6 DE JUNIO, SÁBADO

—Rompepistas.

—Qué.

—Que viene Clareana.

Carnaval y yo estamos chupando unos Burmar Flax, introduciendo con ambas manos los polos plásticos en las bocas como si fuesen flautas dulces, sentados en el falso granito de las escaleras del mercado con las botas colgando, cuando vemos a Clareana acercándose. Es sábado de mercado en el pueblo, y las cuatro calles que rodean el edificio están llenas de tenderetes de medias, chufas, ollas, verduras, y todos los vendedores gritan.

¿He dicho Vemos a Clareana? En realidad sólo la ve Carnaval, Clareana cojeando entre la multitud, dando codazos a las señoras, con esos humos que manejan los que se saben capaces de clavarle a alguien un picahielo en la oreja, los que viven sin miedo, ni a los demás ni a sí mismos.

Los andares temibles y bravos de Clareana. Su bam-bo-le-o feroz. Oye cómo va, su ritmo.

Yo entrecierro los ojos como un chino masturbador, y lo único que logro ver es la sombra de un Click, un muñeco borroso despidiendo rayos y truenos y acercándose a nosotros dos a toda velocidad, el sonido de sus tacones haciendo toctoctoctoctoc como el segundero de un cronómetro en una carrera de 100 metros, pies pisando alcachofas y mandarinas pasadas y cáscaras rotas de nuez.

Normalmente la hubiese visto, porque normalmente llevo lupas y, cuando las llevo, veo normal.

—Ya la he visto, imbécil —miento, suprimiendo un escalofrío inesperado.

Carnaval se vuelve y me mira y se ríe, y la lengua dentro de su boca está tintada amarilla del Burmar Flax.

—¿Pero qué dices? Sin lupas no ves nada, bizcocho.

Y agita la mano delante de mi cara como si estuviese limpiando los cristales de un edificio. Dar cera, pulir cera. Dar cera, pulir cera.

Ayer tenía lupas. Ayer tenía unas que iban muy bien, 20/20 en cada ojo, pero las perdí justo antes de empezar a prepararme una pizza casera. Busqué por todas partes, pero no pude encontrarlas, y al final tenía tanta hambre que me puse a comer sin ellas. Cuando saqué la pizza del horno, olía a llanta quemada. Entrecerré los ojos como un chino masturbador y acerqué la cara, y en medio de mi pizza había un montón de plástico blando, como de pizza Ojo de Buey, pero en lugar de huevo era pasta negruzca de gafas, y la bronca de mi padre fue grande, para qué voy a mentir.

¿Y la pizza? ¿Qué pasó con la pizza?

La pizza me la comí después de sacar los dos cristales, bordeando con cuidado la pira de plástico ceniciento del centro. Estaba buena, aunque (a decir verdad) tenía un cierto regusto a suela de bamba en llamas. Mientras comía, mi madre, porque esta vez le tocaba a ella, me gritaba que no cuido nada, y que soy un desastre, y que no ganan para gafas, cap verd.

Todavía no sé cómo fueron a parar mis lupas a la pizza.

No preguntéis.

Clareana se planta delante de nosotros. Ahora sí la veo, ahora que está francamente cerca. El cabello negro pólvora, puntiagudo de puercoespín, en su cabeza ligeramente grande. No: si lo pienso fríamente es enorme, y las orejas de soplillo, de botijo, y los ojos azules de lagarto, siempre envueltos por unas ojeras púrpura que parecen de agotamiento pero son genéticas, ojeras de panda exhausto. Lleva encima una camiseta estrecha de los Damned, mallas rojas rayadas y, rodeándola, un inusual olor a quemado.

¿Olor a quemado?

Huele a pollo frito, y juro que yo no he sido.

Pero entonces veo que Clareana se está quemando nuestro tatuaje de amor con un cigarrillo. Las retinas se le cubren de una capa de agua lacrimógena, por el daño grande que se está haciendo en el brazo.

Clareana se muerde el labio un momento, sorbe saliva con dolor, con un tssssss de serpiente venenosa, y luego dice mirando a Carnaval:

—¿Hay ensayo hoy o qué, tío? —Del antebrazo escapa una fina columna de humo de carne quemada. Carnaval se vuelve hacia mí con el Burmar Flax colgando de la boca, dejando caer las manos, y yo cierro los ojos y asiento con la cabeza.

—A las siete menos cuarto —digo luego, con voz de bocina de bicicleta, ¡meek!, mirándola sin atreverme a mirarla.

—No estoy hablando contigo, paYaso. —Dice la Y mucho más alto, subiéndose encima de ella, alargando el sonido, golpeando la Y, escupiendo la letra, como siempre hacemos todos cuando decimos paYaso, que es el mejor insulto del mundo. Clareana no deja de mirarme con un odio independiente, libre, un odio autogestionado que ya no depende de mis acciones y que amenaza con ser eterno. Y luego lanza un lapo con puntería brutal, Clareana siempre ganaba los concursos de puntería de lapos, y me da en la punta de la bota izquierda.

No, en serio. Chuf, y se queda ahí.

Clareana da una calada al cigarro, fumando por un lado de la boca, Clareana siempre fuma torcido, se cree vampiresa. Luego se da la vuelta y nos abandona cojeando, empujando a ancianas, collejeando a mocosos, dando cabezazos en las barrigas de los hombres hinchados que pasean por el mercado. Se le ha debido de romper un tacón de los zapatos rojos de tacón y ahora va con uno solo por ahí, porque ella es así de bruta, porque quiere, porque puede, qué más le da lo que diga la gente. Deja tras de sí un poco de humo de Correcaminos, humo de estar quemando otra vez nuestro tatuaje de amor.

Saco el Ventolín y le doy dos toques. Psht, psht. Porque padezco un poco de asma.

—¿Todavía estáis así, paYasos? —me pregunta Carnaval, la lengua amarillo melón.

—Que te follen, gordo.

Observo cómo Clareana se va con sus andares de John Silver El Largo y, mientras me limpio el lapo con un envoltorio de chicle, pongo mi cara de jabalí mosqueado: adelanto la mandíbula, con los dientes inferiores por encima de los superiores, mordiéndome un poco el labio de arriba, y expulso aire violentamente por la nariz mientras bizqueo. Pongo la cara de jabalí mosqueado, y pienso: Oh, Dios, cómo odio a Clareana. La odio cantidad.

Lo que pasa es que no la odio tanto como ella me odia a mí.

No preguntéis.

Llamadme Rompepistas. Se lo inventó Carnaval, y ahora todo el pueblo me llama así, todo el pueblo menos mis padres y abuelos, que me llaman normal. Lo que quiero decir con esto es que me llaman por el nombre con el que fui bautizado, no que digan: Sí, éste es mi hijo, Normal.

Normal Pérez.

Así que llamadme Rompepistas. Tengo diecisiete años y una cicatriz de apendicitis en el costado derecho y pies de niña, flacos y finos, con los dedos en escalones mal construidos. Mido 1,70, tengo una buena nariz y colmillos sobresalientes, dos dientes subidos encima de los incisivos a cada lado, como si les estuvieran intentando sodomizar, dos colmillos como perros en celo restregándose contra mis palas, y luego me falta un nudillo en el puño derecho de cuando me rompí la mano pegándole a una puerta. Le di a la puerta porque si no, hubiese tenido que crearle gran dolor a Clareana, porque nos estábamos peleando. Yo y Clareana éramos Los Novios, pero ahora ya no, y ella me odia a muerte, y yo también a ella, pero no a muerte.

No preguntéis.

Sólo llamadme Rompepistas. Rompepistas está bien. No me importaría llamarme siempre así, con la condición de que ningún listo empiece a recortarlo: ni Rompe, ni Pistas. Y, desde luego, al que me llame Pepi tendré que crearle gran dolor.

Llamadme Rompepistas, pero al loro: con todas las sílabas.

De hecho, si lo pienso mejor, por mil pesetas podéis llamarme lo que os dé la gana, soy joven y barato. Rompetechos. Rompehielos. Rompeolas. Rompenecios. También me da igual.

¿Rompepelotas, quizás?

Nací en este pueblo del extrarradio de Barcelona y nunca he vivido en otra parte; este pueblo tiene que responder de muchas cosas.

Un momento. A la descripción de mí mismo que acabo de hacer voy a añadirle una cosa importante: la madre de Clareana, que es intelectual, dice que me parezco a Jean-Pierre Léaud. Esto se pronuncia Jan-Pieg Leó. Es un actor gabacho anémico y de nariz grande, algo cabezón, que sale en películas de Truffaut, me dijo. Esto se pronuncia Trifó.

Cuando me lo dijo, me lo dijo así:

—Te pareces a Jan-Pieg Leó.

Y añadió inmediatamente:

—En feo.

Y se puso a partirse. La madre de Clareana es una madre divertida, y quizás estaría bien que su hija, a la que odio, se le pareciera más. Porque a la madre de Clareana aún le caigo bien, pero el resto de su familia me odia y su padre y hermano utilizan Rompepistas de apellido y de nombre siempre dicen El Maricón De.

Qué le vamos a hacer.

Échale la culpa al boogie.

Lo cierto es que sí me parezco a Jan-Pieg o, como se dice aquí, tengo una retirada a él. Me encanta esa frase: tengo una retirada. Siempre me hace pensar en el séptimo de caballería replegándose tras un ataque indio y el teniente que grita, histérico y manchándose los pantalones: ¡Retiradaaa!

Carnaval es mi mejor amigo de toda la vida y el hijo de cien mil padres que me puso Rompepistas. Me empezó a llamar así hace años, en 1983, nuestro séptimo de EGB, la fiebre del breakdance recién irrumpida en los patios de los colegios. Los dos nos pusimos a bailarlo con dedicación, pero tras unos meses de pruebas quedó claro que nuestros talentos para la danza diferían. Él era el peor breakdancer que he visto en la vida y yo era bueno, quizás sólo por pura comparación, quizás sólo por estar a su lado.

Y bailando, bailando, bailando, tanto bailar y saltar y hacer cabriolas sobre las baldosas del porche, al final adquirí mi nombre: Rompepistas.

Carnaval también es el batería gordito de mi grupo, Las Duelistas. Porque tengo un grupo. Yo soy el guitarra y líder. El Chopped no está en el grupo, tiene otras cosas en mente, como delinquir y romper cabezas y crear gran dolor, pero es nuestro mejor amigo. La bajista es Clareana, que era mi Otra Mejor Amiga hasta que empezamos a ser Los Novios y luego dejamos de serlo, y entonces Clareana me agarró por banda un día y me dijo:

—Como por tu culpa se joda el grupo, te mato, basura. El grupo es lo único que vale la pena después de toda la mierda que ha pasado. Como se joda el grupo, te mato. Te lo juro por éstas.

