SÁBADO 13 DE JUNIO

A pesar de todo, me chiflan los sábados. Me despierta el mercado, voces de venta de chufas y bragas y mandarinas, voces que han entrado en mi habitación porque mi padre ha abierto la persiana jurando y mascullando Qué horas son éstas, y esa apertura de persiana es su manera de castigarme por el motín y la masacre, y por ser un jodido desgraciado a sus ojos.

A los suyos y a los de todo el mundo, seguramente.

—Buenos días —me dice mi madre cuando finalmente me siento a desayunar frotándome los ojos. Está plegando ropa a un lado de la mesa. Sus ojos están cansados y se doblan hacia abajo en los extremos, una pendiente de penademadre, una bajada que no se puede renivelar. Gilda juega con sus Barriguitas en el suelo del comedor, y estaría a punto de no tener edad para jugar con Barriguitas si no fuera porque lo que parece que están haciendo cuatro de sus muñecas es operar una trepanación de cráneo en una Nancy. La cabeza cortada por la mitad, los ojos pintados mirando al techo, y las Barriguitas zombis de las SS dándole al escalpelo y conversando macabramente entre ellas con distintas voces con acento alemán que pone mi hermana.

No preguntéis.

Sigo sin tener ni idea de dónde saca todas estas cosas.

Mi padre está en su sillón de skai haciendo como que mira la televisión, pero no mira la televisión. Es el mirar cabreado, mirar por importunar al prójimo, como reírle una gracia imbécil a alguien sólo porque sabes que un enemigo presente de ese alguien se va a mosquear. No sé si me explico. Aplaudir para putear, celebrar algo que no te gusta nada sólo porque sabes que va a tocarle el voraviu a alguien que te cae fatal.

Es un concepto complicado, pero ya se entiende.

Mi padre está mirando Gente joven, y en la tele hay unos matados bailando con gran ridículo y en el cartelito de la parte inferior de la pantalla pone: Esbart Dansaire Sant Genís.

Esbart. Hasta el nombre suena a violenta vomitona: ESBAAAAART.

O a eructo de Carnaval: BAAAAART.

Yo zambullo una Príncipe en mi leche con Colacao y un gran montón de azúcar, tres cucharadas soperas, y me la zampo en dos bocados antes de que se desparrame por todas partes, en mis dedos y sobre el mantel.

A mi padre le importa bien poco Gente joven y especialmente el Esbart Dansaire Sant Genís, que da brincos cada vez más absurdos en la pantalla, pero todo esto es en mi honor, y en el de mi madre y hermana. Mi padre sube el volumen, y una tenora, que es el instrumento que (junto con el acordeón) me da más ganas de ir al váter de la humanidad, se mete en mi oreja de forma odiosa.

Mi padre sube el volumen, pero no sirve de nada; todos le ignoramos con gran estruendo. Me pongo a cantar una canción que el esbart baila con una danza que representa a veinte muertos de hambre intentando pisar a una sola serpiente de cascabel.

Mi padre nos hace callar, mi hermana también se estaba riendo y cantando con eshes la canción, pero los dos le ignoramos porque en la tele empieza La bola de cristal, que es el único programa que nos gusta, y sé que si digo «Deja Esto, Porfa», mi padre lo va a quitar, y mi madre le va a decir cuatro cosas dañinas que algunas no merece y otras sí, y se van a pelear, y quizás eso sería mejor que este semisilencio compresor de pechuga de pollo al vacío, este silencio que me pone triste, ojalá hicieran de una vez lo que tienen que hacer y dejaran de crearnos gran e involuntario dolor.

Ojalá lo hicieran, pero es lo que hay.

Hago como que leo la composición de los Frostis que tengo delante (¿Riboflavina?) y con el otro ojo miro a La Bruja Avería en la tele, tratando de escabullirme de todo lo que me rodea.

Porque, a pesar de todo esto, me chiflan los sábados. Me chiflan mucho más desde que hace cuatro años mi padre desistió de hacerme jugar al Deporte.

Yo era, sin duda, el jugador más malo que jamás había tocado un balón en aquel campo desde el año de su fundación. Me pasaba las mañanas sentado en el banquillo y bebiendo cocacolas que me ponían medio majara y mordiéndome los labios y despellejándome los dedos y dejándome las uñas a punto de sangrar, deseando que me sacaran al campo, rezando por que alguno de aquellos verdugos con chándal, que alguno de aquellos ejecutores en camiseta a rayas horizontales dijese mi nombre verdadero seguido de la palabra Entra.

Pero la palabra Entra nunca se pronunció, porque los entrenadores no me sacaban nunca, era increíble. Se podría pensar que si estabas en infantil la cosa iba más de participar que de vencer a cualquier precio, pero eso a los Cuellos les daba igual, sólo querían aplastar la cara del enemigo y vencer como normandos, pasar a fuego a todo el banquillo contrario, aniquilar al Visitante, hacer suyas a sus mujeres.

La palabra Entra no se dijo jamás, y mi nombre tampoco, a no ser que fuera para decirme que a los del equipo contrario les faltaba un jugador, y que fuera para allá.

Así que, a veces, dando tumbos cobardes en el equipo contrario estaba yo, corriendo mareado con una camiseta del Visitante que me iba cien tallas inmensa, sólo las puntas de los dedos emergían de las mangas arremangadas, yo cagándola en cada pase, en cada primer pase, porque tras la primera tentativa nadie me la volvía a pasar, jamás.

Yo era el arma secreta de mis entrenadores, su sabotaje con botas de tacos y litros de Coca-Cola en el sistema, pero ni eso funcionó. Ni así, ni regalado, me querían; y al poco los Visitantes se daban cuenta de que era mejor jugar con uno menos que conmigo. Ésos eran mis antiguos sábados de Deporte: solo, allí, en el banquillo contrario, con una camiseta que me quedaba como el albornoz de un coloso. Solo y triste, ojos escocidos y náuseas de vergüenza por no haber sido lo que mi padre quería, solo como una rata, lleno de una culpa incomprensible e impronunciable por haber nacido de lado, torcido, raro, escuchimizado, débil, desviado, aislado, convirtiéndome poco a poco en la rata que soy hoy.

Viendo de reojo cómo mi padre miraba al suelo desde la grada donde estaba sentado, no queriendo ver, no queriendo enfrentarse a aquello, a lo que le había tocado. A mí.

Échale la culpa al boogie.

Es curioso: en aquella época, lo hubiese dado todo por ser Normal. Por ser uno de Ellos. Por ser la clase de hijo que hace que su padre se sienta orgulloso.

Pero eso era entonces y esto es ahora, y ya no me importa nada de eso, no les guardo rencor, al menos no tengo que volver allí y puedo ver La bola de cristal por la tele cada sábado, me gusta el sábado, el olor a menta y los gritos de chufas, los sábados hasta parece que todo vaya bien, qué tontería, como si todo fuera bien y todos fuésemos francamente felices.

Me bebo el Colacao y hago una mueca de semidolor, por el azúcar, se me fue la mano: boca sellada y al máximo de estiramiento en los extremos, cuello tensado como una cuerda de guitarra, ojos mirando a Dios y las dos manos planas en las mejillas, y mi madre y hermana que se parten, pero se parten lo justo porque el horno no está para bollos.

Y le doy un beso a mi madre en la frente y un pellizco en la oreja a Gilda (¡Shuelta, idiota!) y con un dedo me pongo bien las gafas de insecto.

Y digo:

—Me voy a la piscina.

Y salgo a la calle, después de bajar los 36 escalones, me meto una chufa seca en la boca, acabo de descuidarla del puesto de al lado de mi puerta, salgo a la calle, miro a ambos lados por si los Kies, pero no veo a nadie, y canto una rumba que suena todo el santo día en el Provi.

La canto pensando que seguro que en la piscina voy a ver a Clareana, que estará con otro que no soy yo, esa cabeza-de-chorlito rencorosa y loca de atar estará allí odiándome, canto esa rumba mientras pienso que hay que empezar ya una Limpieza Fundamental, una limpieza que pasa por el perdón de Clareana, lo vi claro, pero qué pocas ganas, ¿no? Para eso habrá que humillarse, admitir culpabilidades, olvidar ya el boogie, dejar de cargarle toda la basura al boogie, y ni una cosa ni la otra me apetecen lo más mínimo.

Así que canto:

Yo tenía un amorcito

Era toda mi ilusión

Y por otro guapetón

Se fue y me dejó solito

Y por eso yo les digo

Cantando esta melodía

Recordando aquel día

En que ella se marchó

Y por eso digo yo:

Qué mala suerte la mía.

Ya te digo. Qué mala suerte, Rompepistas.

Acabo de recordar una conversación matizada que tuve con Clareana cuando éramos Los Novios, en nuestra cima de amantes obsesivos y automáticos. La voy a incrustar aquí en medio porque si no, se me va a olvidar; últimamente se me olvida todo menos las cosas muy deprimentes o que implican gran ridículo público, con testigos mil, las cosas de pena y mala suerte, la mía, sólo mía.

—Clareana, yo te quiero de forma grande, pero debes saber que soy un imbécil.

Estábamos en su cama, y cuando le hube dicho esto ella me miró como si yo valiese la pena. Como si yo hiciese para ella.

—Ya, pero eres mi imbécil.

—No, no. No lo entiendes. Me parece que sólo soy un imbécil, uno cualquiera.

Clareana, sus tetas de panellet de coco ahí, como biberones escuchimizados, se partió.

—Y uno regular, además. No eres muy bueno ni en ser imbécil.

—¿Lo ves? —le dije yo, de manera grave a pesar de ir desnudo—. Sólo me quieres porque te hago reír. Quieres reírte conmigo un par de años y luego te irás, bailando y riendo como una persona loca de la mano de otro tío guapetón y fortachón.

—¿Dos años? Ni de coña. No seas tan optimista. Uno y vas que te estrellas, tío.

Y Clareana me empujó contra la cama, y se subió encima de mí, y me inmovilizó los brazos y me miró con notable escrutamiento anatómico y me perforó, sus ojos de emoción eléctrica acupuntureándome el pecho imberbe de pollo. Y yo le dije:

—Eh. No hace falta que estés riéndote los dos años seguidos. Sé hacer otras cosas. También podría hacerte llorar, paYasa.

Y ella me contestó, restregándose un poco contra mí:

—Ya. Hacerme llorar siempre se te ha dado muy bien.

Eso me indignó.

—¿Qué? ¡Tú nunca lloras! ¡Desde que salimos no te he visto llorar ni una vez! —exclamé, porque aquí aún no le había metido el dedo en el ojo bailando pogo.

—Que tú no me veas llorar no significa que no llore. También se me corta el pipí cuando tú estás delante y eso no significa que no mee.

Menuda respuesta. Clareana total.

Y ahora, recordando sus palabras y recordando también su culo blanco, pequeño como peras limoneras, sus tetas de panellet, Clareana, plana como un lenguado, tiesa como un trampolín, la reina de las mujeres, la de la airada guitarra, vuelvo a pensar: Clareana, que yo te quería. A mi manera baturra y zarrapastrosa, pero te quería. Cómo tengo que decirlo para que se entienda.

