MORTUORIO DELLA SANTA CROCE

Roma, miércoles 4 de abril de 1990

Ángela me esperaba en el andén de Termini. Nada más bajar del tren me abrazó con fuerza. Sentí el alma desnuda, anémica, liberada y oprimida a la vez, maldecida por el desamparo. Era inútil mantener puesta cualquier máscara, fingir. Esa mañana se podía ver dentro y a través de mi espíritu transparente, ella también, a pesar de casi desconocernos.

Me recriminó tiernamente mi ausencia, mi exagerada delgadez. Aún aturdido por el sueño, noté que mis pies se arrastraban con absoluta desgana por la superficie del mundo. Enajenado, emprendí el tortuoso camino que, inevitablemente, conducía al centro de la más íntima certeza. El lugar en el que nos esperaba la muerte, la evidencia de tu muerte.

Dándose cuenta de mi orfandad, Ángela me tomó de la mano con gesto maternal y simuló bromeando que todo iría bien. Intentaba alegrar el tétrico escenario, suavizar el momento que se acercaba y que yo no acertaba a prever. ¿Qué hacer?, ¿rezar?, ¿llorar?, ¿aceptar como cierta toda la realidad que ya se suponía? Sentí frío, muchísimo frío.

Stéfano esperaba fuera, en el coche, aparcado en cuarta fila. Bajó a saludarme inquieto, sin acertar a mantener la mirada, triste y somnoliento. Tal vez contrariado por el madrugón y por tan fúnebres molestias. Tomó mis manos y las apretó con ímpetu, luego me abrazó como se abrazan los hombres en los funerales, con gravedad, tomando conciencia del momento pero guardando la distancia. Un guardia urbano, con impaciente amargura, nos apremió a salir cuanto antes de allí, estorbábamos.

Me llevaron a desayunar. Tomé un té mientras ellos, sin encontrar la palabra justa, con desatino, intentaban explicar por leyes conocidas todo lo que para mí era un absoluto misterio, tan grande como el universo.

«A muchas personas, más de las que imaginamos, les suceden estas cosas. El mal acecha en la sombra y salta sobre tu cuello cuando menos lo esperas. Lo puedes ver cada día en los noticiarios, en la televisión. Amantea tuvo mala suerte, sólo eso, se fue a cruzar con el maligno en persona. ¡Qué tragedia! No sé cómo decírtelo, pero tiene pinta de ser algo terrible. Yo creo que la asesinaron. Que alguien la empujó. Si no, cómo iba a acabar así. Es tan extraño, es todo tan extraño. Pero la vida sigue, hay que aceptarla como viene…».

Ángela y Stéfano me parecieron dos agoreros y detestables desconocidos. Sus morbosas teorías sonaban a blasfemia. A su lado, empecé a sentirme más huérfano que siempre, rodeado por toda aquella gente que hablaba, masticaba y bebía completamente ajena a la tragedia. A esa sorda tragedia que comenzaba a parecerme extraña, inadecuada. Las cuatro esquinas de aquel bar encerraban toda la realidad que cabía en el inmenso mundo. Dentro, muy dentro de mí, te reprochaba todo, cruelmente. Sentí nostalgia de Diego. Tenía mucho sueño.

El cuerpo, me adelantaron, había aparecido dos días antes en un lago cercano a Roma, en la desembocadura de un riachuelo. Cuando lo encontraron unos domingueros, llevaría una semana sumergido. A poca profundidad, inflado como un globo, flotando entre dos aguas, atrapado en el fango, enredado y semioculto entre esas largas algas que llenan la superficie de florecillas blancas.

La putrefacción había dado paso a una degradación casi imparable. Muchas horas después, de mala gana, llegó el juez para proceder al levantamiento del cadáver. Lo sacaron del agua y lo llevaron a la orilla a bordo de una zodiac. Allí lo amortajaron envolviéndolo en una sábana, lo guardaron dentro de una bolsa de plástico y lo transportaron en un furgón siniestro hasta la morgue. Había que determinar la identidad del cadáver, averiguar la forma y las causas del fallecimiento. El número de identidad de Amantea Panucci figuraba en las fichas policiales junto a la leyenda «desaparecida», había que evidenciar si eras o no aquella mujer.

Y ya sabes cómo es aquí la burocracia, lo impregna y lo paraliza todo, hasta la muerte. Además, los funcionarios judiciales que asumen esos trámites llevaban ya dos semanas en huelga de celo. La mayoría de los jueces también estaba en huelga. Irónicamente reclamaban más medios. Para poder hacer bien su trabajo, decían, para acelerar los procesos. Decenas de miles de sumarios, enquistados por décadas de desgana, de incompetencia, de absoluta ineficacia.

Tras un vago y primer examen, se determinó que el cadáver «podría» ser el tuyo. Y ahí quedó de momento la cosa. Tendría que esperar su turno para la disección, dentro de una cámara frigorífica mortuoria.