Y se besó el pulgar, como si en él llevara un crucifijo que no llevaba.

¿Su cara al decir lo que dijo? No era de metáfora. No era una manera de hablar. Lo que quería decir con su cara era que aunque no fuésemos Los Novios, Las Duelistas seguían adelante. Ése era su plan.

¿Hacía falta faltarme así? Bueno, al menos no me ha llamado paYaso, pensé. Porque como dice mi madre: el que no se anima, animal.

—PaYaso.

Dijo. Y luego lanzó un escupitajo que dio exactamente donde ella quería que diese, no lo queráis saber.

¡Retiradaaa!

—Pero ¿dónde vas vestido así, espantapájaros? —me dice mi padre cuando me siento a la mesa para comer. Lo dice partiéndose, pero no conmigo. Se parte contra mí.

Mirad: mi padre es ese de ahí, el que se parece a Robert Redford; pero en feo, que diría la madre de Clareana. Mi madre a veces le llama Brubaker, por aquella película de Robert Redford, y el paYaso de mi padre se lo tiene creído. Y no me extraña: a mi padre las señoras le miran por la calle, porque es casi rubio, un rubio sucio, como de acuarela amarilla manchada con barro rojizo, y tiene algunas pecas y ojos de azulejo y está fuerte porque toda la vida ha jugado al Deporte, y son esos brazos, cada uno de ellos ancho como mi tronco entero, los que maniatan mi deseo de crearle gran dolor parricida cuando me llama espantapájaros.

Mi padre mide 1,87, tiene los ojos oceánicos como Clareana, manos de guante de béisbol, culo de mármol y una mala hostia de salir por patas. Es mecánico de coches en un taller suyo del centro-del-pueblo que levantó con sus propias manos (como dice él), y a mi padre le gustan Creedence Clearwater Revival y cuando se ríe se le cierran los dos ojos y le salen cien patas de gallo como abanicos desplegados en las sienes, que mi madre dice que le hacen interesante, pero últimamente no se lo dice nunca porque mi padre está siempre de bastante mal humor.

—¿De dónde vienes a esta hora? —mi madre se añade al coro. Y veo que están empezando el segundo plato. El tiempo, en el mercado con Carnaval, y con Clareana pegándome lapos en las botas, pasa volando, volando.

Mirad: esa de ahí es mi madre. Es igual que yo, con pechos y media melena, ¿verdad? Es Rompepistas, sólo que en Din A3 y de otro género, nos lo dice todo el mundo, igualito que tu madre. Y vale, que sí, pero yo pienso: ¿No se pasó un poco Dios al coger toda la herencia de una sola fuente?

Quiero decir: que es injusto.

Quiero decir: que preferiría parecerme más a mi padre, vamos.

Como dice la madre de Clareana: «Yo que tú me quejaría donde Dios, Rompepistas».

Y un día lo haré. Un día lo haré, no jodas.

Mirad esto: mi hermana pequeña se parte de risa, sólo que ella lo hace conmigo. Se llama Gilda, y tiene diez años y es muy inteligente. Yo creo que es superdotada, incluso, porque a veces dice cosas de persona más mayor, y puede hablar otros idiomas, y saca las mejores notas de su clase sin pegar ni golpe ni ser una cursi. Mi hermana está mirando Els Barrufets por la tele, y la pantalla está llena de enanitos azules con colita y barretina blanca andando divertido y apresurado y comiendo zarzaparrilla, que no sé lo que es, pero no pinta muy bien. O quizás soy yo, que sin lupas no veo tres en un burro.

—Estaba en el mercado —digo. Haciendo el trilero con las costillas de cordero que me ha puesto delante. Intercambiando sus posiciones alrededor del plato, tratando de embaucar a mi público.

—¿No tienes hambre? ¿Que has comido algo? —me pregunta mi madre, y yo le digo que no, y pongo mi cara de tener una sardina viva metida en el culo: ojos bizcos, cuello estirado, boca de piñón en forma de o minúscula, boca de sorpresa y shock, casi sonriendo para que vea mi lengua, violeta del Burmar Flax. Gilda se parte, y sigue mirando los pitufos. Mi madre trata de no sonreír, pero no le sale muy bien.

—Vigila —dice mi padre, señalándome con el dedo índice y perdiendo los nervios. No he visto tío que pierda los nervios más rápido que mi padre.

Mi hermana apaga los pitufos, y andamos los cuatro sobre la cuerda circense del silencio cáustico, y siempre que hay un silencio en esta mesa la conversación deriva hacia esto.

Hacia mi ropa, quiero decir.

—Te juro que la próxima vez no te dejo salir de casa —me dice el berzas de mi padre.

—Eso habrá que verlo —le digo yo entre dientes, ultrabajo, hablando con las costillas de cordero. Pero no lo suficiente bajo, aparentemente, porque mi padre me responde, perdiendo los nervios aún peor.

—¿Cómo dices? ¿Qué has dicho? Repítelo, venga. —Desde ayer está más tenso aún, desde que me hice la pizza de gafas, no le culpo.

Nada, digo yo, como todos diríais si tuvieseis delante a un señor con esos brazos, y que encima acaba de pagar una factura desproporcionadamente grande en la óptica por vuestra culpa. Y sigo mirando a mis costillas de cordero, que podrían perfectamente ser zarzaparrilla por lo poco que me apetecen.

—Vamos a tener la fiesta en paz —dice mi madre con pinzas pequeñas de las de arreglar pestañas, lo dice suave porque mi padre ya ha perdido los nervios del todo y empieza a buscar si tengo cosquillas. Que si pareces un personaje de tebeo, que si doy risa, que si con esos pantalones parezco Pepito Vadecurt.

Quienquiera que sea Pepito Vadecurt.

Mi hermana ya no se parte más, porque mi madre ya ha empezado a decirle a mi padre que me deje tranquilo, y yo ya le acabo de decir a mi padre, esta vez mirándole a él, que le zurzan, y él ya se ha levantado y me ha dado un empujón no muy fuerte, yo me había puesto en pie, y he perdido el equilibrio y he rebotado contra un armario y ha saltado volando un gallo Recuerdo del Algarve que sirve para medir la humedad del aire; y todo junto, gallo y paciencia de mi madre, ha caído al suelo hecho serrín.

Me voy con los gritos de cola, cerrando la puerta del comedor, mientras mis padres empiezan a insultarse con insultos de los que cortan y no llegan a cicatrizar nunca, insultos hemofílicos, y mi hermana pequeña llora que llorarás sin que nadie le preste un poco de consuelo.

Ésta es mi vida.

¡Retiradaaa!

Mi ropa. Mi ropa es un importante detonador de indignación del berzas de mi padre. Otros factores son la homosexualidad de otros, la falta de dinero de uno mismo, los forasteros (como dice él) y cada vez que su equipo de Deporte pierde.

Lo de mi ropa, sin embargo, nunca falla.

Eso, que quede claro.

Puedo dar ejemplos reales; de mi ropa, de la que llevo hoy.

Mirad: una camiseta roja, con dos sietes transversales arañados en el pecho, dos sietes hechos queriendo con las tijeras de coser de mi madre, dos cortes que parecen el guantazo de un bicho grande. En el centro de la camiseta pone, pintado por mí con tinta negra: LAS DUELISTAS.

Y una chupa de cuero con cremallera y el parche de un leopardo enseñando la dentellada en la espalda, una chupa que es casi igual que una que tenía Iggy Pop cuando estaba en los Stooges, lo he visto en fotos. Era de Carnaval, pero me la regaló cuando empezó a ponerse gordito y ya no se la podía abrochar. Yo le dije al culón que a lo mejor le convendría parar de comerse tres chuchos de crema cada tarde en lugar de empezar a regalar chaquetas, pero no me escuchó y se fue corriendo a la churrería de delante del colegio de curas.

Y llevo también cinco chapas en la pechera de la chupa: The Clash, The Vibrators, The Jam, Generation X y una tamaño plato sopero que dice LAS DUELISTAS.

Y llevo unos pantalones de torniquete negros, estrechos como tuberías y que me dividen las pelotas como si fuesen dos cerezas. O dos castañuelas. Y que cuando me siento hacen que enseñe una parte de raya de culo. Eso me gusta, y mi padre lo odia particularmente. Mi rabadilla en su cara.

Y luego: botas militares. En el talón he pintado dos rayas con Tippex.

Y además: el cabello rapado al cuatro y de color rubio. Me lo teñí con agua oxigenada, eso también sacó de quicio a mi padre, cuando fue a ponerse unas gotas en una herida de hacer Deporte y todo el desinfectante estaba ahí arriba, en mi cabeza.

Y todo esto teniendo en cuenta que no sabe nada de mi tatuaje de amor con Clareana, porque llevo un mes saliendo de la ducha con camiseta para ocultarlo.

Cuando se entere, se va a armar la gorda.

Lo veo.

En el cóctel de su disgusto podemos añadir unos cuantos factores más, antes de sacudirlo: que dejé los estudios recientemente (o me los hicieron dejar, no preguntéis), que no tengo un empleo porque nunca he querido tener uno, que hace unos días me cociné mis lentes de visión al horno y que soy todo lo contrario de lo que él esperaba de mí: un enclenque afeminado y narizotas que jugaba al Deporte de pena y que cateó todo lo cateable.

Y que, encima, es punk.

Échale la culpa al boogie.

Lo que quiero decir con todo esto es que le he decepcionado y lo sé, y eso me rompe el corazón. Desearía tanto ser todo lo que él soñó. Lloro a menudo, calibrando la escala de desencanto y vergüenza que planté en su supradesarrollado corazón de toro bravo.

Sí, seguro. Que os lo habéis creído.

Si no le gusta que se joda.

—¡Pol Pot eshtá shuelto!

Llamo a la puerta del cuarto de mi hermana, pompom, y mi hermana me grita para avisar de que su cobaya está fuera de la jaula. Su cobaya se llama Pol Pot, como el majara aquel de Camboya.

No preguntéis.

No tengo ni idea de dónde saca esas cosas.

