ÚLTIMAS PALABRAS

Epílogo

A modo de conclusión, he de ofrecer al lector un documento vital para comprender algunos extremos de esta historia: la última carta escrita por Amantea. En el remite sólo ponía: «A. Panucci - Quinta Cosa Vostra - 87030 - Amantea». Podía haberla escrito ella o su abuelo, pero por la letra deduje lo primero. Aunque no estaba fechada, sobre el sello, en el tampón de correos, se adivinaba una fecha, 11 de febrero de 1991. Amantea debió de escribirla y enviarla tras la visita de Víctor a Cosa Vostra, y debió de llegar días después de su último encuentro, después de que fallecieran. Más tarde y más lenta que la muerte. Estaba entre las páginas del cuaderno de Víctor, aún sin abrir.

Cuando la encontré, ni siquiera le presté demasiada atención. Por alguna ancestral e inquebrantable costumbre (convertida en ley), soy incapaz de abrir cualquier carta que no me pertenezca, que no venga expresamente dirigida a mí. Cómo no, al tiempo, me pregunté quién la habría metido allí. Y por primera vez, quién habría ocultado el libro al fondo del cajón donde lo hallé. Por absurdo que parezca, hasta ese momento, no nos lo habíamos planteado. No es sencillo encontrar respuestas a esas incógnitas.

Empezamos a establecer teorías sobre el asunto, todo tipo de especulaciones.

Pudo ser que alguien (¿Diego?), la encontrara en el buzón y directamente la guardara entre las hojas del cuaderno. Es improbable, pero no imposible, que Diego no pereciera en el naufragio. Que después de hundir la barca con los cadáveres no se ahogara, que consiguiera alcanzar la costa a nado, agarrado a un tablón o un salvavidas, quizá ayudado por las corrientes. Conozco a alguien que se salvó en condiciones muy similares.

Tal vez, más tarde, decidiera irse para siempre de Aman tea y tal vez, antes de hacerlo, guardara allí el cuaderno de su querido amigo, con la carta dentro. Sin atreverse a quemarlo, tirarlo al mar o llevarlo consigo.

Pudiera ser que la carta llegara a manos de Víctor el mismo día de su muerte, la mañana del 16 de febrero, y que la guardara sin llegar a abrirla, sin encontrar el valor necesario para leerla. Dejándola allí olvidada para siempre…

O quizá, meses después, cuando se dio definitivamente por muertos o desaparecidos a los inquilinos y se vació la casa para su restauración y su venta, alguien encontrara el cuaderno y decidiera meterlo allí, en el doble fondo del cajón. Alguien con el suficiente respeto y sensibilidad como para apreciar en ello algo sagrado, demasiado íntimo y valioso, como para dejarlo a merced del polvo y la humedad, entre los trastos…

No lo sé. Y al fin, ¿qué importancia tiene?

Puede que todo sea resultado de la casualidad, de una increíble cadena de casualidades. O que todo lo escrito en esas páginas sea sólo una rara invención, apuntes, notas de ficción para una posible novela. O reflexiones sin otro fin que la mera reflexión. Podría ser que Víctor Próspero nunca haya existido, ni el bueno de Diego, ni la enigmática y bellísima Amantea. Que los tres y todos los demás no sean nada más que palabras.

Palabras al fin, sólo palabras…

Dejo pues aquí esa carta, y sea el lector quien juzgue por sí mismo.

«Mi amado Víctor:

»A través de la puerta entreabierta sólo pude entreverte. Qué impresión me ha causado, qué terrible impacto verte así. Yo no estoy mucho mejor que tú, ¿sabes? Pero lo mío, al menos, lo esperaba. La última vez que te vi dormías plácidamente, tan hermoso, tan dulcemente inerte, tan ajeno a la tragedia que ya se abalanzaba sobre nuestra felicidad.

»Escuché casi todo tras la puerta. Y a punto estuve de entrar, de desoír las órdenes y las recomendaciones, y arrodillarme ante ti, e inmolar allí mismo mi alma para que me perdonaras, para que perdonaras tanto y tan inútil sufrimiento. De no habérmelo impedido el esbirro de mi abuelo, lo habría hecho.

»Mi buen Víctor, mi amor. Por evitarte padecimientos, te condené a dolencias mucho más sutiles, menos palpables, más irreales. Pero terriblemente intensas. Ahora lo sé. ¿Qué puede ser más cruel que la incertidumbre? Nada. Pensé que sería lo mejor. Que tarde o temprano aceptarías lo inaceptable.

