12 DE JUNIO, VIERNES

Estoy en el instituto, pero no dentro de él. Estoy en el instituto, en la puerta, porque tengo prohibido entrar desde lo que pasó con Carnaval en segundo de BUP, cuando nos echaron, el año pasado.

La culpa, en parte, es mía, por darle ideas al Carnaval. Si uno no quiere que las ideas teóricamente peligrosas se conviertan en ideas prácticamente peligrosas, uno no debería contárselas a Carnaval. Carnaval es un veloz vadeador del Río de la Acción. Cuéntale algo, lo más loco que se te ocurra, y un instante antes estaba seguro en tu Orilla de la Fantasía, y sin que te des cuenta se ha arremangado aún más sus pantalones de desagüe y está diciéndote holaaaa desde la Orilla de la Realidad.

La otra parte de la culpa es de la madre de Clareana. Pero es una culpa menor que la mía.

Lo que intento decir es que si esta culpa es un quesito diagramático, el 80% de la culpa es de Carnaval y el 15% es mía, y la madre de Clareana tiene un 5% de participaciones para nuestra demencia grande. Pero ningún tribunal la condenaría. No hay fotos que lo prueben, en este caso.

Lo único que hizo la madre de Clareana es dejarme un libro, como hace la madre de Clareana a menudo para culturizarme. Y en el libro salía un personaje que tenía una costumbre muy particular. Y cuando le conté a Carnaval lo de esa costumbre estuvo riéndose durante 22 minutos seguidos. Se ahogaba, el tío. Muñeco Pez, otra vez.

Por poco tengo que dejarle el Ventolín. Pssht.

Pero en el momento en que Carnaval se estaba riendo, en el Provi, Carnaval todavía estaba bien pegado a mí en la Playa de la Ficción.

Cuando a la mañana siguiente fuimos al instituto, Carnaval ya tenía los pies mojados de haber cruzado el Pecos de los Actos, pero cómo iba yo a saber. De acuerdo que durante toda la mañana llevó encima esa sonrisa, la misma que se puso años atrás cuando acabábamos de dar las cien vueltas en los curas, esa careta de sorna, ese antifaz de burla de carnaval veneciano, esa inclinación cejuna de «Si supierais», pero no pude sonsacarle nada. Nada.

A la siguiente mañana ni nos dio tiempo a hacer campana en la primera clase, porque a los tres segundos de haber cruzado el umbral del instituto ya nos habían llevado al pasillo y nos preguntaban quién era el autor de esto.

Oh.

Oh. No.

No preguntéis.

Por todo el corredor, en las puertas de las clases, incluso dentro de ellas —el director abrió la puerta de una para demostrar el alcance del acto—, se repetía la misma forma, hecha con pintura roja de la de pintar puertas. Una forma acrílica como de base de una pera, como dos círculos separados por una raya, pero grandes. Grandes como cabezas, los dos círculos.

Grandes como el culo de Carnaval.

De hecho, era el culo de Carnaval.

Durante la noche Carnaval se había pintado las nalgas con pintura roja y había utilizado su culo de gigantesco tampón. El sello cular de Carnaval, impreso como una firma humana por todas las paredes. ¿La pinta que tenía el instituto aquella mañana? Era de plaga bíblica. Eran las señales para que el ángel exterminador pasara de largo y no tocara al pueblo israelita, pero al revés.

Al revés, y en forma de gran culo de punk gordo.

Hay una ley universal que dice que, cuando menos tienes que reírte, más te vas a reír.

El clamor de nuestra inocencia aquel día fue un clamor poco creíble, porque el clamor se ahogaba en las carcajadas de los dos y no llevaba manguitos ni corchos ni colchonetas ni escafandras.

Yo quise enfadarme con Carnaval, pero no pude. ¿Cómo te enfadas con alguien que ha tenido la perseverancia de pintar su propio culo y estamparlo alegremente por todo un instituto?

Qué genio.

Os presento a Carnaval.

Cuando salíamos por la puerta, mientras estábamos tirando los libros de texto al container, sólo dijo:

—No estaba fría ni nada, la hijaputa de la pintura. Pa’ mí que se me ha resfriado el culo. —Así, normal. Así, tan tranquilo. Resfriao.

Y yo, riéndome.

Qué tío.

Nunca he echado de menos el instituto. Que nos echaran fue lo mejor que nos pudo pasar; a nosotros y a ellos. Si no nos llegan a echar, tal vez ahora sería un estudiante universitario. No lo veis, pero ahora estoy haciendo el gesto con el puño que significa hacerse un millón de pajas.

