7 DE JUNIO, DOMINGO

La cucaracha. La cucaracha. Ya no puede caminar.

Me despiertan las notas sincopadas de «La cucaracha», las notas sin matices, pa-pa-pa-pa-paaaa, que Carnaval está tocando en el timbre del interfono. Es su código de llamada para que yo sepa quién es y baje automáticamente evitándole tener que intercambiar palabras con mis padres. No quiere caerles aún peor, dice, porque seguro que le harían subir por cortesía y verían cómo va y no iba a gustarles cómo va.

Su ritmo.

Le he dicho mil veces que es muy posible que «La cucaracha» en clave timbrazo sea bastante más irritante que cualquier cosa que él pueda decir por un interfono o cualquier prenda apestosa que pueda ponerse. Pero Carnaval, terco como una mula, no va a cambiar su plan.

Me cubro la cabeza con el edredón, me pongo en posición fetal, intento imaginar cómo debía de ser estar en el útero de mi madre, el ruido acuoso de líquido amniótico, el no-sonido de película de submarinos, trato de pensar en la seguridad y felicidad que debí de sentir en la barriga de mamá, pero «La cucaracha» me distrae, me distrae, y al final me fastidia de forma grande.

Échale la culpa al boogie.

Aprieto el botón del interfono y digo: Bajo, y luego, sin querer, me veo en el espejo circular dorado en forma de girasol que hay en el recibidor.

Oh, mira: un batracio ciego y sin media ceja. Y, alrededor de la cara, el girasol metalizado, como en una representación de parvulario, como cuando de niño me vestí de tuno, y de excursionista, con la cantimplora y las chirucas, y de patito, y de Mickey Mouse.

En el comedor hay una foto de cuando me vestí de Mickey Mouse. En ella estoy yo con los brazos rectos pegados al cuerpo, y una luz tibia, filtrada por las cortinas blancas del ventanal, me ilumina la mitad de la cara. No parezco Mickey Mouse, porque me habían quitado una careta-casco de papel maché y confetti que llevaba, así que lo que se ve en la foto es sólo un niño gordito de cuatro o cinco años con enorme pajarita, camisa blanca y tirantes.

Mirad esto: un gordito perdido, camino de un baile de gala. ¿Qué hace ahí? ¿Qué busca? ¿Qué espera?

Sea lo que sea, se va a llevar una buena decepción.

Y lo raro de esa foto es mi expresión de previsión de la decepción. Parezco ya preocupado por algo, o atenazado por la nostalgia, quizás, o asustado, o culpable. Pero tenía cinco años. ¿Qué podía preocuparme? ¿De qué podía sentirme culpable? Es la mía, en aquella foto, una cara casi adulta, la cara de alguien que ha empezado a adquirir responsabilidades cuando no le correspondía, de alguien que intenta controlar lo que le rodea, que intenta que las cosas no se tuerzan, que intenta mantener unidos los pedazos de vida de sus seres queridos.

Aparentemente, yo era así. «El primer niño melancólico del mundo», como me llamaba mi madre. El niño más responsable de la tierra. El niño con el vacío en el estómago, con el vértigo de las cosas malas que aún han de suceder, acarreando culpas que no le tocaba a él acarrear.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

Échale esa maldita culpa al boogie.

Échala donde quieras, pero aquí, ni en broma.

Supongo que, en algún momento, aquel niño preocupado por todo (por si no teníamos dinero, por si mis padres se peleaban, por si mi hermana estaba bien, por si había gente mala en el mundo, por si alguien se portaba mal en clase, por si faltaba sifón en la nevera), aquel niño con pajarita enorme, aquel chaval extraviado camino de su baile, aquel renacuajo tristón que intentaba hacer malabares con los pedazos de vidas de los demás, que intentaba que nada fuera mal, que quería que la gente se quisiese, dejó de preocuparse. Así, tal cual. Sin avisar a nadie.

Y el Niño Malabarista se convirtió en esto.

En este girasol-sapo que aquí os muestro.

Y funcionó, casi. Porque aquello mejoró, pero todo lo demás empeoró. Así que al final no me salió a cuenta. Miro fijamente al espejo y pongo mi cara de Jabba El Hutt moribundo, cuando la princesa Leia le estruja el cuello con un cadenón: cuello tensado, boca muy abierta por los lados y casi cerrada como una ranura de buzón, y la lengua de sapo moviéndose con estertores de una comisura a otra, los ojos en blanco, muriendo.

—Baaaaaaaaaaargh.

—¿Pero qué haces, atrapao? —me pregunta Carnaval, que resuella porque al final se ha hartado de esperar y ha subido dos pisos andando. Dos pisos, el culogordo. En plena forma.

Le digo que nada que a él le importe, paYaso, y Carnaval me cuenta que ha pasado por las casas de dos o tres de los Skinheads por la Paz y ninguno estaba, y qué raro. Le digo que quizás acabaron en comisaría y Carnaval me dice que a lo mejor, pero que le extraña. Lo dice con una cara dubitativa que al final me contagia.

—Esto me huele a chamusquina —le digo, rascándome la barbilla.

Carnaval se ríe.

