10 DE JUNIO, MIÉRCOLES

¿Miércoles?

¿Ya es miércoles?

Cada día es como un domingo para mí. O sea: fiesta, y un poco deprimente. He de hacer un gran esfuerzo para recordar que el resto del mundo no se levanta como yo: a las once y media, y destrozado.

Cuando me ducho me animo lo justo. Hay algo en el día que me hace levitar el ánimo; cuando abro la ventana de mi habitación el tiempo se parte de risa, y se ha perfumado como un chulo en viernes, como sabiendo que va a triunfar, y huele a junio barato otra vez, a adoquines del extrarradio y a verdura del mercado y a moreras, siempre moreras y flores raras de callejón y humedades de río. Y la menta. Ese olor a menta espontánea que es el olor a mi barrio, menta callejera que brota en las aceras, como desoyendo la fealdad y la mierda que hay en todas partes, peppermint con hielo y sifón en el viento, vermuts por las esquinas.

Mirad: ésta es mi habitación. Una litera de la que sólo se utiliza una cama, la de abajo es el refugio, y una mesa con cajones, y un tocadiscos Investronica (el más barato que existe), y unos cuantos discos, y un póster de los Generation X y uno de los Jam y uno de los Clash, y debajo del colchón un calcetín del que no quiero hablar.

Encima de mi mesa mi madre me ha dejado una nota que dice con su caligrafía redondeada y fofa Las Gafas de Recambio, al final las he encontrado, y al lado están mis lupas de cuarto o quinto de EGB, unas lupas de mosca humana, unas lupas que eran como de broma, que cuando me las quitaba parecía que la nariz tuviese que salir con ellas. Me las pongo y parezco Nana Mouskouri, los vecinos ponen su maldito disco todo el día, odio a Nana Mouskouri pero ya estaba harto de ser el ciego, tan harto que decido llevar las lupas, y cuando me miro en el espejo-girasol del recibidor antes de salir me digo que, realmente, nunca he estado tan feo.

Por dentro o por fuera, ahora sí que ya no importa.

Mi pueblo. Mi barrio.

Desde que tengo uso de razón he querido marcharme de aquí. Adónde, me daba igual; a cualquier parte. No soy remilgado en cuanto a las opciones de huida. Cualquier sitio será mejor que esto. ¿Una leprosería en Birmania? ¿Un vertedero en São Paulo? ¿Un bosque en llamas? ¿Una central nuclear con roturas y denuncias?

Trae aquí los billetes de avión, tío.

Sé lo que dicen: que la hierba no es más verde al otro lado de la verja. Que en todas partes cuecen habas. Quizás sea cierto.

Pero este pueblo: ese eczema al lado del río, esas casas arrejuntadas en sus márgenes como escupitajos de un ataque de bronquitis divina, esos barrios obreros adosados con sus bloques de casas Lego, seis bares por manzana y ni un solo cine, dos manicomios gigantes y un equipo de Deporte famoso y el índice de alcoholismo más grande de Catalunya, no miento, salió una vez en el periódico, el artículo está enmarcado en el Provi.

Qué caray: hay que estar orgulloso de algo alguna vez, y la ocasión la pintaban calva.

En este pueblo también hay ruinas romanas, pero ruinas apresuradas. El equivalente de las tiendas de campaña romanas. Como de sólo haber hecho noche, los romanos. Porque nadie en su sano juicio se quedaría aquí para siempre.

Somos el quiste de Barcelona. La verruga de pie urbana que no quiere desprenderse, que sigue doliendo y afeando. Extrarradi Power.

Mi pueblo.

Qué feo eres, cabrón.

De mí, la gente del pueblo piensa cosas como éstas:

Con lo buen niño que era de pequeño.

Con lo guapo que era de pequeño.

¿Por qué va con ese gordo maloliente y culocamión?

¿Cómo puede ser hijo de sus padres, con lo majo que es él, con lo decente que es ella?

¿Por qué va vestido así?

Es panki.

Pues parece un gitano.

Acabará mal.

Y no digo que no tengan razón. Sólo digo que me da igual, es lo único que digo.

—Pareces Nana Mouskouri —me dice la madre de Clareana.

Yo me llevo las manos a la cintura, doblo una pierna sobre la otra y pongo mi cara de modelo masculino cursi: boca de piñón, labios apretados como un ano, cabeza ladeada, pestañeo rápido. Y le envío un beso a distancia que hace muacs, y media biblioteca me hace callar con un shhhh conjunto que suena como una ola cansada de la playa de Castelldefels.

Estoy en la biblioteca, pero sólo para hablar con la madre de la mujer que más me odia. Libros no necesito, ahora mismo.