¿En el instituto? No le caíamos bien a nadie, nadie nos caía bien a nosotros: reciprocidad, al menos.

Pasamos mañana tras mañana haciendo campana, evitando a profesores y tutores y al resto de los alumnos, idiotas con mochila, pijos con acné e ictericia, niñas tontas, los camisapordentros y los raya-al-lados y los calcetinderrombos, los cenadeparejitas y los tengoexámenes y los dejamelosapuntes. Viejos prematuros, cagados que vivían pensando en hacerse mayores. En sus carreras.

Para nosotros, sólo existía una carrera: la de las ratas. La de obstáculos.

Así que Carnaval y yo pasamos mañana tras mañana en el bar del instituto jugando a quemar la servilleta con moneda en un vaso, haciendo competiciones de beber moscatel, que estaba prohibido servir en el bar pero que el dueño servía igual si te veía lo suficientemente desesperado o acabado o severamente suspendido. Y nosotros éramos las tres cosas, Carnaval y yo. Lo llevábamos escrito en la cara, el fracaso escolar, el fracaso existencial.

Pintamos las puertas verdes de los lavabos con rotulador grueso, 100 PUNKS SIEMPRE, y a veces jugábamos a la palestra en la pared exterior del instituto con una pelota de tenis, y a veces nos metíamos en broma con un siniestro que se nos pegaba a la hora del moscatel y al que llamábamos Ultramort.

Gabán de cuero negro, cabello grasiento pegado al cráneo, uñas negras de sepulturero, higiene de cuerpo inanimado, sombra en los ojos y en el espíritu, camiseta de Sisters Of Mercy. Follaba menos que los Roper. Menos que nosotros, que ya es decir. Pero lo bueno del caso es que a él eso le extrañaba.

—Mírate, tío —le contestaba yo cuando él se lamentaba de las telarañas que se multiplicaban en su pubis—. Que pareces una cucaracha.

—Alegra esa cara, hijoputa. Que das más mal fario que un ciprés —le espetaba Carnaval.

Nos partíamos. Una mezcla de con y contra él.

Ultramort nunca nos agradeció que le pusiésemos el mejor mote de siniestro de la historia, pero da igual. El tío estaba bien.

Algo sombrío, pero bien; al menos no se había resignado a obedecer, como los demás pringados. Obviamente, todos le odiaban. Nuestra asociación circunstancial fue casi obligada. En esa situación, en tiempos de guerra, las alianzas que surgen son imprevisibles, como rusos y americanos al final de la Segunda Guerra Mundial. Sólo mientras dure esto, ¿vale, Ultramort? Luego, cada uno a su casa. O, en tu caso, fosa.

Ja, ja.

Este chiste buenísimo ya no se lo pude hacer, porque al poco tiempo nos echaron, ya lo he contado. Y no les guardo rencor. Es lo que hay, es lo que hay.

Me estoy volviendo a reír ahora, plantado aquí en la puerta del instituto, mirando desde detrás de un coche, esperando con la nariz pegada a la ventanilla derecha a que salga Clareana. Me estoy riendo y espiando hasta que la veo salir. Con su cabello pinchudo color piel de orca, y sus ojos azulones de serpiente mala, y sus andares frágiles y tuertos, y su carpeta con fotos de los Jam y los Boys y los Último Resorte y los RIP, y su camiseta de Las Duelistas que es como mi camiseta de Las Duelistas pero sin los sietes, porque con los sietes se le verían las tetas.

Clareana, que yo te quería. A mi manera zafia y zarrapastrosa, pero te quería.

Clareana, esas tetas de tocinito de cielo, de panellet de coco, esas tetas que…

Dar cera, pulir cera.

Y Clareana de golpe se ríe, porque alguien se le acerca, y yo espachurro más la narizota contra el cristal y echo todo el vaho, y por un instante no veo, paso la mano por encima rápidamente, sólo pulir cera, estoy temiéndome que sea algún otro niño de verano, otro plonjon con patas, otro puto Cuello, pero cuando vuelvo a mirar es sólo Carnaval. Carnaval que se acerca a Clareana, y le da una pequeña colleja, y ella se ríe y le golpea el hombro con la carpeta, y luego se van juntos por la bajada que va hacia casa de Clareana, hablando y riendo y pogueando a ratos.

Un momento.

No, en serio.

¿Qué hace Carnaval ahí?

Y noto un pequeño alfiler clavándoseme en el centro del pecho. Como una banderita en un mapa militar gigante. Un toro banderilleado, y no con las banderillas del Provi.

—¿Qué haces aquí?