Cuando entro, mi hermana está sentada en el suelo, jugando con sus Barbies masacradas. Unas tienen las caras pintadas de payaso, otras la cabeza afeitada, como si fuesen un grupo de yonquis suburbanas con disfunciones alimenticias, y con ellas está un Ken que lleva el cabello rubio como yo y al que ella llama Rompepistas, y que está mucho más bueno y tiene mucho más éxito que el de verdad. Aunque sea entre Barbies destrozadas e insalubres.

Aquí están, mirad: mis groupies de plástico.

Y mi hermana, que mide 1,50 y es rubia, rubia, y (ella sí) se parece a mi padre. Le gustan Vanilla Ice y La Estrella Misteriosa de Tintín, y está enamorada de uno de los subnormales con tupé de Sensación de vivir. Odia la cebolla en cualquiera de sus formas. Le encanta jugar a la goma, y siempre salta cantando con la respiración entrecortada:

Soltera, casada, viuda, monja, enamorada.

Lo sé porque a veces le tengo que aguantar un extremo de la goma yo, y me río si le toca monja y ella me dice que soy tonto de remate y que cierre la boca y tense un poco más la goma, pillado.

Ahora tiene los ojos un poco rojos, pero es de haber llorado.

—Eh —le digo, como saludando. De fondo suena el «Ice, Ice, Baby».

—¿Tu creesh que she van a divorciar? —me pregunta todavía con serrín de sollozos en los pulmones. Gilda, por si algún zoquete aún no se había dado cuenta, habla con la eshe. Es muy gracioso.

Quiero decir: graciosho.

Del comedor ya no salen gritos, pero podría ser que estuviesen en el intermedio. O que se hayan matado ya a barrazos de pan.

—Qué va —le digo. Por entre las piernas me pasa de golpe una cobaya grande como un tejón, que casi me mata del susto. La cobaya da dos brincos y se sube a la cama, y nos mira moviendo el hocico y levantando las orejas garbanzas.

Yo pongo mi cara de cobaya clásica: nariz arrugada y en movimiento nervioso, dientes fuera y masticando el labio inferior, boca pequeña, sonido de ñac-ñac-ñac. Y le digo a mi hermana, poniendo voz de cobaya repelente:

—¿Estás segura que eso es una cobaya? Es enorme, joder. Nunca he visto una cobaya con elefantiasis.

Luego hago un par de pasos de baile de Vanilla Ice, que es bailar sacudiéndote como si tuvieses cangrejos de río aferrados a tus bolas.

—¿Qué eresh tú, cobayólogo? —Y me tira una Barbie a la cara, partiéndose—. Pol Pot esh una cobaya de tamaño normal, y tú eresh un idiota gigante. —Y luego coge al Ken Rompepistas y empieza a golpearle la cabeza contra el canto de la cama diciendo Toma, Toma y Toma Capullo, y luego, volviéndose a partir, le arranca la cabeza móvil y me la lanza—. Por meterte con Pol Pot.

Jesús.

Estoy a punto de salir por patas de casa cuando mi madre me llama por mi nombre real. Casi nadie me llama ya por mi nombre real, por mi nombre de niño, porque ya no soy aquel niño; aunque nadie parezca entenderlo aquí, en esta casa.

Sacando la cabeza por la puerta del comedor me hace una señal de Ven aquí.

—No hagas ruido, que tu padre está durmiendo —me susurra. Eso significa que han vuelto a reconciliarse.

Pongo cara de que me da igual si duerme o muere. Mi madre mueve la cabeza con reprobación.

—Ay, cap verd. ¿Dónde vas?

—Por ahí.

—¿Vas a ver a Clareana?

Creía que había quedado claro que ya no se hablaba de Clareana. Clareana es terreno tabú, cementerio indio, campo de minas antipersona.

Y esa persona da la casualidad de que soy yo.

Nunca lo dije en casa, asumí que el silencio de fondo del mar que se instalaba en mi boca cada vez que preguntaban sería suficiente. Pero mis padres, los padres, nunca entienden nada.

—No, voy a casa de Carnaval.

A mis padres no les gusta mucho Carnaval. Opinan que es un maleducado, un guarro y un bestia. Y tienen razón; me encanta Carnaval. Además, es forastero, que es como mis padres llaman a los que no pertenecen a este pueblo del extrarradio desde el mismo día en que Dios lo creó, moldeándolo (esto es una teoría mía) a partir de un montón de estiércol porcino. Este pueblo tiene que responder de muchas cosas.

—¿Y qué pasa con Clareana?

Eso digo yo, ¿qué pasa?

Lo que pasa con Clareana es que a mis padres les gustaba que fuese mi novia. Por tres razones.

Por el padre de Clareana, que parece el tenista Ivan Lendl, nariz torcida y cabeza de melón y pómulos tallados, y también juega al Deporte y es amigo de mi padre.

Por la madre de Clareana, que es la que me llama Jan-Pieg Leó En Feo y que es intelectual y extrañamente amable conmigo, y mi madre la considera una persona distinguida, que según su escala de valores es lo más alto que alguien puede aspirar a ser. Eso, y limpio.

No me extraña que no les guste Carnaval.

Por último: pese a sus modales frenopáticos, respuestas insospechadas de persona enferma y conversión fatal al punk, paralela a la mía, Clareana les caía bien.

Decían que hacía para mí.

Lo que quiero decir con todo esto es que Clareana y yo nos cargamos, con una trituradora mecánica y un gancho de despiezar carne, su sueño sureño de los dos hijos de familias amigas, dos niños que han jugado juntos toda su vida, que al crecer se hacen novios y se casan en una gran boda conjunta en la glorieta del parque. Qué bonito.

Sólo que no.

Eso se acabó, y lo único que tenemos como prueba de todo aquello son un par de tatuajes baratos y secretos, y además uno de ellos está desapareciendo bajo las cenizas del cigarrillo de Clareana, y de los recuerdos colindantes no quiero ni hablar porque lo que me interesa en estos momentos es borrarla de mi cabeza, frotar duro hasta que salga, frotar y frotar, dar cera, pulir cera, limpiar hasta que se nos olvide primero lo hermoso, y luego también lo que hizo que dejara de serlo, el «toda la mierda que nos ha pasado» que me dijo aquella vez que también me amenazó de muerte y no era en broma.

Pero todos estos detalles ni mis padres ni los suyos los saben. Sólo saben que ya no salimos juntos, y creen que seguimos siendo amigos, y eso les preocupa. Eso les preocupa.

¿Cómo voy a contarles La Verdad? Mi madre me ha intentado sonsacar mil veces La Verdad, pero La Verdad, con mis padres, jamás sale de mi boca, antes la muerte que el deshonor.

Aunque, a decir verdad, puedo aguantar bastante deshonor antes de precipitarme a escoger muerte.

—A Clareana la veo luego. Hemos quedado a las siete menos cuarto, mamá.

Esta vez no me ha hecho falta embaucarla. Realmente la veré luego, porque tenemos ensayo de Las Duelistas, y sólo de pensar eso me entran ganas de vomitar un chorro de vómito que me levante del suelo como un propulsor de cohete y me saque de aquí, de lo que me pasa.

—Dale un beso de mi parte —me dice.

—Antes beso amorosamente el culo de una rata —le contesto—. Antes le pego un lametón al muñón de un enfermo en una leprosería. Antes morreo a un zurullo que besar a esa reina de las putas venéreas.

Ya me gustaría.

En realidad no contesto nada de eso. Pongo cara de maniquí y cierro la boca y me largo después de recolocarme los testículos, que ya tenía a medio tórax por culpa de estos pantalones estrangulados. Adiós, mamá.

Pero no me largo. No me largo aún porque no puedo. Porque, antes de irme, mi madre me agarra del brazo con firmeza y, señalando a mis pies con el dedo índice de la otra mano, insiste:

—¿Vas a salir con eso?

Y dale.

Eso son mis botas rotas, rotas y pintarrajeadas con dos rayas de Tippex y hechas fosfatina y polvo de galletas.

El berzas de mi padre y mi madre no están solos en su opinión de eso. ¿Si haces una encuesta, preguntando a cien padres cómo no les gustaría que fuera vestido su hijo?

La respuesta unánime es punk.

O panki, como dicen ellos.

Me deshago del agarre de mi madre, elevo los índices al cielo, balanceándolos como metrónomos que dicen no, y agito los brazos y muevo la cabeza a ambos lados, poniendo cejas Groucho, y pego las rodillas y columpio alternativamente un pie y el otro.

Oh, Charlestón. Cómo alegras mi corazón.

Y le canto: Ma-ma, cóm-prame unas bo-tas, que las tengo ro-tas de tanto bailar. De tanto bailar. Y mi madre se ríe, mientras le canto: de tanto bai-lar.

La bulla de la peluquería, la oigo desde abajo, casi desde la esquina. De las dos ventanas abiertas de la peluquería de la madre de Carnaval emerge a empujones un jaleo hecho de música y gritos confusos de gente que intenta pelear, cantar y rapar. Coser y cantar. Rapar y cantar. Pegar y cantar. Y ese ruido humano y alegre y burro se defenestra sobre toda la calle, desemboca como un afluente sobre las aceras grises, te alegra como te alegra oír cantar a alguien en una habitación contigua, eso alegra siempre, no hay nada mejor.

Sobre las ventanas, un cartel pasado de moda con el dibujo de una señora de perfil peinada con rizos al viento, impasible a pesar del huracán en su cara, y las palabras: Peluquería Paqui. Salón de Belleza.

Desde abajo les oigo cantar. El Coro de los Niños de San Ildefonso, solo que cariados y sudados y con calcetines ennegrecidos y pantalones lejiados y unas voces asfixiadas de desespero: Cause a pressure drop, oh pressure, oh pressure drop!

Sólo que cantado en el peor inglés que he oído nunca.

—Eh, paYasos —grito, amplificando con las dos manos, que es un gesto inútil y lo sé. Luego saco el Ventolín y le doy un toque. Psht.

De una de las ventanas sale el Chopped, que me sonríe con esa bocaza inmensa y perfecta de modelo de ropa interior, de felino depredador, y lanza el cráneo hacia el interior de la peluquería, como el que da un cabe.

—Eh, Rompepistas. Sube, tío.

Cuando subo, me recubre el familiar olor de la casa a laca y apio y calzoncillos y cigarros y humedad y pedos, me lo pongo como un poncho, me embadurna como bronceador barato. La laca es de la peluquería; para lo que falta supongo que cada uno pone su granito de arena. En el Salón de Belleza están los diez, ignorando la supuesta belleza del salón. Y, al verles a todos allí, juntos, pienso en una jauría de ratones inestables, hámsters de anfetamina, roedores antisociales encerrados en una jaula demasiado pequeña con los barrotes demasiado resistentes, víctimas de crueles experimentos de supervivencia y adaptación al entorno.