Te quiero y la culpa es mía, siempre mía. Ya está, ya lo he dicho. Todo es empezar, supongo. Puedo decirlo. Sí que puedo, puedo, puedo, sí que puedo, puedo, puedo, puedo, puedopuedopuedopuedopuedopu…

Punch.

—Eh, capullo: pasa la Xibeca y deja de hablar solo.

La que me dice esto y me acaba de dar un puñetazo en el hombro es Loli, la Cuescos, que es una amiga de los hermanos de Carnaval. No quiero preguntarle el origen de su colorido mote.

Aunque me lo imagino.

No te jode.

Estamos en nuestra esquina, sólo que esta esquina está en la piscina del polideportivo de Deporte. Por poca gracia que me haga esto no nos queda más remedio que venir aquí, porque es la única piscina que hay en cien kilómetros a la redonda.

Estamos en la piscina, y acabo de volver en mí porque estaba recitándome un Confiteor de autoafirmación en voz alta, hasta que la Loli lo ha interrumpido de un punch.

Hace mucho calor, nada de viento, sol bien alto en el cielo, naranja brillante como un pato laqueado, y ni una nube, ni una sola nube. Miro directamente hacia el sol, y luego tengo linternas en los ojos durante unos minutos. Pestañeo varias veces. Miro a mi alrededor, y estamos todos: los Skinheads por la Paz, los hermanos de Carnaval, uno de ellos lleva una camiseta con dos cocodrilos follando y el lema Licosta, también estamos Carnaval y yo, los dos apestando, no lo niego. No somos chicos de verano, ni ganas. Somos basura, y la basura esto es lo que hace: amontonarse por los rincones y oler.

Solos y apestando, la mitad en braslip porque a nadie se le pasa por la cabeza comprarse bañadores de verdad, la otra mitad con turbos afanados del viejo, todos íbamos con botas de botar pero ya nos las hemos quitado, están ahí en un montón muy grande que recuerda la antesala de un campo de concentración, y entre las toallas de lavabo deshilachadas bajo los culos, y el bronceado de paletas y manobres, y los pelados y las caras y los tatuajes disléxicos que parecen hechos con boli, y la Xibeca escondida que ahora tengo yo debajo de mi cazadora, y un radiocassette destrozado en el que suena «Whine & Grine» de Prince Buster… Cómo decirlo. No somos chicos de verano, en fin.

Ni ganas.

Y las familias nos miran con repugnancia mal disimulada o francamente sincera y abierta, y a nosotros nos da igual. Para chulos: nosotros. Y como nadie parece preocuparse ni hablar de los Chungos, yo tampoco lo hago. Quizás ya pasó.

Le alcanzo la Xibeca a la Cuescos, y no la miro, porque la Cuescos tiene unas peras grandes y encima siempre se sienta como si estuviese montando a caballo y se le ve todo y además la Cuescos está con el Pachanga, lo sé porque a ratos se morrean de forma ostentosa en mi nuca, los muy cerdos.

Estaba mascullando como un majara del manicomio porque al otro lado de la piscina está Clareana. En bikini al otro lado, su cuerpo hobbit de 1,50 ahí, pululando por entre los Cuellos como Pedro por su casa, y me entran ganas de gritar «De qué lado estás, puta», pero mejor no.

Qué bonita es, Clareana.

La mañana entera parece existir sólo con el único propósito de ser el escenario de su belleza.

No sé de dónde me ha salido esta frase de niñata, pero es la verdad.

Vaya: tengo una previsible erección mirando ese cuerpo de nutria enana que tuve en los dedos, mis dedos dentro de ella moviéndose como colas de gato, me pongo rígido pensando en cómo estuve en medio de ese bivalvo minúsculo siendo efusivamente feliz, pero el recuerdo de su odio y la grandísima culpa que debo admitir me acuchilla y dejo de chisporrotear.

Ver a Clareana al lado de los Cuellos me hace tararear una canción que suena a menudo en La Bomba.

Chicas guapas andan con gorilas por mi calle.

Guapas con mandriles. Chicas hermosas con putos chimpancés. Siempre igual. Siempre es tan igual que ya nos estamos acostumbrando.

Oh, cómo os odio, les digo mentalmente a los Cuellos, me dais asco, pero no es del todo verdad. No, no, di la verdad, la Buena Verdad del Cielo, que diría mi madre. Y la Buena Verdad del Cielo es ésta:

Les veo ahí, todos sus bíceps unidos los unos a los otros como ristras de butifarras, veo esos gemelos en sus pantorrillas que son puchinbols, tensándose y subiendo y bajando, veo esas manos grandes, grandes como las de mi padre, y veo sus ojos claros, azulados de mosaico de la colonia Güell, ojos rusos con pestañas de avancé, y veo sus cabellos rizados y descoloridos por la playa moviéndose como banderines al viento, y veo sus mandíbulas rígidas y cuadradas y sus bocas como aperturas de búnker, los veo bromear entre ellos, los imagino jugando al Deporte perfecta, masculinamente, el compañerismo y la satisfacción que inspira la victoria en equipo y la fuerza física bien distribuida.

Y la Buena Verdad del Cielo, que se demoraba, es ésta: en cierto modo, les quiero.

Y ojalá no, pero incluso les envidio un poco, a los muy putos.

Miro al Cuello que está más cerca de Clareana, y me parece que es el que se acostó con ella; nunca me atreví a preguntarlo directamente, pero la gente habla. Sí, creo que es ése: un Big Jim de carne roja, un mago del balón, un Hombre de Acero en la cama. Cabello de esfinge y bermudas floreadas por las rodillas. Riéndose, ahí, como si todo fuera bien. Como si la vida fuese francamente maravillosa.

Un Cuello. Uno de los guapetones.

Yo tenía un amorcito

Era toda mi ilusión

Y por otro guapetón

Se fue y me dejó solito.

Y pienso en ellos cuando los vemos en los bares, todos con la misma camiseta de Deporte, y las coloridas bufandas de Deporte, y cantando las mismas canciones, haciendo las mismas cosas que sus padres y abuelos hacían antes que ellos, felices en este pueblo. Peor: orgullosos de este pueblo.

Ese sentimiento de unidad. De formar parte de algo. De poder explicarte mediante el sitio de donde has emergido. Mirar a tu alrededor y poder decir Soy Esto, soy parte de Esto, y no la mala hierba que soy, este matojo a quemar, esta plaga, esta infección que os traigo, la infección que somos, el bacilo de vacilar. La vergüenza del pueblo, la oveja negra de la familia, los patitos feos del baile: nosotros. 100 punks.

Es nuestra herencia; no pedimos ser así. Nos tocó, qué quieres.

¿Cambiamos?

Pero ellos: cabellos mojados, voleibol en la arena, playas y piscinas y campos con césped verde recién regado, vestuarios con olor a jabón y Reflex, bambas americanas, melenas húmedas que se secan en viajes motorizados, todas sus motos blancas yendo al mismo lugar, besándose con chicas perlíferas en sus fiestas de cancha de básquet, bailando todos inmundo como gorilas con electroshocks, cantando Born in the USA, Born in the USA, pero pasándolo bien.

Es extraño, pero creo que, un poco, quisiera ser como vosotros.

No, en serio.

Pero no lo soy, mejor aceptarlo cuanto antes. Autoengañarse en estas cosas lo único que hace es empeorarlas.

Las cosas, quiero decir.

Hay un momento en que me da la impresión de que incluso Carnaval está mirando con envidia a Clareana y a Esfinge, pero luego no, y ya no pienso más en eso, porque no me da la gana.

—Realmente, no me gustan nada mis pies —murmuro desde mi toalla, pensando en los pies de raqueta de andar por la Antártida que tienen todos los Cuellos.

Y la Cuescos, que no es la Zapato pero va por el camino, me dice con la mejor intención:

—Tus pies están bien. ¿Qué hablas, flipado?

Y lo que dice es flipao.

—Hablo de que mis pies son de niña, niña. —Y le señalo mis pies finos, blancos, desiguales, delicados y (vale) algo sucios—. ¿No ves, empanada?

Sólo que lo pronuncio empaná, y ella me pega un empujón sin rasgo alguno de feminidad, y la molécula de feminidad que quedaba flotando a su alrededor se desintegra con un puf, como un hada, cuando me dice:

—Cómeme los huevos, Rompepistas.

Y yo le respondo, como un profesor de naturales que estuviese apuntando lo obvio a un niño ligeramente retrasado:

—Tú no tienes huevos, Loli.

—Ya —me contesta, riendo como un señor—. Pero si los tuviese me los ibas a comer, paYaso.

La Xibeca da toda la vuelta al grupo y vuelve a mí hecha orina, y me va a tocar a mí ir a comprar, va a buscar el que le da el último trago, y está claro que todos han pegado minisorbos para no tener que ir, ya les vale, Carnaval incluido, y lo que pasa ahora mismo lo voy a contar en otro párrafo, porque es para partirse y vale la pena ir avisado y atento. Qué partida.

Joder, qué partida.

Escuela de sirenas. Empieza la escuela de sirenas en su versión Cuellos. Uno a uno, los Cuellos del otro lado de la piscina se colocan en fila de cara a la piscina y uno a uno empiezan a lanzarse al agua, ordenados como torpedos.

Su estilo principal es el plonjon, que es como tirarse de cabeza con gran ímpetu pero, justo antes de tocar el agua, doblar el cuerpo por la mitad y entrar en el agua como un compás, en perfecto ángulo recto, como un cuchillo que cortara el cloro. Para esto hay que tener abdominales decentes y un cuerpo majo, de otro modo parece que te haya dado un ataque de apendicitis aguda en el aire.

Y todos se van tirando, la gente ha despejado la zona de amerizaje en el agua, y antes de lanzarse miran a las tías que están dispuestas a su alrededor, como en un concurso de belleza prostibular donde sólo tuvieses que señalar a la que quieres para llevártela a casa.

Es así de fácil, en su mundo.

Es su baile de guerra y apareamiento, y no se parece en nada al nuestro. Especies distintas, especies distintas. Depredadores y carroñeros. Adivina quién es quién.

Allá van: Cuello 1, Cuello 2, Cuello 3, Esfinge, Cuello 5: todos sus cuerpos entrando en el agua como triángulos de cuarzo magníficos. Como preciosos diamantes humanos hechos de sangre y bíceps. Zap, zap, zap: uno detrás de otro, como machetes, como cuchillos de circo.

Clareana está allí cerca, mascota de los Cuellos, sexy como una ardilla altamente sexualizada.

Chicas guapas andan con gorilas por mi calle.