Me vuelvo y hay un niño a mi lado. Su cara me suena de algo. Un niño raro de cabello muy negro y mirada muy intensa y fiera, como de diez años, la edad de mi hermana, que me mira con ambos brazos pegados al cuerpo, como un hombre bala con ojos de iguana, pálido como un cadáver, hepatítico y autosuficiente. Como un Ultramort prepúber.

Y ahí, en cuclillas detrás del coche, no sé qué contestarle.

Descarado. Buena pregunta, ésa. Qué coño hago aquí.

Pero más importante: ¿qué hace Carnaval allí?

—Iba a robar este coche —le digo al niño, y me pongo en pie—. Pero ¿sabes qué? Que paso. No me gusta el palier que tiene.

No, no sé qué es un palier, ni nunca lo sabré.

—Por mí róbalo —me dice el niño—. No te juzgaré. Soy dadaísta.

No sé qué les pasa a los niños de hoy, algo debe de funcionar muy mal en el sistema educativo. ¿Dadaísta? De dónde sacan estas cosas, me pregunto, de dónde.

Le doy dos toques al Ventolín, pssht pssht, y empiezo a andar detrás de Carnaval y Clareana, a una distancia prudencial, quiero enfadarme con Carnaval, pero no sé si podré y eso me preocupa, y oigo de lejos al niño que me grita ¡Valor!, y pienso, Joder con los niños de hoy en día.

Valor, dice.

¿Valor?

Si algo deseo en esta vida, si de algo carezco, si puedo pedir un solo deseo, sería: valor, tener valor, ser un valiente.

Pero no lo soy. Qué coño, mejor aceptarlo cuanto antes.

Lo que me duele es esto:

Carnaval y yo, al final de séptimo de EGB, después de que pasara todo lo que pasó en el colegio de curas, nos hicimos una promesa.

Nos prometimos que siempre cuidaríamos el uno del otro, porque estábamos solos, y nuestros culos estaban al aire, y si no lo hacíamos nosotros nadie lo iba a hacer por nosotros en este pueblo de mierda. Estaba claro.

Así que fuimos a mi habitación, aún no había pósters de grupos ni discos ni nada de eso, porque teníamos once años y no éramos punks, sino los supervivientes de los curas, y allí en mi habitación nos pinchamos los pulgares con un cuchillo afilado de la cocina y los unimos y juramos siempre protegernos el uno al otro.

Hicimos una promesa, y una promesa es una promesa.

Como cantan Generation X: ¿Te acuerdas de esas promesas, promesas?

Yo sí.

Y eso es lo que me duele.

Pero no adelantemos acontecimientos. No pasa nada, aún.

Me parece.

Estoy hablando conmigo mismo en la puerta de la oficina del INEM que hay al lado de mi casa. Esta oficina es como nuestro tercer lugar de reunión, porque siempre hay alguien que conoces en la cola del paro. Estar en la cola del paro es nuestro estado natural. Es lo que hacemos, mientras no hacemos nada.

Venimos aquí para firmar y que nos sellen, porque en realidad no queremos un empleo, nunca hemos querido uno, yo menos que nadie, y por eso hacemos todo lo que podemos para que no nos lo den. De fingir locura a vomitar debajo de la mesa del entrevistador, de aparentar cojeras a hacernos los sordos, los tontos, los zurdos, los pillados, lo que haga falta, lo que toque, lo que se nos ocurra, lo que menos se esperen.

Cualquier cosa menos trabajar.

Me estoy apaciguando a mí mismo por lo de Carnaval y Clareana. Al cabo de un minuto de espiarles me di vergüenza propia y vine aquí, a la oficina del INEM, me estoy aún autopacificando cuando veo al Pimienta y al MD en el mostrador de Documentación. Al entrar yo, la gente de la cola se vuelve, pero no porque sea una belleza sino porque llevo el cabello oxigenado, las lupas de broma, botas con rayado de Tippex y una camiseta que dice La Religión Es Para Idiotas que me pinté yo mismo con un rotulador indeleble Edding 500, y encima de todo mi chupa del leopardo rugiente, que les hace a todos GRRRRR.

Carnaval nunca me haría algo así, me repito dentro de mi mente. Hicimos una promesa.

MD y el Pimienta se vuelven también y me ven y me dicen Ven, chorbo. ¿Los cráneos rasurados, los polos de tenis ajustados, los pantalones de torniquete y las botas de botar? Parecen Madelmans puteados. Los Madelmans feos con los brazos rotos y deficiencias de vestuario y armamento con los que nadie quiere jugar nunca, y que se utilizan de cadáveres o carne de cañón.

