Hay que ponerle una letra a esta canción. Hay que sacar «Rompepistas» de una vez. Es necesario.
Estoy sentado en la cama, en pantalones de pijama y una camiseta de Deporte azul marino y azul claro que sólo me pongo para dormir. Estoy tocando mi guitarra, que no es una guitarra porque sólo tengo una eléctrica y está en el local. Lo que estoy tocando es una especie de banjo hawaiano que les trajeron a mis padres unos amigos de un viaje al extranjero, y el cuerpo del banjo es el caparazón de una tortuga muerta.
La pinta del instrumento es rara, pero creo que los acordes son los mismos. Hace unos días saqué el «Kiss Me deadly» de Generation X de oídas, sonaba extraño, sonaba a Hawai, pero la saqué sólo con las orejas y los dedos, así que ahora voy a intentar sacar «Rompepistas». De momento el estribillo de la canción, luego el resto de la letra.
«Rompepistas» era la que no tenía título ni letra, y ahora ya tiene uno, de título. La he bautizado con algo que tenía cerca: yo.
Me he levantado por mi propio pie, porque los días de cada día mi padre no puede jugar conmigo a levantar la persiana, se va al taller mucho más temprano, y mi madre me levanta de forma más delicada. Abriendo la puerta y susurrando, como a mí me gusta, como ha hecho siempre.
Me rasco la cabeza rastrillando el campo aniquilado por los productos químicos, me toco delicadamente con los dedos la cicatriz de la mejilla, y pienso: Si te quedas, lo que hay es esto. Quizás es porque me estoy endureciendo que ya no estoy tan triste por lo del sábado, por todo. O quizás es porque no sé calibrar el alcance de las cosas que pasan. O quizás sea porque esto es lo que hay, y al final de acostumbras a todo.
Y quiero decir: A todo.
O quizás es porque estoy haciendo el dar cera, pulir cera. Eso sería lo más razonable, pero tampoco quiero pensar en ello.
Apunto dos cosas en un trozo de papel y hago un dibujo para acordarme de dónde he puesto los dedos en un acorde que me acaba de salir. No tengo ni idea de cuál es, pero suena bien.
Lo repito un par de veces y trato de imaginarlo sin el sonido que brota de las entrañas vacías de la tortuga muerta, y me gusta. Quizás he acabado «Rompepistas». Toco los acordes una y otra vez, y tarareo la media letra que tengo, y ¡Hey! Me gusta.
Y si sigo cantando, todo se arreglará. Y si sigo cantando dejaré de mirar atrás, tal vez.
Voy a la cocina a beber zumo de pera. Entro, y mi madre está cocinando, ya, de buena mañana, cebolla frita en aceite de oliva y ajos tiernos, el prólogo de sus sofritos. Y digo Buenos días, mamá. Y ella se vuelve y me mira con ojos tristes, y sé que esto va a comenzar Una Conversación, así de temprano, de buena mañana.
—¿Por qué haces esto, Rompepistas? —Sólo que me llama por mi nombre real.
No sé, mamá, le digo, y me lleno el vaso de zumo y devuelvo la botella a la nevera y cierro la nevera, schlup.
—¿Es por lo de tu padre y yo? —pregunta, limpiándose las manos en el delantal floreado—. No estamos en muy buen momento, pero todo se arreglará. Te lo prometo.
No quiero oír esto, y no quiero oír más promesas que habré de recordar y/o mantener. Quisiera tener la sordera hacia la humanidad de Ultramort. Por dentro, sin que se oiga, canto «Rompepistas»; para tapar el ruido de fuera, para ahuyentar las olas de disgusto de mis costas.
—¿Por eso estás así? —vuelve a preguntar—. Puedes hablar conmigo. Dime lo que te preocupa.
—No es nada, mamá —digo, y enjuago el interior de mi cráneo con el resto del zumo y le doy un beso en la mejilla y salgo de la cocina—. Me voy al INEM.
En mi habitación me toco la barriga por encima, aún me duele de los patadones, tengo varios morados repartidos por el torso, me visto sin ducharme, me pongo una camiseta de los Jam con los colores de la diana irlandesa y me embuto en los pantalones y las botas de botar, y no voy al INEM. Imagina que van y me dan un empleo.
No, salgo de casa, miro antes a ambos lados por si hay Chungos, examino la calle con el paquete empequeñecido y luego enfilo decidido hacia el instituto, a espiar a Clareana, que cada día me odia más, parece imposible pero es cierto, aunque ahora tengo la cicatriz, y quizás le doy pena. Dar pena es la última arma que me queda.
Andando hacia el instituto, escalando la cuesta que subí cada mañana hasta que el culo de Carnaval se interpuso entre nosotros, pienso en la pregunta de mi madre.
¿Por qué hacemos esto?
Si yo fuese inteligente, sabría la respuesta a esta pregunta.
Creo que todo lo que hacemos lo hacemos porque es lo que más se acerca a continuar siendo niños. Porque ninguno de nosotros podía aceptar que lo de ser niños se había terminado, y queríamos seguir jugando. Queríamos disfraces y aventuras y fantasía y romance. Y esto era un sustitutivo decente: las chapas de hojalata, y el llavero dringui-li-drong, las canciones escandalosas, la ropa rasgada, los empujones por las esquinas, los cabellos de colores y el grupo. La panda. Los cuatro. Los Cuatro y el Misterio de Las Duelistas. Tom Sawyer y Huckleberry Finn: Carnaval y yo, los dos allí, Dos Años de Vacaciones en nuestra propia miseria.
¿No es eso la adolescencia, después de todo? Un estiramiento inhumano y antinatural y dañino de la niñez. Un disparar los últimos cartuchos antes de ingresar en la vejez. Sólo que algunos cabezotas nos encariñamos con ella y, terminados los cartuchos, cargamos con la bayoneta, y luego, cuando ésta se rompió, fuimos a la carga con la culata, y luego con las manos, y luego con el culo y luego con los dientes. Con lo que hiciera falta. Sin aceptar la derrota, estúpidamente. El cuerpo de la gallina que sigue correteando tras el descabezamiento y aún no le ha llegado la información de que Ya No. Eh, Tú, Que Ya Está. La cola de lagartija, altamente desinformada de la situación actual. La cola de lagartija, enzarzada en una nueva victoria pírrica y quizás, seguro, inútil. Ahí, sobreviviendo sin futuro.
Ahí, bailando.
Bailar es lo que haces cuando aún no te has enterado de lo mal que están las cosas. O cuando ya te has enterado, pero quieres olvidarlo a toda costa, ¿no? Bailar para no llorar. Bailar para mantener alejada la marea de la tristeza.
Si yo fuese inteligente, sabría todo esto.
Pero no lo soy, y no lo sé.
La guerra ha comenzado. La situación actual es de movilización de tropas. El domingo, que era ayer, sí pasaron cosas, pero fueron sólo telefónicas porque yo no quería salir de casa, porque estaba dolorido, y (de acuerdo) acojonado. En mi aparato, mi teléfono, el Chopped gritaba. Gritaba de un modo que daba algo de miedo.
—¡Vamos a aplastarles! —chillaba—. Les golpearemos tan fuerte, con toda nuestra fuerza, que no podrán reaccionar. Lo que necesitamos es unidad. ¡Hay que machacarles, me cago en la puta! ¡Hijos de puta! ¡Hijos de puta!
Ahí estuvo un rato pegando berridos en el auricular, que yo separé un par de palmos de mi cara. Continuó jurando y hablando de las madres y abuelas y primas de aquellos tíos chungos durante un buen rato, y seguramente llenando el teléfono de escupitajos y reclamando unidad a gritos.
—Chopped, esos tíos eran muy chungos, ya lo viste —le dije, apaciguador y acojonado a más no poder.
