PRÓLOGO

Cuando me sugirieron que escribiera el prólogo para este libro, me sentí azorada. No escribo prólogos. Los suelo leer. Como vosotros, soy ante todo lectora entusiasta, intuitiva. Confieso que para mí escribir es difícil, y no sólo porque es complejo transcribir con precisión lo que uno siente, sino porque escribir para mí significa arriesgarse, comprometerse a confesar algo por lo que uno está satisfecho o no, inquieto o conmovido, y, en esta ocasión, es definitivamente compartir un lujo, un fogonazo de felicidad que a veces regala el destino.

Pocos meses de correspondencia, muchas coincidencias y una tarde de junio la llegada inesperada del manuscrito de Amantea a mis manos… Tanta generosidad y confianza aún me abruman hoy, al redactar estas lineas, aún sin conocer al autor. Me hechizó el título por su fuerza, su mezcla de sonidos, su misterio, su imposibilidad de ser destrozado en alguna traducción. Me gustó la destreza de construir una novela con tres historias entrelazadas, con un estilo propio, trabajado, rico en matices, en pinceladas para los cinco sentidos, evidente bagaje cultural y lingüístico del autor. «Sugerir una selección musical para la lectura sería lo ideal», apuntaba un día el mismo David F. Cantero.

Emergen todavía en desorden instantes de gran brillantez, como la idea de invertir el proceso creativo autor-lector, el gigantesco jeroglífico, sus fascinantes símbolos y el ritmo. Las citas en italiano, en francés, obran de chispas, de reflejos de autenticidad. La predilección por los nombres que empiezan por «A», el afán de perfección estética y la lírica de muchas situaciones nunca son fortuitos, sino marca-pasos de los personajes. En otro compás encontré capítulos que dan vértigo en su desolación y su desasosiego. Conmovedora aunque tremendamente dura por encima de todas, la escena de la morgue. Sin duda la descripción más veraz que he leído nunca. Las reflexiones en voz alta, la constante sintonía entre vida, muerte y soledad, son inquietantes, inefables. Sufrí verdaderos desvaríos emocionales. Imposible abstraerse, ni de la lectura ni de la historia. La carta final de Amantea es de una belleza, una sensibilidad, una fuerza sin igual. Demoledora. Quedé petrificada, clavada en el punto final. Y por último, la brújula, el imán, la gran certeza de la obra, del autor: amar. El arte del querer. Desde la dedicatoria hasta el cierre del libro, es indivisible, pasión casi opresión. No es crítica, sino impresión, huella indeleble en el lector. Amantea anuda lazos en nuestra memoria.

OLGA HEIN

Septiembre de 2004