pero me da igual. Si esto ha sido la muerte de Las Duelistas, me da igual también.
Carnaval y Clareana se han ido del local por el lado opuesto al que me he ido yo. Se han ido riendo, como si hubiese una razón para ser feliz, como si fuesen Cuellos, pero sin hablarme más de lo justo. O sea, Adiós, y vas que te estrellas.
Quien me ha hecho la pregunta de hace unas líneas no era ninguno de los dos. Era Ultramort, me he topado con él camino de mi casa, por un momento he pensado que pasaría a través de él, así de pálido, intangible, fantasmal estaba. Su cabello de paje endemoniado, sus ojos extraños, sus dedos moviéndose por el aire como si fuesen a sacar conejos de sombreros de copa.
Yo le digo a Ultramort que me voy a casa.
—¿Depresión? —pregunta.
—De las gordas —le contesto, porque me da igual confesarlo y porque acabo de beber un trago de un líquido que se utiliza para esterilizar cortes, o sea que…
—¿Mujeres? —pregunta.
—Son una cosa parecida a nosotros —le contesto—, Ultramort, pero con peras y cabello largo y sin paquete. ¿Nunca has visto a ninguna, cucaracha?
—No hace falta insultar —dice él.
Yo esquivo sus ojos y digo:
—Lo Siento. No es culpa tuya».
—No pasa nada. ¿Qué vais a hacer con los tíos esos? —Me pregunta—. Lo de La Bomba es lo último, ya. ¿Qué dice el Chopped? —pregunta.
—El Chopped les va a envolver con su pinza —le suelto, y sonrío más bien solo, más solo que nunca.
Ultramort me mira como si el que hubiese perdido su pinza fuera yo.
Y me pregunta lo del Puños, y le cuento, y me pregunta por los tíos que nos dieron, por detalles de su maldad, y no tengo ganas de hablar, porque llevo dentro la muerte de Las Duelistas y la muerte de lo de Clareana y la muerte de lo de Carnaval y la muerte de La Bomba y todo y me duele aquí. ¿Y aquí? También. ¿Y aquí? Más aún. Diga 33 o, mejor, diga 100.
100 punks.
Como la canción: 100 colegas en los que puedes confiar.
Sí, y unos cojones.
Como la pintada: 100 PUNKS SIEMPRE.
Sí, seguro.
Hueles a destilería, me dice Ultramort.
Tú a mausoleo, le digo. Y el me sonríe y yo le sonrío y luego le doy un toque cariñoso en el brazo y me voy arrastrando las botas.
Pero: vamo viviendo, ¿no? Qué remedio nos queda.
Estoy delante del colegio de monjas. Otras veces he venido aquí con Carnaval a colarnos en los partidos de básquet femenino del sábado por la mañana. A ver a las chicas jugar, con sus braguitas azules de deporte y sus calcetines hasta la rodilla y sus pases y sus tres puntos.
Era todo más inocente entonces, y sólo hace dos años.
Estábamos en la frontera absoluta de Las Niñas que aún eran Tontas, pero empezábamos a sospechar que no tanto, o que cuando menos valía la pena obviar ese detalle porque había cosas interesantes que se podían hacer en colaboración con ellas.
La adolescencia, desde luego, vaya asunto. No se acaba nunca, pero también pasa demasiado rápido.
No puedo decidir qué quiero, ni qué estoy diciendo.
Estoy confuso, sí, qué pasa.
Es lo que me toca.
Es la edad, empanados.
Todavía estoy delante del colegio de monjas. Eso me recuerda una canción que ponen, ponían, en La Bomba, sólo la ponen, ponían, cuando alguien la pide, pedía, no sé qué dice de un colegio de monjas.
Hay otra que también llevan en el radiocassette gigante unos gitanillos que privan entre el cementerio y el manicomio, no sé de quién es la canción pero dice: Tienes 11 años y pareces una vieja. Y yo y Carnaval se lo cantábamos a las más viejas de la clase, en el instituto. Las que llevaban medias gruesas y no bebían y no hacían nunca campana, y ya se veía que iban a acabar mal. O sea, bien. O sea, mal.
Me estoy enrollando, otra vez, y además liando, joder.