Perros de Pavlov. Perros de pueblo. Perros de pajas.

Los Skinheads por la Paz.

Los Skinheads por la Paz son el resto de mis amistades.

El que hace que baila por la peluquería como si estuviese paseando por la luna es el Pachanga. «Lo que me gusta es la pachanga total», dice siempre, y sigue con su paseo lunar. El que se está comiendo un polo Drácula y tiene los labios negros y le resbala la nata por los dedos es el MD; le llaman así por las notas. En una de las sillas está el Sutil, torso pálido desnudo y toalla sobre los hombros, telaraña deshabitada de tinta en el codo izquierdo. Le llamamos Sutil en broma; en realidad es un ceporro. Detrás de él, con la maquinilla en la mano haciendo bzzzzzz, está el Puños, cortándole el cabello. Colas de zorro caen al suelo, flotando unos instantes en el aire, el cabello caído del Sutil que forma un sotobosque en las baldosas de la peluquería. El Puños, antes llamado Puños de Gelatina, también conocido como Puñitos de Blandiblub, alias Grandes Puñitos de Niñata, es uno de mis favoritos. Cerca de la ventana, en el coro de cantores, están el Bomba (de Bomba Fétida), el Jejé (por la risa), el Pimienta (no tengo la menor idea) y el Antología (ni idea tampoco; un día se lo preguntaré). Están cogidos de los hombros y gritando, las bocas bien abiertas y el acento bien pisoteado. Y sacudiéndose el cráneo delante del espejo, porque acaban de raparlo, está el Peligro (no preguntéis).

Son un grupo: raza mezclada, futuros agrios, ropa estrecha, cabezas cicatrizadas que es imposible peinar por falta de materia prima, telarañas de tinta grabadas en los codos, botas ro-tas. Un grupo que sólo tiene sentido como grupo, como hormigas, un haz que es más rígido que cada una de las ramas, una bandada de pájaros que se mueve por instinto, por inteligencia (¡ja!) común.

Ahí van, nunca solos. Cuando lo hacen, la gente con la que se cruzan les pregunta con gran perplejidad dónde están Los Demás. Los Demás.

Los Demás.

Porque Los Demás están siempre allí. Su colchoneta donde caer amortiguado, su familia siamesa, unidos por los culos pero cuidado: las manos libres, para beber y dar bofetadas. Y cuando cantan, parece que sólo haya una boca. Pero cuando hablan, parecen cien. Todos charlan a la vez, y nadie sabe hablar bajito; ni hacer nada bajito, de hecho.

Otra vez, todos juntos. Siempre juntos, por lo que pudiera pasar ahí fuera: Cause a pressure drop, oh pressure, oh pressure drop!

Cuidado: su nombre es irónico. La paz no les interesa. A no ser que se trate de Paz, la panadera de las peras grandes que trabaja en la misma calle de la peluquería y que el Chopped se folló una vez encima del capó del Peugeot que le había prestado un amigo, delante de la ermita de la montaña del pueblo. Un coche con el capó abollado desde entonces y que, cuando Chopped lo ve aparcado por el pueblo, es un recordatorio heroico de su conquista. Un Peugeot que se pasea por ahí con la forma del culo de Paz hundida en el capó.

Si pudieras hacer moldes de escayola a partir de ese capó, lo que te saldría es una perfecta reproducción del culo de Paz.

Per-fec-ta.

A Paz también la llamamos la Zapato, por lo de que es más tonta que un, pero eso es otra historia.

Los intereses reales de los Skinheads por la Paz son, antes de que se me olvide: la juerga. La bebida. La destrucción de propiedad privada, a veces. El vandalismo, ocasionalmente. El fútbol, dependiendo de quién juegue. La música de jamaicanos viejos. Berrear por la calle esa maldita música de jamaicanos viejos. Y si se empeña alguien, si algún listo insiste, crear gran dolor.

No en este orden.

Las chicas no salen en la lista porque, para ellos, aunque no para el Chopped, Las Niñas Son Tontas; y lo dicen así, como un dogma de fe. Para mí también lo eran, todas menos Clareana, hasta el día en que dejaron de serlo, un día que recuerdo perfectamente: el día en que las niñas dejaron de ser tontas.

En todo esto me dejaba al Chopped, no porque no fuera importante, sino por todo lo contrario. Me lo dejaba como uno se deja el huevo del centro de una pizza (cuando no sustituye a unas lupas) porque el huevo es lo mejor y lo guardas con deferencia para el sabroso final.

Mirad: el Chopped mide 1,83 y su cuerpo es un reloj de arena. Hombros GRANDES cintura mínima piernas GRANDES. Pecho de Mazinger Z. Cuello, no tiene: parece que lleve un yelmo, y las orejas mínimas se unen a la clavícula en línea recta.

El Chopped es el hijo de un borracho que a veces le ponía la mano encima a su madre hasta que un día, cuando el Chopped acababa de cumplir quince años, paró de hacerlo porque el Chopped le aplastó el metacarpio de un pisotón y le hundió la nariz dentro de la cara como el que le da la vuelta a la tetina de un biberón. Flop. Su padre va suave, suave, suave por la vida ahora; una nueva lección para los que dicen que la violencia no resuelve nada.

No, seguro.

El Chopped lleva cuatro tatuajes: un skin crucificado en el brazo izquierdo, un tigre en el derecho, un casco de troyano en el pectoral izquierdo y una lágrima minúscula al lado del ojo izquierdo, una lágrima que quiere simbolizar su pena por esta vida de mierda sin que él tenga que usar palabras. Chopped prefiere las acciones a las palabras. Trabaja en una rectificadora, lleva siempre tejanos azules estrechos salpicados a propósito con lejía, y tirantes finos, y a menudo una camisa a cuadros chillones. Chopped es un tío dulce hasta que alguien empieza a buscar con vehemencia si tiene cosquillas, entonces se ve obligado a crearle gran dolor.

Al Chopped lo han detenido más veces que a todos nosotros juntos, y por algún milagro no le han pillado nunca haciendo algunas de esas cosas que hace (cosas que ni yo, ni Carnaval, ni Clareana queremos saber), porque si se enteran de que fue él, va a la cárcel seguro.

No preguntéis.

El Chopped, como dice mi madre, acabará mal.

El Chopped lleva siempre encima un yoyó de la suerte que sube y baja, ¡zim! ¡zum!, mientras te está hablando, distrayéndote bastante hasta que te acostumbras, y le conocemos del barrio de siempre, los cuatro, CCCR, jugábamos juntos al Bote y a Verdad y Acción, éramos muy amigos y aún lo somos.

Quizás el Chopped acabará mal, pero de momento ahí está, con su cuerpo de clepsidra, aguantando el peso del mundo como un Atlas de clase obrera, chasqueando los dedos, el fresco del barrio, líder de la pandilla y de momento: libre.

Y que dure, y que dure.

¡Zim! ¡zum!

—Eh, ¿y las gafukis, nen? —me pregunta el Chopped, levantando la vista de un ¡Hola! que estaba hojeando.

La bulla de la peluquería cesa de repente.

Mirad: todos llevan la cabeza rapada al tres, todos nucas al uno, como presidiarios antiguos, prisioneros de guerra represaliados, como niños con piojos, como enfermos, locos del manicomio. Su falta de cabello está llena de símbolos de desposesión. Porque a los que viven en el arcén, como dice el Antología a veces (cuando se pone borracho y solemne), las melenas sólo les estorban.

Y siempre se rapan aquí, amigos de toda la vida, del barrio, y a la Paqui no le importa porque el pelo lo barren ellos mismos, pobres pero limpios, y siempre hay muy poco que barrer porque se lo cortan compulsiva, nerviosamente, algo que hacer por las tardes. Sansón al revés, y sin Dalilas. En sus felpudos craneales de recibidor está su fuerza.

Alguien pulsa el STOP del radiocassette. Cause a pressure drop, oh pressure, oh pressure drop CLAC!

Y todos me observan, paralizados como ciervos ante los faros de un camión.

Mis lupas. No me queda otra opción que contarles lo de la pizza. Pongo la cara de tonto del pueblo —labio inferior torcido hacia un lado y montándose por encima del superior, mandíbula hacia fuera, ojos bizcos y casi en blanco, y con las dos manos me pongo las orejas de soplillo y emito un ¿Hu?— y luego les cuento lo de las gafas calzone.

¿El estruendo que se arma cuando he terminado, los gritos y las carcajadas? Dresden debió de ser así. Todos me collejean y empujan, y luego se empujan entre ellos, y casi empieza un pogo, que termina cuando el Chopped grita Dejadlo ya, paYasos.

—Qué pimpinelas eres, Rompepistas —dice el Jejé, apartándose de mí después de apretarme un pezón por el siete de la camiseta.

—Aich, coño, para.

—Rompetechos —dice el Sutil, la toalla aún en los hombros y el pecho desnudo, dándome un nuevo collejón que suena plonch.

—¿Cómo lo ves, Míster Magú? —añade el Bomba, enseñándome el puño con el dedo anular extendido hacia arriba—. ¿Cuántos deditos hay aquí?

—Uno, en el coño de tu madre —le contesto, y el Bomba hace como que viene a matarme en broma, gritando Agarradme que lo mato, pero en broma.

—Anda, pírate de aquí, atrapao —dice el Peligro, que me empuja, pero no en serio, porque en serio me echaba por la ventana. El nombre le viene de cosas como ésta.

—Qué mongol —dice el Pachanga, que aún está riéndose y golpeándose las rodillas como si apagara un fuego pequeño, y ya no baila su baile lunar—, el Bizcochito.

—¿Cómo eres tan apollardado, Rompeolas? —pregunta el Pimienta con los brazos en jarras, dice apollardao, pero es retórico. Creo que ya saben todos por qué tengo que ser tan apollardao. Desde lo de Clareana que no toco ni cuartos ni horas, que diría mi madre.

—Vaya pajero —tiene que decir el Antología, y lo dice haciendo el gesto agitador de puño que universalmente significa Hacerse Millones de Pajas, el gesto que parece que sea agitar unos dados de parchís pero que significa que te haces cientos de miles de pajas.