—No, tío. A lo que te huele es a otra cosa. —Y se ríe más, enrojeciendo como un pimiento.

Será cerdo.

El Chérif detiene el tráfico en el pasocebra que hay delante del colegio de monjas y nos hace la señal de cruzar. Los coches paran, obedeciendo su orden. Carnaval y yo cruzamos la calle. Todo normal.

Excepto que el Chérif es un loco.

No está. Es. Es un loco, de los de atar. Un pillado, de los de verdad.

Lo que quiero decir con esto es que hay cuatro mil locos en este pueblo del extrarradio, porque tenemos los dos manicomios más grandes del país, y el Chérif es sólo uno más. Hay otros. Está el Schuster, un pillado rubio que juega al fútbol con los niños en el patio de los curas. No se parece en nada a Schuster, pero es rubio y va peinado a lo Calimero y juega al fútbol, qué quieres.

Está el Tomeu, que tiene Cabeza de Bombilla y ciento cincuenta años, porque mi abuelo un día me enseñó una foto de cuando él era joven y salía el Tomeu, y estaba igual.

¡Es inmortal!

O eso, o hay muchos.

O es un Robot: Tomeubot.

El Tomeu siempre nos grita ¡Gitanos! cuando nos ve por la calle. Es su obsesión. Algo le debieron de hacer los gitanos, o no, porque, ya lo he dicho, es un loco. Y aquí los hay a patadas. Es nuestra única exportación remarcable; los pillados, y el Deporte.

Antes, hace setenta años, me contó mi abuelo, a los pillados los marcaban. Les hacían llevar alpargatas blancas con un círculo negro para que todo el mundo supiese que eran pillados. A lo Mathausen, pero ahora ya no. Los locos andan por la calle porque les dejan salir unas horas al día, no a los peligrosos, ésos están dentro atados con cintas, una vez uno de ellos se escapó y le endiñó un machetazo en la nuca a un guardia civil delante de una pollería que hay al lado de mi casa, y mi abuelo me dijo que no lloró mucha gente por el guardia civil, porque la benemérita no es muy popular, aquí.

En cualquier caso, los pillados que salen son inofensivos, y no habría manera de reconocerles si no fuera porque van por ahí exigiendo dinero para caféconleche, o extorsionando cigarrillos, que fuman de manera compulsiva (¿qué relación puede haber entre la locura y el fumar así?) y, la verdad, con cara de estar completamente majaretas.

Y, además, algunos se disfrazan, como el Chérif, que va de Chérif, con un sombrerete mini-Stetson y dos pistolas de plástico en su cinturón con cartucheras y una estrella de plástico dorado en la pechera.

No, en serio.

Además, lo raro no es que vaya así. Lo raro es que la gente se detiene en pasoscebra cuando él lo ordena. Este pueblo es así.

Este pueblo tiene que responder de muchas cosas.

A mitad del pasocebra, como siempre, nos frena con la palma de una mano. Carnaval y yo frenamos los pies y miramos sin inmutarnos su pinta de gran pillado.

—Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío o caliente, te vomitaré de mi boca —nos dice, solemne y completamente majara.

Carnaval y yo nos miramos el uno al otro, mientras los coches empiezan a hacer sonar los claxons. Es una soleada mañana de domingo, el sol se dobla contra nuestras cabezas, pero estos imbéciles deben de tener prisa para ir a ninguna parte.

—¿Qué dices, Chérif? —le dice Carnaval. Y añade, con sorna—: A mí no me vomita nadie de ninguna boca, tío guarro.

—Coño, Chérif, que no se entiende nada. ¿De qué hablas, tío? —añado yo. Porque cada vez que nos ve nos dice la misma cosa, y ya no sabemos si se lo dice a todo el mundo o sólo a nosotros dos o qué.

Escudriñándonos con unos ojuelos de pajarillo, minúsculos, casi miedosos, ojos de niño perdido, ojos de Jawa, nos repite al final:

—Pero por cuanto eres tibio, y no frío o caliente, te vomitaré de mi boca. —Y luego mueve el bigote de un lado a otro de la cara, como si fuese un postizo agitado por el viento, como un Charlot de frenopático.

—Lo que tú digas, Chérif. —Carnaval le toca el hombro, y los dos cruzamos el pasocebra, y el sonido del llavero de Carnaval, y el sonido de los claxons, hacen que el domingo parezca una rúa, una rúa en Río, cha-cha-cha-cha-chá. Oye cómo va.

Nuestro ritmo.

—¿Qué preferirías ser: ciego, sordo, mudo o inválido?

Estamos subidos a una valla del campo de Deporte, los dos, Carnaval y yo, comiendo pipas, las botas colgando y rebotando contra la pared de ladrillos sin pintar. Ya llevo las dos botas, porque hemos pasado por el kiosco a buscar la que dejé ayer en el tejado. Explicárselo al kiosquero ha sido un poco complicado, pero ahora ya está.