Eso le dio pie a arrancarse con otro estribillo de juramentos y amenazas.
—¡No saben quiénes somos! ¡No tienen ni puta idea! ¡Pero se van a enterar! ¡Se van a enterar!
No le dije lo que estaba pensando en mi cabeza, que era que a mí ya podían darme de baja en la guerra y que esos tíos sí saben quiénes somos, y precisamente por eso nos dieron como nos dieron y el Puños está en el ambulatorio con el bazo perforado y yo no quiero ese final, no quiero sufrir muerte, haría cualquier cosa por evitarla.
Al final decidí decirle esto último, suave y lentamente, como si hablara con un mongui.
—¡No te cagues, Rompepistas! —contestó. Me encantaría que dejara de gritarme, pero no hay manera—. ¡No te cagues, tío! Que es lo que están esperando. Que nos caguemos. Pero vamos a contraatacar con el doble de fuerza. Con un movimiento de pinza.
No me gusta nada cuando el Chopped empieza a utilizar jerga de la Segunda Guerra Mundial. Es mala señal. Y culpa mía, además; de niños jugamos juntos demasiadas veces a la Fuga de Colditz. ¿Movimiento de pinza? A ti sí que se te está yendo, Chopped.
La pinza, quiero decir.
Esto me lo callé también, pero aunque lo hubiese dicho no me habría escuchado, porque ya volvía a estar con lo de Hijos de Puta, Hijos de Puta, y estuvo así durante un buen rato.
Y luego:
—¡No te cagues, tío!
Bueno, eso es imposible porque ya lo hice. Cagarme. La prueba está en el cesto de la ropa sucia, aunque no recomendaría a nadie que la sacara para examinarla ni con pinzas ni con un palo largo.
—Ese Titi, te juro que lo mato. Por mi madre. Lo mato. Lo voy a matar, Rompepistas.
Titi es un mal nombre para dar miedo. Yo que él me lo cambiaba. Pero luego me acordé de que yo sí tenía miedo y cambié de idea a gran velocidad.
—No hablas en serio, tío. No jodas —le dije, mientras con la otra mano me acariciaba los genitales por debajo del pijama. No era nada sexual. A veces lo hago sin pensar.
—¿No? ¿No? Tú no sabes nada, Rompepistas. No sabes muchas cosas, tío.
Cierto. Cierto. Ni las quiero saber, así que no me las cuentes, pavo.
Eso no se lo dije.
Lo que le dije, fue:
—Vale. Vale. Mañana hablamos en el Provi.
—¡No te cagues, Rompepistas! —me berreó en la oreja.
Y dale con el cagar. ¿Podemos dejar este tema?
Las niñas no son tontas, pero algunas desde luego lo disimulan muy bien. Desde detrás de un SEAT Ronda negro igual que el de mi padre estoy observando a cuatro pájaras que fuman y hablan a la vez en la puerta del instituto, las palabras saliendo de sus bocas en volutas blancas que explotan en el aire.
Miradlas: ahí, con sus pantalones de cuello alto, y sus melenas carbonizadas en forma de casco de los Devo, y unos jerseys de windsurf Mistral que no sé por qué llevan, porque aquí nadie ha hecho windsurf ni lo hará jamás, y en las carpetas llevan fotos de Eros Ramazzoti y Jason Donovan y de las bolsas cuelgan llaveros y muñecos de Snoopy colgados y yo pienso: Pobre perro.
Y ahí están, miradlas, las niñas, hablando de apuntes y de tíos sin cerebro (literalmente, tíos que nacieron sin masa cerebral, la cabeza completamente hueca, espacio craneal libre para montar acuarios, o cócteles, o bidets) mientras yo me agazapo tras el Ronda como la rata que soy.
La ratita que barría su escalerita. La ratita con botitas.
¿Iban a mi clase estas tías? Es difícil de decir, porque desde lejos todas estas retrasadas parecen iguales.
Y además, ¡eh! ¡Eh! ¡Un momento! Que sale Clareana, ahora. Silencio, todo el mundo a callarse. Me escondo bien y la observo a través de los cristales laterales. Higo chumbo en el cráneo, orejas de ánfora Record d’Empúries, ojos con sombra de mediodía debajo de los párpados, sus piernas arqueadas, no dije esto en las otras descripciones, hay que añadirlo a toda prisa, rápido, rápido: Clareana es estevada. Tiene piernas de montar a caballo, aunque nunca lo haya hecho. Piernas de paréntesis abierto y cerrado, y dentro de los paréntesis el aire de entremedio de sus rodillas, y ambos pies mirando hacia dentro.
Garrella, como se dice aquí. Joder, cómo me gustaban sus piernas garrellas.
Me encantaban sus piernas garrellas, abiertas o cerradas, pero abiertas era un bonus extra, no jodas.
Me encantaba Clareana, y, a mi manera miserable y vil, la quería y quiero, o sea que ya está, no se hable más.
Clareana se despide de las pájaras de la puerta, que inmediatamente después empiezan a criticarla a sus espaldas como buitres carroñeros, y la veo andar como Lucky Luke, y sonrío un poco, y miro los dos flanes cimbreantes debajo de su camiseta de Eskorbuto y estoy a punto de ir a conversar con ella, me da igual que me aplaste la nariz con su carpeta llena de fotos de los Jam y los Boys y los Último Resorte y los Sex Pistols y Kortatu. Me da igual, completamente igual, y me estoy poniendo en pie cuando veo que, cuando veo que, cuando veo que.
Carnaval.
En serio.
No preguntéis.
Veo que se dan dos besos, y Carnaval, esa albóndiga trapera, se abre los labios y le enseña el hueco de sus dientes, y veo que ella pone la boca en O, y pone las manos a ambos lados de la cara de Carnaval como si fuese un balón de fútbol, y el otro se señala a medio palmo de la cara de ella, y luego empiezan a andar por la cuesta que sube al instituto, Carnaval con la espalda pintada donde pone: 100 PUNKS.
Y pienso en un trozo de la letra de la canción original que me ayudó a traducir la madre de Clareana, y que dice:
100 punks corriendo, quedándose con todo 100 colegas en los que puedes confiar.
Y pienso en la promesa, y eso es lo que me duele. La promesa.
Ya están lejos, ya bajan por la cuesta, y Carnaval que salta y escenifica puñetazos, y sé que le está contando su participación heroica en la bulla del sábado, y ella se lleva las manos a la cara, esta vez a la suya, y en su boca aparece otra O y Clareana es ahora como un cuadro que me enseñó una vez su madre, un cuadro de un tío pintor que tenía nombre de cereal de Kelloggs. ¿Cómo se llamaba? Ahora no me acuerdo. Munchy o Crunchy, algo así.
—¡Eh, hijo puta! ¡Qué haces, cabronazo!
Parece que lo haya gritado yo, ¿verdad?
Pues no.
Lo ha gritado desde la otra acera un señor cuando ha visto lo que estaba haciendo sin darme cuenta con su Ronda negro. Me miro las manos, y ahí tengo el retrovisor.
Oh. Hum. Lo he arrancado sin percatarme.
Miro el retrovisor, miro al tío que se acerca corriendo, todo esto lo hago viendo pésimo porque no llevo lupas, pero lo básico, lo que hay que pillar, pues sí lo pillo, y es que el tío, por muy desdibujado que esté, me va a dar un par de patadas en la puta cara en un instante, por masacrarle el carro, por rata.
Suelto el espejo de coche, lo dejo caer sin mirarlo, mis ojos fijos en el señor desenfocado que se acerca corriendo y jurando hacia mí, me pongo en pie y salgo por patas en la dirección opuesta a la que han tomado Clareana y Carnaval, y paso por el medio de las cuatro pájaras y las empujo y a una le arranco un Snoopy de la bolsa Salomon que lleva colgando en un hombro y me lo llevo metido en mi puño como si lo envolviera un saco de dormir de momia, y de lejos oigo sus insultos agudos, sus palabras terminadas en ón.