Allí está Clareana, dentro de su bikini pequeñito, fumándose un cigarrillo e ignorándome con gran ruido, y en su brazo está la pira funeraria de nuestro amor anarquista. Clareana es la mofeta coqueta y cabezona de aquellos dibujos animados de Hanna Barbera. Igual de bonita, pequeña y hedionda. ¿Y nuestro tatuaje de amor, que cada vez parece más una hamburguesa cruda? Que es, con cada día que pasa, más parecido a la cara de alguien que hubiese sufrido un horrible y flamígero accidente de circulación. Mi nombre ni se lee, ya. Como Trotski, he sido borrado de la historia. Y el corazón, el corazón está algo maltrecho también.

Bueno, ya estoy harto de todo esto. Bebo un trago grande de la Xibeca que he tenido que ir a comprar hace unos minutos, me quito las lupas y le digo a Carnaval:

—Al agua, patos.

Carnaval me mira como si me hubiese vuelto loco. Carnaval lleva un bronceado de Colajet, tres colores, blanco-morenomugre, en la piel, en su cabeza el micrófono tuf-tuf y en su paquete unos turbo de su padre y en sus pies unas botas militares. Se está haciendo un porro de una postura que le ha pasado hace un instante uno de los nuestros que estaba sentado en otra parte de la piscina.

Saber distinguir entre los Nuestros y los Otros es una de las primeras cosas que uno aprende aquí, en este pueblo.

—Tienes que ducharte primero —me dice Carnaval, amasando el tabaco con costo en su mano y bizqueando bajo el sol, y los dos nos partimos.

Ducharme, dice.

Me levanto de la toalla y me pongo de cara a la piscina, asegurándome de que todos me observan. Allí, en medio del suelo antirresbaladizo de color marrón granulado, empiezo a hacer poses de culturista, agarrándome las alitas de gallina de los brazos y simulando endurecimiento muscular y poniendo cara de bloqueo intestinal.

En nuestro radiocassette suena Kortatu a mayor volumen, ahora. «La línea del frente».

Te quiero y quedamos en la barricada a las tres.

Todos se mueren de risa con mis poses y jalean Dale, Rompepistas y Tío Bueno, Carnaval me grita Olé Tus Huevos, y todos los Cuellos me miran, de nuevo dudando. ¿Es ya la hora del sacrificio ritual? ¿Es ahora cuando espantamos a los buitres? Éstas son nuestras batallas, guerras que no salen en los mapas. Miro de reojo a Clareana, que está de lado con el Jopa, y hay algo extraño en su cara. Como si se hubiese quedado patitiesa. Como si le hubiese dado un agustín. Como si acabara de terminar de zigziguear. Como si le hubiesen contado la mejor historia cochina, como si le hubiesen comentado la mejor jugada nocturna, y entonces lo veo.

Es una sonrisa.

Se me había olvidado qué forma tenían en su cara, las sonrisas. Envalentonado por el sonreír de Clareana, ignorando que lo ha borrado instantáneamente de su cara como algo que hubiera que esconder, arranco a correr con poses y brincos de atleta pasado de moda, y me lanzo al agua a doble velocidad, como si fuese metraje antiguo, absurdo.

Angulo mi cuerpo de forma gloriosa en el cielo, todo mi cuerpo un motor perfecto de camión potentísimo de dieciocho ruedas, y mi abdomen se contrae como un baldeo albaceteño a punto de cerrarse sobre sí mismo, y mis brazos tensos como puentes sobre ríos americanos, como puentes del demonio, me sostengo ahí, en el aire como el Coyote, como Mortadelo o el gato Silvestre, y cuando me da la gana vuelvo a caer y entro en el agua como una saeta, como un delfín, sin salpicar, acompañado sólo del sonido de la victoria y la belleza.

Sí, seguro.

Ya me gustaría.

¡Ja!

No, lo que sucede en realidad es esto: volando, volando, me doy cuenta de que estoy intentando un plonjon, y no tengo ni idea de hacer un plonjon. Mi cuerpo, como tantas otras veces, ha desobedecido las clarísimas y detalladas órdenes que le telegrafiaba mi cerebro.

El triángulo que debería hacer mi cuerpo, visto desde fuera, es un triángulo patatudo. Como si hubieses cogido un cartabón de la clase de geometría y lo hubieses pisoteado y roto con asco, y luego lo hubieses metido dentro de una funda de blanquísimo puré de patatas con tropezones, y luego hubiese pasado por allí una vaca y hubiese dejado caer encima de él una plasta circular.

Entro en el agua con la cara y el pecho por delante, y es como si me hubiesen dado una bofetada con la mano más grande que existe. La manaza de mi padre es una mano de Nancy comparada con esta que me acaba de dar. Entro en pura plancha, y aunque no he visto las caras de mis amigos, las puedo imaginar: su cabeza girada, tratando de no mirar, su boca dibujando un Uich de dolor empático. Menos los Cuellos. Los Cuellos se parten y una vez más no lo hacen conmigo, sino contra mí.

Buceo todo lo que puedo, cloro y orina y lapos en mis ojos, nada en los oídos aparte de ese pitido sordo de no escuchar, pero al final voy a perecer, lo veo, así que subo a la superficie y, como imaginaba, los Cuellos se están matando de risa contra mí, especialmente el Esfinge.

Humillado y con gran dolor facial, estoy a punto de salir de la piscina, pero entonces veo que Carnaval se levanta de su toalla. Fumado como un chino, ojos que no ven, que son faros antiniebla, piel tricolor como una bandera belga, el rastafari más gordo de Jamaica, ese seto en su cabeza, Carnaval echa a correr en mi dirección. En mi ayuda. La carga de la brigada pesada, y con ese turbo de su viejo.

En cualquier adoquín está la primera línea.

Nuestras batallas, que no salen en mapas ni libros de texto. Y Carnaval que salta en el aire, sobre el agua, como una gran bola de derribo, y en mitad del aire su cuerpo, imposiblemente agilizado por lo que fumó, da una vuelta casi completa y dirige su espalda a la otra parte de la piscina, y cuando está seguro de que su bajaespalda es todo lo que los Cuellos pueden admirar, Carnaval se baja el bañador y les dedica el calvo más majestuoso que he visto nunca.

El culo de cesta navideña de Carnaval en su cara. Los chicos de verano callados, como si hubiesen vislumbrado su futuro, algo horrible, una amenaza sin nombre que pusiese en peligro toda su existencia, su mundo perfecto.

Ese culo.

¡Ese culo!

Un culo en su cara que intenta explicar lo que Carnaval piensa de ellos. Un culo dedicado a los Cuellos, los Plonjons, al Esfinge, a las tías, al padre Pío, a los profesores del instituto, al pueblo entero, al mundo entero.

Culo en caras como una manera de devolver los puñetazos de la vida.

Eres de los míos, gordito.

El vigilante nos echa de la piscina a todos a empujones. La manera en que nos reímos, va a tener que venir el socorrista a darnos oxígeno. Si miras sólo los ojos, esto parece un entierro horrible por la cantidad de lágrimas; pero es el cloro y la risa. El cloro y la risa, nada más.

Amontonándonos como un escarabajo pelotero que acarreara su mierda a empellones, el vigilante nos echa de la piscina mientras todos le faltamos al respeto de forma francamente abusiva. Madres son mencionadas en tonos de calumnia.

No preguntéis.

Y cuando mi padre se entere de esto, porque va a enterarse casi de inmediato, porque conoce a todo el mundo en el Deporte, va a estar contento. Va a silbar y cantar y celebrar una vez más mi parto y mi existencia como primogénito.

Estamos llamando Señora de Mala Fama y Vida Disipada y Ramera de Burdel Turco a la madre del vigilante, aunque con otras palabras, cuando oímos un grito ahogado y una exclamación colectiva de alarma. Nos volvemos todos, vigilante incluido, y nos damos cuenta de que faltaba uno, y el que faltaba está en el agua.

Carnaval, que ahora recordamos que no sabe nadar. Carnaval, que chapotea y grita como un tapir asaltado por tiburones en medio de la piscina. Carnaval…

¡Carnaval!

Salimos por patas otra vez, los catorce y el vigilante, pero esta vez hacia la piscina, y nos lanzamos todos dentro como amigas borrachas de Esther Williams. Sin ningún estilo, algunos con las botas de botar puestas, un par estaban fumando cigarros, de hecho entra también la Xibeca, se arma la de Dios, todo el recinto son gritos y salpicaduras, y de verdad que la cosa parece Tiburón.

O mejor, teniendo en cuenta el perímetro de Carnaval: Orca.

El socorrista, que también se había lanzado, es el primero en pillarle. El socorrista saca del agua en brazos a Carnaval, y va a tener lumbago el resto de su vida, sólo que aún no lo sabe. Lo deja en el suelo precipitadamente, todos le hemos seguido, histéricos, y ahora formamos una pila de estiércol humano a su alrededor, como una sardana de alarmas, un sirtaki de putos colgados.

Clareana está a mi lado, y su codo roza el mío, sólo que yo aún no lo sé, porque en el momento estoy demasiado preocupado por Carnaval. Luego me daré cuenta, y saborearé ese instante en mi boca y cabeza como si fuese un jamón de bellota.

Carnaval está bien. Sólo ha sido un susto, después de todo. Tras hacerle la respiración boca-a-boca, el socorrista le pone de costado, como si girara un pedazo de entraña en la barbacoa, y Carnaval que tose Akho Akhof, y echa algo de agua, odiosa agua, fuera de su cuerpo y luego se incorpora y, sentado allí, las dos palmas en el suelo granuloso, su panzona pálida subiendo y bajando, recuperando el fuelle, mira al socorrista y le dice, con voz aflautada, estrujándose ahora el paquete empapado con una mano:

—Si quieres besar otra cosa sólo tienes que decirlo, tío. —Y lanza un muacs que se estrella contra la mejilla del pobre tipo.

Ahí está, Carnaval, que se ha autoinmolado en el patíbulo del desprecio ajeno sólo para librarme de un ultraje. Mi amigo Carnaval, Rey de los Calvos: ¿cómo he podido dudar de él?

Nos partimos todos. Y Carnaval que nos mira, realiza una mirada general de ametralladora, y grita:

—¿Nadie tiene sez aquí o qué?

Y nos volvemos a partir.

Mi abuelo.

Mi abuelo sólo quiere morirse. Lo repite cada día, no sea que se nos olvide.

—En momentos como éstos sólo ansío el frío silencio del mausoleo —me dice.

U otras veces:

—Únicamente seré feliz cuando este cuerpo mío, este receptáculo caduco y pasajero, sea pasto de los gusanos. Incluso otras, declamando como un actor afectado de obra navideña catalana:

—¡Muerte, oh, Muerte! ¡Yo te conmino a tomarme! ¡Muéstrate y llévame contigo, oh, Parca! ¡Empálame en el consuelo de tu guadaña limpiadora!

Mi abuelo no es una máquina de producir risas. Cada vez que voy a verle salgo de allí ansiando el recio contacto de la soga en mi tráquea. El congelado patinaje de la cuchilla en mis muñecas. Pero me gusta, mi abuelo, y su afán de morir me hace reír, en cierto modo, y sospecho que a él también un poco, aunque nunca diga que esa boca es suya.