Mirad: la madre de Clareana se parece bastante a Clareana, y verla es una extraña sensación. Mide 1,67 y también tiene el cabello de asfalto y los ojos azules de cucurucho de mora, azul de pitufo eléctrico, y ella es la responsable de las orejas de Osito Misha de Clareana, pero la madre de Clareana se las cubre un poco con el cabello lacio, negro de berenjena, negro de bomba de tebeo, sin ningún éxito porque las orejas siempre acaban saliendo, como una cabeza que emerge entre dos cortinas diciendo: ¡Sorpresa!

A Clareana la bautizó así por una canción brasileña que escuchaban de jóvenes con su marido. La madre dice siempre que en la canción cantan: agua, fuego, tierra y aire, pero que Clareana sólo le salió con fuego. Ese fuego, que casi parece que empieza un incendio cuando te acercas a ella. Fuego de pocos amigos, de pirómano espitado, de Cuidado que quemo.

—¿Y qué pasa con esa pintada en la pared de ahí fuera, Rompepistas? —me pregunta la madre, sonriendo con esa boca llena de flúor que también tiene su hija. Sólo que no me llama Rompepistas, me llama por mi nombre real. Ésta, y todas las veces siguientes.

Y yo le digo que no fui yo, que las pintadas sucias las hace el Carnaval, y ella me contesta que ya se imagina, que soy un chico sensible, que por eso le gustaba que saliese con su hija, aunque hubiese tomado parte en lo de las fotos. Yo tuerzo las dos cejas y hago un tejado de casa suiza en mi ceño, y soplo aire, como un suspiro pero más fuerte, como un suspiro supervitaminado de Super Ratón con botas.

—¿Estás triste, Rompepistas? —La madre de Clareana siempre pregunta las cosas de este modo, sin rodeos.

Yo digo «Pse. Así, así». La gente trivial sufre trivialmente. La gente excepcional sufre excepcionalmente. No pasa nada por sufrir; todo el mundo sufre. Y, más importante, todo el mundo se equivoca. Lo importante es aceptar el error y tratar de deshacer el mal creado, ¿entiendes?

Yo le digo buh. Yo le digo bah. Y la casa suiza ahí, en mi frente.

—No, en serio, Rompepistas. Lo primero que tienes que hacer es aceptar que fuiste malo. No pasa nada por serlo; debías tener tus razones, y todos actuamos cruelmente de vez en cuando. Pero tienes que aceptar que lo fuiste en lugar de culpar a otros de tus meteduras de pata, ¿vale?

O sea: No le eches más la culpa al boogie.

—Guay, doctora —le respondo, y la llamo por su nombre real, que no es La Madre de Clareana. Todo esto lo estamos diciendo con susurros, porque estamos en la biblioteca municipal.

—¿Te sientes culpable de lo que pasó con Clareana o no, a ver?

—Pse. Así, así.

—¿Quieres redención? ¿Quieres una limpieza fundamental o no? ¿Quieres quitarte la culpa de encima?

No estoy muy seguro de lo que quiere decir Limpieza Fundamental, la madre de Clareana es bastante intelectual y habla con palabras grandes, ha visto muchas películas francesas, pero digo que sí para no ofenderla, aunque la cosa suena a anuncio de detergente.

—La mayoría de la culpa es negación de la verdad —dice—. Nos sentimos mal porque hemos actuado tan mal que no podemos siquiera racionalizarlo ni negarlo. La redención es imposible si no aceptas ni admites tu mal comportamiento; que eres un capullo descerebrado y miserable, o directamente maligno. A partir de ahí, sólo te quedará actuar para restituir el bien a aquellos a quienes has dañado. O sea, a Clareana.

Me gustaría decir que esa enana cabezona y malintencionada y cabeza-de-chorlito también me dañó a mí, pero estoy empezando a dudar de eso, y no puedo permitirme dudar de eso, y pongo cara de pena confusa, de pena perdida, de pena en caída libre. Caigo como cae el Coyote cuando se percata de que ha estado andando en el aire, cuando un minuto antes estaba paseando alegremente sin suelo, caigo como Mortadelo, caigo como el gato Silvestre tras una trastada de Piolín.

Caigo porque he dejado de creer que la culpa no era mía. Me voy a dar el morrón del año porque ya no puedo tragarme todo eso de que el chicle y otras cosas hacen prescribir lo mío. Lo que hice.

—No pongas esa cara, Rompepistas. Tienes que tener en mente una cosa que los boxeadores han elevado a la altura de lo axiomático: el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es una opción. No pasa nada por sufrir, pero no escojas sufrir durante mucho tiempo. No te revuelques en la vergüenza.

Nota mental #3: ¿Axiomático?

Me subo las gafas de Nana Mouskouri, que llevaba en la punta de la nariz como un yugo refractante y muy pasado de moda, y sonrío. Creo que sonrío porque la madre de Clareana me lee la mente. Realmente estoy revolcándome en mi propia pena, como un auténtico gorrino en sus mierdas, y además no pienso salir de mi charco. Se está muy bien aquí, sucio pero inocente de todo, sin pecado original.

—¿De qué te ríes, Rompepistas?