El tema es que todavía estoy delante del colegio de monjas, porque me he quedado pillado mirando las ventanas y recordando cosas de Carnaval y mías. Y me vuelvo, me dispongo a ir a casa deprisa, antes de que se pasen por aquí los Chungos, estoy parado delante del pasocebra, no puedo cruzar porque no me deja.
El Chérif.
Ahí, con su sombrerete stetson de plástico y sus cartucheritas y la estrella en el pecho, y sus ojos de cobaya, y su bigote. Está haciéndome señal de parar, aunque no viene ningún coche porque son las nueve y media y nadie pasa por esta calle a esta hora. Me espero, y al cabo de un rato agita su manita y me permite avanzar por el pasocebra. Y yo lo cruzo pisando sólo las barras, por si acaso. Por si, haciendo esto, todo empieza a ir bien.
Qué.
Cada uno tiene sus métodos para lidiar con la tristeza, y éste es uno de los míos.
A algo hay que agarrarse, después de todo.
Y cuando estoy a su altura el Chérif me pone la mano en el pecho, como si yo fuese una tapia en la que apoyarse, y yo me quedo allí, con los dos pies encima de la barra del pasocebra y el pecho en su mano. Y me dice:
—Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío o caliente, te vomitaré de mi boca.
Ya estamos.
Lo que me faltaba.
Y le digo que ya lo entiendo. Que no se puede ir por ahí escurriendo el bulto como una niñata, y que mañana iré a visitar a Carnaval y le pisaré la cabeza. El diálogo no ha funcionado, es obvio, todos lo habéis visto, yo también puedo tener testigos, y más de 31 y más de 100. Teníamos una promesa, y Carnaval la ha traicionado, y ahora voy a pisarle la cabeza, porque eso no se hace, y menos por una tía.
Por una tía, es lo último.
Nada nos separará, pero ¿una tía?
Lo que faltaba.
Y, encima, Clareana. ¿Mi amorcito?
Aunque ésta no se fue con un guapetón. No me hagáis reír.
El Chérif repite su frase, porque siempre lo repite, le da igual que le haya dicho cuatro veces ya que lo entiendo, que ahora lo entiendo, tío majara.
—Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío o caliente, te vomitaré de mi boca.
Y entonces me río, un poco pillado, como él, y él se ríe también. Y no tengo ni idea de por qué se está riendo el Chérif, quizás se imagina degustando sus propias heces, pero yo sí sé de qué me río. Del puñetazo que le voy a dar a Carnaval en la puta cara, que le voy a pisar la cabeza, que me lo cargo, que alguien me aguante, que no respondo. Que le rompo la cara, lo juro.
Pero ahora no. Mañana.
Todas las promesas rotas, que alguien tiene que redimir.
Siempre seremos amigos, le dije a Carnaval, después de casi desangrarme por un dedo.
Siempre cuidaré de ti, me dijo él a mí, aunque no con estas palabras, se sobrentiende. Su dedo también sangraba, y dejó de hacerlo cuando lo pegó al mío, y yo no le pregunté dónde habían estado esas manos, porque no era el momento.
Te querré siempre, le dije a Clareana, antes de rebanarle el corazón.
Te daré un Mazazo, cuando llegue la hora, le dije a mi abuelo.
Nunca me arrugaré, nunca envejeceré, le dije a la madre de Clareana, aunque me lo estaba diciendo a mí mismo.
A mis padres nunca les prometí nada, pero estaba implícito por mi condición de hijo. Se presuponía.
Tantas promesas hechas, y una promesa es una promesa.
Como cantan Generation X: ¿Te acuerdas de esas promesas, promesas?
Yo sí.
Pero ojalá que no, lo digo en serio.
Todas esas promesas y tratos, todo este papel mojado, todas las mentiras, todas las cartas no enviadas, todos los juramentos, todas las aguas que no había de beber, toda la mierda que no quería ni tocar. ¿Quién deshará todo este MAL? ¿Esta catedral de escombros y promesas sin cumplir?
Joder, no veo un mar de manos ahí fuera. No veo una muralla china de voluntarios en mi puerta.
Tendré que ser yo, está claro.
Llego a casa a las diez. Subo las escaleras contando los escalones (36), pongo la llave en la puerta, y suena «Scarborough fair».