Cómo corro. Correr y hacer el gusano y chuparme el dedo son cosas que siempre se me han dado bien.
Eran 100 punks corriendo, quedándose con todo.
Pero 99 en los que puedes confiar.
Ya ves.
Uno menos.
Uno había caído, y no sé qué voy a decir, ni preguntar, y me arden las mejillas y tengo tanto flato que nueve manzanas después me paro y me siento en un portal y me quedo allí, sentado, suplicando que las cosas no sean lo que parece que son y abro el puño y ahí está Snoopy que me mira, rígido y plástico desde el lecho de mi mano, es el Snoopy bailarín, las orejas extendidas hacia arriba y la cara de iluminación feliz, y yo suelto un suspiro que pesa como un cadáver, pego un suspiro pesado y sólido y fúnebre que suena como un soplo, como si estuviese tratando de apagar pequeños fuegos. O avivarlos, porque a veces pasa al revés.
Mi padre se echa sifón en el vino, y es el único sonido de la mesa. Mi madre come, examinando su plato. Gilda mira hacia la televisión, están dando el Telenotícies Migdia, éste es el sonido de mi pueblo. Si andas por la calle a esta hora, de todas las ventanas sale olor a cordero a la brasa y el sonido del Telenotícies Migdia. Con el tiempo tendré grandes dejavús cada vez que huela ese olor o escuche la musiquita de relojería del Telenotícies Migdia, pero ahora no. Ahora sólo este silencio de envase al vacío, de algodón en las orejas, de poder oír tu propia saliva haciendo glog a cada trago.
—Morir puede ser una gran aventura —dice mi abuelo, haciéndolo pedazos. El silencio, quiero decir.
—No empieces con eso, papá —le dice mi madre—. No puedo más. Anímate un poco, por favor.
—¿Animarme, en este valle de lágrimas? ¿Sonreírme, cuando estoy descendiendo estrato a estrato en mi propio infierno de Dante? Oh, no. Oh, no. Mejor mirarla a la cara, a esa segadora calavérica, a esa marseca que siempre recauda a sus cuerpos, y decirle, decirle sin dilación: ¡Tómame! ¡Tómame ahora!
Todo esto lo ha dicho declamando en pie. Tienen razón cuando dicen que, en este pueblo, hay más pillados fuera que dentro.
—Siéntate, papá —le dice mi madre—. Tengamos la fiesta en paz, por un día.
¿Fiesta? ¿Ha dicho fiesta?
Si esto es una fiesta, yo soy Billy Idol.
Si esto es una fiesta, es la peor a la que me han invitado en la vida.
—Silencio —dice mi padre—. El Tiempo.
Todo el mundo quiere saber El Tiempo, en mi país, todos. Todos menos yo. Resulta que hemos de callarnos porque un tío con notable cara de tonto nos señala movimientos circulares en un mapa y nos predice temperaturas que nunca vendrán, porque siempre se equivocan.
Parece que va a llover, según el Telenotícies.
—Parece que va a llover —dice mi madre.
Si estuviese aquí el cerdo de Carnaval, diría: Sí, en el chocho de alguna.
Pero Carnaval no está, ni se prevé su llegada inminente.
—¿Y a ti qué te pasa? No has abierto la boca desde que nos hemos sentado a comer —me pregunta mi madre.
Mi hermana se vuelve hacia mí y me mira, como si entendiese todo, como si supiese todo lo que me preocupa, pero no puede ser, porque tiene diez años y porque yo no he dicho que esta boca era mía ni loco, ni a ella ni a nadie.
—Eshtá enamorado —dice mi hermana.
—Cállate, tú —digo yo, y le tiro un pedazo de puré de patatas a la frente mediante un hábil movimiento de tenedor-catapulta.
—¡Agh, ashquerosho! —Y me devuelve otro, pero el suyo estaba tintado de ketchup y es más repugnante todavía.
—Vuelve a hacer eso y te juro que enveneno a Pol Pot —le digo. Y pongo una cara de seriedad que significa: Sí, puedo hacerlo, no es broma, ponme a prueba.
—¡Mamá, mamá, mira lo que dice el Rompepishtash! —Sólo que no me llama así.
—¡Parad ya, los dos! —grita mi padre, y veo que está a punto de levantarse y darme un coscorrón. Y yo, que nunca he sido el más listo de la casa, le miro y pongo cara de Netol: hincho los dos carrillos e intento sonreír al mismo tiempo, y me pongo violeta, y nunca me sale lo de hacer las dos cosas a la vez, y mi padre, cabreadísimo, se lanza hacia mí y me suelta un soplamocos como si llevara un muelle en el brazo, una bofetada no muy fuerte, se arrepiente al instante, nos quedamos los dos congelados, allí, yo con la mano en la mejilla, rojo de rabia.
No, va, en serio.
Me levanto bruscamente de la silla y oigo que alguien le espeta a mi padre:
—Como vuelvas a hacer eso, te enteras.
Lo dice así, tal cual.
Qué tío, quien haya sido. Qué huevos.
No, un momento, esperad un momento. No es alguien.
¡Soy yo! ¡Yo he dicho eso! ¿No es increíble?
Tengo que haber sido yo por narices, está confirmado, porque mi padre se levanta de la silla y viene hacia mí, olvidando ya la culpa por lo de la bofetada, y mi madre se levanta para pararle y se le pone delante y le dice algo que no oigo pero que seguro que era medio apaciguador medio dañino, mi madre también tiene mala leche cuando desenfunda, mala fe, es mala fe de ir a hurgar donde duele, mi abuela no era así, suerte que no está viendo esto, de la que se libró no lo sabe bien, y mi abuelo empieza a decir Muerte, Ven Ahora, Arráncame de la Estupidez de los Hombres, y mi padre le dice Usted cállese que nadie le ha dado vela en este entierro, y eso sí que se le acerca más.
Un entierro. Esto es un entierro, no una puta fiesta. Al fin hablamos con propiedad, en esta familia.
¿Quién es esta gente?
Dejando de lado las cuestiones de si los quiero o no, que se sobrentienden, me pregunto en ese momento: ¿Quién es esta gente? ¿Yo soy esto? ¿Soy yo como ellos?
No, tío.
Yo seré como soy, pero así seguro que no.
Quizás soy adoptado, y nunca se han atrevido a contármelo. Quizás llegué flotando en un cesto de mimbre por el río Llobregat, flotando y llorando sobre la porquería y los peces muertos.
Me siento de nuevo, gallo sin espolones, porque he vuelto a ver de cerca las manos de mi padre. Bebo un trago de gaseosa y miro hacia la televisión, y acaba de empezar Magnum en TV3, porque en la tele hay un tío con mostacho y pantalones cortos muy prietos que parece de la acera de enfrente.
Y sobre el ruido de nuestra mesa, sobre la pelea familiar, oigo que alguien le dice al Magnum: ¿Te has bebido el entendimiento, Magnum? Y yo pienso que ésa es una buena idea, considerando todo lo que pasa. Beberme el entendimiento.
Me pongo en pie de nuevo, me voy al Provi, y oigo de lejos a mi padre que me grita Aquí No se Levanta Nadie de la Mesa Hasta que Hayamos Terminado.
Sí, ya, ¿qué vas a hacer al respecto, paYaso?
Me vuelvo y miro a mi padre de la manera en que uno miraría a un tío que no es su padre de verdad. A un tío que no conoces de nada, pero con el que has convivido diecisiete años. Le miro con el desafío de los hombres que son ajenos entre ellos, desconocidos y a la vez hostiles, le miro desatando el incendio y aplaudiendo el desastre. Le miro como si no nos uniese sangre.