»Aquella mañana, el río de mi sangre se desbordó. Corrió más allá y por encima de todo lo que tenía. Nada ni nadie podía haberme persuadido entonces, detenerme. Poco después de descubrir que estaba preñada, supe que mi embarazo sería inútil, que sería sólo eso: un impedimento. Tu hijo nunca habría llegado a nacer, eso dijeron los médicos. Él estaba bien, pero a mí, mi amor, no me daban más de seis meses de vida. Como casi siempre se equivocaron, hace ya casi un año que espero la muerte, una muerte inevitable. Ojalá no lo hubieran hecho, ojalá no hubieran pronosticado fechas.

»En cualquier caso, no queda mucho ya.

»¿Qué podía haber hecho? Despertarte aquella mañana y decirte: “Prepárate, dicen que dentro de poco voy a morir, inevitablemente, y tampoco hay esperanza para el pequeño embrión que llevo dentro desde hace unas semanas. No viviré lo suficiente para parirlo y posiblemente, en caso de hacerlo, él no llegaría a ver la luz. Nacería muerto. El cáncer y la metástasis son así, compréndelo. ¡Qué pesadilla!”.

»¿Cómo iba a decirte todo aquello? Así, de sopetón, tan inesperadamente. Yo tampoco lo esperaba, te lo juro. Ni siquiera me sentía demasiado mal cuando fui al médico. Sólo me dolía un poco el estómago, algún retorcijón, alguna punzada, alguna jaqueca más o menos persistente. No le di mucha importancia. Pasé así unos meses antes de decidirme a ir al especialista. Sin decirte nada, sin decir nada a nadie, ya sabes cómo soy. No me gusta quejarme, no me gusta preocupar, y mucho menos inspirar compasión. Y sobre todo no me gustan los médicos, ¡por Dios! ¡Cómo los detesto! Ahora mucho más. Con esos aires todopoderosos que se dan y ya ves, ante ciertas cosas no dejan de ser unos mequetrefes lastimeros, unos completos incompetentes. Me hicieron algunas pruebas y la conclusión fue inmediata, los resultados, tajantes. Cuando fui al hospital a recogerlos, me enteré. No sabían cómo decírmelo, imagina. “Señora Panucci, ha engendrado usted una pequeña vida, enhorabuena…, pero desgraciadamente no podrá alumbrarla, ya que la suya se extingue, no sabe cómo lo lamentamos”. ¿Puede la existencia ser más rebuscada?

»No tuve tiempo de pensarlo, de hacerme a la idea, ¿quién puede aceptar la inminencia de la muerte?

»Aquella noche no lo dudé. Por la mañana iría a abortar. Lo primero era ahorrar sufrimientos al minúsculo feto. Lo mandaría de vuelta al limbo del que nunca debía haber salido. Cuando noté que me hurgaban dentro, allí donde dormía plácidamente, ajeno o ajena a este sucio mundo… Cuando noté que lo aspiraban, que me lo arrebataban, que lo arrancaban tan violentamente de su morada… Que salía tan prematuramente entre mis piernas… No puedo explicarte lo que sentí.

»El alma se me fue tras esos restos que no pude llegar a ver… Y acabó en el mismo repugnante contenedor de basura. Después, ¿qué hacer después?, ¿regresar a casa?, ¿a tu lado? Podía haber vuelto. Haber dejado que me acariciaras el pelo y la espalda, mientras me chillaban el alma y las tripas… Esperar la muerte entre tus brazos… Dejar que me arrullaras con tu ternura mientras me iba consumiendo… Era demasiado cruel, ¿no te parece? Te haría morir de nostalgia, pero no de aquel extraño y escabroso dolor. Nada ni nadie hubiera podido convencerme, retenerme…

»Pensé en el suicidio, morir de inmediato. Desaparecer, desaparecer, desaparecer. Buscar algún rincón donde morir sin paz, sin consuelo, algún lugar donde poner fin al sufrimiento, donde expirar sin hacer padecer a nadie más de lo necesario. Sin miradas inconsolables, sin llantos callados, sin palabras superfluas, inservibles. ¡Pero soy tan, tan cobarde!