De nada, le digo. De hecho, estaba pensando en ese cerdito revolcador y sandunguero, lo feliz que debe de ser restregando su colita retorcida en sus propias heces, sin preocupaciones. Qué grande, ser ese cerdo. Quiero ser él.

—Tienes una meteorología personal impredecible, eso es innegable —me dice ella.

Ya, guay. Bueno, me tengo que ir. Y me meto las manos en los bolsillos de la chupa y la dejo mirando mi leopardo cabreado, que le ruge.

—Eh.

Me vuelvo, yo sin rugir.

—No te arrugues, Rompepistas. Ni de miedo, ni de viejo. ¿Lo prometes?

Le contesto que sí, y una promesa es una promesa.

Trato hecho, va y me dice.

Voy a entonar mi Confiteor. Mi Confiteor Axiomático.

Ya he mirado en el diccionario lo que quería decir axiomático: Incontrovertible. Evidente. Éste es mi Confiteor Evidente. Voy a confesar que he arruinado dos vidas, y me importaba un pito hasta que me di cuenta de que una de ellas era la mía. Voy a confesar la locura que hice, y fue una locura que no hice a lo loco. Incluso en mi locura hay un método. Lo que pasa es que no se ve así, a simple vista; hay que fijarse.

Esto es lo que pasó con Clareana. La calamidad que causé. La calamidad que causo.

Resumiendo, es así:

Lo que le pasó a Clareana es esto: yo.

Yo le pasé.

Y ella me pasó a mí, así que estamos en paz. ¿No?

No.

Vale, ahora sin resumir.

Estábamos en segundo de BUP, y esto era antes de que nos echaran del instituto a mí y a Carnaval por lo que hizo Carnaval. Clareana y yo éramos Los Novios desde hacía un año. Me acuerdo perfectamente del día en que empezamos a ser Los Novios, porque yo le dije a Clareana si quería salir conmigo y ella dijo que sí, se quitó el chicle de la boca y me dio un beso.

Es curioso las cosas que recuerdas con el tiempo.

Sé que un día Las Niñas eran Tontas, y tan sólo Clareana servía para jugar a la Fuga de Colditz, y aunque Clareana era distinta y tenía sentido del humor y esa voz de chico y esa puntería de lapos y sabía ir por ahí a pegarles gomazos a los gatos del barrio era una Niña, por desgracia. No se puede luchar contra eso; contra la naturaleza. La axiomática selección natural. Niñas aquí, niños allí. Soltera, casada, viuda, monja, enamorada: niñas.

Y un día, de repente, me levanté de la cama y las niñas eran lo más interesante de la Creación. Sólo quería estar a su alrededor, y que me prestaran atención, y defenderlas, y hacerlas reír, y por las noches soñaba que era un superhéroe que las rescataba de mil peligros, que entraba por la ventana para desayunar con ellas metido en mis mallas de Spiderman, y me enamoraba en clase, por la calle, desde mi balcón; me pasaba el día enamorándome con amores compulsivos y axiomáticos.

Todo ese amor adolescente, que desparramé por las calles detrás de mí como una catedral de escombros.

Y, no sé cómo, empecé a salir con Clareana, que siempre había estado allí a mi lado, yo no le prestaba atención, esa voz de chico que tenía, esos lapos Robin Hood en plena diana, y un día me enamoré de ella, porque yo me enamoraba todo el rato, ésa era mi costumbre, no era nada excepcional, mi hobby, sólo que de Clareana me enamoré más. Y ella de mí.

Nos pasamos el uno al otro. Clareana fue mi Primer Gran Amor.

Y de repente éramos Los Novios, y formamos Las Duelistas con Carnaval, e íbamos juntos a todas partes, y al final nos tatuamos. Porque Clareana era la reina de las mujeres, la de la alegre guitarra (no, alegre no era), Clareana era la niña de mis bailes y yo quería decírselo al mundo, siempre íbamos a estar juntos, bailando Generation X en mi habitación, cantando a los Clash, «Complete control», que era nuestra canción, Clareana con esa voz tan distinta, esa voz que distinguiría entre mil.

Y aquella guitarra justo ahí, en «Complete control», aquella guitarra de sirena de ambulancia, guitarra de urgencias, esa guitarra urgente que nos cogía la piel y la estiraba y la secaba y la humedecía como si estuviese tratando cuero animal. Tantas veces cantamos «Complete control» con mal acento, masacrando raquetas de tenis, tantas que al final le saltamos todas las cuerdas a mi padre y tuvo que ir a comprar más, el pobre.

Para el tatuaje fuimos a Barcelona, a un tatuador francés que había en la calle Platería, y nos lo hicimos. Un corazón rojo, y un pergamino cruzándolo donde ponía: Clareana.

O en su caso: Rompepistas. Sólo que puso mi nombre real. Y luego perdí la virginidad con Clareana, sólo que a ella le dije que no la estaba perdiendo, qué hablas, chavala, y ella no se lo creyó porque lo hice de pena y me intenté poner el condón al revés y casi me rompo la historia.