Avisaron a Ángela. Ésta acudió de inmediato y, tal vez, se precipitó al reconocerte. Aquel cadáver, tan impaciente como ella, quería de algún modo tener un nombre, una historia propia, recuerdos y vivencias, un calor ya inútil ante tanta lividez. Sólo entonces podría descansar. Guardarían luto por ella, la llorarían. Seguramente.

Ángela apenas pudo mirar aquel despojo cadavérico unos segundos. El cuerpo que pretendía ser tu cuerpo evidentemente era ya hostil a cualquier mirada. Impresentable para los ojos de los vivos, ya no estaba en condiciones de ser escrutado fácilmente. Pero ella lo reconoció sin dudar, tal vez por apartar cuanto antes el dolor, la repugnancia que produce desterrar cualquier esperanza razonable. Con urgencia por darte sepultura y colocarte entre sus más llorados difuntos. En cualquier caso, era necesario un meticuloso examen quirúrgico para determinar si aquello era realmente lo que quedaba de su amiga.

No había padres ni otros familiares conocidos, yo era lo más cercano, «el pariente más cercano al difunto». En principio, sólo yo podía solicitar y autorizar legalmente la autopsia.

Me senté detrás. Por el camino empezó a lloviznar. El tráfico a esa hora, poco más de las ocho de la mañana, era ya insufrible. Procuré no decir una palabra, ni responder cualquier intento de mantener conversación, dejar claro que precisaba un rotundo silencio. En breve, se impuso una sordina pesada, espesa e incómoda. Sólo se escuchaba la lluvia repiqueteando fuerte sobre el techo del coche. Empezó a diluviar. Stéfano encendió la radio por aplacar el cada vez más embarazoso y tenso mutismo.

De improviso, la música puede hacer saltar férreos resortes, conmovernos poderosamente, remover partes desdeñadas o inexploradas del espíritu… «Ricordati di me, questa sera che non hai da fare, e tutta la città è allagatta da questo temporale»

¿Recuerdas? ¿Imaginas qué canción comenzó a sonar? Aquella que ponías tantas veces y que solías canturrear, la de Antonello Venditti. Te recuerdo de aquí para allá, trasteando, tarareándola, la sabías de memoria… «Sarà quell che sarà… questa vitta è solo una autostrada, che mi porterà a la fine di questa giornata»… Me tranquilizó emocionarme de aquel modo, mi alma debía de seguir viva, resultaba insoportable escuchar esa melodía, esas palabras… «E sono niente senza amore»… Ordené a Stéfano que la apagara.

El Lungotévere estaba, como siempre, colapsado. Miré las siluetas desenfocadas por la lluvia, la gente vestida de verano aunque pareciera invierno, tal vez otoño.

Roma, adormecida, sin ti, sin mí, sin nosotros. Con esa sonrisa suya de tiempo desvaído, burlona, riéndose irónica de la distancia, de la altura, del silencio y las palabras que nos separan, de los cientos de días que sopló el viento distanciándonos. Ya no somos nada. Por donde paseamos, quedó una pátina luminosa, fosforescente, cubriendo las aceras, las escalinatas y los senderos de los jardines. Una estela radiante que sólo yo puedo ver, un soplo largo y fragante en el que aún flotan los recuerdos que perdimos.

Quedan las orillas húmedas, los charcos como espejos sucios, empañados, reflejando las calles que recorrimos juntos, que amamos juntos. Queda una armonía oscura, suena muy lejana. Las notas graves y chirriantes de un violonchelo que nadie se detiene a escuchar, sólo yo puedo oírlas. Una melodía en re menor que se difumina entre el rumor de los motores de los coches, que se camufla arriba, en el rugido suave de las turbinas de un avión, en el «flop» de los paraguas al abrirse. Una canción que hace recordar recuerdos olvidados, todas las horas de amor que fueron a caer en el olvido.

¡Qué tristeza, qué alegre tristeza!…

Cuando llegamos al tanatorio, contra todo pronóstico, nos recibió solícito un amable patólogo. Los forenses también andaban con reivindicaciones salariales y laborales durante esos días y no se podía esperar nada bueno. El perito, sin la orden de un juez o sin el expreso consentimiento de un familiar, no pondría un dedo sobre el escalpelo. Ante el retraso judicial y burocrático y aunque me habían localizado, todo indicaba que habría que esperar. Pero me equivocaba. Incluso tenían prisa por terminar con aquello cuanto antes. Si yo reconocía el cadáver se ahorrarían muchos trámites, muchas molestias. Los muertos empezaban a amontonárseles…

El médico era un tipo elegante, sereno, educado, de aspecto campechano y saludable, muy alto. Más que un forense, parecía un apuesto actor secundario sacado de una película de los años cincuenta. En todo recordaba a Gregory Peck y todo él, como todo allí dentro, apestaba a muerte y a formol. A pesar de la opinión de Ángela, las circunstancias que rodeaban aquella muerte, me aseguró el galeno, estaban bastante claras. Los expertos de la policía judicial habían sentenciado que se trataba de un accidente y ellos no solían equivocarse. En ningún caso sospechaban que el deceso pudiera haber sido violento.