Skins crucificados, carne de todos los cañones. Siempre pagando el pato, a pesar de no tener ni un duro para pagar nada.

Y les veo a los dos hablando con EL MAL, que en este caso es la directora de la oficina del INEM, una criatura vil cuya única ocupación es hacerles la vida imposible a los parados.

Y me acerco al Pimienta y a MD, y los dos están sonriéndole a EL MAL, los dos asienten y dan la razón educadamente mientras EL MAL les va faltando, y yo empiezo a buscar al gato, que tiene que estar encerrado en alguna parte, aquí cerca. Porque si no, no se entiende por qué no dan un brinco, se plantan al otro lado del mostrador y le crean un gran, grandísimo dolor a la bruja del INEM.

Y entonces noto un chapoteo pequeño, un grifo lejano, un salpicar en la lontananza, y bajo la mirada y veo que los dos llevan las braguetas abiertas y se están meando en el mostrador. Un charco amarillo pálido se extiende debajo de nuestras botas de botar, creciente, cada vez más pantanoso, y la gente de la cola, en su mayoría hombres con cara de tener doscientos años, hombres que han soportado más palos de lo que podemos imaginar, todos empiezan a reír.

Y la bruja del INEM se transparenta como papel de tornasol, se amarillea como los meados de los pelados, como periódicos bronceados por el tiempo, y pregunta Qué pasa, no veo que tengan ningún motivo para reír.

Y todos continúan partiéndose, porque se equivoca tanto. Nos reímos precisamente porque no tenemos razones. Porque estamos cayendo, todos cayendo en picado, y lo único que nos queda es esto. Esta risotada, que no nos van a poder arrancar nunca en la vida, ni con despidos, ni cruzándonos la cara un millón de veces, ni con cien mil humillaciones, ni mediante ejércitos de tutores, profesores, policías, trabajadores sociales, jueces.

No, ésta es la parte que no han entendido aún. Esta risa está aquí para quedarse.

Y la bruja del INEM grita ¡SILENCIO!, y las piezas que conforman su cara se separan y desencajan, y el puzzle de serenidad, la máquina de humillar, empieza a sacar humo de motor atrancado. Algo va mal en su mundo de perfecta sumisión.

Y sale del mostrador, sale dispuesta a todo, sale echando vapor por la nariz, vaho de toro que carga (alguien grita ¡toooroooo!) y cuando sus zapatos baratos de Cortefiel entran en contacto con el meado la mujer resbala, y pierde pie, y ambas piernas se levantan en la atmósfera, nada las sostiene, y hay un segundo en que se mantiene aún, como el Coyote, como el gato Silvestre, como Mortadelo, se mantiene ahí tan sólo porque no quiere creer que va a caer.

Y en un instante cae con un ruido fuerte, de costalazo húmedo y muy dañino en el coxis, y todo el mundo pone cara de comer limones, todo el mundo achina la cara de asco por imaginar el calorcito tibio del meado filtrándose por su traje chaqueta, empapando su rabadilla dolorida.

Y todos los ojos hundidos se iluminan por un momento, hay un vago recuerdo de belleza, de orgullo, de gloria pasada en sus ojos, algo que no han podido matar aún los ejércitos de EL MAL, algo moribundo y casi extinto que, sin embargo, se resiste a cascarla.

Y todo el mundo ríe más cuando un señor mayor, un señor con manos arrugadas como boniatos tostados y acento de Azuaga y cuatrocientos años en sus ojos, suelta, en voz alta, partiéndose:

—Joder, si no fuera por estos momentos.

Y otro señor que miraba los anuncios en el corcho de ofertas de empleo en la pared le devuelve la coletilla, le suelta el contrapunto que todos estábamos esperando sin darnos cuenta.

—Y otros de mejores.

Toda la oficina se muere de risa. Porque éstas son nuestras pequeñas victorias pírricas de cada día.

Los tres salimos por patas, patada a la puerta, corriendo, corriendo y riendo, cayendo y riendo. ¿Cosas así? No las pueden matar. Algo así no se puede aplastar. Ni mediante ejércitos de tutores, profesores, policías, trabajadores sociales, jueces.

No hay huevos. En serio, que no hay huevos.

—Agáchate, paYaso.

Oh. Otra vez estoy escondiéndome detrás de un coche. No es un hobby, que son las circunstancias axiomáticas. Íbamos al Provi desde el INEM, comentando la jugada. Comentar la jugada es la mitad de hacerla. Si la haces y no la comentas bien, es como no haberla hecho. Así que estamos repasando cada detalle, cada centésima de la caída de la bruja con paciencia y minuciosidad de relojero y una risa así de grande.