Hace un sol que se cubre a ratos con un burka de humos y basura, pero el aire es engañosamente natural y sano, y huele a frutos de morera chafados y a zarzamoras de junio a punto de dar moras, y huele también a césped recién afeitado y a esa planta que tiene espigas que te metes en la boca y trepa hacia el interior de tu garganta, ahogándote, como un arma fatal, como un alienígena disparado. El pueblo está lleno de esas espigas, y no me extraña. Es el planeta tierra reaccionando contra la fealdad del pueblo y tratando de exterminarnos.

El campo está animado, y en el césped se desarrolla un partido de Deporte de máxima rivalidad. Los Cuellos corretean por la hierba tras el balón, y el público jalea con entusiasmo desde las gradas de cemento.

Alé, Alé, gritan.

Endevant, gritan.

Me lleno la boca de pipas, chupo y rechupo la sal, selecciono una con la lengua, la clave es no utilizar dedos nunca, la empujo hacia otro lado de la boca, la coloco debajo de los dientes delanteros, la rompo, con la lengua separo cáscara y semilla, mastico y trago la semilla, escupo cáscara con un ptuf y vuelvo a empezar. Un arte.

—¿Inválido con uso de polla o sin uso de polla? —le pregunto a Carnaval, escupiendo otra pipa ptof y metiendo los dedos en la bolsa mediana de Churrucas.

Carnaval es como El Enigma de la serie Batman, pero en cerdo. Y no le entrarían las mallas de supervillano, además.

Los dos estamos mirando hacia el campo fijamente, pero no porque nos interese el Deporte. Hemos venido a espiar a Clareana. De hecho, yo he venido a espiar a Clareana, y el Carnaval me ha tenido que acompañar porque sabe lo que es importante para mí y además si no se viene lo mato por traidor.

—Sin uso de polla, claro —responde.

Claro.

—Entonces: mudo —decido. Total, para lo que tengo que decir.

MUUUUUUUUU, se oye detrás de nosotros.

Nos volvemos y ahí están los dos hermanos de Carnaval, los dos con sus peinados calentadores de nuca, montados en la CBR chola.

MUUUUUUU. MUUUUUUUU.

Se tronchan, los tíos. Les hace la misma gracia que el día que lo instalaron. Tiene que ser genial, eso; saber que vas a partirte siempre de lo mismo, que siempre te va a solucionar el día el mugido de una moto.

A mí, desgraciadamente, ya no me hace gracia, pero Carnaval se deshueva. Al cabo de unos minutos, los dos hermanos dejan de partirse y se acuerdan de que habían venido por una cosa seria y nos gritan con las dos manos haciendo altavoz, que es un gesto inútil.

Ayer hubo una bulla, dicen.

En el pueblo de al lado, dicen.

Los pelados, dicen, se metieron en una y la cosa acabó como el culo. Dicen pelaos.

Como el culo de quién, pienso yo. Porque depende.

Carnaval y yo nos miramos. Sabíamos que un día tenía que pasar algo.

Tiramos las pipas al suelo, los dos gemelos montan en la CBR y se largan, alguien a nuestras espaldas marca un tanto y ruge una ovación en el estadio de Deporte, los golpes van a empezar temprano. Los golpes siempre empiezan temprano, aquí, ya estamos acostumbrados. En el colegio de curas era obligatorio pertenecer al coro. En el colegio de curas te obligaban a todo, el catolicismo no se montó para ir por ahí sugiriendo cosas o pidiéndolas por favor, qué perdida de tiempo si puedes pasarles a golpes de tizona, pero a lo que no nos podían obligar era a que nos gustara.

Ese agujero de odio, ese pozo de rabia, estaba ahí dentro, almacenando como una joroba de agravios, almacenando, y ahí los curas no podían meter las manos. En nuestro depósito.

Mirad: Carnaval y yo, los dos allí, noviembre de 1983, ensayos para la misa del gallo, tercera fila del primer grupo, el grupo de las voces agudas, aún no teníamos sietes en las camisetas pero los descosidos en el alma estaban al caer, los golpes aquí siempre empiezan temprano, está visto, y los dos con los pies en el acantilado de morirnos de risa, siempre.

Una risa que equivalía a una sentencia de muerte, porque dirigiendo el coro estaba el padre Pío, que no nos perdía de vista. Él sabía que íbamos a hacer algo, el curso acababa de empezar, sólo que no sabía qué. Era sólo cuestión de esperar. Fumando espero. Hostiando espero, pero no tuvo que esperar que pasara ni el primer trimestre. Carnaval y yo, los dos poniendo cara de tenor italiano, una mano en el pecho y la otra en ademán de actor, barriendo el aire y aprovechando para darle un collejón al tonto de la fila de delante del coro. ¡Chas! Cantando como sin bolas, como con alicates en el pito, pero aún medio serios.

Hasta que Carnaval susurró:

—Eh, Rompepistas.

Y yo, que estaba mirando al frente, volví la cabeza. Y Carnaval estaba mirándome y bizqueando, y de un agujero de su naripia salía un chorro de blandiblub verde que caía hasta cruzarle el pecho.

¿Cómo me reí? Con una risa que parecía un berrido, que sonó por encima de todas las voces, y el padre Pío me vio, esta vez sí.