Ángela y Stéfano se quedaron a esperar en el vestíbulo.

Seguí al médico. Recorrimos un interminable pasillo, hasta una galería amplia llena de puertas siniestras. Entramos por una de ellas, daba a un desangelado despacho de altísimo techo y paredes verdes. Sin una sola ventana, sólo un tragaluz oscuro. Estaba lleno de esos archivadores gris metálico, se perdían en la penumbra fluorescente creciendo por los tabiques. En medio de la habitación, una mesa también gris, enorme, y dos sillas, una a cada lado. Me invitó a tomar asiento y comenzó a hablar sin apenas pausa, en un tono amablemente autoritario. Sin duda, estaba habituado a la desagradable tarea de atender a los familiares de los fallecidos. Cualquier ayuda, en ese momento, dependía de mí mismo.

—Sé que todo esto es extremadamente duro para usted. Intentaré que pase lo antes posible. No sé si conoce usted el procedimiento, si le han explicado algo. Ya se han realizado los primeros análisis entomológicos, los más básicos, examinamos los insectos y las larvas propios de los cadáveres en descomposición. Hemos hecho también un detallado examen externo, se ha evaluado la edad aparente, la talla, el sexo, el color, la longitud y la forma aproximada del cabello, el color que tenían sus ojos, las peculiaridades del cuerpo, la dentadura, las cicatrices, los tatuajes, las deformidades, todos los cambios corporales post mortem… Pero eso no basta, ahora tenemos que pasar al interior del cuerpo. Según la exploración externa, podría ser su mujer, son muchas las coincidencias…, pero no hay nada concluyente. ¿Ha traído usted más fotografías?, ¿no le han dicho nada?, es para cotejarlas con las tomadas al cadáver, necesitamos algún retrato de frente y otro de perfil, las de la policía y las que nos trajo su amiga no sirven.

»Antes de la autopsia, si es que finalmente la hacemos, me gustaría que viera usted el cadáver, ¿se siente capaz ahora?, deberá armarse de valor. Puede parecer irreconocible, pero los rasgos de las personas amadas nos son inconfundibles, incluso después de muertas. Eso no quiere decir que no sea necesario un examen profundo. Por desgracia la dactiloscopia no ha dado resultados fiables, la piel de los dedos, tanto en los pies como en las manos, está muy deteriorada. La dermis ya había empezado a desprenderse cuando el cadáver fue recuperado…

Hablaba y hablaba con lúgubre dulzura, como quien realmente ama su trabajo, aunque en ese caso sea incomprensible. Abrió una carpeta amarilla y empezó a rebuscar y ojear papeles de color macilento.

—El odontólogo forense, de momento, tampoco ha sacado conclusiones definitivas. Las piezas dentales lo dicen todo de una persona, si es que las conserva —bromeó un tanto fuera de lugar—. Veamos…, en este caso, la mandíbula y la dentadura están en perfecto estado, no hay ninguna intervención odontológica significativa, un par de empastes, en cualquier caso estamos esperando a que su dentista nos proporcione unas radiografías para hacer un análisis comparativo, ¿sabe?, eso ayudará, tal vez ya estén aquí.

Levantó el teléfono y preguntó a alguien sobre las placas.

—¿No?, de acuerdo… Habrá que esperar un poco más —se disculpó—. Eso tal vez sea definitivo para establecer su identidad. Quiero serle sincero, no hay ninguna evidencia aún de que esa mujer sea su esposa, pero puede serlo. Su amiga al ver el cadáver no dudó, pero… Al parecer, no puede usted aportar nada, una cantidad aunque sea mínima de material para realizar un estudio del ADN…, es una gran desventaja. Ahora, si es usted tan amable, tiene que firmar aquí y aquí…, es su consentimiento para realizar la autopsia… Léalo detenidamente. Si finalmente ésta no fuera necesaria, lo romperíamos.

»También tendrá que rellenar y rubricar este formulario. Cómo no, tengo que informarle de que puede usted poner los límites que desee a la autopsia… Sólo queremos acabar cuanto antes con todo esto…, salir de dudas para que usted salga de dudas y pueda proceder al entierro o la cremación, cuanto antes, lo antes posible. Si todo va bien, podremos realizarla hoy. La operación durará unas tres o cuatro horas, pero no puedo asegurarle nada, por desgracia tenemos a los técnicos ayudantes en paro, quieren cobrar más y trabajar menos, como todos, ¿no? —volvió a bromear sin mucho acierto—. Por supuesto la intervención no tendrá coste alguno para usted. Los resultados los tendremos dentro de dos o tres días, eso si nadie más va a la huelga. Cuando estén en mi mano, me reuniré de nuevo con usted y los revisaremos juntos. Le detallaré cada una de las deducciones. Le aseguro que entonces habremos llegado a una conclusión.