Yo le empujo, y él choca contra el MD, que del empujón suelta el Drácula a medio comer y éste se aplasta en el suelo con un ¡chep! y el MD jura y el pogo vuelve a empezar. El pogo nunca para. El Chopped y yo nos vamos al bar de abajo, el Provi, a buscar a Carnaval, que está allí embotellándose con su familia, y alguien pulsa el PLAY a nuestras espaldas. Pero casi no se oye porque todos empiezan a cantar a grito pelado. Cause a pressure drop, oh pressure, oh pressure drop!

Gritos Pelados, eso es lo que son. Gritos Pelados y nada más. Gritos sin adornos, sin lazos, sin decoración: lo que ves, es lo que hay. Lo tomas o lo dejas.

Carnaval y yo nos conocimos en el colegio, en EGB. Los dos íbamos a los curas del pueblo porque nuestros padres, sin ser nada católicos, querían asegurarse de que recibíamos una buena educación. Así que nos metieron en los curas, curas progres, y esto sí es un oxímoron grande.

Curas Progres, que es como decir Fuego Amigo o Lepra Apetitosa o Nazi Simpático.

Nuestros padres nos metieron sin preguntar en un lugar donde teníamos que confesarnos una vez a la semana, ir de convivencias a seminarios de curas, dar clase de religión y, cómo no, ir a misa.

¿Qué tipo de misa era? ¿Qué tipo de curas eran? ¿Qué especie? ¿Qué marca?

¿Importa?

Jesuitas, franciscanos, salesianos, dominicos, todos la misma cosa. Todos la misma basura.

Nuestros padres nos metieron en aquel lugar lleno de esquinas y silencio y zapatos adultos que hacían eco por los pasillos, un edificio en forma de trapecio y cara de bloque comunista y persianas color diarrea de paloma, y paredes de baldosas verdeocre, y urinarios repugnantes con cagaderos de agujero y acelerador y papel de lija, de vidrio, para los culos, y una iglesia de las que construían en los setenta, moderna y deprimente y llena de estatuas con formas poliédricas que daban miedo. El Mundo Bizarro de Superman, pero en santos y santas y cristos.

Y curas por todas partes.

Curas Progres, que es como decir Vómito Sabroso, o Sífilis Encantadora. Curas barbudos, curas con chándal, curas con chirucas, curas con guitarra, curas con aliento de madriguera de ave carroñera africana, curas con respiración de catacumba, rojo el iris y negras las intenciones.

Pero todos: curas cabrones.

Allí fuimos a parar los dos, Carnaval y yo y nuestros dos infantiles culitos imberbes.

Carne de cañón.

Échale la culpa al boogie.

O mejor: a mis padres. Échales la culpa a mis padres, que eso no se lo perdono. Ni loco, vamos.

¿Dije antes que el colegio era sólo para niños?

Niñas no.

Mi éxito con las mujeres es un perro raquítico y disenteroso y ciego de un ojo, desdentado de puro anciano, una oreja masticada y retorcida, que gime dentro de una casa en ruinas con los muros llenos de pintadas guarras y esvásticas y quemaduras de mechero y páginas arrancadas del Lib en el suelo y charcos y en la esquina de una habitación sin ventana un colchón con los muelles destensados y manchas de semen y vómito y por todas partes un intenso olor a orina y mierda y humedad y yeso viejo y cañerías atascadas y paños mojados.

Mi popularidad y mi saber hacer con el sexo opuesto son ese perro esmirriado, enfermo, diarreico y abandonado.

Si algún día tengo que ponerle un pleito a alguien por mi éxito con las mujeres, por el estado lamentable de ese chucho asqueroso, no me voy a volver loco buscando. No voy a tener que ir a muchos psiquiatras. Sé de dónde viene todo, no me jodáis.

En todos los sitios hay alguien que manda, y en los curas del pueblo mandaba el padre Pío. La sola mención de su nombre nos llenaba de terror y, si tengo que ser sincero, aún nos acojona un poco. Todo tipo de rumores circulaban sobre él, algunos de ellos ridículos: que una vez había colgado a un niño de la oreja en el techo con una chincheta, que nunca dormía, que podía oír a distancia y que, cuando se enfadaba, uno de los ojos se le ponía de un color distinto.

Este tipo de rumores pasaba de generación en generación, de clase en clase, de los niños mayores a los más pequeños y asustadizos, de primero y segundo hasta octavo, aumentando gradualmente en cada intercambio. A día de hoy se debe de estar diciendo que tiene cola de cabra, imagino, que su madre era una zombi bicéfala, que tenía el poder de resucitar a todos los curas muertos, que era el hijo de Elvis y Franco, qué sé yo.

El padre Pío era el director del colegio, así que su maldad era omnipotente, omnipresente, pero no siempre cercana. Le veías patear zancudo por el patio con su barba de chivo, sin bigote, como un perverso Abraham Lincoln, su cabello blanco con raya lateral, sus dientes delanteros de excavadora montados sobre el labio inferior, las manos cruzadas tras la espalda chepada, sus ojos minúsculos y escrutadores.

Aquellos ojos, a los que no se les escapaba nada y que a la vez nada entendían.

¿Sabías que ayer decapitó a un niño de sexto A lanzando una escuadra? Y que hacía un mes había matado a sillazos a la madre de alguien en una reunión de padres y alumnos en el claustro de la APA. Te habían dicho estas cosas. Alguien las murmuró entre dientes en el meadero. Pásalo, te dijeron.

Pero, si no tenías mala suerte, durante los primeros años su vileza no te salpicaba directamente. Los días de misa le veías en el altar, entonando el Confiteor, el Mea Culpa, que era como su Número 1 del Hit Parade del cristianismo. Cómo le gustaba esa canción. Y cuando te llevaban a su despacho por algo, sabías, te habían contado en el meadero, alguien te había susurrado en el patio, pásalo, que, justo antes del castigo, justo antes de que el padre Pío te creara gran dolor, venía el Confiteor, que cantabais juntos:

Yo, pecador me confieso a Dios todopoderoso.

Y luego:

Que pequé gravemente de pensamiento, palabra y obra;

por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

Y, entonces, un día, te tocaba el padre Pío de tutor. Generalmente en séptimo de EGB. Estaba cada día en tu clase, y además era el profesor de religión, y el de música.

Su cara de Lincoln del infierno escrutándote de cerca día a día, su aliento dulzón a galletas y cortados fríos en tu nuca, sus ojos vivos de dragón observándote desde la pizarra, sus ojos brillantes y baratos y falsos como fragmentos de pirita, igual de muertos.

Lo que quiero decir con esto es que si eras un poco rebotado, si eras un poco deslenguado, si decías palabrotas, si eras chistoso, si le tenías poco respeto a la autoridad, si no te acababas de creer lo de la Santísima Trinidad y, especialmente, lo de María, siempre virgen: séptimo de EGB no iba a ser tu mejor año.

Séptimo de EGB era donde todas esas desviaciones se rectificaban. Y toda esa curvatura moral, toda esa disipación de las costumbres, se modificaba al estilo fragua, como el que trata de enderezar acero bruto.

En caliente, y a martillazos.

Sólo éramos niños, pero en séptimo de EGB, de algún modo, los martillazos te hacían un poco hombre.

Sólo éramos niños, y él era EL MAL. ¿Qué podíamos hacer ante EL MAL?

Carnaval y yo éramos amigos, pero el padre Pío nos hizo hermanos. Supongo que eso es algo que deberíamos agradecerle.

Llegó séptimo de EGB, y los dos sabíamos, él sabía, todo el colegio sabía, que estábamos en su punto de mira desde el primer día. Había hecho de nuestra rectificación moral su principal prioridad. Las dos cabezas que el padre Pío quería de veras colgando en su despacho eran la de Carnaval y la mía, trofeos de safari cristiano, clavos a remachar, Vidas Ejemplares, Castigos Ejemplares.

Quería oír el Confiteor de nuestra boca y, lo que es peor, lo quería oír sincero.

Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

¿Qué posibilidad había de que eso sucediera? ¿Qué infinitesimal número de probabilidades había de que Carnaval y yo confesáramos lo que habíamos hecho, y que encima le pidiésemos al padre Pío y a su Dios y a EL MAL que nos perdonaran, y que encima lo hiciésemos de corazón?

Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.

Ni una posibilidad, había. Y él lo sabía tan bien como nosotros.

—En una situación límite, ¿cuál de estas cuatro cosas harías, si te obligaran a escoger una?

  1. Chuparle a alguien la polla
  2. Comerte los mocos de alguien
  3. Comerte tu propia mierda
  4. O beber los meados de una tía.

Carnaval está en la barra del Bar Provi, rodeado de sus dos hermanos gemelos y de su padre; todos embotellándose. Su padre lleva una camiseta Limpieza de Alcantarillas J. MONTOYA con el dibujo de un camión en el pecho, y bambas J’Hayber, y los hermanos llevan chándales Meyba del Barça y peinados de casco cartaginés, escoba arriba y tobogán peludo en la nuca. Por la televisión están dando Estadio 2, un partido de Deporte; lo veo de reojo sólo entrar y me sitúo de espaldas a la pantalla. El Chopped, que venía conmigo, se ha puesto a hablar con los hermanos y el padre de Carnaval, y el cuestionario que acabo de mencionar es la manera que Carnaval tiene de empezar conversaciones. Siempre ha sido así, desde que éramos niños, ya me he acostumbrado.

—No sé, tío —le contesto, riéndome de medio lado—, esto está lleno de variables: ¿es una tía que me gusta, o un feto malayo y bigotudo con las axilas en llamas? ¿Mi propia mierda es diarrea o un zurullo sólido y de los que casi no ensucian? ¿Chuparle a alguien la polla sin que se corra o corriéndose? ¿Cómo son los mocos y quién es ese alguien?

Carnaval se introduce en la boca el cuello de la botella, el quinto que sostiene con el pulgar y el índice, el meñique estirado, como señalándome, siempre se le dispara así cuando bebe y tiene conversaciones que le interesan, su dedo es como la pierna de un chucho cazador, y después de beber me dice:

—La tía es una tía normal, joder: ni guapa ni fea. Ni la amas ni te da náuseas. La mierda es mierda: no muy blanda, ni muy dura, pero es mierda. La polla la chupas sin que se corra, y está limpia. Los mocos son mocos normales de alguien que no odias, pero son mocos, pilingui, no natillas; tienes que visualizar mocos.

Y lo repite, como si hiciese falta:

—Visualiza mocos.

Pienso en la adivinanza de Carnaval durante un segundo, y visualizo mocos mientras él me pide una Estrella. Cuando regresa y me entrega la botella, le contesto.

