Domingo, 3 de septiembre de 1989
Los días eran más largos entonces. Retozaban o remoloneaban con nosotros serena y suavemente, hasta que una mañana dejaron de hacerlo definitivamente. Todo se agostó en horas de diez milímetros.
La noche anterior, la última noche, te metiste pronto en la cama. Yo intentaba reparar, por enésima vez, la caldera. Pasaste por delante de mí muy despacito, tus pies descalzos apenas rozaban el suelo, casi levitabas. Llevabas puesto un camisón gris de algodón, corto y gustoso, el pelo recogido en un indolente moño. En una mano, un vaso de agua, en la otra, un libro, una vieja edición de Palabras y sangre, de Papini. Me invadió la pereza, el deseo incontenible de seguirte hasta el lecho y averiguar cuanto antes si, como sospechaba, no llevabas nada bajo la camisola. Seguía deseándote con delirio.
Dejé empantanado el termo y corrí lentamente en busca de tu deseo. Lo encontré leyendo. Aunque me pareció que estabas algo ausente, el amor en ti, en nosotros, una vez más, fue delicioso. No dijiste una sola palabra.
Al girarme para apagar la luz, algo me sobresaltó poderosamente.
Una sombra oscura y difuminada corrió en la penumbra desde la puerta hasta debajo de la cama. Pasó a mi lado, veloz como un segundo. En principio me pareció una enorme rata negra. Di un respingo, el sudor se heló en mi piel y el pulso se aceleró hasta la náusea. Te impresionaste muchísimo al verme saltar de la cama tan pálido y alterado, tan aterrorizado. Precavidamente pero con urgencia miré debajo, creo recordar que cogí una de mis botas o una zapatilla como arma.
—¿Qué pasa?
—No lo sé… Me ha parecido ver una rata o un ratón, un bicho… No sé, me he asustado, era enorme…
—Estás blanco, ¿te encuentras bien?… Ten mucho cuidado…
Tenía una sensación extraña, desasosegante. Temblaba, tiritaba, aunque sentía un fabuloso calor en el pecho, en las mejillas. No había nada bajo el somier, ni rastro de aquella sombra, fuera lo que fuera. Aún muy excitado intenté explicarte mejor lo sucedido, lo que había percibido tan claramente. Me escuchabas atenta, casi petrificada. Habías visto lo mismo el día anterior.
—Me sucedió algo muy similar ayer. Es absurdo. No lo vas a creer.
—¿La misma sombra oscura?…
—Sí, de verdad. Te lo juro. No quise darle importancia, por eso no te dije nada. Pensé que había sido un efecto óptico, no sé, una pelusa más grande de lo normal arrastrada por la corriente, un insecto enorme. Ni siquiera me atreví a mirar, me tapé hasta los ojos e intenté dormir lo antes posible. También me asusté, pero no tanto como tú.
Reflexionamos un instante sobre lo que había sucedido. Parecíamos dos personajes de una película de terror de serie B, de ésos a los que suceden cosas que nadie cree. La grotesca parejita que empieza a ver sombras negras resbalando por las paredes, reptando por los suelos de la casa, metiéndose bajo las camas. Encendí todas las luces de la habitación y un cigarrillo, luego busqué una vez más debajo. El hecho de mirar bajo la cama siempre me ha parecido un gesto aterrador. Las tarántulas, las serpientes, los monstruos y los muñecos malignos, los duendes y los zombis, suelen esconderse allí y salir cuando menos lo esperas.
Aquella noche nos costó conciliar el sueño. «Al llegar el día —pensé— todo esto nos parecerá cómico». Aunque algo en el centro de mi alma seguía recelando, una rara sensación de pánico martilleaba cualquier pensamiento lógico, algo me decía insistentemente que aquel suceso no debíamos tomarlo a risa.
Sentí que me besabas en la oscuridad. Madrugaste mucho esa mañana, debía de estar amaneciendo cuando te fuiste. Yo me levanté tarde y aturdido.
Deshice la cama por completo. Aparté la colcha y las sábanas haciéndolas volar; el dulce aroma de tu sexo me llenó por un instante. Luego levanté el somier para mirar a conciencia debajo, lo puse de pie y lo apoyé contra la pared. Levanté la persiana para que entrara toda la luz del día. Allí no había nada salvo tus zapatillas, un National Geographic y algunas pelusas de polvo.