»Ahora, señor Próspero, espere un instante, volveré enseguida. Le traeré una bata y una mascarilla. ¿Se siente realmente preparado?

Quedé sólo en la tétrica estancia. Aproveché para liar un pitillo, lo encendí deprisa, como a hurtadillas. La inspiración hace equilibrios en el espeluznante borde de la muerte. Hubiera querido, tal vez, pintar. Pintar todo eso, ser capaz de dar color y forma a esas circunstancias, a esas emociones, a esa luz y a esas horas desacertadas. Perturbarme, emocionarme como me emocionaba pintando contigo a mi lado, despierta o dormida, dentro de mi esfera transparente, infranqueable, excepto para ti. No puedo creer que todo esto esté sucediendo realmente, que sea así. Estaba llegando a ese temible punto en que casi nada me conmueve, tal vez había llegado ya. Aspiré el hachís buscando ensimismarme en una sensación definitivamente baldía: la vida. La vida y sus miserias y sus masacres y sus dudas y sus bienestares y sus gentilezas y sus temores y sus penas. Quien ya no teme a la muerte puede burlarse de Dios y todos sus ángeles, del Diablo y de todos sus demonios, pues ya no tendrá que rendirse a sus coacciones. Ningún temblor en el alma parece ya sorprenderme, estremecerme de dicha o dolor. Nada de la vida o de la muerte me atañe ya, o eso creo. O eso siento. Y es terrible, terrible que sea así, concebir sólo eso: vacío, indiferencia.

¿Importa estar vivo o muerto?, ¿importa la vida?, ¿siquiera la muerte?

Ni la tuya ni la mía. La de nadie.

Detrás del espejo de la muerte, ¿estará el verdadero atributo de sentir o la esencia del verdadero no sentir? Pasamos la vida condicionados por esa tiranía inaceptable. Al igual que el sol marca nuestras estaciones, nuestras cosechas, la sustancia de la desgracia, su trance, va dictando nuestro acontecer, cada uno de nuestros días. Nos dan la vida y la pasamos esperando siempre la muerte. Primero la de otros, después la nuestra. Primero la insospechada, la más temida, la de los niños, la de nuestros hermanos, la de nuestros hijos, ¡Dios no lo quiera! Luego la de papá o mamá, la de los amigos y los seres más queridos, los que creíamos imprescindibles. ¿Será Dios capaz de evitar lo inevitable? Pocas cosas son inevitables, ni siquiera para Él, y nada ni nadie es imprescindible. Ni siquiera tú.

Pensaba en tu muerte, ésa que daban ya por segura. Tu muerte, que pasaría inadvertida para el resto, para todo el resto, para esos miles de millones de migajas humanas que vagan aterrorizadas ante el pico y el buche de la muerte, ajenas a tu muerte. Quedaría desapercibida, no la sentirían los pájaros, ni las mariposas o los bueyes, ni los ratones, ni las langostas. Prácticamente nada ni nadie repararía en ella, nada se alteraría, excepto mi alma entera. ¿Es tan importante?, ¿acaso no me libera?

Cuando era un verdadero niño, no esto que soy ahora, íntimamente, muy íntimamente, llegué a desear alguna vez perder a todos mis seres queridos, como le sucedió a uno de mis compañeros del colegio. Estaría solo, tal vez me internarían en un orfanato, como hicieron con él, pero estaría definitivamente solo y sería libre, quedaría libre del miedo, de la angustia que me producía siquiera pensar en la posibilidad de su muerte.

Yo amaba. Amaba entonces incondicionalmente, amaba aunque no me amaran, como hacen los perros, amaba aunque me dieran patadas en el culo o me dejaran sin postre. Amaba hubiera risa o llanto, amaba con verdadero apego, con total entrega a la penuria de amar y ser amado, con absoluta necesidad. Amaba a cambio de nada, amaba por miedo y por amar. Amaba sin decir una palabra, casi sin un gesto, sin reconocer que amaba. Pensaba que mi amor era capaz de proteger, de espantar o despistar a la muerte. ¿Qué amo ahora?, ¿a quién amar?, ¿a mi padre?

Ciego, sordo, imposibilitado en cuerpo, mente y alma, sigo esperando sin recordar el verdadero sentido de esperar, espero ajeno a cualquier expectativa, ¿imaginas? ¿Puede haber algo más funesto? ¿Amo acaso esperar al hijo que me falta?