Mi abuelo y mi abuela maternos eran mis personas favoritas del mundo entero, pero mi abuela murió cuando yo tenía catorce años. Mi abuela me decía siempre que iba guapísimo, incluso cuando iba hecho unos zorros, incluso cuando parecía un gitano. Mi abuela me estrujaba y besuqueaba locamente, y me hacía mis comidas favoritas: estofado de sepia con huevos de sepia, guatlles estofadas, arroz a la cazuela, muchos menuts y caracoles. Mi abuela se partía, quiero decir, de verdad esta vez, se partía con mis muecas y mis bailes. Mi abuela, en verano, salía a la calle a recibirme con el delantal puesto y en bragas, y mi abuelo se enfadaba y tenía cardiopatías y le chillaba, desquiciado por el qué dirán: Tira para dentro. ¿Dónde vas así, mujer?

Mi abuela murió hace tres años y se me quedó aquí dentro una cosa rara, como un vacío que nadie pudiese llenar, como una caries asquerosa imposible de extirpar y rellenar con algo limpio y antiséptico. Una sensación de extrañar, como cuando te dejas algo en algún sitio y en el fondo de tu cuerpo está el recuerdo de que lo llevabas y ahora ya no está, hasta que te das cuenta y vuelves a recuperarlo por patas. Sólo que a mi abuela no la puedo recuperar, porque murió. Y nunca me dio tiempo a decirle que la quería, eso es lo que me jode. Nunca pude decirle que la quería más que a nada en el mundo.

Cuando mi abuela murió no lloré como una niñata, pero había ganas.

Y la muerte de mi abuela es la razón de que mi abuelo quiera morirse. Se querían un rato, y eran como amigos; socios de sesenta tacos, y casados y faltos de algún incisivo, pero socios por encima de todo, para siempre.

Mi abuelo me muestra siempre fotos suyas de joven y me pregunta «Me parezco o no a Gary Cooper», que es un actor del paleozoico o más viejo aún. A mí me recuerda más a Boris Karloff, pero tampoco digo esta boca es mía. «Claro, claro, avi», es lo que le digo.

Mi abuelo luchó en la guerra civil por el bando republicano, y yo le he preguntado alguna vez si mató a alguien, si le pegó un tiro en la frente a algún enemigo. Y él siempre me ha contestado que chape la boca de inmediato, que no diga esas salvajadas, que como me oiga mi madre le da un chungo. No contesta con esas palabras, porque es un señor mayor y educado.

Y yo me pregunto por qué me hace callar siempre, pero hay cosas que mejor no preguntarse a no ser que quieras saberlas de verdad. Quiero decir: de verdad.

Un día le pregunté a mi abuelo qué era la guerra civil. Yo debía de tener nueve años. Y él me dijo que era una guerra que hubo aquí entre buenos y malos.

Y esto no lo dijo así porque yo fuese un niño.

Lo dijo así porque era la puta verdad, entonces y ahora.

Y me dijo que perdimos los buenos, perdimos, dijo, y que hay veces en la vida que tener razón no sirve de nada. Que aquella guerra fue una de las primeras veces que los que tenían razón, los buenos, perdieron. Ésa es la justicia de este mundo, me dijo.

Y me dijo que un día se iba a enderezar eso, y que los buenos se levantarían y esta vez ganarían.

No lo dijo así por mis nueve años.

Lo dijo así porque era la puta verdad, entonces y ahora, la única verdad futura que valía la pena guardarse en el corazón, la única esperanza que no le pudieron arrancar. Y yo he dudado de muchas cosas en la vida, pero ¿de ésa? Nunca.

Cuando yo era un niño mi abuelo me contaba historias inventadas, historias basadas en su vida, aventuras en las que los protagonistas eran carpinteros como él, y me hacía dibujos de héroes catalanes legendarios, y me enseñó a bailar claqué.

Sí, mirad: clapi-ti-clap-ti-clap-clap-clap.

Vualá.

Pero ahora mi abuelo sólo quiere cascar. Ésa es su idea. Su plan.

Y es por eso que hace unos años me hizo prometer la Promesa del Mazazo.

Otra promesa, de la que también me acuerdo.

Me dijo solemne que si un día empieza a agonizar, a tener alzheimer o a echar babas o a decir mongolidades o a hacerse caca encima, yo tengo que ir al patio, agarrar una maza de tirar paredes maestras que guarda allí y arrearle enérgicamente en la base del cráneo, como haría con una res bovina.

—¿Ya se acerca el Mazazo o no? —le he preguntado hoy, cuando he pasado a visitarle después de comer.

Por cierto, que he estado toda la comida esperando la llamada del vigilante de la piscina, pero el teléfono no ha sonado.

Un milagro, porque si se entera mi padre me descabeza de un sillazo.

—Pronto, hijo. Pronto —me ha contestado mi abuelo con la cara de una vaca que avanzase por la cinta corredera de despiece camino de transmutarse en entrecots, y ha abierto la boca para medio sonreír, y he visto sus colmillos, que ahora están plantificados en mi boca como un piano que alguien hubiera tocado a puñetazos, a lo Jerry Lee Lewis, con el trasero primero y los zapatos luego.

Cuando se ha ido a pasear a 2 km/h y a comprar su barra de pan, me he quedado en el trastero, una habitación húmeda y fría con una bota de vino grande y Juegos Reunidos Geyper y un montón de cosas inútiles y una máquina de coser Sigma antiquísima, y en un armario he encontrado algunos libros de mi infancia, La isla misteriosa y La isla del tesoro y Los Cinco y Gulliver. Sus páginas amarillentas y sucias como dedos de majara fumador. Y, al agarrar uno y abrirlo, un trozo de papel que dormía en su interior se ha deslizado de allí al suelo, como escupido, como silbado.

Lo he recogido y, sentado a lo indio en el suelo glacial, he leído las primeras frases, y me ha subido toda la sangre a la cara como si estuviese haciendo el pino. Las cartas de amor de mi padre a mi madre, que le escribió cuando hizo la mili en Zaragoza. No puedo leer más que tres o cuatro frases, pero lo que leo empuja un roscón de vino en mi garganta. Un tortell de cemento. Una bola de pelo seco, un bezoar instantáneo que se queda allí, atascado, sin poder bajar ni subir.

Porque sin poder evitarlo imagino a mi padre como niño perdido, como yo, como adolescente enamorado, confuso, ilusionado, afectado, y eso es algo que nunca se me había pasado por la cabeza. Porque leo esos «Te Quiero» con muchas Os escritos al final de la carta, y tengo vergüenza por otras personas (mis padres), y pienso que ellos debieron de quererse en algún momento, debieron de estar emocionados por su amor en algún punto de su vida, debieron de creer que todo iría bien, y mira ahora. Mira, joder, ahora. Mira qué asco.

Y qué pena también, no jodas.

¿Es éste el final de todas las cosas buenas? ¿Todo está destinado a pudrirse, entonces? Dejo la carta como estaba, como una amapola aplastada por las páginas del libro, cierro la puerta del armario, trago saliva mezclada con grava, y lava, y tornillos y tachuelas. Luego, salgo a la calle, pero en la puerta me lo encuentro ahí, mirándome de arriba abajo.

—¿Se puede saber qué haces aquí, niño? Vaya susto me has pegado.

Es el chaval que me pegó otro buen susto el último día que espiaba a Clareana en la puerta del instituto. El raro de cabello negro y ojos esmeralda y porte de enterrador juvenil. El NiñoIguana que me recomendó tener valor. El que se parecía a Ultramort, pero en niño.

—Te pegas muchos sustos, tú —me dice, por la cara—. ¿De qué tienes miedo? ¿De qué te escondes? ¿Huyes de alguien?

Arrugo la nariz, porque la calle apesta lo suyo, porque no hay containers y en las esquinas las bolsas de basura yacen repantigadas las unas con las otras como en una orgía romana de tifus. Mi abuelo se pasa el día quejándose de eso, pero como también se pasa el día quejándose de todo, la queja queda disimulada en el montón de su amargura.

—No tengo miedo de nada. Qué hablas, tío.

—¿No? Lo llevas escrito en la cara —dice, haciendo como que lee, como resiguiendo las líneas con el dedo—. Dice que te sientes culpable de…

A callar, le digo, y le agarro el dedo, como sujetándome en una palanca de cambios.

Casi consigo dejar de preocuparme por todo, pero no funcionó, le digo al niño. Hay muchas cosas que podría contarte, pero se me rompe la voz, niño.

¿Vale?

Pero tampoco digo nada de esto. Le aparto a un lado y escupo Llego tarde al ensayo, y estoy a punto de irme zumbando con mis botas de botar, pero él me coge por el brazo y me suelta, por la cara:

—Es perfectamente natural sentir culpa por las cosas.

—¿Sí? —le contesto, volviéndome y desenganchando su garra de mi antebrazo y, francamente, a punto de soltarle un bofetón—. Bueno: también es natural el acné, y el estreñimiento, y no por eso me molan, chaval. Y ahora: aire.

El chico sonríe con una mueca inteligente, de verdad, como si mi piel se hubiese vuelto transparente, como un muñeco del cuerpo humano donde puedes ver todas las venas y órganos y músculos, y me abre en canal con esos ojos de blandiblub, casi como haría la madre de Clareana.

Sí, estoy huyendo, ¿qué pasa? Estoy largándome a toda prisa del espectáculo deprimente de las ruinas de mi vida. Para no ver la catedral de escombros que he dejado atrás. Porque es mi problema, y lo solucionaré a mi manera.

—No te arrugues, Rompepistas. Que vas arrugado por la vida.

Y ahora ya le levanto la mano, porque esa frase ya me la han dicho y no me gustó ni la primera vez, cuando de la puerta enrejada de una casa con patio colindante aparece una señora mayor, y yo escondo el puño detrás del culo; por educación, y porque la anciana lleva un soplete grande en la mano derecha.

—¡Pànic! —le grita la vieja—. ¡A merendar, pesado!

Ultramort. El niño me ha hecho recordarle. Estaba bien, Ultramort. Ahora que lo pienso. Algunas cosas no las aprecias del todo hasta que: ¡shazam! Desaparecen de tu vida con un relámpago sobrenatural.

Un día hablábamos del futuro, hace un par de años, los tres haciendo campana detrás de una de las tapias del instituto, bebiendo Xibeca. Y no recuerdo qué contestamos Carnaval y yo cuando nos preguntábamos qué íbamos a hacer de mayores, pero se me quedó grabada la respuesta de Ultramort, sentado allí con su camiseta de Bauhaus, su collar con estrella de cinco puntas, la piel muerta de su cara, los botines puntiagudos llenos de hebillas.

—No sé qué voy a hacer, pero seguro que no seré De Ellos.

De Ellos, dijo. Señalando con sus uñas de ántrax al resto de ovejitas subhumanas del patio, sus revistas de SoloMoto, sus jerséis trenzados, sus notas de la selectividad, sus vidas hipotecadas a treinta años.

Saber distinguir entre los Nuestros y los Otros, saber distinguir si eres De Ellos o no, es una de las primeras cosas que uno aprende aquí, en este pueblo.