Interrumpió el coro, que paró a trompicones, voz tras voz, desorientado, como un lanzador de pértiga que intenta volver a la estaticidad, y entonces fue cuando vio a Carnaval, que todavía llevaba el moco más grande en las napias. Nos miró con los dos dientes de excavadora BobCat, de máquina pesada, de trilladora John Deere, reposando sobre el labio inferior, y se relamió como un lagarto de V, y dijo nuestros dos apellidos, pero ni oyéndolos en voz alta pudimos parar.

Hay una ley universal que dice que, cuando menos tienes que reírte, más te vas a reír.

Partiéndonos, Carnaval y yo.

Y mientras nos partíamos no nos dimos cuenta de que el padre Pío había avanzado hacia nosotros, quién podría esperar que sería tan rápido, diez metros con prisa de velocirráptor, se saltó todas las reglas de Os Aviso Por Primera Vez, y sin mediar palabra le cruzó la cara a Carnaval, que del susto expulsó el blandiblub. Y luego, a mí. Con la mano vuelta, como si fuésemos putas adúlteras del Lejano Oeste. ¡Flas! ¡Flas! Sus nudillos en nuestros pómulos, y la sorpresa, y luego la vergüenza, y luego la rabia, y sin poder hacer nada para evitarlo estábamos allí Carnaval y yo a punto de llorar, en silencio, los demás también, ni una mosca se oía, ni una mosca.

Allí empezó todo.

¿Les hace gracia? ¿Les hace gracia? Gritaba muy alto, y pude oler el café con leche frío en su aliento de carroña, el frío de invierno que salía con su respiración, la antesala de un duro y largo invierno en el frente de su boca.

Carnaval y yo no contestamos a las preguntas, porque estábamos sollozando bajito para quedar menos como niñatas delante del resto de la clase, y nos ardían las mejillas de daño y vergüenza y completa indefensión infantil ante EL MAL, y además sabíamos que era una pregunta retórica.

¡Contesten!, gritó.

O quizás no. Quizás no era retórica, para nada. Carnaval y yo murmuramos No, al unísono, débilmente, cabizbajos a más no poder, casi agachados, casi avestruces, achantados a muerte.

El padre Pío nos agarró a cada uno de una oreja, tirando con toda su fuerza hacia arriba, y Carnaval y yo nos pusimos de puntillas lamentándonos con ayayayayayays y nos sacó de la capilla y nos llevó al patio después de despedir al resto de la clase y nos hizo dar cien vueltas al patio.

100 es el número mágico.

Por un momento respiramos aliviados, porque de verdad nos veíamos colgados del techo con una chincheta. Por la oreja, como todos decían. Pásalo, decían.

Sentado en una silla verde de formica que había sacado del aula de plástica, el padre Pío miró cada una de nuestras vueltas sin despistarse en ningún momento, sus dos dientes emergiendo de la boca como a punto de atacar una zanahoria, y la gente de la clase nos miraba desde las ventanas, todos los ojos bizqueando solidariamente entre las persianas, mientras Carnaval y yo corríamos por el patio, primero llorando, luego jurando, jurando venganza, luego volviendo a llorar. La escalada de violencia acababa de empezar, los golpes empezaron temprano, y no hubo declaración de guerra ni juicios sumarísimos ni cartas de Aviso de Deuda.

Allí empezó todo.

En cien vueltas uno tiene tiempo de pensar en muchas cosas.

Ambas partes tuvimos tiempo.

Y a cada vuelta, diez, veinte, setenta y cuatro, nos mirábamos, reconociendo en el otro al enemigo natural. Séptimo de EGB no iba a ser nuestro mejor año, nunca es el mejor año en la vida de nadie, pero en nuestro caso se acercaba el invierno de la guerra, éramos el ratón perezoso que no había hecho acopio de víveres, no podíamos ganar, no estábamos preparados para todo aquello, éramos niños, pero nosotros creímos que sí.

Que sí podíamos ganar, quiero decir.

A la vuelta número cien habíamos dejado de llorar por completo, aunque nos dolían las piernas y teníamos un flato grande y la frente encharcada. Nos acercamos al padre Pío, que aún esperaba en la silla verde de formica con las dos manos sujetándose una rodilla, y mientras nos preguntaba si habíamos aprendido la lección creí ver una sonrisa de lado en la boca de Carnaval. Una inclinación pequeña, casi confundible con un tic, una mueca suave de sorna y superioridad. Una mueca que iban a intentar arrancarle con tenazas, y el pobre allí, sin saberlo.

Y yo menos aún. Yo, pecador, chupándome el dedo. Siempre me he chupado el dedo, si os tengo que decir la verdad. Pero de pequeño, más.

¿Por qué nosotros?

¿Por qué Carnaval y yo?

Lo he pensado muchas veces. No éramos los únicos gamberros.

Estaba el Manzano, que se hacía pajas, porque era repetidor y podía, en tutoría. Ahí, zucazucazuca debajo del pupitre, bizqueando, vertiendo el resultado en folios estrujados que luego adhería en la mesa de otros.

Estaba el Ruye, que se pasaba el lápiz por alguna parte, no preguntéis, y luego lo hacía pasar de pupitre en pupitre diciendo Huélelo.