Mirad: el Pimienta y el MD, botas Martens andando sobre la luna, cabezas de frenopático, y yo. Yo, con esa pinta. Chicos buenos vestidos de basura.

Visualízalo, que diría Carnaval.

Hasta que yo, interrumpiendo la jugada, les he dicho:

—Eh, un momento. Ese coche…

No he terminado la frase, porque al instante he visto el SEAT 850 Sport rojo cascado, y mi pregunta se ha contestado a sí misma, y he cogido al Pimienta y al MD de los hombros y les he obligado a ponerse en cuclillas detrás de otro coche que había aparcado sobre la acera.

Así que aquí estamos, acuclillados al lado de un vehículo en medio de este mediodía de viernes de junio. Un mediodía normal, si no fuera por estos momentos.

Y, en este caso, otros de peores.

Les murmuro que creo que son los Chungos, el hermano del tío que masacró el Chopped, el mono Titi, y los dos (qué gallitos son), los dos dicen Y qué, matado, y los dos dicen «Que vengan si tienen cojones», y el MD se levanta, y yo le digo la primera frase de este fragmento, y él vuelve a agacharse.

¿Y la cara que trae el MD cuando vuelve a sus cuclillas? Sé que les ha visto. Y no ha sido mi persuasión la que le ha hecho regresar a la seguridad del asfalto. No, han sido las caras de los del 850, esos mapamundis carcelarios, esas cicatrices de puto de la Modelo, ese tatuaje de Kie 13, que está lejos pero sabes lo que es porque está ahí, en esa membrana de la mano. Esas caras le han dicho cosas al MD, y le han hablado de la chunguez. La condición de ser chungo. No como nosotros, qué somos nosotros, unos bocas, bocas con puños de bebé y botas de rata.

Bueno, al menos yo sí soy todas estas cosas; ellos no sé.

Y cuando veo el SEAT que se aleja un poco con esa velocidad de barracuda merodeadora me pongo en pie y digo, ¡venga, ahora!

Y añado, ya poniendo en movimiento las botas, añado mientras empiezo nuestro sprint:

—Corre, corre, corre, corre, corre.

Y otra vez corremos, corremos, corremos, corremos, corremos.

En séptimo de EGB, en los curas, las hostilidades escalaron y se subieron a una tapia. Ahí estaban las hostilidades, como el huevo Humpty Dumpty, ahí arriba estaban. Pero éstas no iban a caerse de la tapia. Sólo podían subir más y más arriba.

Carnaval y yo no habíamos aprendido la lección que el padre Pío quería que aprendiéramos.

¿Es esto una sorpresa para alguien?

No la habíamos aprendido pero, a la vez, nuestros sueños de venganza estaban siendo triturados por la perseverancia de EL MAL. EL MAL tiene todo el tiempo del mundo, siempre. No le importa esperar, xino-xano como va. EL MAL siempre gana. Especialmente si EL MAL es un puto abusón que se mete sólo con niños.

Sólo éramos niños, y él era EL MAL. ¿Qué podíamos hacer ante EL MAL?

Métete con los de tu talla, padre Pío, maricón, hijo de cien mil padres.

Desde el día de los mocos falsos en el coro y las cien vueltas, el padre Pío nos zurraba diariamente. Un sopapo diario, como si estuviésemos a dieta, Una Al Día, como la Micebrina, como una medicina, medicina preventiva, medicina disciplinar. Nos hacía entregar trabajos y nos subía al estrado y, con cualquier pretexto, nos ponía en fila y nos cruzaba la cara.

Con los nudillos por fuera, como si fuésemos putas del Far West.

Carnaval y yo allí, aguantando la lágrima en el estrado para que nadie pensara que éramos unas niñatas.

Y un día no nos pegó.

Es curioso de lo que te acuerdas con el tiempo.

Seguramente recuerdo esto como prueba de que el padre Pío no sufría pérdidas temporales de control de los nervios. No estaba nada loco, al menos no en términos de lo que se llama loco en mi pueblo. No era el Chérif o el Tomeu o el Schuster, eso seguro. No, el padre Pío era metódico y sobrio como el Doctor Mengele, y eso le gustaba. Lo que hacía, le gustaba. Pegarnos era lo que hacía, y lo hacía bien y regularmente.

Sólo éramos niños, y él era EL MAL. ¿Qué podíamos hacer ante EL MAL?