Ultramort no era De Ellos. Por eso me pregunto a menudo qué habrá sido de él. Estaba bien, Ultramort. Me di cuenta de esto un poco tarde.

Bueno, de esto y de un montón de cosas.

Ptuf.

Clareana escupe al suelo y acierta seguro donde pretendía acertar. Donde pone el ojo, pone el lapo. Luego se rasca una de sus orejas de Osito Misha, y dice ¿Empezamos, o qué, tíos?, mirando exclusivamente a Carnaval, como si yo no estuviese allí, como si yo fuese sólo la sombra de mí.

Es la hora de empezar el ensayo. No tenemos reloj, pero por la tubería grande que cruza todo el techo del local pasa con un flooooosh la deposición sólida del vecino de arriba, y al tío el sistema digestivo le funciona como un mecanismo suizo. Su excremento es puntual e infalible. Son las siete menos cuarto.

Clareana trata de camuflar un nuevo espectro de sonrisa, un fantasma que se desliza fugaz por su cara, pero instantáneamente aplasta su ceño y agarra su bajo como si quisiera desencajar el mástil y echar ambas piezas a una hoguera, y eso me hiela las entrañas, me deja la barriga congelada por dentro mientras la piel me arde, y es como si de golpe un mago me hubiese transformado en un botijo, o en una casa andaluza.

Carnaval empieza a gatear sobre sus escasos tambores y hace 1-2-1-2-3 con las baquetas para señalar cuándo entramos, y entramos al 3, tocamos «Saltos», «100 punks», «Mi tarareo», «Motín» (que es una instrumental) y la que está a medias, que no hay manera de que me salga la letra, ni el título.

Con las arterias embarulladas y nudos en la sangre, canto. Canto en un micrófono de dos pesetas que até con esparadrapo al palo que lo sostiene. Canto porque ¿qué otra cosa voy a hacer? Y hay un momento en que hacemos un parón a mitad de «Motín», y Clareana y yo nos miramos, nos miramos durante un segundo, como normal por primera vez desde hace un tiempo y quisiera pensar que todo irá bien, todas mis reflexiones acaban en la misma frase, Todo Irá Bien, pero cada vez me es más difícil pensarlo.

Porque tengo un segundo Confiteor Axiomático. Sí, otra vez. Sí, a Clareana aún le hice una jugarreta más.

Y tras la jugarreta volvió a maldecirme y repitió que no iba a perdonarme nunca. Hay un antes y un después de la primera vez que alguien te dice: Esto no te lo perdonaré nunca. Es cierto, pero cuando te maldicen dos veces sí que ya estás vendido. Dos Veces Maldito. Más difícil todavía, redoble de tambor, y me estaba callando esto porque bastante sucio era lo primero pero esto es ya francamente horrible y lo iba a dejar ahí, archivado, pero… ¿total?

Los tambores redoblan, pero es sólo Carnaval, mutilando Motín. Y, tras el pa-pom-patapóm final y mi trangg y el bompbomp de Clareana, Carnaval me dice: Por cierto, que esta noche hay uno, ¿eh? Un motín, quiere decir. Un destroy, se refiere. Y es mejor pensar en eso que pensar en otras cosas, en mi Doble Maldición, por ejemplo, así que saco el Ventolín y le doy tres toques, el último mucho mayor. Psht, psht, PSHHHT. Como si estuviese achantando a uno de esos hijoputas que hablan en los cines.

BAAAAAAART.

Perdón por vomitar, pero es que están pasando demasiadas cosas. Porque, como siempre dice Carnaval, imitando una película que le gusta, poniendo voz de oficial alemán: Un motín es una cosza muy serrrria.

Estoy en la puerta de al lado de la puerta de la Casa de la Bomba. El Chopped me ha dicho hace un instante, paternal y amable, Vete fuera a que te dé el aire, Rompepistas, así que estoy aquí, con las manos en la frente, y los codos en las rodillas como columnas, sosteniéndome la cabeza. A mis pies hay una fabada que hace tres minutos estaba en mi estómago y hace uno y medio estaba zumbando esófago arriba como un cohete de San Juan, ¡fumba!, y ha explotado en el alquitrán con gran despliegue de luces.

La calle está deshabitada. Sólo presencian mi mareo una farola y el Barraca. ¿Cuándo antes dije que el Candao era uno de los dos forasteros?

Bueno, éste es el otro.

El Barraca es moro y es yonqui, en realidad se llama Barakah, que irónicamente (alguien nos lo dijo, no sé si es cierto) quiere decir Bendición. Irónico porque el Barraca, aunque mide poco más que Clareana, es una maldita piltrafa humana que va por ahí dando palos con muy poco talento delictivo, chutándose lo que le echen, yeso de paredes o Vim Limpiahogar o rohipnoles para soportar el mono, una cochambre de tío. La vergüenza de Mahoma, le decimos, aunque él no se entera porque siempre lleva esos ojos sin pupila que dan las chutas. Como te vea Alá, le decimos, vas a pillar, Barraca.

Eh, Barraca: ¿está Alá en todas partes?, le preguntamos a veces, cuando estamos de juerga y lanzados.

Él contesta algo que suena como a Sí.

¿Pero en todas, todas?

Semisí, inaudible, líquido.

O sea, le decimos, que Alá puede estar dentro de mi culo. O sea, que puede estar ahí, dentro de ese container repugnante. ¿O en la masa gaseosa de mis pedos?

Las posibilidades son infinitas.

Y no es por faltarle a Alá. Haríamos lo mismo con Dios, o con cualquier otro de esos mamones inexistentes.

Una vez, el Barraca intentó pegarle el palo al Peligro en la cuesta de la Iglesia, e iba tan puesto que casi no podía sostener la barra de acero intimidatoria que llevaba, y el Peligro le ofreció la cartera, no había nada dentro de todos modos, se la ofreció para que al otro no le supiera mal y se deprimiese, pero el Barraca no podía combinar la dualidad Sostener barra + Registrar cartera, así que le pasó la tubería al Peligro para que la sostuviese un momento mientras él se concentraba en su bisnis.

No, si algunos se lo buscan. Siete puntos de sutura le tuvieron que dar.

Al Peligro no le toquéis el voraviu mucho, que tiene cosquillas.

Esta noche el Barraca está medio muerto (¿quizás muerto de veras?) dos portales más allá, y yo estoy mareado. Vomitar es lo peor que hay, pero peor era estar ahí dentro de color verde Burmar Flax y sin poder decir Eh, que esta boca es mía. Así que me meto dos dedos boca adentro y jugueteo con mi campanilla un instante, y el resto de fabada que quedaba dentro se une a sus compatriotas en los en los adoquines de la acera.

BAAAART.

De repente me encuentro mucho mejor. ¿Dije que vomitar era horrible? No, es fenomenal. Entro en La Bomba como un tornado de campechanía, un motín es una cosza muy serrrria, y en la esquina están los pelados, y parecen bicolores, porque la mitad de ellos están blanco bacalao y la otra normal. Y entonces veo que la mitad de ellos están apretujándose entre ellos, anchovados en un abrazo comunal y aspirando de un frasquito que lleva el Antología, y tras inhalar empalidecen al unísono y entornan los ojos y es como si fueran a diñar, pero justo cuando parece que ya está, que se marchan al otro barrio, expulsan un risote comunal que hace temblar el misterio de Fátima.

O sea, que están dándole al popper.

—Lo han ido a pillar esta tarde a Universitat, hasta Barcelona se han ido los tíos —me dice el Chopped con cara que no es triste, pero que lo parece por la lágrima tatuada en el ojo.

Y dice Barcelona como si fuese algo muy lejano, que no está a quince kilómetros sino al lado de Ulan Bator, y yo le entiendo, porque esto es el extrarradio, extrafuerte, extramierda, y no se parece a nada, estamos en los confines de la barbarie, dejados de la mano de Dios, escupidos de su boca, y no por tibios precisamente. Somos los anillos de Saturno, pero si éstos estuvieran hechos de detritus. Una Vía Láctea de mocos y pajas. El vertedero de Barcelona.

Y el Chopped añade:

—Y se han traído esto de regalo para ti. —Y me mete un dildo de color negro y de tres palmos debajo de las narices.

—Quita, coño —le aparto de un empujón. Y ahí se queda el Chopped, con un gran pene negro en la mano, sonriendo. Como lo vea Carnaval, pienso, ya está armada, y le busco con los ojos por el bar. Están sonando los Damned en los bafles, «Smash it up», cuando voy hacia el dueño de La Bomba, que está detrás de la barra, y le pregunto ¿Has visto a Carnaval?

Y él que me dice, señalando con el pulgar tras su hombro:

—¿Es eso de ahí?

Yo miro y veo al gordito desplomado en una silla, con la cabeza hacia atrás, como un barbo ahogado y rematado y masacrado por el embotellamiento. Y voy hacia allí y le levanto la cabeza agarrándole de la mata rizada y me parto. Porque en la frente alguien le ha pintado Chupo Pollas Por Dinero con un boli. Y me vuelvo hacia los Skinheads por la Paz y todos saludan carcajeándose, y el Jejé levanta el dildo y hace zoing zoing en el aire, y el Chopped me hace un gesto de ¿Qué quieres que haga con ellos, eh?, y el gesto le hace parecerse por un momento al skin crucificado de su brazo. A un Jesucristo de cabeza afeitada. Mancillado y aplastado y traicionado por la vida. Inocente, si no fuera por algunas cosas que ha hecho y que no quiero saber.

Y suena, a piñón: Smash it up, smash it up.

Y los pelados cantan: Rómpelo, rómpelo, rómpelo.

Y cantan, otra vez: Borrachos y orgullosos, pisando cascos rotos, cayendo por el suelo, esperando pa’ mear.

Y cantan: Hersham boys, Hersham boys, esta noche hay un destroy.

Alguien me toca el hombro con un dedo y me vuelvo otra vez, iba a empezar a darle bofetadas a Carnaval para que volviese en sí, pero esto parece importante, me vuelvo y Clareana está ahí, y va y me dice, con una merluza espantosa encima, va y me dice: ¿Podemos hablar? Pero pronunciado distinto, con baba de botellas, y yo miro esos ojos azules vidriosos, aumentados por sus ojeras de tuberculoso oso panda, y no sé qué decir, y en cualquier caso no me da tiempo a contestar, porque Clareana me agarra de una oreja muy fuerte, y me arranca de mi baldosa y me lleva medio de puntillas hacia el lavabo, yo jurando por el camino, Clareana no se detiene ni tiene la menor intención de hacerlo, sigue llevándome hacia el lavabo entre sus dedos con cara de náusea, como si yo fuese una rata muerta que ha entrado el gato, o una compresa usada que alguien ha dejado en su buzón.

—¿Por qué? Es lo único que quiero saber: ¿por qué me lo hiciste? ¿Te había hecho algo yo? ¿Es por algo que te hice y que me quisiste devolver?