Oh, yupi.
Oh, qué bien.
Llamo a la puerta de la sala de estar, antes de entrar, no sé qué va a pasar, ojalá lo pudiera evitar. ¿Por qué estoy rimando? Los nervios.
Y abro la puerta, una voz cubierta me invita a pasar, y entro y veo a mi madre sentada en el sofá, con las manos en la cara y los codos en la rodilla, mirándose las pantuflas con dibujo de orquídeas que lleva. Y me siento a su lado, y me quedo un rato sentado allí mientras va sonando la canción. Sé lo que dice, porque hasta ahí alcanzo.
Dale recuerdos a alguien que vive allí, hace tiempo fue mi verdadero amor.
Hace tiempo.
Ya no, vamos.
Y mi madre se vuelve hacia mí, me mira a los ojos miopes, los suyos están alechugados, estrujados, no sé cuánto tiempo debe de llevar aquí, oyendo una y otra vez la maldita «Scarborough fair», pero si yo fuese un tío observador, si yo fuese detective, diría que como mínimo una hora.
Una larga hora escuchando Simon & Garfunkel y llorando por mi padre, por ella, por nosotros, por todo esto.
Y mi madre, la cara hinchada y las marcas pálidas de sus propios dedos aún en las mejillas, como si se hubiese autometido un guantazo, me dice Hemos decidido tu padre y yo que estaremos separados unos días.
Y dice A ver qué pasa.
Y dice Para darnos tiempo a pensar.
—¿Para pensar qué? —pregunto yo, no para ganar tiempo ni porque no sepa qué decir. Realmente deseo saber qué es eso tan importante que la gente se ve obligada a pensar confinada en casas diferentes.
—Si nos queremos —me dice.
Y aunque puesto en palabras sobre una hoja puede parecer melodramático, la forma en que lo dice no lo es. Es más bien estadístico. Técnico. ¿Por qué has tirado esa piedra desde ese andamio? Para comprobar si caía. Acción-Reacción. Hechos y sus consecuencias. Tú te vas de casa, yo entonces decido si te quiero.
Menudo panorama.
Es un trabajo desagradable, pero supongo que alguien tiene que hacerlo.
Y mi madre arranca a llorar, y para sostener sus lágrimas se lanza sobre mi pecho, y las deja allí con hipos de los grandes. Y yo, que tengo las manos en el sofá, muevo una con mi sistema nervioso automático, sin pensar qué hago, y la deposito en su hombro, como hice con mi padre antes, como el que pone un nuevo ladrillo en la pared.
Y, por un instante, mis padres no son unos extraños. No son esos seres incomprensibles que me abren la persiana y desencajan la cara al echar un vistazo a mi boletín de notas y la mayoría de las veces me miran, decepcionados, me miran como si acabara de bajar de un ovni o si hubiese salido del útero de Rosemary en la película de terror aquella.
No son los señores raros que recogieron mi cesta cuando flotaba en el Llobregat, y luego se arrepintieron de haberlo hecho, seguro.
De golpe les veo, normal. Los dos niños que se enviaban cartas, y estaban enamorados, y se casaron, y tuvieron su primer hijo a los veintiún años, y trato de imaginar cómo debe de ser una cabeza a los veintiuno, y son solamente cuatro años más que yo, que los que tengo ahora, y mucho no sé, pero sí sé que no se puede alcanzar gran sabiduría en esos cuatro años.
Y noto a mi madre llorando, y veo a una niña. Una niña confusa, llena de dudas y preguntas sin respuesta. Y, quizás, también recordando todas las promesas sin cumplir que almacena. Todas las cosas no hechas. Todas las decepciones, propias y ajenas.
Y no soy matemático, pero si a mi edad yo ya tengo seis o siete de las gordas, no quiero pensar las que voy a remolcar en mi joroba de purgatorio a los cuarenta.
Menudo panorama.
Y me gustaría redimir las promesas rotas de mi madre, pero bastante tengo con las mías.
Y me doy cuenta, allí, de que quiero a mi madre, de alguna manera.
Tiene que ser amor, este sufrir por ella e imaginar su dolor.
Tiene que ser amor, y si suena cursi no es culpa mía.
Si suena cursi qué le vamos a hacer.