Sí, tu padre. Ahora voy, le decíamos. Pero siempre picaba alguno.

Siempre picaba el Pujol, ahora que me acuerdo, que no entendía nada, yo creo que tenía algún tipo de retraso, pero en aquella época no se sabía y todo el mundo te llamaba tonto, simplemente. El Tonto de la Clase, y con un peinado de cazuela que le hacía parecerlo aún más, y la nariz llena de mocos, incluso en séptimo, y unas bambas Tórtola con calcetines grises de viejo al final de aquellas piernas casi poliomielíticas y con rodillas torcidas que se besaban la una a la otra.

¿Por qué no pilló alguno de ellos?

Por la insolencia, supongo. Nuestra insolencia, que ellos no tenían. La arrogancia original, que ya teníamos, que habíamos pillado, alguien nos infectó no-sé-dónde con el bacilo de vacilar. La chulería insoportable que da la convicción de tener razón.

Vacilones, Carnaval y yo.

Alguna defensa hay que tener, cuando no hay ninguna y tu enemigo es mucho mayor. Ahí, vacilando por la vida, toda la vida. La que nos iba a caer, y nosotros sin saberlo.

A la vuelta de la esquina están los Cuellos. No les pillamos por sorpresa, porque seguro que llevan cinco minutos oyendo el dringuear del llavero de Carnaval, hemos anunciado nuestra llegada, pero ellos a nosotros sí nos sorprenden. Damos la vuelta a la esquina del estadio de Deporte, y delante de la puerta principal están todos. Treinta de ellos, tiesos en la entrada, como un bosque de baobabs, como un mar de clavículas y bíceps de quinientos gramos. Pestañas que abren botellas, músculos en el esfínter que pueden doblar acero, cortar el plástico, aspirar pequeños animales.

Nota mental #1: ¿Es o no cierto que hay gente que se mete hámsters en el culo por diversión?

Tengo que preguntárselo a Carnaval. Él sabe de estas cosas.

El Jopa está en medio del grupo, riéndose con voz de gorila y dando palmadas en el deltoide de otro Cuello, palmadas de las que arrugan latas de refresco y las dejan hechas acordeoncitos. A los Cuellos les encanta eso. Arrugar latas con las manos, romper nueces con los dedos. Después de hacerlo siempre miran a su alrededor, como diciendo: También sabemos hacer esto con personas, y el resultado es algo parecido a este pequeño acordeón metálico, esta nuez pulverizada que veis aquí. ¿Voluntarios entre la audiencia? ¿Quién es el valiente?

Tu madre, tío. Tu puta madre.

Jopa me ve, y yo le veo a él, y todas esas cabezas de estatua de la Isla de Pascua se vuelven hacia nosotros, que andamos con el ritmo del llavero-maraca de Carnaval. Cha-cha-cha-chá. Nuestro ritmo. Oye cómo va.

Estamos medio congueando por medio del grupo, que se ha abierto como un gran bivalvo al vapor, y esto es Rioleón Safari.

No saque la cabeza de la ventanilla. No detenga el coche. No dé de comer a los animales. Especialmente no dé de comer a los animales.

Saco el Ventolín y le doy dos toques. Psht, psht.

Avanzamos con decisión, tratando de ignorar el escándalo de nuestros propios andares y cabellos y botas y cejas. Oigo risas de chimpancé a ambos lados de la cabeza, pero no me detengo; detenerse es lo peor que uno puede hacer. Drin-guilidring-dang-dong, ya llegamos al final del bosque de culos pétreos, Salvados, sólo queda la aduana del Jopa, que está ahí en medio, plantado como un volcán a punto de erupcionar, Krakatoa humano con ese cuello que tiene y esos ojos con visera natural, y yo cabeceo un saludo, y él otro hacia mí.

Hey.

Hey.

Cortesía de guerra fría, de encuentros entre tránsfugas, reuniones de antiguos mercenarios que han luchado durante un tiempo en el mismo bando y vuelven a toparse el uno con el otro en campos contrarios.

Y todo va bien hasta que uno, un ejemplar especialmente fornido de Cuello, se planta delante de Carnaval como una gigantesca nevera de los años cincuenta, y es imposible vadearlo sin dar un gran rodeo, necesitaríamos alimentos y bebida para sobrevivir todo el tiempo que llevaría sortear sólo una de sus nalgas-montaña, y antes de que me dé tiempo de agarrar a Carnaval de una manga de la cazadora de cuero y tirar de él hacia mí, Carnaval se estrella contra el pecho del Cuello, torciéndose la nariz contra un pezón tieso.

Punchapop.

El gigante pone su mano sobre la cabeza de Carnaval y por un instante parece que va a aplastarle como a una lata vacía de Fanta, pero al final sólo hace tuf tuf en el pelo microfonudo de Carnaval y le dice:

—Mira por dónde vas, atontado.

Carnaval no responde. Sin inmutarse, mira hacia arriba tras separarse un poco del pectoral y, sin inmutarse aún, sin quitarse las manos de los bolsillos de la chupa siquiera, suelta un eructo gigantesco en la cara del Cuello. Un eructo-trueno, que suena así: BAAAAAAAAAAAART.