Sólo que Clareana no lo pronuncia así. Lo pronuncia borracha, y hay algo estremecedor que gotea en su voz, normalmente reseca y cancerígena, esa voz que reconocería a través de montañas y valles.

—No lo sé. Me salió así. Como si necesitase hacerlo. Como si algo me empujase, ¿sabes?

—Claro que lo sé, hijo de una puta. Estabas harto de mí y querías variedad. Querías otra. Pero lo que te digo, bastardo, es: ¿por qué de aquella manera? ¿Por qué tenías que humillarme y machacarme, eh, cerdo de mierda?

Hum. Ho.

—¿Y lo de luego? ¿La segunda vez? ¿Tú te crees que eso es una reacción de persona normal?

Ahí no digo nada. Suficientemente mal me siento por esa segunda vez, que no viene a cuento y me deprime. Miro a las baldosas originalmente blancas de la pared, y leo las pintadas. MODS. CARAS BRUTAS. ESKORBUTO. THE JAM. SKINS RULE. LOS CANGUROS. PALETAS Y BOLINGAS. LAS DUELISTAS. 100 PUNKS SIEMPRE. OI! ROCKERS RULE OK. INDEPENDÈNCIA. SÍNDROME TÓXICO. TERRA LLIURE. POW! BRIGHTON 64. SKINHEADS POR LA PAZ. TOO DRUNK TO FUCK.

Y, con los huesos rotos, le digo:

—Perdón.

Clareana baja la cabeza, se mira el tatuaje triturado y no sé qué está haciendo. Cuando empieza a encadenar espasmos con los hombros y el pecho, lo veo.

Clareana llora, ahora.

Quiero parar su llorar, pero no sé cómo. Las tiras de su camiseta de tirantes de Las Duelistas se mueven arriba y abajo como si alguien estuviese jugando con la percha, manipulando el títere de su carcasa. Mordiéndome el labio, rascándolo con uno de mis colmillos, las manos incrustadas firmemente en los bolsillos de los pantalones, miro una pintada que dice: CONDENADOS A LUCHAR y hago un agujero imaginario en las baldosas del suelo con la punta de una bota, como preparando el césped para clavar allí el balón antes de un ensayo. Y le digo a Clareana:

—Todo irá bien, tía —que es la frase que me creo menos del mundo—. Hay que mirar hacia delante —añado, sin saber mucho qué significa lo que acabo de pronunciar. Saco las manos de los bolsillos y, nervioso, empiezo a tocarme con los dedos el nudillo desaparecido de la mano derecha. Aquel nudillo que aplasté contra la pared, un día de discusión con Clareana.

—¿Hacia delante? —dice ella, levantando la cabeza y mirando a mi exnudillo, y en mitad de uno de los gajos de derrota que hay bajo sus ojos se planta un lagrimón grande como una pera de agua—. ¿Delante de qué, Rompepistas? ¿Qué cojones hay ahí delante?

—El futuro —digo yo, y de nuevo no sé lo que estoy diciendo. ¿El futuro? ¿Qué futuro?

—¿El futuro? ¿Qué futuro? —dice ella—. El futuro me la suda, tío. Lo que me da miedo es el pasado.

Me dispongo a poner la mano en su brazo, sobre su tatuaje de pasapurés, alcanzo incluso a insinuar el siguiente ademán, pero veo cómo Clareana me sigue la mano con ojos de panda asesino, y pienso en mi túnel carpal pulverizado y devuelvo la mano al estrecho bolsillo de mis pantalones.

—Dfdagfglahfbviabh.

No he oído lo que me ha dicho, porque Clareana se ha sentado de repente en la taza del váter y está sentada como estaba yo hace nada, con ambas manos en la cabeza, la frente apuntalada en sus palmas, los dedos como tarántulas fijas en su cráneo.

—¿Cómo?

—Que alguien me salve —susurra, mirándose sus zapatos rojos de tacón, ya reparados, ya simétricos.

—¿De qué? —pregunto, temeroso.

Clareana levanta la cabeza y me mira a los ojos.

—De este pueblo de mierda. Y de ti.

Se traga la última lágrima y el último hipo y se seca los ojos con el antebrazo y se pone en pie y está a punto de largarse. Y yo le pregunto:

—Entonces, ¿ya no estás enamorada de mí?

Y el equivalente de esto es preguntarle ¿Quieres ser mi amiguito?, a alguien a quien has creado gran dolor con un cabezazo en la nariz, o una patada sorpresa en los huevos.

—A lo mejor sí. Pero ya se me pasará.

Clareana ya no llora. Algo me dice que ésta era la primera y última vez que lo hacía.

—¿Se te pasará? ¿Como un resfriado, y ya está?

—No. Como algo mucho más humillante y repugnante. Como un ataque de diarrea.

Clareana abre la puerta y por ella entra un fragmento de canción de La Polla Records, un segundo, un par de notas que terminan cuando la puerta vuelve a cerrarse, y Clareana ya no está. Me acerco al espejo, y pego mi cara a él y descubro un barrillo en la punta de la nariz y empiezo a darle caña, en silencio, con ambos dedos índices.

A partir de aquí pasan muchas cosas, y ni una es buena. Qué. El que avisa no es traidor.

En la carretera a las afueras del pueblo, las mil de la mañana y embotellado. Me acompañan un cocodrilo y un santo.

Un cocodrilo, un santo y yo, Rompepistas: el trío del almendrío. Pisando el margen sin asfaltar de la carretera, las botas de botar en el fango y las manos en los bolsillos de la chupa de leopardo, me subo el cuello porque parece que va a refrescar y luego me froto la única ceja entera que tengo. Hace un poco de frío, aire indignado da cabezazos contra mis orejas, tengo el cuello dormido como si me hubiesen aplicado Reflex y me duelen las piernas de tanto andar, y llevo encima una buena castaña. Aquí el cocodrilo y el santo también van finos.

No preguntéis.

Y el cocodrilo que dice:

—La sirena número dos. —Sólo que las consonantes y las vocales suenan como sumergidas en papilla de plátano y se ha comido dos sílabas.

Y el santo que dice:

—¿La sirena número dos? Pero ¿tú eres subnormal?

El santo no es un santo, que es el Carnaval. Hace una hora estábamos en un bar de pijos del pueblo de al lado, ni idea de cómo llegamos allí, ni idea, borrado de mi memoria, sé que unas horas antes habíamos hecho ¡Papelera, Papelera!, en la estatua del Deporte otra vez, y que luego alguien dijo Vamos al pueblo de al lado y ¡shazam!, ya estábamos allí. Y, en el bar, Carnaval tuvo la idea brillante de llevarse por piezas la mesa de billar, y en uno de sus procesos inmediatos Idea-Acción se metió el triángulo debajo de la camiseta, y se puso un taco por dentro de los pantalones, como si se hubiese entablillado una fractura, pero el taco era demasiado largo, así que cuando empezó a bajar las escaleras de la sala de billar con una pata tiesa, el taco le iba saliendo por el cuello de la camiseta. Como una segunda cabeza. Como una antena retráctil de coche.

¿Cómo nos partimos? Nos partimos tanto que casi hay que llamar a una ambulancia, que casi nos tienen que administrar ansiolíticos.

Al final salimos por patas, los pijos del bar se habían calentado y eran muchos, y nosotros sólo doce, pero a piernas no nos gana nadie, hemos hecho muchas carreras de obstáculos en la vida, y embestimos hacia la puerta agarrando todo lo que había delante, como los hunos, detrás de nosotros no volverá a crecer la hierba.

Así que aquí está Carnaval. Mirad: lleva el triángulo del billar encasquetado en su afro, como si fuese una divinidad cristiana echada a perder por la mala vida en los prostíbulos de Galilea, y acompaña su andar de culogordo con un cayado, que es el taco, que al final sí se llevó a lo caballero andante. Bajo el brazo y a la carga.

También se llevó dos bolas. Dos bolas de billar, que ahora lleva en el paquete. Todo eso unido a sus chapas y remaches y llavero dringui-dringante, y parece un árbol de Navidad recién adornado. Un androide a medio desmontar.

Nos acompaña el Puños, y su trofeo fue un caimancito disecado como de cuatro palmos de largo que había detrás de la barra del bar, y desde hace una hora, que es el rato que llevamos andando en esta carretera para volver a nuestro pueblo, el Puños está haciendo como que el que habla es el cocodrilo.

Parece una broma finita, pero el Puños le está extrayendo buen jugo. Humor por repetición.

Los demás querían más destroy, así que se fueron en su busca, y sólo se quedó el Puños, que estaba paposo entonces y aún lo está ahora. Carnaval nos había preguntado hace un momento, con muchas efes:

—Os obligan a follaros a un ser mitológico, ¿vale? ¿A quién os folláis?

  1. Sirena Uno (parte de arriba mujer, parte de abajo pez)
  2. Sirena Dos (parte de arriba pez, parte de abajo mujer)
  3. Hipogrifo
  4. Medusa.

El Puños (o el cocodrilo) había dicho Sirena Dos.

—Puños, eres gilipollas —le decía Carnaval, haciendo como que le metía en toda la cabeza con el taco de billar—. La Sirena Dos es esencialmente un pescado, mongol. O sea, tiene cara de sardina.

—Pero tiene coño —le contesta el Puños—. ¿O no?

Y el Puños me acerca el cocodrilo a la cara y, poniendo una voz de subnormal que a él debe de parecerle de reptil, me dice:

—¿O no?

—Yo creo que cojo la Sardina Uno —contesto. Digo jreo y jojo. Digo shardina.

—Sirena —dice Carnaval. Pero suena así: shirena.

—Sirena, eso —mascullo—. La Uno.

—Que no tiene coño, retrasado. ¿No has oído al Puños?

—Cocodrilo —dice el Puños, como si hablara con otra peña.

—¿Qué vas a hacer con la Sirena Uno, paYaso? —continúa Carnaval, y hace el metesaca aéreo, hace como que esquía, como que se da impulso en un tobogán, con la lengua fuera—. ¿Restregarte contra sus escamas? ¿Froti-froti ahí, con un mero? ¿Ése es tu rollo, puto agonías? ¿Tan desesperado estás por meter el churro que te follarías a un bacalao?

—Vale, pues el Hipogrifo —digo, cansado, frotándome los ojos como si quisiera borrarlos.

—Eso, dale por el culo a un león con cabeza de águila, pervertido de mierda. Dale, venga, si eso es lo que te va, tío cerdo. ¿Tú oyes al depravado de mierda este, Puños? Conmigo no vienes al zoo, hijoperra, que acabarías metiéndole la morcilla a algún pájaro.

—Cocodrilo —dice de fondo el Puños, hablando con un matojo de hinojo.

—Pero la Medusa te mata, matado —le respondo a Carnaval, metiéndole un dedo en la oreja y diciendo matao.

—Pero antes de que te mate follas con alguien que originalmente era una hermosa mujer humana —dice, como recitando de memoria y metiéndome un dedo en el ojo—. El que tuvo retuvo, tío. No pasa nada si no te gusta su peinado.

—Sólo que su peinado son serpientes asesinas, paYaso.