—Creo que me bebo el meado de la tía.

—¿QUÉ? ¡Serás cerdo! ¿Te beberías los meados calientes de cualquier fulana? —grita, y todo el bar se vuelve y me mira y se parte—. Sabía, lo sabía, sabía que ibas a contestar eso, jodido guarro. ¿Por qué?

La verdad es que no sé por qué.

Me ha parecido lo menos repugnante, la verdad.

—¿Menos repugnante? —sigue gritando—. ¿Beber meados? ¡MEADOS, tío! ¡Orines de una putorra! Eres el tío más depravado que me he echado a la cara, colega.

Bebo un trago de la cerveza y le pregunto Si el señor es tan refinado qué escogería él. Bebo un trago, aunque todo este hablar de porquerías me está quitando la sez. Nosotros lo pronunciamos así: sez. Como si esta ansia de beber fuese algo distinto a la sed normal; porque, en cierto modo, lo es.

Algo distinto, quiero decir.

—Chuparía la polla, del tirón —me contesta Carnaval.

Pongo mi cara de estupefacción grande: boca abierta, ojos en blanco, lengua fuera, mandíbula separándose del cráneo, ambas manos con las palmas hacia arriba, casi como un egipcio, interrogándome gestualmente, a mí mismo y al mundo.

—Piénsalo bien: es la cosa menos asquerosa, si no piensas en que es la polla de otro nota. Las otras tres son excreciones: mucosidades, orina y defecaciones. Son cosas que has de comerte: tragarlas, tío, pasarlas por tu gaznate, visualiza meter en tu estómago el zurullo de otro, visualiza digerir la meada de un putón ciego y loco. Pero ¿chupar una polla? En el fondo, es como lamer un bratswurt.

Lamer un bratswurt.

Os presento a Carnaval.

Carnaval tiene diecisiete años, como yo, y mide 1,70, como yo.

Se acabó.

Ésos son los dos únicos Como Yo que compartimos; esos dos y que Carnaval también es punk. Un punk gordoflaco que va tirando a gordogordo según van pasando los años y, a veces, las horas. Tiene algo de acné y cara de perro, y digo esto sin insultar: realmente tiene rasgos caninos, y él lo sabe. Quizás sea la mandíbula inferior, que sobresale y le hace parecer el pequinés más grande del mundo, quizás sean esas orejas elevadas que tiene casi al lado de las cejas, como el monstruo de Los Goonies. Carnaval tiene el cabello rizado, y ése es el cabello menos punk que hay, pero qué alternativas le quedan.

Siempre estaba la cresta, cómo no, que se rapó en 1984, cuando terminamos octavo de EGB. Y en su barrio empezaron a llamarle Carnaval, ¿ya es carnaval, tío?, le preguntaban por la calle los cholos, ¿te has escapao de una rúa de carnaval, chavalín?, le decían, y también ¡Adónde vas, Milikito, que aún no es carnaval! o ¡Tú, varilla, que aún no ha llegao el carnaval! Y arriba y abajo con el carnaval, al final se le quedó. Y, como me sucede a mí, ya nadie le llama por su nombre de veras. Incluso a mí me cuesta recordar cómo era cuando yo le llamaba por el nombre real.

Cuando digo que empezaron a llamarle así en su barrio lo que quiero decir en realidad es en su casa. Fue su padre, que es como Carnaval pero con el pelo lacio y engominado hacia atrás a lo señorito y un paquete de Fortuna en el calcetín y un peine en el bolsillo delantero de la camiseta de J. MONTOYA y chándal de lycra multicolor, el que empezó con todo eso de Carnaval.

Sus hermanos gemelos son gemelos entre ellos, no con él, pero tienen algo de la cara de perro de la Familia Carnaval, y también tienen una moto chola CBR a la que le trucaron el timbre y que ahora muge en lugar de timbrear.

MUUUUU.

No preguntéis.

Carnaval, antes nombre real, tiene el cabello rizado y largo y casi africano, porque le crece hacia arriba y hacia los lados, y parece Horacio Pinchadiscos desde que ya no se hace la cresta mohicana. Lleva una cazadora cruzada de cuero llena de chapas y metal de mecheros en la solapa y tela falsa de tigre cosida fatal en la espalda y pinchos y, pintado con Tippex: 100 PUNKS, por el himno de los Generation X (mi grupo favorito), y en un brazo un parche de The Specials, porque le gustan los Specials, y a mí también bastante, pero no tanto, y a los Skinheads por la Paz les vuelven muy locos, y junto a Carnaval se pasan las noches cantando por la calle canciones de los Specials a grito pelado hasta que alguien les tira un cubo lleno de agua con lejía y a mí con ellos.

Carnaval también lleva un llavero lleno de mierdas (abridores de botella, cadenas, muñecos y mosquetones: mierdas) colgando del cinturón que hace que puedas oírle a varias manzanas de distancia, drin-guili-dring-dang-dong, con su paso de culo caído y pereza cósmica y pinta de perro lanudo con remaches.

Por el llavero, y las chapas, y el metal de mecheros y los pinchos, el padre de Carnaval le grita cuando le escucha salir de casa: ¡Cuidao con los imanes, Carnaval!

Y por los pantalones, que lleva recortados a media espinilla para que se le vean bien las botas, le chilla a menudo desde la ventana, partiéndose: ¡Se te van a resfriar los tobillos, Carnaval!

Carnaval es un gordito (cuando estamos de acuerdo en algo siempre le digo: «Eres de los míos, gordito»), un borrachito feliz con cara de pequinés con paperas, el tío más divertido y gracioso que conozco, y también un pedorro y un eructador, y la persona más patosa del pueblo, todos llevamos encima marcas de quemaduras de sus cigarros y manchas de sus bebidas, que invariablemente acaban encima de nosotros, y Carnaval es también el batería malísimo de Las Duelistas y mi mejor amigo y el peor breakdancer que he visto en la vida y un firme defensor del axioma Las Niñas Son Tontas y un fan de los dilemas excrementicios como el que he dicho antes.

Por ahí va Carnaval, con su culo gordo balanceándose y su llavero dringueando.

Drin-guili-dring-dang-dong.

¡Cuidado con los imanes, Carnaval!

—No tan rápido, joder.

Clareana contesta a eso rasgando su bajo con toda su mala intención, y a gran velocidad, hasta que rompe una cuerda de bajo, que son las cuerdas más difíciles de romper que hay, pero aparentemente no cuando eres una enana maligna con mixomatosis. Si eres un panda pigmeo odioso y resentido, las cuerdas se convierten en papelito de confetti. Después de hacer trizas su instrumento, Clareana me mira con su sonrisa irónica y llena de dientes relucientes, el brillo perfecto de la bola blanca de los billares debajo de los labios.

A Clareana ya la he descrito antes, y ahora no me apetece dar más detalles. Sólo queda decir que realmente mide 1,54, la muy chaparra, que todavía lleva un tacón de sus zapatos rojos roto y que yo, a mi manera brutota y ceporra, la quería.

Estamos en el ensayo de Las Duelistas. Las Duelistas es mi grupo: yo hago las canciones y escojo las versiones, o sea que es mi grupo, ¿vale?

Tenemos cuatro canciones y media, y, de ésas, dos son versiones, o sea que en realidad tenemos dos canciones sólo, pero un repertorio de cuatro. No se puede tocar media canción en un concierto, me dicen, no sé muy bien por qué.

Nos formamos hace siete meses, o sea, seis meses antes de que sucediera «toda la mierda que ha pasado». Nuestras canciones son: «Saltos», «100 punks», «Mi tarareo», «Motín» (que es una instrumental) y la que está a medias, que no tiene nombre ni letra.

Las Duelistas era mi grupo, y nunca había habido ninguna insurrección, hasta hoy. Clareana ha decidido tocar rápido para molestarme. Ahora escucha grupos rápidos como Black Flag y Minor Threat, para molestarme, y hace que Carnaval toque la batería a doble velocidad, para molestarme, y Carnaval, que tiene el ritmo en el culo, su gran culo, y lo que en realidad hace es seguir siempre a Clareana, no tiene otro remedio que aporrear más, y todos van a triple velocidad que yo, que al final tengo que parar en medio de una canción que ya parecía una carrera de gacelas rechonchitas (pero en forma) y leones hambrientos.

O sea, que iba a mil.

Y eso me molesta.

No, en serio.

—Yo hago las canciones y escojo las versiones —le digo a Clareana, sin la menor convicción y de nuevo con voz de rana Gustavo—, así que es Mi Grupo. Y yo te digo que tienes que tocar más lento, ¿vale?

Miro a Carnaval, que está de pie sobre sus dos cajas y dos charles, le hemos puesto el mínimo de aparatos para que no se confunda, y él los toca de pie, a lo Stray Cats, y añado:

—Y tú también, pringado.

Sólo que digo pringao.

Clareana se levanta, tras haber colocado de nuevo la cuerda en su lugar, se acerca a mí amenazadoramente bajita, tengo que mirar hacia abajo y no soy precisamente el Coloso de Rodas, y ahí empieza una de nuestras discusiones rituales y recientes.

—Ni tienes grupo, ni tienes palabra, ni tienes dignidad, ni tienes nada, paYaso. Yo toco como me sale de las narices —me dice, rayos X en sus ojos añil. Ojos que incendian, como los de El Cíclope de la Patrulla X. Como los de la niña de ET en esa otra peli en que pegaba fuego a cosas a distancia.

—No podemos tocar las canciones que tenemos a esa velocidad. No están hechas para ser tocadas así, Clareana. —Conciliador. Suave, suave, suave como el padre del Chopped, el de la nariz del revés, el de la cara de biberón. Flop.

—No me llames así. No me llames nada, basura de mierda. —Papel de vidrio en la lengua y contra mi cara, y sus ojos piroquinéticos emboscados en esas ojeras que son trincheras.

—Mucha basura, pero bien que me querías, tía —titubeo semitemblando, mientras dejo mi guitarra barata apoyada contra un ampli, que feedbackea un poco. Bzzzzzot.

Clareana se ríe, pero con una amargura de pipas podridas y mandarinas abandonadas y deformes en el suelo del mercado.

—No te rías, tía —le pido, y luego (no sé por qué) añado una gran imbecilidad—. Yo era tu hombre. Y, depende de cómo lo mires, aún lo soy.

Clareana me mira, atónita.

—Ni eres mío, paYaso, ni, por lo que he ido viendo, eres un hombre.