Busqué detenidamente a lo largo del rodapié, miré entre las rendijas de la tarima, algún agujero, alguna madriguera oculta, tampoco hallé nada. Al incorporarme descubrí algo en lo que no había reparado por insignificante. Una pequeña mancha circular, en uno de los listones de madera. Un agujerito como de carcoma rodeado por un círculo perfecto de polvillo negruzco, no era serrín oscuro ni ceniza; el cráter tendría el diámetro de uno de tus anillos. Parecía como si el tablón se hubiera chamuscado por uno de esos petardos que se lanzan con fuerza contra el suelo para que estallen. Pasé el dedo por encima, la limadura negra manchó la yema del índice. Examiné detenidamente aquella materia, la olisqueé, la saboreé con la punta de la lengua, la analicé al microscopio con la ayuda de un prismático invertido, como lo hubiera hecho Hércules Poirot. La mancha negra, como de tinta, quedó en mis dedos y parecía indeleble en la piel.
Lavé mis manos con agua y jabón una y otra vez, sin resultado.
La mácula oscura no salía.
Sentí que algún designio espeluznante y sombrío comenzaba a cumplirse. Algo estaba amenazando mi vida, nuestra vida, algo tan extraordinariamente grande que no podría abarcarlo en toda su extensión. Hace más de un año que vivo con la amarga sensación de aquel día, hace más de un año que vivo el mismo día…
Me senté a esperarte en la terraza. Pasaron las horas. No volvías.
Nunca regresaste.
¿Dónde estás?
¿Dónde?
No quise precipitarme. Intenté no dejarme vencer por la inquietud, por la desesperanza. Hice algunas llamadas fingiendo normalidad, preguntando por ti veladamente en los escasos lugares en donde podías estar. Sólo dos o tres, realmente. En tu trabajo, el laboratorio, en casa de Ángela o con Titina. Ya era demasiado tarde para llamar al primero, de hecho saltó el contestador. Dejé un escueto y absurdo mensaje para ti. La madre de Titina contestó al teléfono, su hija estaba fuera, en Atenas. Ángela me confirmó que no habías ido a trabajar e intuyó de inmediato mi desasosiego. Pensó que habíamos discutido, que yo le ocultaba algo, sospechó que algo muy grave habría ocurrido entre nosotros para que tú, tan ordenada, tan previsible y amoldada a las rutinas, no hubieras dado señales de vida. Le confesé que estaba totalmente desconcertado. Sollocé.
Su desconfianza, su creciente perplejidad hicieron que me derrumbara, entré en un estado de pánico casi incontrolable, como un niño asustado, muy asustado. Ella también se alarmó al verme así, de pronto. Ambos intuimos que algo terrible debía haber sucedido para que no hubieras ido al trabajo, para que no hubieras llamado en todo el día. Ya bien entrada la noche, cogí la moto y volé hasta su casa. Stéfano nos llevó en su coche a la comisaría.
Allí comenzó la desesperante burocracia que acompaña a la desesperación. El funcionario, solícito y amable, pero acostumbrado a ese tipo de situaciones, me miraba de soslayo como pensando «estará con su amante gimiendo de placer, pobre tonto cornudo, eres sólo uno más». Pero no te conocía.
No cabía esa posibilidad, eras rigurosamente estricta en tus horarios y tus hábitos, disciplinada, y ese tipo de fantasías, sencillamente, te eran ajenas, eran incompatibles contigo. El policía, con desesperante lentitud, intentaba teclear en una vieja Olivetti todo cuanto le explicábamos precipitadamente.
¿Cómo revelar a un individuo tan obtuso tu esencia, hasta qué punto eras retraída, recelosa, casi insociable, solitaria? Una persona absolutamente discreta, sigilosa y serena, fuera de la norma. Todo se andaría; antes los agentes debían rellenar sus formularios.