Y un día vino una profesora de prácticas para observar cómo se daba clase, una chica joven con diadema en el cabello, medias grises y gruesas y nariz de tucán. Y aquel día el padre Pío no nos zurró a Carnaval y a mí, y recuerdo ese día más que ningún otro. Quizás por la humillación de saber que lo que hacía podía interrumpirse a voluntad. Como en los interrogatorios policiales de las películas, el Poli Bueno tiene que demostrar que todo ese gran dolor puede cesar si pasas por el tubo. El gran dolor discontinuado de aquel día fue una demostración de fuerza, no un acto de compasión.

No significaba: hoy os perdono.

Significaba: estáis bajo mi pulgar. Puedo interrumpir y recomenzar esto eternamente. Hasta que el puto Confiteor saliese de nuestros labios. Con sinceridad.

Recuerdo otro día, un día en que nos pegó. No, mejor dicho: nos pegamos.

Era en clase de música, y Carnaval había soplado mal una nota con su flauta. Nunca supimos soplar esas malditas notas.

Quizás eso explica el sonido de zoo en llamas de Las Duelistas. Carnaval hizo fuuuuut donde tenía que haber hecho Sol. O La. No tengo ni idea. ¿Quizás era un Re?

El padre Pío, Lincoln del infierno, se acercó a Carnaval y le arrebató la flauta y se la partió en la cabeza. Y se quedó ahí, plantado delante de Carnaval, los dientes de excavadora fuera y las manos cogidas tras la espalda, deleitándose en el dolor creado, observando a su ejemplar como observaría un cazador de mariposas, y Carnaval allí aguantando la lágrima para que el resto de la clase no pensara que era una niñata. Sus dientes, fuertemente apretados contra el labio inferior, ojos brillantes, ojos mojados, toda esa rabia acuosa.

El proceso se repitió conmigo, y yo también hice fuuuuut. Flauta rota en cabeza, mirada de delectación, lágrima detenida en el tiempo, lágrima que por mis cojones que no cae, aunque me la tenga que tragar. Alguien de la clase ahogó un bufido de risa.

Cuando creíamos que eso era todo, el padre Pío dijo:

—Suban al estrado. Los dos.

Y Carnaval y yo, allí, subiendo al estrado con rodillas de castañuela, éramos niños, sólo niños. Y él era EL MAL, su encarnación en nuestro mundo de canicas y Peta Zetas y breakdance.

Y nos puso a uno delante del otro y dijo utilizando nuestros nombres de verdad, dijo Usted, péguele una bofetada a él. Señalando a ambos. Carnaval y yo le miramos, creyendo que era una broma. Era imposible que fuese una broma, pero miramos deseando con todas nuestras fuerzas que lo fuese. Probabilidades de que lo fuera: 0.

Y el padre Pío lo repitió, esta vez gritando, así que Carnaval tuvo que pegarme, flojo, normal. Intentando aguantar la mano. Intentando no crear gran dolor.

—Ahora usted. Devuélvaselo.

Y yo pegué a Carnaval, quizás me salió un poco más fuerte, intento recordar, allí estábamos, Carnaval era mi mejor amigo, y el padre Pío le hizo mi hermano. Aquel día empezó de veras, y ya no iban a parar los martillazos. Carnaval me miró con sorpresa y, sin pensar, me pegó a mí algo más fuerte, me sacudió la cabeza y yo tenía la mejilla caliente y la lágrima, que me estaba tragando, que me estaba tragando.

En un par de minutos Carnaval y yo nos estábamos pegando de veras. Cogiendo impulso. Cruzando caras con la mano vuelta, como si fuésemos meretrices en un Saloon de Texas.

Y, ahora ya sí, llorando.

Y, ahora ya no, nadie se reía.

Perdón: se reía uno. El padre Pío.

¿Es esto una sorpresa para alguien?

—Bueno. Ya está bien. Paren.

Y Carnaval y yo, los dos allí, llorando como magdalenas, ahora ya llorando sin que nos importara que la gente de la clase nos tomara por niñatas, dejamos de pegarnos, hipando como niños, joder, éramos niños, putos niños.

Perder la voluntad propia así, da miedo. Traicionar a tu hermano así, da miedo.

¿Cuándo llega la justicia poética? En la vida real, la justicia poética se toma su tiempo. A veces no llega jamás. Esto no es una película, atrapaos.

Carnaval y yo, ya sentados en nuestros pupitres, los dos llorando, sin mirarnos, tan llenos de vergüenza por lo que habíamos hecho. Por habernos convertido en lo que nos había convertido. Por haber hecho el gusano, pero ahora de veras.

La dignidad era lo único que teníamos. Cuando te la quitan, se te queda el culo al aire.

Y al final miré a Carnaval. Y él me miró a mí. Y en el extremo de su boca, otra vez, volvió esa torcedura de labio. Las lágrimas le grababan las mejillas como nervios en el reverso de una hoja de árbol, pero en su boca, aquella sonrisa.