—¿Ah, no? ¿Qué soy entonces, una rana?

—Un gusano, mejor. Un gusano asqueroso y resbaladizo de puta mierda. Una mierda puta que no tiene ni zorra de tocar la guitarra, y para que te enteres no voy a perdonarte jamás. Eres odioso, Rompepistas.

Miro a Carnaval, que se lleva la mano a la boca para no carcajearse, le miro con odio grande, y luego miro a Clareana con los dos labios temblando, y la cojo del brazo, aprieto el músculo, y le digo (balbuceando) Cállate ya, puta enana. Ella no me empuja ni trata de zafarse. Sólo hace algo que me deja paralizado. Muy pausadamente, se mete la mano en la boca y saca con tranquilidad el chicle que estaba masticando con su boca llena de flúor.

Oh.

El primer beso que nos dimos, El Día Que Las Niñas Dejaron de Ser Tontas, hizo lo mismo. Dijo Espera un momento, y se sacó el chicle, y luego me dio un beso, y me dejó allí, envenenado de emoción. Pero ahora saca el chicle y, en un movimiento fulgurante de mano, me lo pega en la ceja. Cuando reacciono, porque tardo unos segundos en entender qué ha pasado, me doy cuenta de que ya se ha marchado, de que, aprovechando la confusión y mi cara de tonto, se ha ido cojeando con un solo tacón.

Un chicle en la ceja.

No, en serio.

Carnaval empieza a reírse intentando no hacerlo, y yo me quedo allí como un tótem arapahoe pensando lo mucho que odio a Clareana.

Lo que pasa es que, ya lo dije antes, no la odio tanto como ella a mí.

Mirad: somos punks y skins, somos los chicos con botas, somos las ratas con botas, somos feos y pajeros y tiñosos, buscabullas y culoapretados, espitados y bocazas y chulos, botas sucias y caras brutas, los paquetes estrujados y las cabezas rapadas, rotos y descosidos en la ropa y en el alma, malas dentaduras y mal cutis, los peores empleos y barrios, somos la gente que no quieres conocer y venimos de los sitios adonde no quieres ir, nacidos para ser carn d’olla, nacidos para fracasar, el eslabón más bajo de la cadena alimenticia, pisando charcos en la ciudad podrida, carnaza de descampado y bóbila y calimocho, comiéndonos las consonantes y comiéndonos los mocos, expulsados y castigados, sin recreo pero también sin clase, sin clase de ningún tipo, esta noche hay un destroy, tienes-tienes-tienes y nosotros no tenemos nada, pero si tienes una lista negra ya nos puedes ir apuntando, si tienes una lista negra nosotros queremos estar en ella, meando por las calles, rompiendo los cristales, cantando las canciones que no salen en los libros.

Los chicos con botas, bolsillos vacíos y cojones llenos, esas canciones son lo único que tenemos. Eso, y a nosotros mismos.

Porque somos los chicos con botas, somos las ratas con botas, duros como clavos, a veces hay que agachar la cabeza para no romperse, y somos los irrompibles, somos la arrogancia original, borrachos y orgullosos, pisando cascos rotos, los culos contra la pared, sin futuro y sin modales, carne de cañón, Cornellà, Santako, L’Hospi, Bellvitge, Castefa, Viladecans, Gavà, Sant Boi, La Cope, feas las esquinas y más dura será la caída, cayendo, cayendo, siempre cayendo, cayendo y riendo, haciendo la conga en la cola del INEM, de aquellos polvos vinieron estos lodos, sólo que aquí polvos hemos visto pocos y el lodo nos llega ya hasta el cuello, de cara a la pared pero sin libros en las manos, no nos dio tiempo a querer ser alguien, nadie te cuenta nunca cómo se sale de aquí, ¿hay alguna manera de salir de aquí?, primero deletrea u-n-i-v-e-r-s-i-d-a-d si tienes huevos, oportunidades para estudiar una carrera es lo que no te van a dar (cantaban los Clash), esto es Todos Contra Todos pero nosotros estamos juntos, es lo único que tenemos.

Las canciones, y a nosotros mismos.

Caemos como piedras pero, mientras tanto, ¿echamos unas risas? Cayendo y riendo, es todo lo que nos queda. Nos vemos en la Casa de la Bomba a las diez en punto, como cada sábado, que esta noche hay un destroy. No tardes, no me jodas.

—Me iré de este puto bar cuando le haya dado un beso a esa tía —me grita al oído Carnaval.

—Te irás de este puto bar cuando le hayas dado un beso a esta baldosa, al paso que vas, paYaso —le digo yo, tratando de mantener el equilibrio en medio del pogo, patinando y agarrándome de chaquetas que no son la mía.

Estamos todos bailando «Monkey man» en la Casa de la Bomba, un bar del centro-del-pueblo, el único bar aquí donde no suena «Born in the USA» ni «Money for nothing», pero sí «Wild youth», «London’s burning», «Runaway boys», «In the city», «This is the modern world», «Smash it up», «Orgasm addict», «First time», «Rebel rebel», «The boys are back in town».

En la Casa de la Bomba no hay problemas, ni de edad ni de ningún tipo. La Casa de la Bomba es Casa. Es como todos los puntos azules que hay en la Fuga de Colditz, los sitios donde los malos no te pueden matar. Es como el sitio donde todo el mundo conoce tu nombre. Todo el mundo que es alguien viene a la Casa de la Bomba.

O sea, todo el mundo que no es nadie, la casquería del extrarradio, los repetidores, los que echaron, los que no saben adónde van, no hay futuro en ninguna parte, pero en el extrarradio menos. Lo único que hay es el destroy, y es lo que estamos haciendo. Matando el tiempo. Creándole gran dolor al tiempo. Como… Como mientras se nos ocurre qué hacer, no sé cómo explicarlo.

Y ahora estamos todos bailando «Monkey man», metiéndonos empujones y bailando, bailando, sábado por la noche, un ojo en las pocas chicas que hay y el otro mirando al infierno. Skinheads por la Paz, Carnaval y yo: los doce apústulas, los doce jinetes de-la-poca-leche. Bailando y bebiendo, cayendo y patinando y riendo en el rincón de los chicos con botas, nuestra esquina. El Chopped controla a sus tropas mientras baila, controla la situación y baila, el Sutil y el Jejé todavía se están partiendo de algo que ha dicho Carnaval antes.

Esas tías nos están mirando, ha dicho.

¿No te hace reír?

Bueno. Si nos vieras, te aseguro que te reirías.

Porque hay diez peonzas sin cabello empujándose en un rincón de La Bomba, y dos espantapájaros con botas intentando mantenerse derechos en un diluvio de botellas y codazos, el suelo está resbaladizo y suena «Monkey man», que todos estamos cantando como si nos fuera la vida. Uno de los dos espantapájaros es una morcilla con afro y un culo como un capazo y resfriado en los tobillos. El otro soy yo. Miope y feo y empanado, pero además el Carnaval me ha tenido que recortar media ceja con unas tijeritas de su llavero lleno de mierda, porque no había forma de despegar el chicle que me enclastó Clareana.

Precioso.

Como el Dos Caras de los tebeos de Spiderman, sólo que peor. Sólo que En Feo.

¿Quizás nos miran por todo esto, las tías? ¿Por todo esto?

Clareana no ha venido esta noche. Mejor. ¿Si la veo? La masacro. En estos momentos da igual quién tuvo la culpa al principio de todo; cuando alguien te enclasta un chicle en la ceja, queda anulado lo que hiciste al principio de todo, prescribe «toda la mierda que ha pasado», ¿no?

Bueno, mejor no pensar en eso.

Ni en nada, si es posible.

Saco el Ventolín y le doy dos toques. Psht, psht.

—Ya estoy hasta las pelotas —me dice Carnaval, y se va hacia la Marta, la esa tía de antes, que es una rockera con mallas que ya le ha dicho cien veces que preferiría besar a un perro con sarna que a él. Un día también le dijo Lárgate de aquí, hijo de perra, hueles como un muerto viviente enterrado en cabrales. La Marta tiene ingenio, eso nadie lo duda, pero a testarudo, a Carnaval, no le gana nadie. Yo le sigo, porque no quiero perderme esto. Escondido detrás de su chupa de cuero, escucho el arte de ligar, estilo Carnaval.

—Eh, Marta. No te había visto. ¿Quieres una birra?

Sólo que, en verdad, ha dicho farta y firra, porque Carnaval ya va un poco tocado por el destroy.

En cualquier caso: ella, ni caso.

Échale la culpa al boogie.

—Marta tiene un marcapasos —le dice, el muy idiota, medio canturreando y apuntando un par de movimientos nefastos de twist. Además, dice bargafasos.

Luego hay un momento de medio silencio, en el que está claro que Carnaval intenta recordar el resto de la letra. Cuando ve que no hay manera y que le resultaría complicado acordarse de su propio nombre, abandona ese camino.

—¿Quieres una birra o no? —insiste.

Ella, ni caso.

—¿Una birra? —De ahí no le saca nadie.

Y ella, además, ni caso. Ha dicho firra, quizás por eso no entiende.

—Acabo de meterme un cartucho de dinamita en el ano, tía —le espeta al final. Ella, por primera vez, se da la vuelta para mirarle—. Y si no te tomas una birra conmigo lo haré explotar.

Marta se ríe, pero no más que yo, y accede a tomar una cerveza con él. Eres de los míos, gordito.

¡Papelera!

¡Papelera!

Alguien grita ¡Papelera! ¡Papelera!, y todos echamos a correr. Ritual de lo habitual. Nuestro ritual, nuestro arsenal. Las noches de sábado, las noches de destroy, cuando nos cierran la Casa de la Bomba y estamos todos amajarados y masacrados y embotellados y espitados, el ritual es el siguiente, mirad, prestad atención.

Alguien grita papelera. Vamos hacia la papelera que hay en la plazoleta de al lado de La Bomba y la desenganchamos de su soporte. Todos juntos, esto es importante, se trata de hacerlo todos juntos, por si hay un Fuenteovejuna, todos a la vez elevamos la papelera por encima de nuestras cabezas, como si fuese la Virgen del Rocío o el Sant Cristo Gros, día de fiesta grande, noche de fiesta mayor. Metemos la papelera en la cabeza de la estatua al jugador de Deporte que hay en la plazoleta. Luego, nos vamos chutando y riendo, partiéndonos de risa todos como hienas sin razón.