»No es fácil esfumarse, esconderse, ¿sabes? Vagué varios días sin rumbo, completamente vacía, muerta ya. Arrastrando un cuerpo que no sentía mío, un montón de órganos y huesos fallidos, medio putrefactos, ocultos bajo una piel ya fría. Pero no valgo para vagabundear, no podía dejarme morir en una esquina. Eso no. De nuevo mi cobardía. La mayoría de los humanos, cercanos a la muerte, somos peor que niños malcriados, somos incompetentes, completamente inabarcables, inconsolables. Incapaces de encontrar una sola razón por la que merezca la pena morir, ni tampoco alegría que nos anime a seguir viviendo. Decidí buscar cobijo entre los brazos de mi abuelo. Apenas le conocía, ni le recordaba. Pero él siempre me quiso bien y es un hombre duro, fuerte, curtido en los macabros asuntos de la muerte. Sabría soportarlo y hacérmelo soportar. Cómodamente. Sin ñoñerías, sin falsas esperanzas, sencilla y cariñosamente. Fue la mejor solución, al menos para mí.

»No sabes cómo se ha portado conmigo el abuelo Amato.

»Acostumbrado como está a la soledad, a pesar de vivir rodeado de indeseables, supo acogerme en ella, en su destierro. Y consolarme sin compadecerse. Y aliviarme sin aprensión. Y reanimarme sin necesidad de fingir alegría. Sobre todo, por encima de todo, ha sabido hacerme comprender la debilidad de la muerte, convencerme de que soy mucho más fuerte que ella. Hacerme entender lo cerca que está de la vida, lo parecidas que son, y lo impotente que es cuando dejamos de temerla. Ahora que me abandona ya la fastidiosa obligación de existir, comprendo el verdadero significado de esa palabra. Gracias a él, ya nada importa. Todo se resume en eso: ser o dejar de ser, ya lo dijo Hamlet. “Ésa es la cuestión”, no es nada nuevo. Todo tiene dos lados, y debemos conocerlos. Inevitablemente.

»Cuánto me hubiera gustado conocerle mejor, que le hubieras conocido, de verdad. Él me cuidó durante los primeros años, y ahí le tienes, cuidándose de mí tan bien o mejor que entonces, ahora que vivo mis últimos días. No te preocupes por mí (qué estúpido y cruel suena escribirte esto), sé que ya no puedes sufrir más de lo que has sufrido. Sirva esta carta al menos para eso, para reparar en algo lo irreparable. Yo estoy bien, todo lo bien que puedo estar. Moriré pronto y tranquila. He dejado atrás el miedo, todo el miedo. Pero esta zorra muerte está tardando demasiado. A veces hasta me impaciento. Se anuncia una y otra vez aunque nunca termina de llegar. “¡Mañana nos vemos! —me dice—, ¡esta noche sin falta!”, pero nada. No se atreve conmigo, duda, se lo piensa cien veces antes de entrar. ¿Será esta finca tan inexpugnable como cuentan las leyendas de la familia? ¿Tanto que ni la muerte se atreve a entrar aquí? No lo sé. Sigo esperándola con la cabeza bien alta, dispuesta a mirar sus cuencas vacías cuando se acerque.

»Temo mucho más encontrarme contigo que con ella. A ella sé qué decirle. A ti no. Soy incapaz de afrontar el reencuentro. ¿Puedes entenderlo? Eres lo único que he amado en mi vida, lo único, lo único. Ya nada puede cambiar…

»Y no sabes cómo te cambia la muerte cuando está tan próxima. Hiedo a muerte, tengo ya su aspecto, su olor y su color. No quiero que me veas así. Ni quiero ver lo que he hecho contigo. ¿Cómo podría mirarte a los ojos?

»Te amo tanto como a mí misma (qué egoísta, pensarás), mucho más que a mí, más que a nada, más que a todo. Créeme, amor mío, no es falta de amor, sino exceso. Más que a nada, sin otra posibilidad, hasta la muerte y mucho más allá. Siento haberte dado tanto dolor a cambio de toda la dicha que tú me diste. Siento haberte pagado con tanta incertidumbre todo tu amor. Perdóname, vida mía. Perdóname por todo, para siempre. Para siempre.

»No temas, mi vida, nos encontraremos al otro lado, nos encontraremos con él o con ella… Y podremos retomar nuestra preciosa historia. Seguir amándonos más allá del tiempo, de la piel y la distancia…

»Amantea».