No preguntéis.

Éramos felices, si ese término puede aplicarse a la adolescencia. Tengo fotos que prueban que lo éramos. Fotos en las que salimos los dos, anarquistas enamorados, punks de membrillo, inocentes de todos los cargos, cogidos por los hombros y sacando la lengua y haciendo una V con los dos dedos, pero no de Victoria sino de Que Os Den, y yo llevo una camiseta de los Sex Pistols y ella una camiseta sin mangas con la A sitiada de los anarquistas. Esas fotos prueban que nos queríamos, cualquier tribunal me daría la razón.

Nuestro amor era axiomático.

Y un día me entró el cansancio. Un día me agoté. Un día hace un par de meses me cansé de ella, me atragantó su devoción, un año juntos, yo quería ser duro, quería volver con los chicos con botas a jornada completa, me estaba perdiendo destroys, me estaba perdiendo masacres y embotellamientos, el corazón se me puso reumático, se acabó mi borrachera espiritual, todo lo que hacíamos me cansaba, y sus besos me urticaban y sus abrazos me daban escarlatina y viruelas y diarreas.

Y un día la dejé, delante de todo el mundo. Más de 31 testigos esta vez, en mitad de una terraza, todos mirando, y ella sin comprender.

—¿Qué es lo que no entiendes? —le dije, después de decirle Ya Está, Se Ha Acabado, y ella ahí, sin entender—. Que te pires, que se ha acabado, joder. —Y vi cómo el corazón tatuado de su brazo se estremecía, se arrugaba como un estómago que va a expulsar la náusea, ni siquiera me dolió hacerlo, de dónde salió esa locura, quizás los niños somos crueles por naturaleza, quizás es parte de nosotros ser un mierda, comportarnos como auténticos mierdas.

Y cuando terminé de haber dicho eso, lo que dije no era lo que había dicho. Era algo mucho mayor y espantoso. Y en mi estómago se formó una cosa, como si tuviera un niño muerto dentro, como un aborto espantoso e informe que se estuviese gestando en mi cuerpo y en mi mente. Qué he hecho, Dios mío. Qué he hecho. ¿Puedo deshacer esto? ¿Puedo borrar? ¿Dar cera, pulir cera?

Sí, seguro.

No puedes arreglar lo que ya no existe, listo.

Incluso Carnaval me dijo:

—Cómo te pasas, Rompepistas.

Incluso el Chopped me dijo:

—Eso no hacía falta, mongol.

Incluso el Puños soltó:

—Ahora sí que la has cagado, empanado. —Aunque dijo cagao y empanao.

De parte de quién estáis, paYasos, les contesté yo.

Y ellos dijeron: De la tuya, claro, Rompepistas, de la tuya siempre. Eres genial. Eres un tío grande.

Sí, ¡ja! Que os lo habéis creído. No dijeron nada de esto. Sólo me miraron con esa mirada que es la que pones cuando no quieres decirle a tu amigo que es El Tío Más Hijo de Puta que Has Visto en Toda tu Vida.

Y a partir de ahí Clareana empezó a incinerar nuestros corazones automáticos, su tatuaje de amor. Pero antes, antes, se acostó con otro tío, uno de los Cuellos, un niño de verano con pies de hombre, no como los míos, finos y de niña, un Cuello con pies de verdad y manos de gigante y pelo de surfear y brazos de bistec de Girona de quinientos gramos, y por eso odio a Clareana, ya dije que era una locura, ya dije que éstas son las mierdas que digo.

Porque yo y Clareana éramos Los Novios, pero ahora ya no, y ella me odia a muerte, y yo también a ella, pero no a muerte.

Y esto era mi Confiteor Axiomático. Odio a Clareana porque se acostó con un niño de verano después de que yo la dejara con el máximo de humillación posible. Detesto a la Niña de mis Bailes, mi alma gemela —tengo fotos que lo prueban, tatuajes que lo prueban, uno está desapareciendo en costras y ampollas, pero aún se ve, tatuajes axiomáticos, pruebas irrefutables, incontrovertibles, de nuestro amor—, detesto a Clareana porque se acostó con ese plonjon andante para devolverme mi abandono.

¿Por qué hago esto? ¿Por qué causo esta calamidad? He arruinado dos vidas, y me importaba un pito hasta que me di cuenta de que una de ellas era la mía.

Soy un paYaso. Lo sé, lo sabía, y no me importaba. Hasta ahora, que empieza a importarme.

Un chungo. Era-Un-Chungo. Entiendo esa frase, que he escuchado tantas veces antes, yendo con Carnaval hacia el ensayo de Las Duelistas. Estamos andando con el dringui-dringui-lidrong, las manos en los bolsillos y rechupeteando un par de Kojaks, las dos mejillas con chichón, fresa ácida en las lenguas.