¿Te amo a ti?, ¿te amo todavía? Muerta en cualquier caso o tal vez viva, ¿te amo realmente?, ¿es esto amar?, ¿qué diablos era amar?, ¿temer la pérdida? Acaso decimos, sentimos o fingimos amor para no llegar a sentirnos nunca tan solos, por apartar toda esa infausta soledad que nos rodea. ¿Es ésa la única realidad?, ¿lo es? ¿Quería realmente que estuvieras viva? Íntimamente, muy íntimamente, tal vez deseaba que ese cuerpo que esperaba tras alguna de esas puertas fuera el tuyo; acabar de una puta vez con todo aquello.

Eras mi familia, ¿sabes?, la única familia. Mi árbol genealógico está marcado por las cruces, por demasiadas cruces. Se balancean inertes colgando de sus ennegrecidas ramas necrológicas, fatalmente. ¿Y ahora tú?, ¿tú? ¿De qué sirvió por fin salir, dejar atrás tanta defunción? De tanto toparme con ella, llegó a tenerme confianza. Así le arrebaté a la muerte su alegría y la hice mía, gracias a ti. Porque la muerte, ¿sabes?, suele estar alegre, es así de hija de puta. Pero conseguí engañarla, burlarme de ella gracias a ti. La dejé llorando con mis muertos, sin importarme ya éstos ni su macabro poder. Sin temer más que pudiera arrebatarme lo poco vivo que quedaba. Tú, con tu inmensa vida apartaste toda la muerte de mi lado. Me llevaste contigo, sin decir apenas nada… ¿Y ahora tú?, ¡maldita sea! Me costó mucho dejar de temer la muerte de mi padre, mi propia muerte. Ahora simplemente las espero como se debe esperar lo inevitable: resignado. Como a ella le gusta. ¡Qué triste y cobarde valentía! Nunca llegué a temer la tuya, ¿puedes creerlo? Era tanto el amor que no cabía la muerte entre nosotros. Vivía enajenado, como un auténtico niño, ajeno completamente a su amenaza, sin pensar en ella ni un minuto, después de haber pasado casi toda mi vida cubierto por su sombra.

El forense abrió la puerta. Me entregó una bata verde y una mascarilla blanca. Esperó a que me las pusiera. Me coloqué el batín, la cofia y la máscara, también unos patucos de plástico sobre los zapatos. Luego, con gesto elegante, me pidió que le acompañara. Seguí de nuevo al médico por interminables pasillos. El departamento de tanatología estaba impregnado de un hedor para mí insoportable, sin embargo, para él, parecía pasar completamente desapercibido. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para contener la náusea, para disimular mi claustrofobia al tomar un montacargas enorme, en el que, me dijo, bajaban y subían las camillas con los cadáveres. Descendió un par de plantas con una lentitud exasperante y se detuvo con un crujido siniestro, seguramente más abajo del gélido infierno. Luego más corredores. «El cascabel de la cola de la muerte, su postrimería —pensé—, se esconde en insondables y lúgubres laberintos subterráneos». Al fin llegamos a la sala en la que se suponía estaban tus restos. Una habitación inquebrantable, alicatada de ultramar, en la que se ordenaban varias cámaras frigoríficas. En el centro, sobre un enorme sumidero, una mesa de autopsias lóbrega y arcaica.

Antes de accionar la palanca de la puerta de la nevera, el caballeroso doctor Tánatos me miró un instante buscando mi conformidad. A pesar de mi turbación, asentí sin vacilar, con fastidio pero casi impaciente por comprobar si aquella ruina exánime tenía algo de ti. Abrió la cámara y de un forcejón tiró de la plataforma. Los raíles chirriaron acres, campanillearon la ruedas de hierro reverberando en los baldosines. Rechinó el frío y el asfixiante olor a formol se hizo aún más espeso, insoportable. Sobre el aluminio, fondeado en esa dársena metálica, estaba el que «podía ser» tu cuerpo. Cubierto por una sábana mugrienta, llena de cercos almagres y biliosos. Durante siete meses y un día había esperado ese momento. La última vez que te vi fue bajo el fragante embozo de las sábanas de nuestra cama.

Levantó el sudario en un lento ritual. Debajo reposaba, nada serena, la muerte.

Miré detenidamente el rostro detenido, enmarcado en la moldura oval de la mortaja. Los ojos permanecían irregularmente abiertos, uno miraba al cielo implorante, el otro, bajo el párpado entornado, miraba al infinito; parecía resignadamente dispuesto al sueño. Aún tenían rizo sus pestañas. La boca había quedado entrecerrada en un gesto de sorpresa, casi en una deslucida y lánguida sonrisa, con los dientes asomando excelsos, blanquísimos en el semblante grisáceo y mortecino. Tenía un corte profundo en la barbilla y otros rasguños en la nariz y la frente. La sangre que quedaba ya no era roja sino de un oscuro almagre, casi negra. Del interior de la boca, colgando de la comisura de los labios, salía un drenaje, un tubito de plástico pegado con esparadrapo. No quise mirar dónde desembocaba. El pelo parecía vivo aún, como mal lavado tras un largo día de mar y playa. Entre los mechones se enredaban algunas algas, arena, incluso una florecilla blanca, petrificada en tanta muerte y tanto frío.