¿Qué vas a hacer al respecto, entonces?
Porque a correr no me gana nadie, y ya estoy bajando las escaleras y contando los escalones hasta que hacen 36. Me voy a beberme el entendimiento. No me esperéis levantados. Voy a beberme el entendimiento y luego, luego hablaré con Carnaval de hombre a hombre. Está decidido.
Tapetes. Oh: cuántos tapetes. Dios santo, hay tapetes por todas partes. Encima de la cadena de música, encima de la tele, encima de la cómoda, encima del secreter, encima del recibidor, encima de los respaldos de los sofás, hay uno muy grande encima de la mesa del comedor y luego pequeños tapetes debajo de jarrones y relojes y debajo de una estatuilla barata de porcelana pintada que representa un borrachín agarrado a una farola, allí hay también un tapete.
Me muevo sin cesar, porque temo que si me quedo quieto la madre del Puños me plantificará un tapete encima.
Nunca había estado aquí. Hemos venido el Chopped, el Carnaval y yo a hacerle una visita al Puños, que ya han traído del ambulatorio a casa.
El Puños está en la cama, un tapete encima de la mesilla de noche al lado, y la madre que nos pregunta desde otra habitación Queréis tomar algo, y todos decimos que no, porque el Puños nos dijo un día que su madre nos llama Esos Borrachos, y tampoco es plan de que lo vea en directo, que lo somos.
El Puños está blanco como un folio, como tratado con lejía, y tiene los labios grises, y está conectado a una cosa por la muñeca. Está despierto, y nos mira, y nos dice Gracias por venir, tíos, pero lo dice con anemia verbal.
Nadie sabe qué decirle, así que el Chopped dice lo único que convenía no decir:
—Les vamos a destrozar, Puños, tío, les vamos a joder vivos por esto, te lo juro por ésta. —Y se besa el pulgar como hizo Clareana el sábado en el lavabo.
Se besa el pulgar, como si en él llevara un crucifijo que no lleva.
El Puños pone cara de no poder importarle menos, y el Chopped no se da cuenta de que Ya Está. Que ya se ha acabado para el Puños. Que no le contemos. Que le demos de baja. Que reírse y caer y crear un poco de gran dolor estaba bien, no estaba mal, era una risa, era por hacer algo, pero cuando las cosas se ponen serias, No Contéis Conmigo. Que eso era entonces, y esto es ahora, hostias, y a mí me han apuñalado y a vosotros no. Apuñalao sería la palabra que utilizaría.
Y tendría razón, qué cojones.
Yo miro al suelo, el cuello doblado hacia abajo como un girasol de agosto, las manos detrás de la espalda, y marco Uno Menos. Tacho mentalmente al Puños.
—Fijo —dice el Carnaval, por decir algo, aunque todos sabemos que Carnaval es aún más puños de gelatina que el propio Puños de Gelatina y un buenazo y no ganaría una bulla ni contra los jubilados del Casal Sant Jordi ese de al lado de su casa, el que está lleno de despojos jugando al dominó y fumando puros y dejando caer inadvertidamente pedos muy nocivos.
Yo no digo nada, y toqueteo con los dos dedos el tapete de la mesilla. Está currado, el tapete. Hay curro, en ese pedazo de decoración completamente inútil.
Y entra la madre y nos dice:
—¿No veis, los disgustos que me da? Desde que se fue su padre que éste no hace más que maldades.
Y el Puños le dice:
—Cállate ya, vieja. —Pero no lo dice mal, no sé si me explico, lo dice con respeto, aunque parezca imposible decir algo así con respeto. O, como mínimo, con cariño.
Tampoco había sido muy bonito de parte de la vieja lo de recordarle que es un poco bastardo, el Puños.
Nota mental #4: ¿Eres bastardo si sabes quién es tu padre pero el tío se ha escaqueado de cuidarte y se ha ido con otra fulana?
Un poco sí, no me jodas. Un poco bastardo eres.
Y el Chopped le dice a la señora si puede usar el lavabo, y yo sé que el Chopped ha pillado velocidad, que es como los Skinheads por la Paz llaman al speed, y yo nunca lo he probado pero veo la cara que le pone a la gente, una cara como la que pongo yo cuando hago como que tengo una sardina viva en el culo, y el Chopped tiene ahora las venas del cuello a la vista, como en una clase de anatomía, y se va a meter una raya de velocidad al lavabo, que seguro que tiene tapetes también, espero que los quite antes, y el Chopped hace una mueca levantando las cejas como de ¿Os hago una?, a espaldas de la madre del Puños y los dos, Carnaval y yo, negamos con la cabeza al mismo tiempo, y el Chopped sale de la habitación dejando su silueta marcada en la puerta, como en un Mortadelo.
Carnaval y yo, los dos allí, en la habitación del Puños, que se ha quedado dormido con la cara de aguarrás y los labios fúnebres, y la madre se ha ido, y miro a Carnaval y le digo, flojito, le digo:
—Tío, te he pasado a buscar esta mañana y no estabas. ¿Dónde coño estabas, tío? —Sólo que digo pasao, y no le miro a los ojos. Le miro a una oreja, para no mirarle a los ojos.
—He estado jugando a la palestra con mis hermanos, ahí, con una Xibeca, al lado del mercado.
Lo dice tal cual, el bastardo integral. No a medias, no. El Bastardo Total.
Y yo allí, Carnaval y yo, yo cada vez más mosqueado pero también con un lago de regüeldos ácidos en el pecho, no sé si me explico, mosca pero triste a la vez, ¿sabéis? Puteado y con ganas de crear dolores grandes, pero también con ganas de echarme a llorar un poco, sin llorar, porque aquí, de niñatas, lo mínimo.
Y, para asegurarme, le digo, y el labio me tiembla de una forma patética, o sea, de dar pena, y sigo sin mirarle a los ojos, miro a su oreja canina, luego a su cuello, a su hombro, a cualquier sitio menos a sus dos ojos:
—¿A qué hora? ¿A qué hora estabas jugando a la palestra? ¿Eh? Porque te he ido a buscar y no estabas y…
—Eh, pavo, que no somos novios, tío —me interrumpe, y le veo el hueco donde había dos dientes y sus eses ahora resbalan como si se lanzaran por la nieve sobre un saco de cemento vacío—. No sé, a las once o a las doce, yo qué sé, no llevo peluco, ya lo sabes.
Y ya no quiero oír lo que Carnaval me cuenta, no quería preguntarlo, no quería exhibir mis temblores, quizás si no los hubiese sacado de la chistera habría sido como si no existieran, ¿no? Dar cera, pulir cera, pero no entiendo por qué Carnaval me está diciendo esto, se supone que era mi amigo, tendría que decirle esto: Se supone que eres mi amigo, Carnaval.
Así, como suena, en su cara de puto gordo: Se supone que eres mi amigo, Carnaval.
Hicimos una promesa. ¿No te acuerdas?
¿No?
Pues yo sí, bastardo.
Y entra el Chopped con los ojos como barreños de metal, la mandíbula inferior de bulldog, subiéndose las mangas de su camisa Ben Sherman de manga corta, es otro tic que da la velocidad, se intenta subir las mangas aunque no es físicamente posible que superen sus últimos bíceps neumáticos, y ahí está el skin crucificado, claveteado en su brazo, y lo miro, y por un momento me veo en él. Soy yo, ahí en la cruz. Te perdono, Carnaval, porque no sabes lo que haces.
¿Te perdono?
Y una mierda.