¿Cosas así? No las pueden matar. Algo así no se puede aplastar.

Carnaval me sonrió, los ojos enrojecidos, manteniendo el hipo a raya, y dejó de llorar y en su cara sólo quedó su sonrisa. Su sonrisa me dio fuerza. Paré de llorar también, viendo su sonrisa. Paré de llorar y me metí los puños en los bolsillos y los apreté con todas mis fuerzas, y Carnaval hacía lo mismo, vi los bultos en sus bolsillos y no eran peonzas.

Los puños en los bolsillos, que traducidos querían decir: éste no nos achanta.

Los puños en los bolsillos, que traducidos querían decir: un día nos la pagas, padre Pío. Aunque nos tome cien años, un día nos la pagas, te lo juro.

La tarde pasa rápido y termina con lógica axiomática.

Es decir: termina conmigo llegando a casa embotellado y masacrado y hecho una porquería. En este pueblo no hay nada mejor que hacer, y embotellarse es lo mejor que podemos hacer. En el Provi hemos contado catorce veces lo de los Chungos, y doce veces lo de la bruja del INEM. Antes, viniendo hacia aquí, nos hemos cruzado con el Tomeu, cabeza de bombilla y ciento cincuenta años sobre los hombros, Tomeubot, El Loco Que No Muere, y nos ha perseguido unas manzanas llamándonos Gitanos, gitanos.

¡Gitano!, gritábamos nosotros sin dejar de correr y partidos, partiéndonos. ¡Gitano!

Otro ritual de pueblo; y éste, al menos, razonable.

La verdad es que no sé qué le hicieron los gitanos al Tomeu, pero si lo que buscaba eran sustitutos, no se equivocó de tanto. Aquí nos tiene: los negros del Llobregat. Descastados de extrarradio. Caballos enfermos de mala raza que, tras mirarles la dentadura, nadie quiere adquirir ni regalados.

¡Gitanos!

Fijo, fijo.

Y ahora comentamos la jugada. Comentar la jugada es la mitad de la jugada. Ahí está el Chopped, que está empezando a trazar planes de combate en su mente y frunce el ceño cada vez que piensa en el Titi y, mientras tanto, hace subir y bajar su yoyó, ¡zim-zum! ¡zim-zum! Ahí están los pelados, a ratos riendo, a ratos planeando, a ratos empujándose, este pogo, que nadie puede parar ni matándoles. Mis Skinheads por la Paz. Nunca preocupados, pero lo van a estar. Van a tener sus razones.

A esto se le llama intervención del narrador en el texto.

No preguntéis.

Pero de momento estamos en el Provi, que es Casa, que es un punto azul de la Fuga de Colditz.

—¿Qué preferirías? —me dice el gordito en la barra—. ¿Tener un cerebro privilegiado de Einstein, ser un superdotado que todo lo entiende, casi predecir el futuro, pero con cara de jabalí, de perro, o sea, feo, macrofeo, feo como un tiro de mierda…?

—¿Sí? Feo como tú, vamos —contesto, esperando el tiro de gracia.

—Achanta, paYaso. ¿O ser muy guapo, la hostia de guapo, el tío más guapo del pueblo y que todas las tías te vayan detrás y poder tirarte a la que quieras, pero, pero, con un cerebro de Cuello, un cerebro putrefacto, más tonto que Pichote?

No, he decidido no preguntarle a Carnaval qué hacía yendo a buscar a Clareana. O porque no temo en absoluto su traición o porque la temo tanto, me jodería tanto, que no puedo ni imaginarme preguntándolo.

Esto no es una pregunta con dos opciones.

No hace falta que contestéis.

Lo que quería decir es que no sé por qué no pregunto, pero el caso es que no lo pregunto. En lugar de eso, pongo cara de Popeye: mandíbula inferior muy salida e inclinada hacia un lado, ojos mirando al cielo y un gesto en la mano como de llevarme a la boca una pipa, o un bote de espinacas, y un sonido que hace Tut-tut. Pero como en la mano llevo una Estrella que me ha puesto el Baldiri, pues enchufo el cuello en mis labios y le doy un trago.

Y le digo a Carnaval:

—Ni zorra.

Y él me dice:

—El Candao.

¿El Candado? Eso no es una respuesta, mongol, le digo.

Y él me dice no, no, y señala a la puerta.