Carnaval y yo, ahí estamos los dos, pateando las calles, vestidos como muñecas rotas de trapería, vestidos como espantapájaros de granjas abandonadas, y qué más nos da.

Son las seis y media, el cielo está rojo remolacha, mi cielo favorito sin duda, cielo de sangre y calabazas, un cielo pelirrojo, y debajo de él parece que todo sea bonito, incluso aquí. Carnaval y yo comiendo Kojaks con las bocas cromáticas, los dos andando por una de las calles del centro-del-pueblo, cantando «You’re wondering now». Sólo que no lo pronunciamos así; lo pronunciamos de cualquier manera.

Hace tres minutos, Carnaval me ha preguntado Qué enfermedad grave preferirías sufrir:

  1. Sífilis
  2. Lepra
  3. Ántrax
  4. Cólico Miserere.

¿Cólico qué?

—Miserere. Oclusión intestinal aguda que determina un estado gravísimo cuyo síntoma más característico es el vómito de los excrementos —dice, el Doctor Muerte. Ming el Inmisericorde.

—¿Cómo?

—Vomitas mierda, tío. Tienes el intestino tan tapado que vomitas tu propia caca.

Pongo mi cara de asco supremo: toda la cara arrugada como un papel de plata reusado, cuello estirado a ambos lados, boca de gárgola, lengua fuera, ojos fuertemente cerrados. Y grito: Puaf.

—¿Y cómo sabes tú eso? —Mirándole, cara normal de repente, y al instante respondiéndome a mí mismo—. Por interés personal, ¿no? Siempre he pensado que te olía el aliento, pero nunca sospeché que fueran tus propios excrementos. —Y me parto.

Carnaval tira su palo de Kojak al suelo y, masticando el chicle con restos de caramelo, me da una colleja.

—No te reirías si tuvieses que arrodillarte en el suelo para cagar, paYaso. —Luego se parte también, la cabeza echada hacia atrás ciento ochenta grados, la cabeza echada hacia atrás como si fuese un muñeco de Caramelo Pez.

—Entonces, ¿está todo invertido? ¿Vomitas por el culo? ¿Por dónde meas, atrapao? ¿Por las orejas?

Nos estamos partiendo de risa los dos, cuando al lado, en la calzada, se nos pone un SEAT 850 Sport rojo cascado. Dentro hay cuatro cholos, que nos miran, y el coche va a dos por hora, a nuestro paso, demasiado lento.

O sea, demasiado lento para cualquier contexto.

Allí entiendo lo que es ser un chungo. Chopped no es un chungo, por ejemplo, ninguno de nosotros lo es. No sé si me explico: estos cuatro lo son, ahí está la diferencia. Es la cara del que no tiene nada que perder. Es cara de cárcel, no de comisaría. El mapa aéreo de la Modelo tatuado en la cara a puños. Cara de ser el puto de alguien en la cárcel, de mirar siempre por encima del hombro, de haber clavado pinchos en barrigas de tíos sin nombre. Y, en la membrana de piel que hay entre el pulgar y el índice, tatuados los cinco puntos de Kie 13. Kie, el más malo del talego, el que ya no puede volver atrás, el irredimible, el chungo al que le da igual todo, la mala hierba que nunca muere, que mataría a su madre, el malote sin amigos, el Titi. Pregunta: ¿Por qué, sin haberlo visto nunca, sabemos que está en el coche? Respuesta: Porque nos tiemblan las piernas de repente, y porque el Carnaval me coge inconscientemente del brazo, como novios, como en esa portada de Bob Dylan que tiene mi padre, y porque uno me dice Eh, tú, pelado, ¿conoces al Chopped?

Dice pelao y conoce y Chope.

Lo miro con ojos rasantes. El cabello rizado, calentador de nuca, los ojos huecos y salvajes de depredador sin remordimientos, el codo en la ventanilla, sonríe sin saber cómo, sin recordar siquiera cómo era cuando sonreía de veras, nacidos del polvo de un borracho y del coño de una puta, su sonrisa sólo es la forma de una sonrisa, en realidad parece una herida de navaja transversal, una herida de animal atrapado en un cepo, y en la mano Kie 13 con tinta mala, borrosa de años, Kie, Kie, Kie.

Éstos son los malos de verdad, y nosotros malos de porcelana, malos cartón piedra, ni una mosca matábamos, todo bravado y huevos apretujados pero nada, bocas, que somos unos bocas.

—No soy pelado —les digo con sonrisa rígida de cadáver, digo pelao—. ¿Chopped? —Niego, como niegan los asustados—. No, no me suena.

Carnaval mueve la cabeza y dice brmrlbrmllbr, y eso quiere decir que él tampoco sabe y que se está cagando en los pantalones.