Esto es un poco peligroso, porque la policía municipal (nos odian a muerte y además nos tienen fichados a todos) ya nos advirtió una vez que si nos volvían a pillar con la papelera nos íbamos todos al cuartelillo. No sería la primera vez; pero ganas, lo que se dice ganas, no hay. También resulta peligroso porque el monumento al Deporte está colocado, con toda la mala fe y casualidad, delante del bar donde se reúnen todos los jugadores de Deporte del pueblo.

No, en serio.

Échale la culpa al boogie, pero ya.

Y otra cosa: los jugadores de Deporte nos odian, y nosotros a ellos.

¿Qué tipo de Deporte es? ¿Qué tipo de deportistas son? ¿Qué especie? ¿Qué marca?

¿Importa?

Fútbol, hándbol, básquet, rugby, voley, atletismo. La misma cosa. El mismo no comprender que vamos todos a morir y nada, por muchas vueltas al campo que des, por muchas pelotitas que lances, nada va a salvarte, amigo.

Lo que sí importa es que ellos son cientos, y están todos hechos en el mismo sitio que hicieron al Chopped. Son un ejército de Choppeds: sin cuellos, hombros GRANDES, brazos GRANDES y muy poca simpatía hacia nosotros y nuestro pequeño ritual. Nosotros les llamamos los Cuellos. Entre los Cuellos está el hermano de Clareana, que tendría que ser el tío que me tuviese más ganas de todo el pueblo. Yo debería ser su regalito sorpresa, y tendría que estar deseando arrancarme el envoltorio a manotazos.

Mirad: el hermano de Clareana se llama Jopa, le llaman Jopa, en realidad se llama Joan Pau, mide 1,85 y tiene una frente de balcón-terraza que ensombrece sus ojos, y sus ojos son color miel y su sonrisa es honesta y amplia y nivelada, y el Jopa era un tío que estaba muy bien hasta que se hizo jugador de Deporte, y él cree que yo era un tipo que estaba muy bien hasta que dejé de serlo.

No preguntéis.

Lo que pasa con el Jopa es que éramos amigos. Éramos amigos de niños, y jugamos juntos, Clareana, él y yo, a la Fuga de Colditz, yo siempre era el nazi y los masacraba sin compasión, y merendaban galletas Príncipe en mi casa y Jopa era uno de los únicos que hablaba conmigo en el equipo alevín de Deporte cuando éramos niños, pero entonces nos hicimos mayores y algo cambió, y él siguió jugando al Deporte y yo empecé a meterme con él, y él conmigo por no seguir jugando y a la mierda porque eso era entonces y esto es ahora, y si no le gusta que se joda.

Lo que pasa también con el Jopa, y la razón por la cual él y su padre utilizan Rompepistas de apellido y de nombre siempre dicen El Maricón De, es que no me han perdonado lo de las fotos.

No me gusta hablar de esto, pero ya da igual, visto el panorama.

Una vez estábamos en su casa, hace un año, cuando yo empezaba a ser novio de Clareana, y fuimos yo y Carnaval, y había una cámara de fotos matizada en la mesa, y creíamos que era del Jopa, era japonesa y guapa de verdad y llena de botones y pirulos, y cuando él se fue al lavabo nos hicimos fotos de las pollas por debajo de la mesa, para probarla, para reírnos.

Sólo que no nos reímos durante muchos días, porque a revelar el carrete no fue él. Fue su abuela.

La abuela de ochenta años de Clareana fue, porque la cámara no era del Jopa, después de todo, que era del padre, y al final de las fotos de un partido de Deporte especialmente importante estaban nuestras dos pollas, ahí, tímidas pero ahí, impresas con brillo a 10 × 15 delante de los ojos de la abuela, que tuvo un síncope francamente grande.

No estoy orgulloso de esto, por si sirve de algo.

Cuando Clareana se enteró se puso a reír, esto era antes de odiarme más que a nada en el mundo, y la madre de Clareana me perdonó, porque me tiene flaca, pero el padre y el Jopa no y por eso soy el Maricón de Rompepistas.

Por eso, y por lo que le hice luego a Clareana, y de eso sí que no quiero hablar. Definitivamente.

La última cosa que pasa con el Jopa, pero ésta es la buena, es que al vaciar la bañera de nuestra amistad algo debió de quedar, algún charco maloliente de simpatía debió de permanecer, porque los Cuellos nunca nos han creado gran dolor, aún, pese a las múltiples razones para hacerlo que les hemos dado, fotos y papelera y Clareana y todo. Y sospecho que, cada vez que sienten instintos de acercar hacia nosotros sus puños de ariete y sus culos duros como plintons, Jopa les recuerda que fuimos amigos, que algo hubo, y creo que eso es más de lo que yo haría por él, un gesto que le honra, y entonces se tienen que aguantar y clavar en el suelo a puñetazos a otro inocente.

O sea, que yo, el Maricón de Rompepistas, soy posiblemente la razón de que la guerra fría no se convierta en caliente. Soy el efecto disuasorio. Soy los silos soviéticos llenos de misiles que hacían que los maricones de los yanquis se pensasen dos veces el repetir Bahía de Cochinos.

Y todo por la buena fe del Jopa. ¿Y cómo le pago yo esa buena fe?

Así. Venga, sin miedo, chicos:

¡Papelera!

¡Papelera!

Pero rápido, si puede ser.

El agua está muy fría.

—A la ducha, bandarra —me dice el berzas de mi padre, sin escuchar lo que le estoy diciendo. No grita mucho, porque no quiere despertar a mi madre, las cosas ya están suficientemente mal, dice, para hacerme sentir culpable, me conozco sus tácticas, pero tiene las venas del cuello como alambres, como frenos de bici tensados, y estoy mirando su mano por si se le escapa. Mano-Rápida Padre. No he visto a nadie que pierda los nervios más rápido que él.

Quiero decir algo, pero lo que tendría que decir para salvarme de ésta es algo muy gordo: que tengo cáncer, o que soy el hijo de Dios, de María siempre virgen, o, mejor, que le vi metiéndole los cuernos a mamá.

De hecho, esto podría decirlo.

No preguntéis, mejor.

No importa.

Quiero decir algo, lo que sea, pero de la boca sólo me salen fofufofafofs, como si hubiese aprendido un nuevo idioma, el lenguaje del destroy.

He llegado a casa aún sin lupas, pero además con media ceja arrasada, y una borrachera francamente grande. De destroy por ahí le pegué un patadón con fuerza de cañardo a una lata de Estrella, y la lata voló acompañada de una de mis botas, que me había desabrochado porque Carnaval me estaba echando cerveza dentro con su lata y se me había empapado un calcetín. La bota voló hasta aterrizar en el techo del kiosco y el kiosco está en la plaza de delante del Ayuntamiento. O sea que he llegado a casa con una sola bota.

La rata sin botas.

Era sábado de destroy, qué queréis.

—Va, fuera la camiseta y a la ducha, que das asco de lo borracho que vas.

El agua está muy fría, intento decir, pero ni yo mismo me entiendo.

Antes de perder la bota nos despedimos de los Skinheads por la Paz, que después del ritual de la papelera se iban al pueblo de al lado a seguir bebiendo y quizás a crear gran dolor, y se fueron cantando todos Hersham boys, Hersham boys, esta noche hay un destroy. Y luego: Borrachos y orgullosos, pisando cascos rotos, cayendo por el suelo, esperando pa’ mear.

Y luego: All we are saying, is give peace a chance.

Esto también es irónico y, además, no lo pronuncian así. Lo pronuncian de cualquier manera.

Después de esto Carnaval y yo nos fuimos a hacer pintadas.

Les habíamos dicho a unos muchachos independentistas que conozco de cuando iba al instituto que haríamos pintadas de Herri Batasuna, porque en junio hay elecciones al Parlamento Europeo. No teníamos la menor esperanza de que se tragaran nuestra gran bola, pero tragaron. Nos dieron los botes de spray con gesto solemne, como si fuésemos un escamot de guerrilleros a punto de volar un puente, y entonces Carnaval y yo nos fuimos a pintar lo que nos salió de las narices. En el parking que hay cerca de La Bomba, delante de la biblioteca municipal y al lado de mi casa. Hicimos clonccloncclonc agitando los botes para mezclar la tinta y luego pintamos con ruido de gente haciendo callar a otra gente.

Pssshhhhhht.

100 PUNKS SIEMPRE

SKINHEADS POR LA PAZ

NUCLEAR SÍ, POR SUPUESTO

ROMPEPISTAS CLAREANA

LAS DUELISTAS

Y, antes de marcharnos, en la pared de la biblioteca, Carnaval añadió:

Y luego he llegado a casa no tengo ni idea de cómo, manchado de spray y con todos los detalles que ya he contado, ciego y descejado y descalzo a medias, la bota tomando el aire en el solárium del kiosco, y mi padre acaba de arrancarme la camiseta de LAS DUELISTAS, los pantalones ya me los había sacado yo antes, tampoco sabría decir cómo pero cayéndome, y mi padre me ha metido debajo del chorro de agua fría y, desde debajo de la cascada, sin querer gritar, porque lo de hacerme sentir culpable con mi madre funciona, siempre funciona, veo cómo los ojos de mi padre se encienden y pienso Qué más he podido hacer.

Y veo su mirada apuntando a mi hombro, y de repente recuerdo el tatuaje, que llevo un mes escondiendo. Un corazón rojo, y un pergamino cruzándolo donde pone: Clareana.

En mi padre se instala un conflicto. Por el tatuaje, me daría un guantazo que las orejas me aplaudirían. Por lo que pone en el tatuaje, me abrazaría fuerte y me diría No te preocupes por nada, todo irá bien.

Mi padre se queda allí un momento, mientras yo escupo como puedo el agua fría que cae a chorros sobre mi cuerpo y ojos y boca, y pone una cara que nunca había visto antes, una cara de extremo cansancio y tristeza, y también de extrema incomprensión, quizás de pensar en el niño que yo era, y en el niño que era él también cuando me tuvo, y cómo he pasado de dormirme solamente cuando él me cogía los pies de bebé con sus grandes manos de mecánico, mis pies minúsculos a los seis meses en sus manos, y su mirada azulada de inmenso amor cuando me dormía, cómo he pasado de aquello a esto, cómo ahora de repente soy esto. Veo que le gustaría decir algo de padre, y a mí me gustaría decir algo de hijo, pero los dos sabemos que es imposible.

Mi padre sale del lavabo y yo cierro el grifo de agua fría con los testículos encogidos.