Aquél no era tu rostro, no eran ésas tus facciones. No eras tú. No eran tus ojos, no eran tus dientes, ni tus labios, ni tu nariz. En torno al cuello, habían atado un cordel del que colgaba una etiqueta con un número. Aquella mujer era la 047415791, no eras tú. Habría sido bella algún día y habría estado llena de vida, pero ahora sólo era tu suplente en la malaventura, mi alivio. Un cadáver terminal esperando ser polvo o ceniza, soñando ser pavesas y humo. Quise preguntarle si había escuchado algo al otro lado, en el lado de allá, si tenía alguna noticia sobre ti. Sin pronunciar palabra sus ojos dijeron: «No puedo apaciguar su preocupación, pero sí aliviar su carga; aún no es usted viudo… ¡Ahora, aléjese de mí!…, déjeme en paz»…

—Sí, es ella —dije con firmeza.

—¿Está seguro?…

—Completamente, no cabe duda.

—En ese caso…

Con similar ceremonia, el forense cubrió su cara suavemente, con respeto a pesar del hábito. Luego empujó la plataforma sobre los raíles, que entró con estruendo en su nicho plateado. La puerta, al cerrar, sonó como la espuma.

No autoricé la autopsia. El forense rasgó delante de mí el impreso que previamente había firmado. Luego me guió por la maraña de corredores hasta el recibidor. Allí esperaban mis amigos. Les di la mala noticia. Ángela se abrazó a Stéfano y rompió a llorar con decisión, con desahogo, incluso con alivio. Por fortuna pasó pronto el gimoteo.

Dos días después nos citaron en el tribunal correspondiente.

«Con fecha seis de abril de mil novecientos noventa, el magistrado don…, tras leer el informe médico legal del forense don… y estudiar los peritajes e informes de la unidad de histología del Hospital de…, emitidos a solicitud de esta judicatura, habiéndose determinado la identidad del cadáver y tras desestimar como causa del fallecimiento de doña… el suicidio o el hecho violento, el juez ha declinado ordenar la realización de una necropsia judicial, dejando a criterio de los familiares la solicitud de una autopsia clínica a fin de certificar con precisión la causa o causas del deceso…».

Aquello sonaba ridículo, era un completo despropósito, pero no frenaba mis planes. Todo suena igual en el farragoso lenguaje de los que se piensan justos y tienen el «don» de administrar la justicia. Lo mismo da una sentencia de divorcio que un fallo laboral o administrativo, una fe de vida que una defunción. Pueden redactar en idénticos términos la pena por una multa de tráfico que una sentencia de muerte. El caso es que el sumario Aman tea Panucci, a pesar de no ser ella la muerta y a pesar de que nadie había determinado realmente las causas de su fallecimiento, quedaba sobreseído. Podíamos proceder al entierro o la cremación del cadáver. Por estúpido o increíble que parezca. En la morgue se encargarían del lavado y preparación del cuerpo, sólo debíamos llevar ropa para vestirlo.

Podríamos por fin elegir un ataúd. Rasgar y quemar las viejas mortajas. Hacer sonar las campanas, encender las mechas de las velas, dejar volar los pétalos de los crisantemos y las siemprevivas. En vez de una etiqueta numerada, podíamos colgar de su cuello una cadenita con un escapulario, un crucifijo de oro, una medallita para abreviar a la difunta el difícil camino del purgatorio. Decir su nombre tres veces para asegurarnos de que estaba bien muerta y elogiarla después en los sermones de la muerte. Cortejarla y acompañarla hasta el horno o el hoyo. Orar incrédulos, llorar como plañideras detrás del coche fúnebre. Publicar esquelas, firmar con lágrimas en el libro de los muertos, recibir agradecidos todos los pésames y todas las condolencias. Celebrar un sencillo funeral o tal vez una gran misa, encomendarnos a la misericordia de Dios. Recordarla cada primero de noviembre e intentar olvidarla el resto de los días, de todos los meses de todos los años. Y con el tiempo, vestir de blanco el luto, levantar muy alto el duelo para que, de una vez por todas, se lo llevara el viento…

Pasaron veinticuatro horas de muermo hasta llegar por fin a la sala de cremación. Casi enmudecí durante ese tiempo. Quería que, sin tardar, incineraran a aquella mujer marchita que se haría pasar por ti el resto de la eternidad, que para todos eras tú.