Los cuatro nos miran con las pupilas opacas, ojos zombis, ¿hay alguien ahí dentro?, y uno del asiento de atrás dice: ¿Nos dejáis cien duritos?, con un acento lejano, agitanado, sordo, y Carnaval y yo sabemos que ésa es la frase preliminar para pegarnos el palo, siempre empieza así, siempre, pero el que conduce, el Titi, le dice, voz metálica de freno de mano mal puesto:

—Deja a los chavales. Que no son éstos.

Poli-bueno, Poli-malo, de repente queremos al Titi, el chungo es nuestro amigo.

—Hasta luego, mariconas —nos dice, subiendo la ventanilla y acelerando.

No, no lo es. No es nuestro amiguito, ni nunca lo será. Ahí Carnaval y yo empezamos a temblar y no paramos hasta llegar al local, la mierda en las dos bocas como sufriendo un par de cólicos miserere.

Las Duelistas tocamos nuestras canciones: «Saltos», «100 punks», «Mi tarareo», «Motín» (que es una instrumental) y la que está a medias, que no tiene nombre ni letra porque aún no me ha dado tiempo de darle ni uno ni otra. Estamos en el local de ensayo, aunque en realidad no es un local de ensayo. Es una habitación forrada de cajas de huevos para insonorizar, una habitación realmente pequeña en una casa deshabitada que es de alguien de la familia de Clareana. Pero sirve para ensayar, por las cajas de huevos, que no tienen ninguna utilidad conocida, y porque no hay vecinos.

Y ahora estamos en Casa y Salvados, y se nos ha pasado el miedo al empezar a tocar.

Tocamos nuestras canciones, y en «Motín» nos aceleramos, y Carnaval intenta hacer una cosa con su batería escuálida que ha escuchado en el «Runaway boys» de los Stray Cats, pero lo que suena es algo como si al Tomeu le hubiesen dado unas cucharas y unas ollas y le hubiese dado también un ataque de epilepsia de los grandes.

De hecho, suena alucinante, y como a Carnaval también le suena el llavero dringui-drang-drong cada vez que se menea, tenemos un sonido propio. Yo toco agudo porque no sé tocar de otra forma, toco chirriando, toco haciendo ángulos agudos en el aire, y Clareana parece que va a tocar rápido pero al final no.

Somos un grupo punk.

Los titulares dirán: El Sonido Angular de Las Duelistas.

Lo veo.

Cuando terminamos el repertorio, Clareana me echa su mirada de serrucho, sus ojos que desmiembran. Clareana, que no va a perdonarme nunca. Hay un antes y un después de la primera vez que alguien te dice: Esto no te lo perdonaré nunca. Clareana me mira hasta que se me embarullan las arterias con nudos de fragata y para despistar les cuento la ropa que llevaremos en nuestro concierto de debut.

Iremos todos con camisas blancas con una manga arrancada. Como si fuésemos duelistas de verdad. Como si fuésemos a batirnos en duelo con alguien, con el mundo, con cualquiera que nos tosa, de madrugada.

Nuestro concierto de debut será en la verbena de San Juan, en la plaza mayor del pueblo. Tocamos con dos grupos más, los dos de Barcelona: Brighton 64 y Kamenbert.

Quedan pocos días y sólo tenemos cuatro canciones y media, pero ya nos apañaremos. Somos punks. Acordes y afinados significan poco para nosotros. La madre de Clareana dice que nuestra escandalera suena como un zoo ardiendo. Y la verdad es que no tenemos ni idea de en qué clave tocamos, pero sonamos fuertes y contundentes. Éste es nuestro ruido, el ruido de Las Duelistas, el Sonido Angular de Las Duelistas.

Si no te gusta, mala suerte.

Si no te gusta, ooooh. Qué pena, tío.

Si no te gusta, que te den, francamente. Esto no era para que te gustara. No se trataba de eso, atrapao. Se trataba de tocar y tocar y tocar y bailar y bailar y bailar para mantener a raya la marea de la tristeza. Bailar y tocar para no empezar a llorar nunca más, para descolgar al pelado crucificado de su cruz de sufrimiento.

Les digo a Carnaval y a Clareana que volvamos a tocar «Motín». ¡1-2-3-4! Y, al empezar a tocar, todo cambia. Como si me llevaran a unos baños donde todo se limpia, toda la mierda y culpa se va, la pena se va. Y el odio de Clareana, y el odio medio evaporado que le tengo yo, y los Chungos y el Titi, y la guerra fría con los Cuellos, y la lágrima del Chopped, y el silencio con mis padres, y las peleas de mis padres, y la muerte de mi abuela, que ahora no me apetece contar, el crecer sin querer crecer, el Niño Malabarista cagado por todo, todo cambia cuando tocamos. Y parece como si el pogo nunca vaya a parar.

O sea, como si nunca fuese a parar.

Y me doy cuenta de que esto es parte de mi Limpieza Fundamental. Parte.

Y miro a Clareana, su cabello de chapapote, su esterilla craneal de antracita, balanceándose con su bajo como si estuviese hecha de mercurio líquido, y quiero olvidar lo que le hice, dar cera, pulir cera, pero es imposible olvidar, nadie olvida jamás.