El Chopped y el Carnaval se dicen algo, el Puños duerme, hablan bajito, no lo oigo, pero ahí en esa habitación, mirando los tapetes, miles de tapetes, cómo me pongo de triste. Joder, me pongo triste como nunca, vamos, como nunca en la vida.
Que yo recuerde, al menos.
La tortuga. Estábamos haciendo la tortuga en el patio. En séptimo de EGB, en los curas, bailando breakdance en la media hora de patio. Para la tortuga clavabas los codos en la panza y te movías por el suelo con las manos, sin que los pies tocaran el suelo, cuidado con los lapos, que en esa época se había puesto de moda pegar lapos mientras andabas.
Aviso.
La Tortuga no se parecía en nada a una tortuga, pero bueno. Era uno de los movimientos fáciles, que le estaba enseñando a Carnaval porque con su culo, el molino y el tornillo eran inabordables.
¿Carnaval, haciendo la tortuga? Parecía la cabeza gorda con patas de araña de La Cosa, la que sale de debajo de una mesa y chilla. La Cosa era una película de miedo que entonces me gustaba, y Carnaval era mi mejor amigo y el peor breakdancer que he visto en mi vida, por cierto.
Le dije a Carnaval, Déjalo, tronco.
Le dije, ¿hacemos el robot? Porque el robot sólo implicaba moverse de pie como si fueses C3PO, y a ratos quedarte congelado, que era el movimiento que se llamaba Congelado. Carnaval era el maestro del congelado, así que dijo Vale.
Me metí un Bang Bang en la boca, que se inundó de masa chicletosa y saliva hasta que no cabía nada más, ni siquiera palabras. Carnaval se congeló ahí, en el porche del colegio, y por encima de su hombro estático vi que se acercaba el padre Pío.
El padre Pío odiaba que bailáramos. No era nada personal contra el baile en sí. Sólo que odiaba cualquier cosa que divirtiese más de lo normal, y además odiaba cualquier cosa que hiciéramos Carnaval y yo.
O sea que ya veis.
Bingo.
—Garuaual, ue uieue el uadre ío —le dije, porque el Bang Bang sólo me dejaba espacio para las vocales. Lo dije con alarma de atraco en sucursal bancaria, sin decir Carnaval porque aún no se llamaba así, pero él no me entendió. Para disimular saqué del bolsillo una bola de papel de plata que olía a atún y empecé a darle toques con la palma de la mano hacia arriba.
—Uao acer ue juwaos aeiou, zío. —Pero Carnaval no me entendía y casi sonreía, congelado aún. Escupí el Bang Bang, que se aplastó contra el suelo húmedo y rojo como el cerebro de un animal muerto—. Eh, paYaso, que viene el padre Pío, que nos la vamos a cargar. —Y le golpeé un hombro con la mano que no era la que daba toques a la pelota de papel de plata. Era la otra, la libre.
Carnaval comprendió, se tambaleó un poco y aun así no se movió, y me habría dado risa si no hubiese sido porque el padre Pío nos había visto y le faltaban dos pasos para estar a nuestro lado y Carnaval no se movía, la pose era como de arrancar a correr, pero en robot.
—Venga, qué hacen aquí todavía, a misa —dijo, tieso ante nosotros como un paraguas. Y yo agaché un poco la cabeza y eché a andar hacia la capilla, pero notando que estaba solo, que la expedición no me acompañaba, y en dos pasos me volví casi sin volverme y noté que Carnaval seguía congelado.
Pero qué haces, mongo, pensé.
El padre Pío no comprendía. Quizás sólo había imaginado que hablaba. Su voz solía ser un resorte tan efectivo, tan automático, que casi nunca se requería una segunda vez, una segunda llamada, un segundo imperativo.
—Usted, ¿no me ha oído? Venga, para misa —dijo, la cara de cobaya despellejada muy cerca de la cara robotizada de Carnaval. Esa cara del padre Pío era la cara que ponen las liebres en los escaparates de las carnicerías. Esa mueca con dientes de roedor muerto y despelotado y lleno de odio loco y el dolor físico más grande.
Y Carnaval, ahí, congelado aún.
—Usted —repitió, sin entender, y le dio un toque en la nuca, no muy fuerte, un calvot, pero Carnaval ni se inmutó.
El padre Pío empezó a enrojecer. Como la camisa de una lámpara de camping. Primero un poco, luego al rojo vivo, luego ya blanco de tan rojo, blanco cera, blanco vela, blanco muerto, blanco de sudario pero, en medio del sudario, marcada en sangre, como en la sábana santa de Turín, esa cara de malo, de ser EL MAL.
Y le gritó ¿No me está oyendo?, y le metió otro calvot mucho más fuerte, y Carnaval dio un pequeño traspié pero, un paso más allá, seguía congelado, y yo no dije nada, yo me había metido las manos en los bolsillos, la bola de aeiou también, si me pudiese oler las manos olerían bastante a atún. Sólo que ése no era el momento de olerse las manos, porque estábamos a punto de cargárnosla pero bien, bien de verdad esta vez.
Y yo creo que dije, con una voz pisoteada y marchita como una mariposa bajo una rueda, dije:
—Vamos, Carnaval. —Sólo que no dije Carnaval. Y quizás no dije nada de nada, tampoco, así de bajito hablé que casi ni me oí a mí mismo.
Y Carnaval que miró a los ojos al padre Pío, le miró a los ojos y le dijo, con voz de robot, como mecánica, a trompicones metalizados, le dijo:
—Váyase a la mierda, viejo de mierda.
Dos veces mierda, para ir sobre seguro. Y el padre Pío pasó de blanco ardiente a una especie de violeta Rorschach, mutando formas y colores, y le cruzó la cara de una hostia a Carnaval, aún no se llamaba así, pero da igual también porque le cruzó la cara y le dijo Repita eso si se atreve.
Y Carnaval se echó a reír.
Una risa que equivalía a una sentencia de muerte, pero ahora en serio. La definitiva, y yo no entendía por qué queríamos morir. Yo no quería morir, lo tenía bastante claro, tampoco había dedicado muchas horas a pensar en ello, pero, vamos, no me apetecía, no me hacía ilusión, eso lo sabía allí mismo, seguro.
Mi culo sudaba profusamente, y el padre Pío dijo: Después de misa vengan los dos a mi despacho, y yo pensé: Su Despacho, oh, no, Su Despacho, El Lugar Donde Otros Han Muerto, El Sitio Donde Te Cuelgan de Las Orejas con Chinchetas, y Carnaval ni se inmutó, y siguió riendo, inmóvil.
Jamás he vuelto a ver un desprecio tan grande contra algo como el que había en esa risa.
El padre Pío puso finalmente los pies en sentido contrario al nuestro y empezó a andar hacia la capilla. Un novato, alguien que no supiera de qué iba todo aquello, podía llegar a pensar que habíamos ganado. Como en las películas. ¿Como la humillación final al malo?
Pero yo sabía que no. Que aquello no era una peli, y que el malo iba a volver mucho más malo. Malo a matar.
Y, con el culo en cataratas del Iguazú, con el culo chorreando ríos y embalses, le dije temblando a Carnaval, le dije con las manos apestando a atún:
—¿Qué has hecho, loco? ¿Por qué has hecho eso, idiota? Nos va a matar.
Y Carnaval dejó de hacer el robot, tenía una mejilla llameante de la hostia cruzada, se volvió humano, se la palpó con los dedos y me dijo, lo recuerdo como si fuese ahora, me dijo:
—Total, ya…
Y yo, que alguien ponga diques en mi culo, que alguien redirija el cauce del río de mi sudor de culo, sólo croé, como una rana-gusano, sólo hice croac-croac y le pregunté Qué quieres decir, total que qué, QUÉ, esto último lo grité un poco.
—Total, nos iba a matar igual.
Yo, allí, cara-mongo.