El Candao es uno de los dos únicos habitantes del pueblo que no es de Azuaga, ni de Villena, ni de Ejulbe, ni de aquí. Él sí es un forastero, y no de la manera en que lo dice mi madre. En realidad se llama Kang-Dae, aunque nadie nunca le ha llamado exactamente así, y es el dueño coreano del gimnasio de tae-kwondo que hay cerca del Provi. El Candao es un señor de cuarenta años con cara de chino, brazos letales y alcoholismo grande. Cuando se pone francamente embotellado le da por destrozar bares a golpe de taekwondo, y eso es para verlo. Quiero decir que no lo he visto nunca, pero me gustaría.

Sólo que no en el Provi, ni tampoco ahora.

Los Skinheads por la Paz piensan lo mismo que yo, preguntándose, sin hablar (son como hormigas, gorriones que cambian simultáneamente de rumbo sin tener que explicarse nada, perros de la pradera, funcionan de manera colectiva), si tendrán que intentar crearle gran dolor al Candao en caso de que empiece a rastrear sus cosquillas con vehemencia. Pero el Candao tiene el día pacífico, así que se embotella en su rincón sin molestar a nadie, hablando sólo con sus palabras de chino coreano y fumando pitillos de forma desmadrada.

Por la televisión salen los Hombres G, y Carnaval y yo ponemos cara de cólico miserere al verlos, y cuando borro la cara de vómito Carnaval la lleva encima aún y me mira y, tras tirar una cerveza sin querer y quemar encendiendo un cigarrillo al Sutil, que le llama subnormal y le da una patada en el culo que suena dringui-drin-drong, por el llavero, Carnaval me dice Mira qué me ha llegado, se me olvidaba.

Y se mete la mano en el bolsillo de sus pantalones de tubería, de cerbatana, y me alcanza una carta arrugada, y en el dorso veo MINISTERIO DE DEFENSA, y no necesito que la abra para saber qué es.

—¿Cuándo te incorporas? —le pregunto.

—A principios de julio —contesta, como un caniche lanudo sufriendo un grave ataque de descomposición.

—¿Dónde te mandan?

—A Cartagena. A la Base de Submarinos.

—¿Submarinos? Buh. Ya ves.

—Bah.

—¿Dónde está Cartagena, tío?

—No sé. P’abajo.

—Qué hijos de puta —digo, porque es lo único que se puede decir en estos casos. Échale la culpa al boogie, una vez más.

—Anda, trae aquí, pilingui. —Y le arrebato el impreso con una mano, y con la otra le agarro de la solapa remachada con mecheros de la cazadora de cuero y le saco fuera del bar con buenas y malas maneras.

Y tiro el papel al suelo, unos pasos alejado de la puerta del Provi, y me abro la bragueta y empiezo a mearme en él.

—Inmersión —digo.

Y Carnaval se abre su bragueta y empieza a mear en el papel de la mili, también, y un poco en mis botas, pero da igual.

—¡Inmersión!

Los dos nos partimos, y desde dentro del Provi se oye todavía la música de «Marta tiene un marcapasos» mientras yo me meo un poco en los pantalones, cabreado y embotellado y partiéndome aún, me meo encima.

Carnaval y yo no estamos hechos para estos tiempos. No estamos hechos para este mundo, ni para este pueblo, no; eso siempre lo hemos sabido, que conste.

Mi padre no ve mis pantalones calentitos de meado, porque mi padre duerme en el sofá.

Duerme. No se ha dormido.

Son cosas distintas.

Duerme en el sofá con una manta y un cojín, lo que significa que se ha peleado con mi madre con palabras de arrase y mi madre ha llorado y le ha obligado a dormir fuera de su cama, fuera del lecho conyugal, desterrado, emigrado.

Y esto es mejor y esto es peor. Más peor que mejor, de acuerdo. Pero al menos no empezarán a gritarse en medio de la noche.

Mi padre duerme en el sofá y no me ve con mis pantalones de torniquete empapados, ni las gafas de mosca humana, y debajo media ceja, ni huele mi boca de crematorio, ni la fritura del Provi, ni contempla mis rasgos de amotinado, mi mirada de masacre, ni puede reparar en la franca embotellación que me vaivenea como en un crucero por los mares de la mierda más crispada.

Afortunado Brubaker. Hoy no te doy el disgusto de cada viernes.

Me acerco al tocadiscos y miro la cubierta del disco que estaba escuchando mi padre, y son los Creedence Clearwater Revival, su grupo favorito, y sigo con un dedo las canciones y me río cuando llego a una.

«Fortunate son».

No sé mucho inglés, pero sé lo que eso significa.

¿El hijo afortunado?

Joder, cómo me parto al leerlo.

¿El hijo afortunado, dices?

Sí, seguro.