Y se lo queda mirando con su sonrisa de chou-chou, como diciendo Y ahora qué, despeinado. Despeinao. Y luego me mira a mí, bizqueando, como diciendo ¿Puedes creerte, el puto paYaso este?

En serio.

La cosa tiene guasa.

Si no fuese por lo inminente de nuestra muerte, claro.

Y miro al Jopa, y sé que ni siquiera él podría sacarnos de ésta, y quizás también está acordándose de lo de las pollas en la cámara y su abuela sincopada, peor, a lo peor está replanteándose todo este asunto de la guerra fría, y si vale la pena, y además con todo lo que pasó con Clareana, y que después de todo soy el Maricón de Rompepistas y su hermana me odia más que a nada en este mundo, quizás se ha acabado la tregua, sí, quizás se ha pasado de fecha el visado de la inmunidad física del bueno de Rompepistas.

Y entonces aparece Clareana. Justo cuando el Cuello ha levantado a Carnaval agarrándole por el suyo, de cuello, y Carnaval mueve las botas en el aire cagándose en la madre de todos vosotros, putos de mierda, sin poder respirar casi, y el Jopa avanza hacia mí los meros tres pasos que necesita avanzar para crearme el gran dolor que anuncia el final de nuestra examistad.

Me señalaría las gafas, diría No te atreverás a pegar a alguien con gafas, pero no llevo porque por poco me las comí ayer. No preguntéis.

—Va, dejad esto ya —dice Clareana, y bebe un trago de una lata de Estrella, ojos azules congelados como hielo seco, apoyando una mano en su cadera, allí, tan pequeña ella, con sus bambas de tela rojas y sus mallas con estampado de tigre, y un roto en la rodilla y encima un parche pintado donde pone Mucha Policía, Poca Diversión, y mueve la mano que sostiene la cerveza hacia el chuletón de buey que es el antebrazo de su hermano.

Y habla con su voz rota, rasposa, esa voz que reconocería a kilómetros, esa voz de afonía natural que suena a papeles de periódico arrugados, esa voz tan distinta a todas las voces de todas las mujeres.

—¿No os da vergüenza? Que ya sois mayorcitos… —le dice a Jopa, que agacha la cabeza y hunde aún más los ojos debajo de sus cejas de repisa. Los Cuellos se miran entre ellos, como gorilas atemorizados a quienes les ha caído encima una red de caza.

Quién no teme a la Clareana Feroz. Quién es el listo. Clareana me mira, y yo cierro los ojos y cuento hasta diez: 12345678910. Cierro los ojos y pienso Ay, Clareana, ¿no eras tú la niña de mis bailes? ¿Qué pasó que ya no eres la niña de mis bailes?

Es un decir. Sé perfectamente qué pasó, sólo que no me da la gana de acordarme.

Dar cera, pulir cera.

Cuando abro los ojos, Jopa le está frotando el cabello de cepillo a Clareana, y el Cuello ha dejado a Carnaval en el suelo, Carnaval que se aleja con su propia cesta de Navidad culera y su dringui-drong y su orgullo intacto, haciendo con la boca un Prrrrz para todos, sacando la lengua con la mejilla hinchada, y Clareana que se separa un poco del bosque de Cuellos de secuoya y me dice:

—Y tú, ven aquí un momento.

Yo voy allí un momento. Con la sombra de una sonrisa a cuestas. Y abro la boca y le empiezo a decir Mira, Clarean…, pero no me da tiempo a continuar porque ella me vacía todo el contenido de la lata en la cabeza. La cerveza medio caliente gotea de mi barbilla y pómulos y ojos y orejas, y me habría cegado si no llega a ser porque ya estoy medio ciego. Con la cara mojada, me voy de allí sin hablar, frotándome los párpados y tosiendo.

Quizás es cierto lo que dicen: que es peor no tener recuerdos de ningún tipo que tener malos recuerdos. Pero quien dijo eso no debe de tener los recuerdos tan malos como yo. Quizás sus malos recuerdos eran de haber perdido un hámster, o de haber cateado tres, o que le habían pasado el lápiz del Ruye y lo había olido a conciencia.

Porque cuando tienes recuerdos tan malos como éstos, lo mejor es Borrar Todo. En lo que a mí respecta, esto no ha pasado; lástima que haya habido 31 testigos.

Nota mental #2: No intentar hablar con Clareana nunca más.

Y allá vamos otra vez: ¡Retiradaaaa!

—Eh, Gordito, espérame, ¿no?

—¿Y quién eres tú?

—Soy tu polla.

Llegamos al Provi y parece que no hay nadie, pero es porque están todos en el salón-comedor viendo una película porno en vídeo. Lo llamamos salón-comedor, pero en realidad es sólo una trastienda glorificada, cuatro mesas y una pantalla de televisión y una ventana que da al patio interior.