Cuando Clareana me dijo No Te Perdonaré Nunca, no lloró. Clareana nunca llora, no es su estilo. La única vez que la recuerdo con lágrimas en los ojos mientras estábamos juntos fue porque le metí un dedo en el ojo al bailar un pogo en La Bomba.

Una semana después de dejarla con gran brutalidad delante de bastante más de 31 testigos, hace un par de meses, quise volver a ser su amigo. Porque así de paYaso soy, para mí tampoco había para tanto. Todo el mundo corta, las parejas se separan, es la puta vida, no me mires así que aquí yo no he matado a nadie.

Échale la culpa al boogie.

O a quien te salga de las narices, mientras no sea a mí.

Pero aquel día Clareana puso una cara de odio y pena, se puso esa cara como el que se pone un pasamontañas, y luego emitió un gruñido de bestezuela herida y dijo Esto No Te Lo Perdonaré nunca, lo dijo con tanta sinceridad que estuve a punto de echarme a reír histéricamente. Pero no se puede reír mucho cuando ya has empezado a llorar. Cuando te das cuenta de que lo que has hecho no es lo que has hecho; es algo mucho mayor y espantoso.

Hay un antes y un después de que te digan eso, y estamos de lleno en el después.

Quizás tendría que resignarme a esto, pero la resignación nunca funciona. Es sólo una forma amable de deshonestidad.

En el local, terminamos «Motín». Ahora veo que mi Limpieza Fundamental pasa por el perdón de Clareana. ¿Ese perdón que no va a darme nunca? Es el ingrediente básico de mi Lavado Primordial.

Vale, ahora lo veo.

De poco no nos llamamos Las Duelistas. Nos íbamos a llamar Los Seísmos. Nos íbamos a llamar Los Intranquilos. Nos íbamos a llamar Los Nervios. Nos íbamos a llamar Los Egocéntricos. Y también Las Tachuelas, Los Incendios, Los Rotos, Los Rompeolas, Los Saltos, Los Estridentes, Los Irrompibles, Los Desmayos, Los Rompepistas (éste no le gustaba a nadie, sólo a mí), y Carnaval sugirió que nos llamáramos Pierna, para que al pedir camisetas del grupo la gente tuviese que decir:

«Quiero una camiseta de Pierna».

Os presento a Carnaval.

Pero fue la madre de Clareana la que sugirió Las Duelistas, no sé de dónde rayos lo sacó. Me gustó Las Duelistas; sonaba combativo y arrogante, pero femenino a la vez. Me gustó Las Duelistas. Era muy nosotros, monstruos malcarados con pies de niña y cabreo grande, botas de rata y puños de bebé. Mirad: somos un grupo punk, no sé cómo decirlo. El punk nos salvó la vida, a Carnaval y a mí, y también a Clareana, y a los Skinheads por la Paz. El punk fue nuestra salvación. Porque en este pueblo… ¿Cómo escoges un color, cuando lo único que hay son distintos tonos de gris mierda? ¿Cómo seleccionas el zurullo más guapo del vertedero? ¿El más apuesto?

Este pueblo nos estaba matando. Este pueblo tiene que responder de muchas cosas. Y aunque dicen que lo que no te mata te hace más fuerte, quizás no es así. Quizás es sólo que lo que no te mata tarda un poco más en matarte. Se está tomando su tiempo, xino-xano, porque sabe que no vas a ir a ninguna parte. Te acabará matando, eso seguro, pero no tiene prisa, porque estás atrapado en Este Pueblo De Mierda.

Desde que tengo uso de razón, siempre he querido marcharme de aquí.

Pero.

¡1-2-3-4! Desde el principio, otra vez. Una vuelta más. Esto es «Motín». Vamos a tocarla como si fuesen a pasar cosas buenas, venga. Que éste es nuestro ruido angular, nuestro zoo ardiendo, el único dique que contiene la marea de la tristeza, si seguimos tocando, si el pogo nunca para, es posible que todo se arregle, es posible que todo vaya mejor. Merece la pena probarlo. Vete a saber.

No es que tengamos mil opciones, vaya.

Desde la calle veo a mi madre en el balcón. Con su mirada ansiosa y cristalizada, vidrio de fácil rotura, de copa barata de champán, esperando a que vuelva mi padre de no quiero saber dónde.

Estoy debajo de la farola de al lado del portal de mi casa, iluminado como un funambulista de circo, parado en medio del círculo de luz. Vuelvo a casa de noche con la cabeza bajo el brazo, la cabeza que Clareana me ha arrancado con una de sus miradas de guillotina, vuelvo a casa con una nalga temblorosa porque la muy puta me ha dado un calambrazo con el jack de su bajo en el culo, vuelvo a casa dando un rodeo y doblando las esquinas con mil ojos por si aparece el Titi, y ¿lo que me encuentro es esto?