Yo allí, No estoy de humor para enigmas, puto.
—¿De qué hablas, Carnaval? —Sólo que le llamé por su nombre real.
Y Carnaval echó a andar hacia la capilla, ¿cómo?, ¿qué?, y oí, yo pegado a su espalda, oí que decía, casi como si hablara con él mismo, Ya Estamos Muertos.
Eso dijo.
Ya estamos muertos. Y luego, añadió:
—Cuando vea lo de la capilla vamos a morir igual. Al menos me he pegado el gustazo.
¿Lo de la capilla? ¿Lo? ¿Lo?
Oh, no.
¿Mariposa? No sé por qué la llaman así. No se parece en nada a una mariposa. No soy zoólogo, pero vamos.
Carnaval está haciendo como que no estoy allí, a su lado, en el Provi, y juguetea con una navaja de mariposa. Las navajas mariposa son las que tienen el mango separado en dos, y funcionan como un abanico: las abres y los dos mangos se juntan en uno, haces clic con el cierre, y al otro lado está la hoja. Las navajas automáticas son de película, pero aquí nadie lleva. Yo siempre he visto mariposas, que a los chungos les gustan porque se abren en plan nunchako. Shhhhop. Y el gesto de abrirla, de impulsar para que se abra, es como de mosquetero muerto de hambre.
En garde, tú, hijoputa.
En cualquier caso, Carnaval no sabe usarla, y se va a cortar, y todos lo sabemos.
—Te vas a cortar, Carnaval —le dice su viejo, que es el propietario de la mariposa. Su viejo es como él, ya lo dije, pero con dos litros de brillantina en el pelucón, y el paquete de tabaco ahí, en el calcetín, y ese chándal de gran algarabía cromática.
—Yo controlo, padre —contesta, el imbécil, y continúa haciendo shhhop y shuuuus. Todo el mundo le ha dejado espacio, por si acaso. O sea, el tío más patoso del pueblo está haciendo malabares con un arma blanca. Cuidadito.
Son las nueve y poco en el Provi, la gente se embotella con frenesí, el bar hierve de nervios, excitación, planes, miedo a hacerse de vientre encima y ahí está el Chopped, que va de grupo en grupo largamente desquiciado hablando de crear gran dolor y Vamos a Matarles y su Movimiento de Pinza.
Se le va, al Chopped.
Se le va la pinza, quiero decir.
Carnaval parece medio panda, ahora, por el ojo a la virulé, y también un poco ornitorrinco porque el labio lo tiene hinchado. Creo que no nos hablamos, pero no estoy seguro del porqué. Juraría que ha empezado él. Salimos de casa del Puños y ya nadie dijo esa boca era mía, ni nada parecido. Eso me indigna, porque el que debería haber empezado a no hablar era yo, y el cabrón se me ha adelantado. Esto debe de ser lo que llaman Ataque Preventivo.
Estoy a un lado de la barra, mirando la televisión sin interés, aunque algo estupefacto. Están dando el Un, dos, tres, y la cara de Naranjito gordo de Mayra Gómez Kemp está ahí riendo falsamente, una risa de usura que huele a completa deshonestidad, y a su lado se contonea la basura del Bigote Arrocet.
Vestido de punk.
En serio.
No preguntéis.
Una pena que hayan quitado el volumen, porque seguro que esto era para oírlo.
Se me acerca el MD, lleva una camiseta de boxeo donde pone Lonsdale London, aunque lo máximo que ha visto el MD ha sido Playafels. Y el MD me pregunta Cómo está el Puños. Yo le digo que no muy bien, pero que ya mejorará, y me bebo media mediana de un trago, y él me mira la cicatriz de la mejilla.
—Dice el Chopped que vamos a ir…
—Ya sé lo que dice el Chopped —le interrumpo, porque no quiero oír más, pero el MD pasa de mí.
—Que ahora ya han acabado, y ya no se esperan que volvamos a por ellos. Que se creen que estamos empatados. Uno por otro, que es la ley. Pero el Chopped dice que a la mierda la ley, y que les vamos a…
—Destrozar. Ya lo sé. Les vamos a destrozar.
De repente me percato de que las azafatas del Un, dos, tres también van de punks. Joder. El MD se larga, asqueado por mi conversación, que francamente es de bastante mala calidad, lo admito, y me deja ahí, con cara de memo delante del televisor.
La cortina de plástico del Provi chasquea y entra Clareana, sin avisar. Ahí, con su cabello de acero de cepillo de peinar caballos y sus orejas de copa de la UEFA y sus ojos con bufandas y sus piernas antizambas, como si acabara de bajar de su pony, embutidas contranatura en esos pantalones elásticos rojos. Lleva una camiseta con dibujo de piel de tigre y un solo tirante, y al lado de una teta una chapa grande de SLF. Stiff Little Fingers.
Normalmente pensaría Vamos al descampado de la bóbila a hacer chistes sin pantalones. O pensaría Quiero hablar contigo, mi amorcito.
Pero ahora no.
Y ella que entra y se va a hablar con el grupo del Carnaval, y Carnaval acelera su movimiento de mariposa, y Clareana que pregunta esto y aquello y, de vez en cuando, me mira de lejos, disimulando, controlando. La cicatriz, supongo, y la cara de capullo que estoy poniendo mientras miro el Un, dos, tres.
Esta vez ni se me pasa por la cabeza ir a hablar con ella. Algunas cosas no tienen arreglo en esta vida, y hay que aceptarlo así.
Por la tele sale otra de las malditas subnormales del Un, dos, tres, una que no me acuerdo de cómo se llama pero su gracia es hacer de tartamuda, y ésta también va de punk, y por un momento está a punto de írseme la pinza y casi tiro un taburete a la televisión. Pero al final no lo hago, y en lugar de eso hablo solo.
Clareana me mira, con la misma cara que puso aquella vez.
Se acabó. Ahí va.
Cuento ahora mi Confiteor #2 y a otra cosa, mariposa. Lo que quiero decir con esto es que lo cuento y a cascarla.
Lo que hice luego con Clareana lo hice para nivelar la balanza. Ésas fueron mis palabras exactas, que repito aquí para que se vea el alcance de mi basurería.
Para nivelar la balanza.
Tras dejarla como un kleenex masturbado delante de 143 testigos, y después de que ella se enrollara con el Esfinge, yo creí adecuado nivelar la balanza, aunque en aquel momento aún quedaba una vaga posibilidad de arreglar las cosas entre Clareana y yo.
Increíble, pero es que así hago las cosas.
Es un método increíble, pero es mi método.
Que nunca ha funcionado, todo hay que decirlo.
Así que en una fiesta que hizo el Sutil en el sótano de debajo de su casa fui y le arrojé los trastos a la Culoboya, que era una hippie que iba con unas tías que llamábamos las 300 Hippies, no eran ni mucho menos tantas hippies, no sé por qué ese número, lo que sí está claro es que eran 299 callos, estaba la Pingajo, estaba la Desgarbá, estaba la Patizamba, todas tenían motes así porque (vamos a hablar claro) todas eran unos monstruos.
Menos la Culoboya; la Culoboya estaba medio buena. Sólo que, como su nombre indicaba, tenía unas imponentes cartucheras donde agarrarse, y dejar cosas, y sentarte incluso, o utilizar como soporte para subirte a tapias y capós de coches. La Culoboya tenía un culo que era un puf, podía sentarse sin usar sillas ni sofás, su culo era más grande aún que el de Carnaval, y vestía como una cama sin hacer, pero estaba medio buena de cara y de cuerpo y tenía dos peras.
O sea, eso. Lo que hay.
A la Culoboya, aquella noche, más ciego que el Barraca en uno de sus días malos, le dije: Llevo enamorado de ti desde primero de BUP.