«Nació en Cosenza, en Amantea, el 2 de abril de 1956… Sí, ha cumplido 33. Hija de Amaro y Giuliana. Sus padres murieron. No, no tiene hermanos ni parientes conocidos… No hay familiares, que yo sepa. Yo soy su única familia. ¿Ojos?, color ámbar, oscuros, hermosísimos…, no, no muy grandes, es un poco estrábica del izquierdo… Tiene una pequeña cicatriz en un tobillo y otra en el vientre, una operación de apéndice…, ningún tatuaje… Melena no muy larga, el pelo castaño suave, se lo ha teñido hace poco, claro con algunas mechas…, muy hermoso… Es alta, mide un metro setenta y uno, no estoy seguro, más o menos como yo… Es de apariencia sencilla, esbelta, delgada, de piel morena… No le gusta llamar la atención, pero es bellísima…, mire, tengo aquí una foto, es de hace unos meses, siempre parece bronceada… No, no tiene enemigos…, no mantiene relación con sectas o iglesias…, es atea… Ni grupos mañosos o terroristas, no ha recibido amenazas ni consume drogas, no bebe, tampoco fuma… ¿Vestía?, no sé lo que vestía, se levantó antes que yo…, no llegué a ver lo que se puso; tendría que mirar en el armario y comprobar qué es lo que falta. Suele llevar pantalones, casi siempre vaqueros, zapatos bajos, cómodos, camisas de seda, una cazadora de ante, no sé…, no sé… ¿Su pasaporte?, debe de estar en casa, tampoco me he fijado… Imagino que llevaba encima su documentación…, suele llevar todo en una mochila pequeña… de cuero… El pasaporte lo renovó hace poco, antes del verano. Estudió en Palermo, biología y farmacia, trabaja en un laboratorio con esta señorita, es Ángela Griffi, su compañera, una buena amiga… No hemos discutido, nunca lo hacemos, ¿tan raro es?, no solemos hacerlo… Nos queremos muchísimo, pregúntenle a ella…, todo va bien, todo iba bien… salvo tonterías, pequeñeces, en fin…, nada importante… No tengo ninguna amante, ni ella tampoco, ¡maldita sea!…, ni pensarlo… Sí, estamos casados…, ella ya lo estuvo antes, sí…, y tuvo un hijo…, pero los perdió…, fallecieron hace tiempo, hace unos seis años… Nunca habla de aquello…, ella no habla del pasado y yo lo respeto, no me interesa nada de eso… En un accidente, sí…, pero ¡qué diablos tiene que ver todo esto!… ¿La posibilidad de un secuestro?, eso es ridículo, vivimos casi al día, no tenemos mucho dinero ahorrado, no, no tenemos nada que pueda despertar codicias malsanas. ¡Lo que tienen que hacer es empezar a buscarla de una puta vez!, ya… ¡managia la miseria!…¡Porco Dio!…».
Perdí los nervios. Lloré desconsoladamente, la impotencia era absoluta. Primero la policía del Estado, luego los carabineros, no sé qué fue peor. Más tarde los hospitales, todos los hospitales. Por fortuna o por desgracia no estabas ingresada en ninguno, al menos no en Roma. Tampoco yacías en ninguna morgue.
La policía dio orden de investigar en otras provincias. Indagaron, al menos eso afirmaban, en cada clínica, en cada frontera, en los peajes de las autopistas, en todas las aduanas, en las agencias de viajes, en los aeropuertos, en las estaciones de tren. Todo en vano, no había rastro de ti.
Pasé esa primera semana sentado junto al teléfono, día y noche, sin apartarme un instante del aparato, esperando inútilmente que llamaras, que alguien llamara con noticias sobre ti. La búsqueda hasta ese momento había sido tan discreta como infructuosa. Luego me recomendaron tomar medidas drásticas, acudir a la RAÍ, a las privadas de Berlusconi, contar nuestro caso en algún programa sensacionalista de gran audiencia. Ir a los periódicos, difundir en los medios tu fotografía, dar desesperados avisos radiofónicos, pedir la colaboración de los ciudadanos, incluso visitar a un famoso e infalible vidente, ¡imagínate!
¡Qué basura! Veía todo aquello como algo rematadamente impropio, casi indecente, ajeno por completo a ti y a mí, a nuestro mundo. Tú y yo, que vivíamos todo lo alejados que podíamos del bullicio, de la humanidad, refugiados en nuestro particular universo indisoluble, del todo incompartible, incomprensible para los demás. Toda aquella fanfarria me pareció absolutamente inadecuada. Si tenía que encontrarte, no sería de ese modo. De momento me bastaba «saber», imaginar que no estabas muerta. Eso decía la policía, por tranquilizarme, aunque fuera una estupidez. «De estar cadáver —aseguraban con escasa delicadeza—, ya lo sabríamos, los muertos siempre terminan apestando».
Los primeros días dudé, pero finalmente rechacé hacer de tu búsqueda un macabro espectáculo, dar carnaza a los periodistas que atendían como buitres, satisfacer a los morbosos que esperaban impacientes que algún desesperado vomitara historias de ese género. Ángela y Stéfano decidieron contratar los servicios de un detective privado; yo no podía pagarlo y tampoco confiaba en la eficacia de esa decisión. Acepté con desinterés, sin involucrarme en ello, aunque se lo agradecí sinceramente. Tal vez diera algún resultado.