—Bueno, pues tú vuelve al leoncito volador. Ya hemos visto que los pájaros con culo de mamífero son tu palo, maricón. Dale un besito a tu Leoncio con plumas mientras yo me follo a ese pedazo de jamona con afro de culebras, ¿eh, Puños? Tú y yo nos vamos con la Medusa a morir dignamente y bien follados mientras al zoquete del Rompepistas lo pillan dando por culo a un tigre.

—Cocodrilo —dice el Puños, que ya anda en dirección opuesta a nosotros, caimán bajo el brazo.

Podemos estar así horas y horas, horas y horas, horas y horas.

Mi aullido, en medio del descampado de fábricas de mermeladas que hay entre el pueblo de al lado y nuestro pueblo, suena a plancha de metal barato. Suena a trueno de mentira, de teatro, de representación de Els pastorets. Estamos llegando a casa, a lo lejos vemos la discoteca donde todo el pueblo va a levantar el puño, siguiendo el compás de la batería con la que empieza «Born in the USA». Y me sostengo del hombro de Carnaval, y me sostengo del hombro del Puños, y levanto ambos pies y dejo que me transporten durante unos metros. Partiéndonos los tres. Soy su ariete.

Y grito, mientras me transportan. Un grito sin palabras, un grito primario, de desfogue, de hartura, de excitación y de estar hasta los huevos.

Y, entonces, un coche a nuestras espaldas. Nos callamos. Me dejan en el suelo.

El coche es el único que se escucha, y a una velocidad que canta mucho más que si fuese a gran velocidad. No, va lento, lento, lento, detrás de nosotros, regular, siguiendo el ritmo de nuestro paso, demasiado lento para este y cualquier contexto.

Y yo, que digo:

—No os giréis.

Y Carnaval lo primero que hace es desobedecerme y se vuelve, como Linda Blair, rotando el cuello pero sin mover el tronco, y luego deposita su cara otra vez en dirección al pueblo, y con una mano se quita el triángulo del cabezón, y dice, expulsando las palabras por una abertura pequeña que horada a un lado de su bocadeperro, escupiendo la frase como huesos de cereza:

—Son ellos. Os lo juro por Dios.

Se me seca la boca y noto que me tiembla una mano, y cierro el puño en el bolsillo, y hay un traquetreo de máquina mezcladora de pintura en mi estómago. Y los tres apretamos el paso, como gastadores acojonados. Dicen que todos los miedos son miedo a morir, y yo no quiero morir.

Los caballos del coche aumentan las revoluciones, y oímos cómo aumenta el runrún del motor por encima del ruido de nuestras botas de botar en el asfalto húmedo, y en nada lo tenemos al lado, y en nada delante. Y se abren las puertas del 850 Sport, rojo Starsky, cascado. Y salen, los Chungos. Y de la puerta del volante brota el Titi, con ojos de pirita, ojos profundos de pozo negro y calcetines blancos. Luego me preguntaré cómo he podido fijarme en sus calcetines, pero no ahora, ahora no.

Son comadrejas. Serpenteantes, sonrisahiena, caras enjutas por la heroína pasada, pómulos en sus mejillas que son como signos de interrogación de final de pregunta, caras estrujadas de flacas, como si una mano invisible les estuviese apretando las mejillas. Pienso en El viento en los sauces, en la batalla contra las comadrejas, pienso en la serpiente de El libro de la selva, y luego me preguntaré cómo he podido pensar esas cosas, pero no ahora, ahora no.

Aquí pierde el que tiene más que perder, de toda la vida. Estas cosas las gana el que no tiene nada que perder. El que no teme morir.

Cuando se acercan, pienso en el Chopped. Qué haría él. Él siempre dice que hay que golpear primero, con toda la fuerza, siempre. Que nada de empujoncitos ni bailes de maricona, que hay que meterlo todo en el primer galletón, que es el que decide la pelea, y aunque no, aunque luego te machaquen, ese piño se lo llevan, y además te iban a dar igual.

Pero yo no soy él. Ni Carnaval tampoco. El único, el Puños, pero el Puños se tambalea del morado y suelta el cocodrilo, que se queda ahí en la calzada, barriga al suelo, natural, como le hubiesen pillado cruzando la carretera.

Y además al Puños le llaman así irónicamente, ya lo dije. Puños de Gelatina era el mote completo. El más patoso a la hora de crear grandes daños, sus puñitos inservibles de Airgam Boy, manitas de Pinocho.

—Qué pasa, peladitos —dice uno de ellos, y ahora están muy cerca de nuestras caras, y huelen a Varón Dandy, a azúcar en rama, y también a sudor y a medicinas. Y el Titi acerca la boca al Puños, como si fuese a darle un besito, como si fuesen novios, y dice:

—Ahora qué, que no están tus coleguitas, ¿eh?

Y el Puños que dice Qué hablas, pavo, y yo sólo digo:

—Eh, qué pasa, que no queremos bulla. —Y me tiemblan las dos piernas y no sé si se nota, pero me tiemblan un montón y me parece oír cómo castañetean entre ellas las rótulas, un tablao improvisado debajo de mi paquete.

Y de golpe noto un latigazo de dolor, como un escupitajo de fuego en la mejilla, un chasquido eléctrico, y me echo hacia atrás y me llevo las dos manos a la cara y ya no están las lupas encima de mi nariz, y abro un ojo y veo desdibujado a uno de ellos con un palo, que ya ha bajado, y los dientes superiores mordiéndose con furia el labio inferior.

Y me dice Hijo de Puta, entre dientes, y detrás de las retinas no hay humanidad. Que vais a pillar, cagonas, me dice, Por lo del hermano de éste, y vuelve a levantar el palo, y yo sólo puedo meter el codo entremedio y echarme para atrás, volver a notar la salpicadura ardiente, esta vez en el brazo, y veo que el palo lleva un par de clavos retorcidos, y pienso por un instante en el tétanos. Tengo sangre en la palma de la mano, que debe de venir de mi mejilla.

Carnaval dispara un tacazo de billar que pega con fuerza insuficiente en el costado del que iba a por mí. Y en un destello veo algo que pasa volando, algo anaranjado y familiar, a gran velocidad, y hay un crunch y ya no veo a Carnaval y el dringuiling-drong de su llavero cesa de repente.

Todo se divide, y lo que queda lo veo a medias. Dos van para el Puños, y empiezan a darle, y se oye un rasgado de un tirón a su camisa Ben Sherman negra, y una mano de uno va a su cuello, y Puños le da a uno en el ojo, pero recibe dos por cada uno de los suyos, y dejo de verle porque me caigo al suelo, y lo último que veo de él es su pecho abierto, la camisa rota, y cómo intenta parar los puñetazos que le están lloviendo, ahí, con el pecho blanco e imberbe al aire, como un espadachín francés descamisado batiéndose, como un duelista.

En el suelo me hago bola y me cubro la cabeza, pero la barriga me queda al descubierto y noto una patada, dos, tres, dejo de contar. Tengo un ataque de asma, y no puedo coger el Ventolín. Me ahogo. Me ahogo de verdad, ahora. De puro miedo noto cómo se me vacía el estómago, y me cago en los pantalones, y no es una manera de hablar. Cierro los ojos, siento la marea en mis calzoncillos, espero a que acabe, espero a que esto acabe, y de fondo sólo se oye el ruido sordo de los puñetazos sobre carne, ese zud apagado y a la vez rotundo que se repite, acompasadamente, a mi alrededor.

Cuando abro los ojos, el ruido continúa, pero es de otro calibre. Desde el suelo veo piernas, muchas piernas y gritos y sprints apresurados, y me incorporo con dificultad y me ahogo aún y tengo la cara en llamas y el culo empapado y huele todo a mierda, y veo cómo los Chungos están dentro de su coche, se han oído las cuatro puertas cerrándose una detrás de otra, chakchak-chak-chak, y cómo el coche se pone en marcha y se aleja derrapando con las ruedas traseras.

Saco el Ventolín y le doy muchos toques. Le doy toques hasta que vuelvo a respirar más o menos normal.

PshtPshtPshtPshtPshtPshtPshtPsht.

Detrás del coche, unos veinticinco Cuellos corren, como astados de los sanfermines, los puños en alto, corren y dejan de correr cuando ven que ya no lo alcanzan.

Se me acerca el Jopa, rodeado de unos cuantos de ellos, y me pregunta qué ha pasado, y le huele el aliento a whisky del bueno con Coca-Cola. ¿Su cuello, de ancho? Es como mi cintura.

Le cuento sin aliento lo poco que he visto, y él me dice «ya sé, ya nos enteramos de lo que pasó», y me pregunta «Qué te ha pasado en la cara, con qué te han dado», y digo «Un palo. Era un palo, con clavos». «Te podían haber sacado un ojo», dice, «has tenido suerte».

Suerte, dice.

El hijo afortunado.

—¿Y qué te ha pasado en la ceja? —pregunta.

—Eso es otra cosa —le digo, tal cual.

Contado así, ahora lo veo, en este fragmento parece que estemos todos hablando alrededor de una mesa de roble, sorbiendo té y discutiendo los eventos del día, pero no es de este modo, no. Es un caos grande y desparramado. Se oyen voces aquí y allá, y la gente se interrumpe, y algunos salen corriendo a ver si todavía atrapan al coche, y yo no puedo con mi alma, me tambaleo y no me duele el cuerpo porque estoy en caliente, pero va a doler y lo noto, y huelo a mierda de manera increíble.

El Jopa lo huele, pero hace como que no, y los demás lo mismo. De fondo se oye una sirena, cada vez más cerca: Ninonino-nino.

Busco a Carnaval con la vista y le veo a unos metros, y le sostienen dos Cuellos, uno a cada lado. Voy hacia allí renqueando y cogiéndome la barriga, y tiene una máscara roja en la cara y el ojo a la virulé. Y abre la boca y, entre el bermellón pastoso de los labios, veo que le faltan los dos dientes delanteros.

No llora, pero está a punto. Justo a punto. Le agarro de los dos lados de la cara y le digo Ya está, tío. Ya se han pirado. Sólo que digo pirao.

Carnaval respira entrecortadamente y se toca la boca con dos dedos y dice, Me han tirado un ladrillaco a la cara, y es como si aún no se creyera lo que le ha pasado. Los dientes, dice. Y dice mi nombre real. Y luego otra vez: Los dientes. Como si fuese su grupo favorito: Los Dientes.

Yo le digo, Tranqui, tranqui. Que ya está. Y le llamo por su nombre real.

Y le digo que ahora se parecerá al tío de los Specials, que también le faltan los dos dientes delanteros.

Y él dice, Sí, tío.

Y le digo, para que se sienta mejor: Me he cagado, tío. Sólo que digo cagao.

Y Carnaval sonríe y me suelta: Coño, ya se nota, maricón. Vaya tufa. E intenta reír, pero no puede, porque le entran ganas de volver a llorar. Le miro el paquete y aún lleva ahí las dos bolas de billar, que se han desplazado algo y parece que tenga un testículo gigante en cada cadera.