Era mentira, porque la Culoboya en primero de BUP era un adefesio. No se puso buena de cara y cuerpo hasta tercero, que fue cuando nos echaron a Carnaval y a mí por el asunto del culo pintor. Pero creí conveniente decirle aquello, porque quería follármela y, especialmente, quería que me viese Clareana haciéndolo.
Todo esto era Sólo Para Sus Ojos; qué os habíais creído.
Así que le dije eso allí en el sótano, de fondo sonaba «Mirror in the bathroom» de The Beat, me acuerdo, todos los Skinheads por la Paz bailaban y Carnaval iba por ahí cortándose con quintos rotos y quemando partes de la moqueta con sus cigarrillos y vomitando con entusiasmo en cualquier sitio donde se pudiesen sentar personas.
Y la Culoboya me metió el bistec de su lengua dentro de la boca. Y nos estábamos bajando los pantalones el uno al otro encima de la hojarasca del patio del Sutil cuando ella me dijo con ojos de Janis Joplin beoda, me dijo justo en el momento en que la cintura de mis pantalones se acercaba a mis rodillas:
—¿Qué vamos a hacer, Rompepistas? ¿Qué va a pasarnos? —Lo dijo como si llevara dos bolas de helado de turrón en la boca. Y puso cara de intensa en la oscuridad, una cara como si le hubiese dado un chungo, un mareo, como si le hubiesen dado dos informaciones contradictorias por cada una de las orejas.
A la tía le salió la hippie que llevaba dentro. Quizás todo el mundo tiene un hippie dentro, pugnando por salir.
Menos nosotros, claro.
—¿Adónde vamos? —contesté al final, también pedo y con el culo ya desnudo—. Bueno, no es que estemos en una situación cuyo final es indefinido. De hecho, veo el final de esto bien claro. Mira, yo creo que, gracias a la sensualidad de tus besos, una gran cantidad de sangre irá a parar a mi pene, cuyas venas se dilatarán y se pondrá erecto. ¿Ves? Como éste.
Tampoco estaba muy erecto, la verdad, pero afortunadamente era de noche y no se veía muy bien.
—Al mismo tiempo —continué, señalando su entrepierna—, tu vulva empezará a segregar un líquido lubricante para permitir mi penetración. En ese momento nos ensamblaremos en un frenesí desesperado…
Pero la Culoboya ya se estaba desasiendo de mí a empujones y manotazos. ¿Qué le pasaba? Sólo le había contado la verdad. ¿Era culpa mía que no hubiese prestado atención en la clase de naturales? Alguna gente no tiene sentido del humor, y los hippies menos que nadie. Como me dijo Clareana un día: «Con hippies y trotskistas, pocas risas, Rompepistas».
—Eres una basura, Rompepistas —me dijo la Culoboya, medio llorosa, separándome de su cuerpo y subiéndose unos pantalones de beduina que llevaba siempre. Parecía un faquir nacido con cien culos—. Una basura —añadió, por si no lo había oído la primera vez, y luego emprendió su huida mancillada hacia el sótano, para ponerse muy ciega y llorarle a alguien que fuese más niñata que yo.
Y entonces salió Clareana, que se cruzó con ella, casi chocaron, y me vio ahí, debajo del olmo, con los pantalones bajados y erección a media asta, parecía que en mi entrepierna hubiese un barbapapá desmayado, una marioneta sin mano dentro. No creo que lo viera, porque estaba oscuro, mejor así.
Clareana se quedó allí un instante, como grabando la imagen, y me miró con aquella cara. La misma cara que pondría en el Provi, meses después. Una cara como de Te Compadezco, niño tonto y miserable, una cara que mezclaba odio y pena empática. Luego se fue, hombros caídos y todo, al sitio donde se olvida a los hombres asquerosos, al cementerio de amores donde entierran a las basuras malolientes como yo.
Y a mí me supo mal, de verdad que me supo mal, por un microsegundo me sentí como una plasta de rumiante llena de moscas verdes, pero luego pensé que la balanza estaba nivelada y ya no me dio para pensar nada más, porque del sótano salió el Carnaval.
—¡Te juro que las birras y los chochos son lo mejor que se ha inventado! —gritó, S’ha inventao, gritó, y luego tropezó con el último escalón y se desparramó por el césped con un estrépito metálico de coche de novios.
Qué tío, Carnaval.
Y yo, si había llegado a pensar que ya estaba, que había arruinado tres vidas y me daba igual (hasta que me di cuenta de que una era la mía, meses después), si llegué a pensar eso, no se registró. Lo olvidé de inmediato. Dar cera, pulir cera, forever.
Levanté a Carnaval, lo cogí de los hombros y nos fuimos a bailar al sótano, los dos haciendo la co-o-o-o-on-ga.
Y ahí termina mi Confiteor #2. No quiero volver a hablar de esto nunca más, que quede claro.
Yeepa. Ya estoy pedo, que es lo que quería conseguir. La mejilla no me duele más, pero sí el corazón. Creía que no tenía corazón, pero debo de tener uno por cojones, porque duele cantidad, como un ataque de flato de haber dado cien vueltas al patio del colegio, pero concentrado ahí, en la parte superior del pecho. Tengo un corazón de ballena, lo menos.
Clareana se ha ido, después de mirarme como a una ardilla putrefacta que llevara dos semanas incrustada en el guardabarros de su coche.
—Ahora están confiados —me dice el Chopped, que salta de un lado a otro con la nariz en fogatas—. Ya han bajado la guardia, tío. Ahora es cuando les golpeamos nosotros. —Y se da un puñetazo en la palma de la mano izquierda—. Ahora es cuando no saben de dónde han pillado, esos putos paYasos.
Confiaos, bajao, pillao.
Y sólo le faltaba la velocidad, al Chopped. Noventa kilos de delirio fracturador y gran dolor desperdigado y gran pena a cuestas, pena por esta vida que nos ha tocado vivir, y ansia de venganza y, encima, velocidad.
No hacía falta, ¿no? Vamos, según lo veo yo.
Bebo y me tiro la mitad del trago en la camiseta de Las Duelistas. Ahí estoy, babeando como una llama andina. Desgraciadamente, el cochino de Baldiri ha vuelto a poner su cinta clásica en el radiocassette lleno de aceite y pegatinas descoloridas que hay detrás de la barra.
Yo tenía un amorcito
era toda mi ilusión…
No pienso en humillarme ni en el perdón de Clareana, ahora. Creo que me estoy rindiendo a la evidencia. Me estoy retirando, lo noto, lo noto.
Sí, sí: ¡Retiradaaa!
Y a mucha honra.
Y además con lo de Carnaval, que no me habla, o al menos eso parece, ¿a qué viene esto?, burro y encima apaleado, ojalá me hubiese dado tiempo a empezar el vacío yo, y con lo de los Chungos, y lo del otro día que me dijo Clareana en el lavabo, no me veo con fuerzas, no puedo con todo. Joder, qué mala suerte la mía.
Esto es un segundo inciso. Será breve.
He escrito la palabra suerte (y mala suerte) muchas veces en esta historia. La suerte existe, estoy convencido, pero ahora me doy cuenta de que quizás se trata de algo finito. Quizás es una cantidad concreta que se reparte, que te toca; al azar o no, eso no nos concierne ahora. Y cuando has terminado el bote, cuando has utilizado todos tus jokers, cuando has gastado todas tus cartas de Escape de la Cárcel: se acabó.
Ya no hay más suerte. Ya no vas a ser suertudo nunca más.
Quizás eso es lo que me pasó. Quizás ya gasté mi suerte en no ser parapléjico o impotente, en no tener dos cabezas, en que mi padre no fuera una basura borracha como el del Chopped. Y a partir de ahora Vamos p’abajo. ¡Pista!