Por la mañana, tras una temprana y concisa ceremonia, me entregaron la urna con las cenizas. Luego, acompañado por Ángela y Stéfano, las esparcí a favor del viento y de las aguas del Tíber, desde Ponte Sisto, como si realmente aquél fuera el polvo de tus restos. Tu vida y tu muerte quedaban definitivamente ocultas. A los ojos de los otros ya no existías, ni bajo la tierra ni sobre la tierra. No quedaba un sepulcro que visitar y tu supervivencia permanecería en mí, secreta para siempre, eso creía al menos. Estuvieras donde estuvieras, tampoco para mí vivirías. Desde aquel día decidí no ocuparme más en ese asunto. Desde allí, me llevaron directamente al aeropuerto. Ángela me había comprado el billete de vuelta.

El avión despegó puntual y viró a rumbo sur. De nuevo al sur. En poco más de una hora aterrizaría en Lamezia Terme, a pocos kilómetros de Amantea. Apoyando el rostro en la ventanilla vi alejarse la ciudad, hasta que se perdió al entrar en una densa capa de nubes. No pude volver a verla, tal vez no volvería a hacerlo. Sólo el sol, el cielo impecable y una despistada Luna adivinaron mis lágrimas…

¿Acaso soy o debo sentirme culpable de algo?

Nada más aterrizar llamé a Diego para que viniera a buscarme, pero colgué antes de que descolgara el teléfono. Me pareció un abuso, aun sabiendo que luego, al verme, se enfadaría por no haberlo hecho. Tomé el autobús. Al llegar a Amantea, casi tres horas después, Diego no estaba en casa, pero encontré una nota pegada a mi puerta. El mensaje me dejó completamente desconcertado:

«Te han llamado desde Nápoles, un tal Guido Scarabochio, un detective privado. Dice tener algo muy importante que comunicarte, que lo llames cuanto antes al… Si no estás muy cansado me gustaría verte más tarde, cuando regrese de la cofradía, al atardecer. La llave de casa está debajo de la maceta grande, por si quieres llamar…, un abrazo».

Debía de tratarse del investigador contratado por Ángela y Stéfano. Cómo había dado aquel tipo conmigo, con mi paradero, con el número de teléfono de Diego, era todo un misterio. Imaginé que formaba parte de su profesión ser tan perspicaz. Ni siquiera se lo había dado a ella, a Ángela, sin duda lo habría conseguido poniéndose en contacto con la policía de Amantea. Después de ducharme y comer algo, entré en casa de Diego para llamarle. Vivía rodeado por una parquedad absoluta, todo estaba limpio y ordenado, todo en su sitio. Tenía pocos muebles y las paredes desnudas, de ellas sólo colgaban las herramientas sobre un banco de trabajo y un desangelado cuadrito que le regalé, el retrato de un niño sentado en la playa mirando al mar, como quien desesperadamente busca a Dios en el infinito o como quien sueña con aventuras y amores que nunca llegará a vivir. Lo imaginé de pequeño, con doce o trece años; el muchacho del cuadro bien podía ser él o su sobrino Daniello… Dudé mucho antes de decidirme. Levanté el auricular, marqué y colgué de inmediato varias veces. En mí luchaban la impaciencia, la curiosidad y la pereza, muy igualadas. Al fin venció la inquietud. Marqué el prefijo de Nápoles y el número. Esperé con expectación…

—¿Señor Scarabochio?…

—¿Sí? —contestó una voz ronca, muy seca y muy lejana.

—Soy Víctor, Víctor Próspero.

—¡Ah!, señor Próspero, sinceramente, no esperaba su llamada, pensé que no se atrevería, quiero decir, que no le apetecería…, no tan pronto…

—Usted dirá… —respondí con aridez.

—Es un asunto complicado, muy complicado, no quisiera hablar de ello por teléfono, quiero decir, no me fío del teléfono. Debería usted venir, quiero decir, regresar a Roma, cuanto antes, nos veremos en mi oficina.

Imaginé las palabras saliendo de unos labios afilados, peligrosamente cortantes, como los bordes de una lata oxidada; se denotaba en ellas cierto cinismo insoportable, cierta impertinencia; había algo intolerable en aquel tono de voz.

—Pero usted está loco, acabo de llegar de Roma y lo último que me apetece…

—Sé que acaba de regresar, quiero decir, sé dónde ha estado, sé lo que ha sucedido, insisto, es necesario que hablemos cuanto antes…, yo podría ir a…

—Y yo no sé quién es usted, no sé si sabe de qué estamos hablando ahora mismo y no sé qué pretende…

—Le aseguro que no pretendo otra cosa que esclarecer la desaparición de su esposa, quiero decir, la verdad, llegar justo al centro de la verdad. Encontrarla, viva o muerta…

—Veo que Ángela no le ha informado todavía o que no se ha enterado de nada, ¡que no sabe un cávolo[11]! Mi esposa, Amantea Panucci, ha muerto. Ayer la enterramos…

«¡Valiente detective de mierda!», pensé.