Llegan dos coches de municipales, que salen del coche y empiezan a empujar a todo el mundo y están a punto de sacar las porras, pero uno de los Cuellos les dice algo que no oigo, y los municipales se calman un poco, y entonces veo a cierta distancia las botas del Puños en el suelo, es lo único que veo porque está rodeado de gente acuclillada. Sus pies inertes están allí, apuntando a la luna, y las dos botas Martens negras como dos berenjenas que hubiesen brotado del suelo. Y voy hacia él corriendo, y aparto a empellones a los Cuellos, que se separan como menhires movidos por la base, y le veo con una mano en el costado, y mucha sangre entre los dedos, e inconsciente, con la cara amoratada, como una ciruela con chichones.

Y el Esfinge, que es el que está directamente delante de mí, levanta la cabeza y me mira con ojos de lechuza y dice con acento de payés, su cráneo triangulado por el peinado como una pirámide:

—Ay, que lo han apuñalado. —Lo dice así: ay. Como si le doliese algo.

Tengo las dos manos en el regazo, una encima de la otra, las palmas hacia arriba, como esperando que alguien ponga allí el pie para subirse a una tapia y recuperar un balón. Como esperando la hostia sagrada de los curas. Carnaval apoya la cabeza en mi hombro izquierdo, y ahora duerme, intranquilo. Su cuerpo se expande y contrae con un respirar tembloroso, sincopado y regular, como una mancha de hinchar flotadores. Carnaval y yo, allí los dos, sentados en la sala de espera del ambulatorio, y ya nos han cosido. A Carnaval el labio y las encías, y a mí la cicatriz de la mejilla. Scarface. Ángeles con las caras sucias, con las caras brutas, rebozados de barro y sangre, peor que antes, peor que siempre.

Los municipales nos tomaron declaración, y no se nos llevaron por delante gracias a los Cuellos, que lo habían visto todo desde la puerta de la discoteca y les dijeron lo que había sucedido. Y nos trajeron aquí, al ambulatorio del pueblo, a nosotros en el coche de los municipales, al Puños en la ambulancia.

Hace un momento me he ido a limpiar los calzoncillos, los he enjuagado debajo del grifo creando un charco marrón como el río Llobregat, pero no ha servido de mucho. Huelo a lo que huelo, por lo que llevo debajo y por cómo me siento por dentro.

En los asientos de delante de nosotros está la madre del Puños. El padre del Puños no está, porque les abandonó hace tiempo, y nadie sabe dónde para. Y él siempre dice que mejor no tener uno que tener el del Chopped, y tiene razón, imagino.

A las siete de la mañana, un médico sale de una puerta que se abre con un flosh, una puerta con ojo de buey, y se acerca a la madre. Le doy un pequeño codazo a Carnaval, que se despierta de un brinco. Me mira, con un ojo a la virulé, y yo señalo hacia ellos, y los dos nos ponemos en pie y nos acercamos, y el médico le dice a la madre del Puños que el baldeo, sólo que él dice navaja, le ha perforado el bazo, pero que lo han cogido a tiempo y que ahora está estable, que podría haber sido mucho peor, que podría haber muerto, ahora tiene que quedarse unos días en observación.

Otro hijo afortunado, por la parte de los cojones.

Carnaval y yo, los dos escuchando estas cosas, que nunca pensamos que íbamos a escuchar. Que creíamos que éramos inmortales, que estábamos exentos, que éramos inmunes a la desgracia, pero no, pero resulta que no. Y aquí, menos.

Estoy asustado y huelo a mierda, tengo las nalgas heladas y húmedas e irritadas, pero saber que el Puños, al menos, que el Puños no va a, que el Puños. Me interrumpo. No puedo seguir. No puedo pronunciar ni pensar en el verbo.

No nos dejan esperar allí, nos mandan a casa. Carnaval y yo andamos hacia la puerta, nos despedimos de la madre del Puños, por la puerta entra un grupo de gente, algunos con trapos sangrantes en la ceja, otros cojean un poco, uno lleva también el ojo a la virulé y una pata de silla en la mano, y hay policía, y entre cuatro municipales sujetan al Candao, que seguro que acaba de destrozar un bar con toda la borrachera. Y jura en coreano y lleva un brazo entablillado, aúlla algo que debe de significar Me cago en todos vuestros muertos en su idioma, los otros del grupo le gritan Chinomierda, te voy a matar e Hijoputa, Chino, Vas a ver cuando nos dejen solos, y otro día a Carnaval y a mí nos hubiese dado risa esto, nos hubiésemos partido fijo, pero ahora no.

Pienso: Quiero irme a casa. Quiero que alguien me lleve a casa.

Y de repente me doy cuenta de que Casa es esto, que éste es el sitio donde he nacido, que me tocó aquí, y en ese momento pienso otra vez: No. No, tengo que irme, tengo que salir de aquí, que alguien me salve. De este pueblo, y de mí.

Pero no lo pienso, miento, sólo lo noto. Luego me preguntaré cómo he podido pensar eso, pero no ahora, ahora no, ahora me voy a casa, Carnaval me echa el brazo al hombro, Vámonos de aquí de una puta vez, me dice, y no sé si quiere decir del ambulatorio, del pueblo, del país o de esta vida.

Los pollos empiezan a cantar. Estoy en la galería de la parte trasera de mi casa, frotando con un cepillo de cerdas de plástico los calzoncillos manchados antes de echarlos al cesto de la ropa sucia. Me he duchado y puesto un pantalón de pijama, estoy tiritando, tengo la cabeza pesada como una botella congelada de gasolina, froto y froto debajo del grifo la mierda medio reseca, las ocho de la mañana de un domingo y los pollos siempre cantan, su puta madre.

A mi lado, en el fregadero metálico, están las botas de Deporte de mi padre. Llevan barro seco y césped en los tacos, y huelen a hierba y cuero y pies y Reflex.

Yo, frota que frota.

Los pollos, canta que canta.

Frotando, miro las botas de mi padre, y tengo ganas de llorar. Pero no lloro desde EGB, desde lo del padre Pío, y no voy a llorar ahora. Me muerdo los labios, estrangulo el tembleque de pulmones que estaba viniendo, no soy una niñata.

Pienso en aquella foto mía, la foto del Niño Malabarista con pajarita, «El primer niño melancólico del mundo», decía mi madre, y me digo que quizás su cara de tristeza era porque estaba viendo esto. Éste era el futuro que oteaba desde sus cinco años, y no le gustaba un pelo.

Oigo la puerta de la galería que se abre, y no quiero volverme.

Oigo la puerta que se abre, y redoblo el frotar. FrotifrotifrotiFROTIFROTI.

—¿Qué haces, Rompepistas?

Sólo que mi padre dice mi nombre de verdad. Miro sus botas negras, que no lleva puestas, que están ahí sobre el fregadero metálico, y con los dientes inferiores ataco el labio superior, lo contrario de lo que hizo el Chungo que me dio con el palo, muerdo ese labio como si fuese a desgarrarlo, para detener el hipo de lágrimas. Porque quiero a mis padres, supongo, pero desaprendí a decirlo, y ahora qué, ahora no puedo, ahora sólo esta arcada debajo de las costillas y este daño que me estoy haciendo en la boca, el cuerpo se me convulsiona y arruga, de frío y miedo, y eso que hice un trato, y eso que dije que no me iba a arrugar, oigo de lejos a los hijos de puta de los pollos gritando cada vez más fuerte, sale el sol.

Y mi padre, que me dice:

—¿Qué pasa, Rompepistas? —Sólo que no me llama Rompepistas.

Y entra mi madre, que se abrocha una bata rosa y le pregunta a mi padre Qué pasa, se lo pregunta por su nombre, y mi madre se me acerca y me echa una mano al hombro, y me llama por un mote que me llamaba cuando yo era garbanzo, un mote que es como Gorrión pero que no es Gorrión, hacía muchos años que no me llamaba así, desde que crecí, desde que soy esto, desde que ya no soy un niño.

Me vuelvo, con los calzoncillos cagados en las manos, y llevo las lupas puestas sobre la nariz, pero uno de los cristales está roto, Jopa las encontró en el suelo y las recogió y me las entregó, me vuelvo y mis padres me ven, todo yo, la cicatriz en la mejilla, las lupas rotas, mi madre que vuelve a ver el tatuaje del hombro. Un corazón rojo, y un pergamino cruzándolo donde pone: Clareana.

La galería ha dejado de oler mal. Sólo huele a Reflex, y a barro, y a hierba incrustada en las botas de mi padre, y a menta automática que viene de las aceras y los patios traseros y las eixidas húmedas de los viejos.

Y mi padre me dice:

—¿Pero qué haces, Rompepistas? ¿Qué haces? —Y ha dicho mi nombre Normal.

¿Qué hago?

Otra buena pregunta.

¿Daño, quizás? Imagino que me hago daño. Eso es lo que hago.

Mi padre da un suspiro, y veo que está a punto, que su suspiro casi es un sollozo, pero no es una niñata y se aguanta y se lo traga como un hombre. Y mi madre se me acerca y me abraza, noto su pecho materno pegado al mío, yo pego los brazos a mi propio cuerpo, en mi mano izquierda los calzoncillos hechos una bola empapada y viscosa, en la derecha el cepillo, los brazos pegados a mi cuerpo y mi madre rodeándome, como si tratara de sostener un cohete que está despegando, que se está yendo de su lado.

Apoyo la barbilla sobre su hombro, mirando a mi padre sin mirarle, las manos bien pegadas a mi cuerpo, ¡fir-mes!, qué escándalo monta el coro de gallinas. Éste sería un buen momento para echarse a llorar, pero se me ha olvidado cómo y no me sale de las putas narices.

Pienso por un segundo en mis padres de jóvenes, no sé por qué. En las cartas que se enviaban. En la inocencia machacada y pulverizada por los hijos prematuros y los acontecimientos y Esto. Pienso en aquel «Te Quiero» de su carta de la mili, en las cosas buenas que siempre se pudren, y me pongo más triste aún.

Miradme bien: ahí estoy, ángel sucio en pleno tirabuzón, un ojo al infierno, media lupa rota, la cara cruzada y bruta y el cabello oxígeno, ropa interior manchada de mierda en mis manos, y si pienso por un solo momento en que quisiera volver a ser un niño, si pienso en eso, si pienso en cuando mis pies de bebé reposaban dentro de las manos callosas y amplias como penínsulas de mi padre, voy a llorar pero fijo.

Doy cera, pulo cera, borro el pensamiento y digo:

—Me voy a la cama, mamá.

Porque no iban a entenderlo, y yo no quiero contarlo porque no tengo las palabras ni yo mismo sé por qué estamos haciendo esto.

Quiero contarles, pero no sé por dónde empezar. No sé cómo se hace, es la verdad.

Hago una finta, les driblo a los dos, les esquivo finamente en un 1-2, casi como un deportista, y mi padre hubiese estado orgulloso de mí si no fuese por todo lo demás, si no fuese por todo, claro.