Estoy solo. Sin suerte. Se gastó. Habrá que acostumbrarse, a partir de ahora.
Sólo que aún debe de quedarme un culo de suerte, porque, en medio del Provi, el Carnaval hace un shoop-sheeeep y esta vez un mango de la mariposa se cierra pillándole el dedo en medio, y de poco se lo rebana.
Ay, Mierda puta, grita. Y yo me río, entre dientes, los dos codos apoyados en la barra, de espaldas a ésta, y el talón de una bota en el apoyadero, y no llevo gafas y veo poco, la verdad. Pero no necesito 20/20 para alegrarme de este inesperado golpe de suerte. Te jodes, puto gordo. Así te desangres como una cerda.
Y el Baldiri le trae un trapo con tifus y malaria, qué sucio es este hombre, para que Carnaval corte la hemorragia, y dos o tres pelados le rodean, pero el Chopped aún está aquí, a mi lado, braseándome con sus planes de dominación mundial.
—Chupándose el dedo van a estar cuando ¡BANG! Les meteremos de aquí y de allá, ¿sabes?
Y de la calle se oye un KIKIRIKIIIÍ. Los hermanos del Carnaval tienen otros animales en la bocina de la CBR, no sólo la vaca. Es el zoo motorizado de la familia Carnaval. Su particular Humor por Repetición.
Y entra uno de los dos hermanos, nunca sé distinguir cuál, creo que es el Isra, lleva la camiseta amarilla Meyba del Barça, y dice, justo cuando el Chopped me estaba gritando otra vez en la oreja Van a Pillar, Están Desprevenidos, tío, el Isra va y dice, grita también, grita en la puerta, abriendo la cortina y sin pronunciar ni una d:
—¡Que han quemado La Bomba, tíos! ¡Que le han pegado fuego!
La impotencia es cuando el paquete no chuta, pero también es esto. Estamos todos mirando cómo arde La Bomba. No hay pisos encima, así que los bomberos no han tenido que desalojar a nadie, y los lunes La Bomba cierra.
Cerraba. Quería decir cerraba.
Las mangueras van apagando las llamas, y poco a poco sólo queda humo mojado y paredes negras y un crepitar mortecino y agonizante de babosa con sal.
Me gustaría pensar, a todos nos gustaría pensar, que ha sido un cortocircuito. Pero eso no hay tonto que se lo crea. Ni la Zapato se creería eso, y la Zapato es mucho Zapato.
No hace ni una pizca de viento, y casi olía a noche de verano, a alegría puntual de San Juan, natural, pero ya no. Ahora sólo huele a rayos chamuscados y plástico y madera frita y sueños rotos.
Pienso por un momento en el disco de los Specials que ponían cada sábado por la noche. Ya no habrá más «Monkey man» sobre el suelo resbaladizo de la improvisada pista de baile. Me dan como ganas de vomitar, pero también me dan ganas de agarrar una señal de tráfico y reventarle la cabeza a alguien como si fuera un melón, o patearle a alguien la mandíbula contra la acera hasta que le salten los ojos de las cuencas. Y también tengo otras ganas, de meterme entre el delantal de mi madre, que huele a perejil y ajo crudo, y abrazarla un rato mientras ella me rasca la cabeza. Es una mezcla de sensaciones, la que tengo ahí, observando los restos calcinados de mi bar favorito.
Y miro al Chopped y veo que incluso él está empezando a cagarse. Se le ha pasado hasta el espléndido empuje de velocidad que llevaba. Yo estoy asquerosamente sobrio, también.
Saco el Ventolín y le doy dos toques: Psssht. Psssht.
No hay mucho que decir, así que nos quedamos todos, los once, el Puños está en cama y Clareana no sé dónde, nos quedamos los once mudos mirando el fuego, como si estuviésemos de colonias, pero sin pasarlo nada bien, pasándolo de puta pena. O sea, lo contrario que de colonias, qué coño estoy diciendo.
—Lo hemos hablado con tu madre —me dice—, y quizás lo mejor será que me vaya unos días.
—¿Que me vaya? —repito yo—. ¿Qué quiere decir eso?
—Marcharme unos días para pensar en frío qué hacemos.
No entiendo ni las conjunciones, y menos las palabras importantes.
Marcharme. Días. Pensar. Frío. Hacemos.
Ni jota, y eso que estoy sobrio como una beata. De pie en el comedor de casa, a las once y media de la noche, botas y piel de gallina y olor a barbacoa plástica en la piel, por La Bomba, miro sin gafas hacia la televisión para no mirar a mi padre y por la tele están dando Días de vino y rosas, la película más deprimente jamás filmada.
Échale la culpa al boogie.
Están dando el trozo en que el Jack Lemmon empieza a masacrar los tiestos buscando la botella de alpiste que ha perdido, y llueve en la película, y en mi corazón, y el tío da un asco que es para morirse.
Mi padre me mira, con esos hombros de yugo de bueyes gigantes, y las dos manos pecosas juntas, como orando, su figura de… ¿Cómo era el dios ese del yunque? No me acuerdo. Como el dios griego ese, pero en guapo. Y mi padre tiene los ojos irritados cuando me cuenta lo que me cuenta, y casi no puedo acordarme de cuando mi padre era lo que me daba seguridad. Y cómo lo admiraba. Y cómo hablaba de él en tercero de EGB.
Dar cera, pulir cera.
Y va mi padre, va mi padre y se cubre la cara con las manos, y empieza a sollozar. Un hipo controlado pero fuerte, sacudidas fuertes, se le mueven los hombros con explosiones de moto de gran cilindrada, y yo pongo la mano ahí, en un hombro, pongo la mano ahí porque he visto que eso es lo que hacen en las series de la televisión en los malos momentos.
Y, aunque no me doy cuenta en ese momento, quizás éste es el fin definitivo de tu niñez. El día en que te das cuenta de que tus padres ya no pueden ayudarte, ni protegerte del dolor, y que estás desnudo en medio del huracán de basura que está empezando a soplar. La tramontana de mierda que se levanta en la distancia, acercándose.
Le doy dos golpecitos en el hombro, no sé qué decir, olvidé ser el Niño Malabarista, dejé conscientemente de ser el pegamento instantáneo que mantenía unidos los pedazos del feísimo jarrón que es mi familia y le digo Buenas noches, papá. Mañana será otro día.
No me creo eso.
Mañana será un día como hoy, o peor, pero algo tenía que decir.
Pasando por la habitación de Gilda abro la puerta con cuidado y meto la cabeza dentro y entrecierro los ojos y la veo ahí, respirando acompasadamente, calmada bajo su edredón de pitufos, y veo en el suelo a Ken Rompepistas desnudo y decapitado, y por un momento pienso que me gustaría ser mi hermana. Sin preocupaciones, más allá de muñecos y alimentar a Pol Pot y Ya no me estoy con la Meritxell y decidir entre soltera, casada, viuda, monja, enamorada.
Todavía debe de quedarle algo de suerte en su bote; espero que la utilice de manera más juiciosa que yo.
Cierro la puerta delicadamente y me meto en mi habitación. Me saco los pantalones, no, primero las botas, y en camiseta y calzoncillos hago el paso de claqué que me enseñó mi abuelo.
Sí, mirad: clapi-ti-clap-ti-clap-clap-clap.
Vualá.
Sólo que no suena clip ni clap, porque voy en calcetines, y el mal no se espanta ni bailando, porque he bailado sin ganas, por probar, a ver si me hacía feliz, pero quizás hay penas que ni el baile se lleva, hay penas que se te quedan ahí dentro, como lapas, como liquen, para el resto de tu vida.
Algunas cosas no tienen arreglo en esta vida, y hay que aceptarlo así.