El Provi es un bar feo, y tiene todas las cosas que tienen los bares feos y que casi los hacen bonitos: una baldosa Aquí hi viu un del Barça, una de Teruel también existe, un bote con morros para las tapas, un bote de banderillas en vinagre, una foto del Barça enmarcada (liga 1982-83), un banderín del equipo de Deporte del pueblo, una foto detrás de la barra de algunos parroquianos (el padre de Carnaval sale, eternamente en el Provi, era imposible hacer la foto sin que él estuviese allí) y también un garrote que lleva la inscripción El Cobrador y una cabeza de jabalí llena de bichos que mira bizqueando desde la pared, y en el suelo cien mil cáscaras de cacahuete.

El dueño del Provi es un tío que se llama Baldiri, pero al que muchas veces llamamos Il Cerdo porque tiene la costumbre de traer debajo de los sobacos los bocadillos que no le caben en las manos, los bocadillos que se va a comer su madre. Y, antes de que alguien pregunte, no tengo ni idea de por qué le llamamos Il Cerdo así, en italiano.

Al entrar al Provi a Carnaval y a mí ya se nos ha olvidado que hace dos minutos casi nos matan los Cuellos a patadas en la cara, y a mí personalmente está a punto de olvidárseme lo otro.

Lo de la cerveza en la cabeza ante 31 testigos que aún ríen.

Pasamos al salón-comedor y en la pantalla de televisión hablan una tía, permanente incandescente y grandes peras y un picardías rosa, con un tío canijo, el pelo rizado y cara perruna y un bigotito madrugador, un tío que podría ser el primo californiano de Carnaval si no fuese porque éste no lleva pantalones y tiene una picha bien larga. El diálogo de antes de irse a coitear que intercambian es el que hemos escuchado hace un momento, Soy Tu Polla y todos los Skinheads por la Paz que se parten, todos menos Chopped, que se vuelve hacia nosotros al oírnos entrar, y tiene la cara seria, seria como una estatua de santo. Como de mártir.

El skin crucificado.

El skin que derramó su sangre por todos nuestros pecados.

Bueno, su sangre o la de otro.

Qué, le decimos. Qué pasó, tío.

Chopped nos cuenta la pelea.

Cuando termina, lo que entendemos de toda esa embrollada madeja de puñetazos y patadas y explicaciones de gestos y saltos es que ayer estaban en un bar del pueblo de al lado y unos cholos se empeñaron en buscarle la zona de las cosquillas al Chopped, consiguiéndolo.

Y también que el que recibió el plato fuerte de matanza Chopped era un cholo malacara que acabó hecho carne picada, que cuando terminó con él parecía los restos de un búfalo tras una merienda de leones y un postre de buitres.

Y el Chopped, cuando llega aquí, al desenlace, nos dice que al darse cuenta de la paliza que había fabricado se dijo: Qué he hecho, mierda, qué he vuelto a hacer. Carnaval y yo no nos miramos, ni hablamos, pero los dos estamos pensando: ¿Vuelto a hacer?

No preguntéis.

Y allí, en el Provi, se le instala una nube en la cara, como un cumulonimbo de preocupación, y arruga los ojos doblando su lágrima de tinta, su lágrima de pena. Y pega un puñetazo en la mesa que nos hace dar un brinco, a Carnaval y a mí. Y yo le pongo la mano en el hombro al Chopped, que ahora parece preocupado de verdad.

—Tranqui, Chopped; fijo que el tío está bien. Además, seguro que se lo merecía —aunque no estoy nada seguro de esto que estoy diciendo. Seguro es la palabra que controlo menos, en estos momentos.

Carnaval y yo le miramos en silencio mientras Soy-Tu-Polla empieza a bombear a espaldas del Chopped dentro de la señora con buenas peras. Él, frotándose la cabeza rapada y mirándonos fijamente, nos pregunta:

—¿Sabéis quién era el tío? ¿Tenéis idea de quién era?

Como creemos que es una pregunta retórica, no contestamos. Aunque nunca hemos tenido mucha vista para lo de las preguntas retóricas. Pero esta vez acertamos, porque el Chopped dice, como si hablara con él mismo:

—Era el hermano del Titi.

Yo pongo cara de atención y profundidad, aunque el nombre no significa nada para mí. Si acaso, me hace pensar en un mono enano de América del Sur. Nadie puede asustarse de un mono enano, y el Chopped, que no le teme a nadie, mucho menos. Viendo que no nos enteramos de nada, vuelve a hablar.

—El Titi es un chungo del pueblo de al lado que estuvo en la Modelo por pegarle una bucharnada a un nota en una discoteca de cholos, hace cinco o seis años.

Y lo que dice es bucharná. Luego hay un silencio de unos segundos en el que sólo se oye el ritmo boogie barato de Soy-tupolla meneando las caderas, haciendo su charlestón-sin-calzoncillos en la pantalla del Provi. Zig-zig, Zig-zig, Zig-zig.

—¿Y eso qué coño significa? —pregunto yo al final, meneando la cabeza.