No hay derecho.

Subo las escaleras contando todos los peldaños (36), abro la puerta y en el comedor está sonando la maldita «Scarborough fair».

En serio: no hay derecho.

Voy al balcón y digo Hey, y mi madre está llorando, lo sabía, lo sabía, lo sabía.

—Tu padre no ha llegado aún —me dice.

¿Por qué tengo que cargar yo con esto? ¿Por qué tengo que ser partícipe en esta basura? ¿Es que nadie se percata de que soy El Niño Culpable? ¿El Niño Malabarista? ¿Es que nadie ve que voy a sufrir como si también esto fuese culpa mía? Cada uno tiene sus enfermedades, y ésta es la que me ha tocado. Recordar cada juguete que he roto, cada respuesta cortante que he dado, cada desprecio, cada día que me porté mal. Y, ahora, esto.

No hay derecho, joder.

—Seguro que está al caer, mamá —le digo, poniendo una mano sobre su hombro, una mano fláccida y asustada, le pongo la mano ahí como depositando un gorrioncillo muerto en su hombro para que me lo guarde mientras estoy fuera, como haciendo una ofrenda miserable a un Dios de segunda categoría.

—Es un cabrón —me dice, pero yo no quiero oír esto.

Dar cera, pulir cera.

Digo Bueno, buenas noches, paso por la cocina y cojo una bolsa de magdalenas, al pasar por la puerta del cuarto de mi hermana entro sin llamar. Gilda está en la cama, leyendo La Estrella Misteriosa. Pol Pot está en su jaula, moviendo las narices, tumbado sobre sus propios cagallones, una oreja doblada y la otra no. Vive feliz como el cerdo sandunguero de mis sueños, qué envidia.

—¿Ha llegado ya papá? —pregunta ansiosa, cuando me siento en el borde de su cama. Yo saco una magdalena de la bolsa, la meto en mi boca, la mastico y desmenuzo y la hago pasta, y abriendo la mandíbula le muestro a ella todo el contenido, poniendo cara de monje pillado de El nombre de la rosa: lengua medio salida, ojos bizcos y frente fruncida, quijada inferior abierta como un cajón, un grito de UH y moviendo las dos manos a la vez como si estuvieran muertas o me estuviese sacudiendo algo enganchifoso de los dedos.

Mi hermana se parte y me dice qué asco y me da un empujón, y yo le digo Va, a dormir, y me levanto y la arropo con el edredón de Los Pitufos y al salir le apago la luz dejando una lucecita amarilla encendida, porque mi hermana tiene miedo de la oscuridad, porque dice que si se queda a oscuras empezará la Tercera Guerra Mundial.

No preguntéis.

—Buenas noches —le digo, con la magdalena aún haciendo chofchof entre mis muelas.

—Y buenas noches, Pol Pot —me dice desde la cama.

—Buenas noches, Pol Pot. —Como respuesta, Pol Pot hace ñompñomp con una hoja de lechuga y se vacía alegremente sobre sus propias y previas heces.

En mi habitación, cierro la puerta y le doy un toque al Ventolín. Pssht. Me estoy quitando las lupas de moscardón gigante, de cantante de Eurovisión, cuando escucho la llave de mi padre dando vueltas en la puerta de la calle. Empieza el baile, su baile matrimonial descompuesto, su odioso baile de basura. Me quito las botas, me cuelgo la raqueta y me pongo los cascos del tocadiscos, y Billy Idol me mira haciendo morritos desde el póster de Generation X. Y pongo «Promises promises» al volumen más alto que hay y la canción estalla en mi cabeza.

En un momento estoy cantando fuerte la letra, sólo que no la estoy pronunciando como corresponde, sino de cualquier manera.

Hacíamos nuestras camisetas con sprays y cuchillos.

Empezamos con guitarras y odio.

Nuestro cabello era corto, decíamos lo que pensábamos.

Nunca tendremos miedo, nunca lograrán comprarnos.

Canto Nunca tendremos miedo, y balanceo mis caderas de un lado para otro, doy patadas en el aire, aporreo la raqueta con acordes de hélice, salto y muevo los brazos pasando la corriente al estilo breakdance, luego vuelvo a golpear la raqueta-guitarra, sigo saltando y cantando, gritando a todo pulmón y entra mi padre.

Y su cara me dice: Deja de gritar o te parto la carcanada, joder.

Y vuelve a ser el Berzas. Mano-rápida Berzas.

Murmuro Perdón, papá, y cuando cierra la puerta vuelvo a pegar saltos, saltos, sólo que esta vez no grito, sólo muevo los labios preguntando ¿Te acuerdas de esas promesas, promesas?, y con el puño al aire grito sin gritar Yo sí y muevo mis caderas y bailo para mantener a raya el maremoto de mierda y tristeza, y la manera en que bailo y muevo mis caderas quiere decir una sola cosa: que os den.