—La incineraron…, querrá decir, y esparcieron sus cenizas desde un puente, lo sé… Ya habrán llegado al mar…, quiero decir…, ya no queda nada…

—¿Entonces?…

—Tengo que hablar con usted —insistió sin impaciencia, mientras la mía se iba agotando.

—¿De qué coño quiere hablar conmigo?, no tengo nada que hablar con usted… Hable con ellos, ellos le contrataron, no yo…

—¿Acaso no le interesa la suerte que haya podido correr su esposa? Su talante, al menos eso me parece por teléfono, no hace sino acrecentar mis sospechas…, quiero decir mis dudas…, mis dudas razonables. Aunque seguramente, quiero decir, casi seguro, puedo estar equivocado…

—¿De qué sospechas habla?…, ¿qué «quiere decir»?, ¡maldita sea! Señor Scarabochio, le voy a ser muy sincero…

—Lo dudo…, quiero decir, no es fácil…, en su caso…

—Escúcheme…, ya nadie precisa de sus servicios, ponga a trabajar su escaso talento en otro asunto. El caso Amantea está cerrado, ¿lo entiende?, ¿entiende lo que le digo?, de-fi-ni-ti-va-men-te cerrado. Y si lo que busca es dinero se equivoca…, yo no tengo una lira…

—No para mí, quiero decir, el caso —contestó casi divertido— no está cerrado para mí, ni tampoco para usted. Sepa que yo jamás abandono una investigación, ni las que acaban en los cajones. Y por cierto jamás trabajo por dinero, quiero decir que en este caso no es eso lo que me mueve…, es aún peor…, es la curiosidad…, aunque ya sabe…, la curiosidad mató al gato…

—Hable claramente de una vez, ¿qué es lo que quiere?…

—Su esposa…, yo lo sé y usted lo sabe, no ha muerto, al menos no es la mujer que usted ha inmolado…, quiero decir, inhumado…, no sé qué pretende con ello, aún no sé si es usted un imbécil o un miserable…, pero me propongo descubrirlo…, quiero decir…

Me quedé sin palabras.

Aquel imbécil recelaba de mí, sospechaba algo totalmente equivocado. Y tenía razón, yo estaba alentando esa desconfianza con mis palabras, con mi injustificable actitud. Él sabía la verdad. Tal vez tenía noticias de una Amantea viva, mientras yo me empeñaba en convencerle de mi Amantea muerta, disimular a toda costa que estaba muerta, por nada, con esa terca y absurda obstinación tan propia de los niños, por encubrir una inocente mentira, mi estúpido autoengaño. ¿Cómo explicar a otra persona esa decisión?, ¿cómo se explica lo inexplicable?

No había sido algo meditado, al menos no conscientemente; más bien todo era fruto de un raro impulso primordial, muy primitivo. Ese que en la intimidad de nuestro cerebro nos lleva a pensar o hacer cosas impensables, sin que medie en ello nuestro ánimo o nuestra voluntad. Cuando afirmé ante el forense que «aquello» era Amantea, puse en marcha el imparable y resbaladizo mecanismo de una invención inexplicable. Hay mentiras sucias, pero aquélla no lo era, aunque pudiera parecer un sacrilegio. Era un engaño absurdo que ya sólo se podría detener mediante la vergüenza, mediante la degradación, reconociendo ante los demás un enajenamiento impropio, pero todo mío, una bobada que cualquiera podría juzgar como demencia, y ante la locura, los hombres pueden llegar a ser muy crueles. No había previsto las consecuencias de aquel hecho, de ese acto de tan peligrosa ingenuidad.

Pero ¿realmente importaba lo que pensara aquel individuo, lo que pudieran pensar los demás? Imaginé el panorama y me asustó. Tal vez había hablado ya con la policía, tal vez ya había puesto en marcha un emponzoñado enredo que podría llegar a asfixiarme.

No soportaría ni un minuto encerrado en una celda, moriría de angustia y claustrofobia. Sentí un pellizco en el estómago. Tras un prolongado silencio, le respondí:

—Cuando se lo explique lo entenderá, al menos eso espero —dije en un susurro.

—¿Cómo dice?…

—Que puedo explicárselo…, que entenderá todo cuando conozca los detalles… Es innecesaria tanta suspicacia por su parte…

—Lo dudo, pero lo intentaré…, quiero decir que intentaré comprender…, eso es lo único que quiero. No estoy muy lejos, casi a mitad de camino. Si le viene bien, mañana mismo podría estar allí… y quien dice mañana dice pasado mañana…, no quiero presionarle…

—¿Lo sabe ya la policía?…

—Oh no, no se preocupe por eso, nadie lo sabe, quiero decir, nadie excepto usted y yo…

—Está bien. Mañana está bien. Le agradezco mucho que sea usted quien venga, que se tome esa molestia, estoy realmente agotado…

—No me extraña que lo esté, quiero decir…, no debe preocuparse. Mañana estaré allí, a última hora.

—Anote mi dirección. Le esperaré en casa.