El Chopped no dice nada, sólo se queda allí callado con las manos en los muslos, estamos esperando que el Chopped diga algo, pero no acaba de decidirse, y a sus espaldas el canijo SoyTu-Polla la saca y le escupe todo el semen encima de la barriga a la señora de las peras, y eso debe de ser la maniobra sexual más estúpida y menos placentera que uno puede hacerle a una señora, pero los pelados aplauden y hacen Hu-Hu-Hu, y el Chopped saca su yoyó delante de nuestras narices y empieza con él, ¡zim-zum!, ¡zim-zum!, ¡zim-zum!, ¡zim-zum!, arriba y abajo sin decir una palabra, mirando al suelo, hasta que Carnaval tiene que decirle con la voz medio temblando, Carnaval le dice a la parte superior del cráneo del Chopped:

—Eh, ¿qué significa eso, Chopped?

Yo, por si acaso, saco el Ventolín y le doy dos toques. Psht, psht.

El Chopped encierra el yoyó dentro del puño, papel envuelve a piedra, y nos mira, al fin.

—Significa que esta vez le hemos dado a la persona equivocada, tíos.

Agua destilada y melocotones. Mi casa huele así cuando entro, ya de noche, y eso no me gusta. El agua destilada significa que mi madre está planchando, y que mi madre planche es una de las cosas que más seguridad me da en el mundo, sin contar el estar bien arropado en la cama, que llueva fuera y meterme en sitios pequeños como refugios hechos de cojines del sofá o literas con la litera de abajo cubierta con las mantas de la de arriba. Pero ahora son las once y media de la noche y, pese a haberme embotellado y masacrado y espitado en el Provi, sé que mi madre planchando no es una buena noticia.

Lo que quiero decir con esto es que planchar de noche significa desequilibrio y penademadre.

Cuando entro a la habitación de mis padres, mi madre está planchando y llorando, y una gota de su mejilla se evapora al caer sobre la camisa caliente.

Pushhht.

De fondo suena una canción que mi madre siempre pone cuando sufre penademadre, «Scarborough fair». Mi madre llora, y levanta la cabeza y me ve y aspira mocos y se frota la nariz con el dorso de la mano, y luego empieza a plegar una camiseta de Citronio de mi hermana.

—Ya me ha dicho tu padre lo del tatuaje —dice, flojito, y añade mi nombre real al final de la frase—. ¿Que no tienes nada en la cabeza, tú?

Yo quiero preguntarle qué le pasa, pero no tengo las palabras y no sé si quiero saberlo. Me acerco a la plancha metiéndome un dedo por dentro del siete de la camiseta, y luego me rasco la nuca y miro al suelo y la pared y a cualquier sitio que no sea la cara de mi madre llorando llena de penademadre.

—A ver, enséñamelo, cap verd —suspira, tirando de una sonrisa como el que levanta un toldo, y me mira con ojos de madre buena. Ojos que dicen que todo va a ir bien, aunque sea La Gran Mentira.

Yo me levanto la manga, aún mirando a mis botas, de repente mis botas machacadas y pintarrajeadas con Tippex son la cosa más interesante que he visto jamás, y le muestro. Un corazón rojo, y un pergamino cruzándolo donde pone: Clareana.

—Muy bonito —dice, y deja ir un suspiro dolido, como si alguien estuviera estrujándole el suyo, de corazón, con ambas manos, como si alguien estuviese pisando su corazón, fabricando mosto.

Luego me da un beso en la mejilla y me dice «Has bebido», y yo le digo «Un poco, casi no cuenta», y ella me dice ♫A la cama, venga, loquito», y yo quiero meterme en sitios pequeños, quiero montar los cojines del sofá en una cabaña de cojines y meterme dentro, dentro de la cabaña, como dentro del útero otra vez, quiero estar seguro, quiero no tener miedo de tener miedo, quiero dejar de ser el Niño Malabarista, casi lo consigo, antes de esto, casi lo consigo.

Casi consigo dejar de preocuparme por todo.

Le doy las buenas noches a mi madre, que sigue planchando y llorando y escuchando «Scarborough fair».

La melancolía de la canción me hace pensar en Clareana por un momento, siempre pienso en Clareana un momento, por qué me la tuve que tatuar en el brazo, a la vista, por qué no me la tatué en el culo, o tras la oreja, en algún sitio donde el maldito tatuaje no me tuviese que recordar a cada momento lo que pasó.

Antes de ir a mi habitación saco la cabeza por la puerta del comedor y mi padre está en su sofá de skai, medio dormido delante de la tele, en pantalones cortos y una camiseta donde pone USAP y la senyera, está descalzo y sus pies son de hombre, no como los míos, de niña, y dan Gol a gol. Miro la pantalla bizqueando y veo desdibujada una bandada de Cuellos trotando detrás de un balón, una vez más.

Él se despierta y me dice, de pronto:

—Mira, hemos ganado.

Creo que también va un poco borracho, y el polvo sucio de sus ojos habla de cansancio y penadepadre. Ahora ya no es el berzas de mi padre, porque cuando siento pena por él deja de ser El Berzas de Mi Padre y vuelve a ser sólo Mi Padre A Secas.

Me siento a su lado y me pongo a mirar Gol a gol con él, para evitar tener que hablar, para no preguntar. Él sigue mirando el programa por lo mismo, y porque ésa es su manera de decirme que hagamos las paces.

El comedor huele a melocotones, pero eso no tenía ninguna importancia. Lo he dicho por decir, ahora me doy cuenta.