MARTES, 3 DE ABRIL DE 1990

Sentí que la vida se me iba. El sol, ya muy alto, abrasaba con impiedad. La cabeza y los oídos me explotaban, zumbaban con cada latido. Tenía la boca y la garganta absolutamente estropajosas, resecas, llenas de arena, como la ropa, acartonada y aún húmeda. Apestaba. Un dolor casi insoportable punzaba en las cuencas de los ojos. No podía despegar los párpados, cegados por la luz y por un engrudo de legañas arenosas. Me dolió abrirlos como la primera vez, como un neonato, tardé un buen rato en acostumbrarme al relumbrante fulgor. Arrastré un cuerpo que no sentía mío hasta la orilla y me enjuagué con agua salada. La sed era insoportable. Para despejarme, entré reptando en el agua fría y me senté, impávido. Desde allí, vi cómo un coche de los carabineros se acercaba por la carretera que discurre paralela a la playa. Se detuvo frente a casa.

Del vehículo bajó uno de los guardias con una carpetilla en la mano. Miró en torno como sólo miran los policías. Luego entró y subió los escalones de tres en tres, a grandes zancadas. Me levanté torpemente y salí del agua chapoteando. Con urgencia, bebí lo que había quedado en las latas de cerveza semienterradas en la arena. El otro carabinero esperaba de pie apoyado en el Alfa Romeo, sin quitarme ojo, observándome con creciente recelo. Diego bajó corriendo con el agente que había subido. Señaló hacia donde yo estaba y comenzaron a acercarse. Era fácil intuir que nada bueno iba a suceder.

«Buenos días», saludó el guardia, llevándose la mano a la visera con gesto marcial e indolente, examinándome de arriba abajo. Perplejo pero impasible.

«¿Víctor Próspero? Tengo un telegrama urgente para usted. Lo envía la Questura[10] de Roma. Firme aquí». Firmé en el lugar señalado empapando la carpetilla y la manga de la casaca del cabo. Me entregó un sobre azul, volvió a saludar con seña chulesca y caminó hasta el coche. Luego, haciendo chirriar las ruedas, se alejaron como en las películas, innecesariamente veloces, levantando nubes de polvo.

Diego, todavía en albornoz y chanclas, también maltrecho por la resaca, me miraba, no lo sé, indiferente o impaciente, tras unas gafas desmedidamente grandes y oscuras, ridículas. Yo, allí, en mitad de la playa, como un náufrago, aún lleno de mar, chorreando agua, sal y desconcierto, miraba el papel que sujetaba mi mano inerte. «Un billete hacia lo bueno o lo malo —pensé—, un mensaje clemente o diabólico».

Sentí que la vida, una vez más, avanzaba sin esperarme, que la obra estaba por comenzar, justo cuando yo creía que había terminado. ¡Todos a escena!

Quién sabe cuánto lo había esperado.

Subí a casa sin abrir el sobre. No me atreví. Diego preparó un par de expresos bien cargados. Sacó del congelador unos trozos de pizza y los metió en el horno. Me preguntaba cómo podían haber dado conmigo, nadie sabía dónde estaba, nadie excepto Ángela y Stéfano. La idea me sobresaltó. Sin duda, aquel telegrama portaba noticias sobre ti, sobre tu suerte o tu desgracia, sobre tu paradero. Buenas o malas, ya casi no importaba.

Tomé un sorbo de café y rasgué la envoltura:

«Se requiere su presencia urgente. Stop. Hallado cuerpo características afines Amantea Panucci. Stop. De capital importancia reconozca el cadáver y aporte evidencias a fin de realizar test ADN. Stop».

—¿Y bien?

—Tengo que salir para Roma, cuanto antes, esta misma noche.

—¿Ha aparecido?

—Han encontrado un cuerpo, puede ser el suyo. Necesitan que lo reconozca, que aporte algo, no sé, un resto, algo de ella, para cotejar, para asegurarse…, ya sabes…

—Pero no es seguro…

—Quién sabe, no dice mucho más.

—No sabes cuánto lo siento…

—¿Puedo usar el teléfono?, he de llamar a una amiga. Ella sabrá…

Diego salió de inmediato, por dejarme solo y por comprar un billete para el último tren. Busqué el número de Ángela y marqué serenamente. «¿Un resto? —pensé mientras sonaba el primer tono—, ¿qué resto de ti podría “aportar”?», ¿qué me quedaba de ti?, nada.

No respondían, volví a marcar. ¿Qué querían decir con que había aparecido un cuerpo afín al tuyo? Ése no podía ser tu cuerpo, no podía ser. Nadie contestaba. Marqué el número del laboratorio. Al poco, la voz de la telefonista respondió con dulzura, como siempre. Pregunté por Ángela como tantas veces había preguntado por ti.

Un instante…

—¿Ángela? Soy yo…

—¿Ya lo sabes?…

—La policía me ha enviado un telegrama…

—No sabía cómo localizarte, no sabemos nada de ti, ¡maldita sea!, podías haber llamado, haber dejado un teléfono, una dirección, algo…

Silencio.

—Tienes que venir, tienes que venir…

—¿Tú la has visto?…

—Está irreconocible, es horrible, horrible… Stéfano se desmayó…

—¿Cómo sabes que es ella?…

—Es ella…

—¿Cómo lo sabes?… —No respondió—. ¿Dónde ha aparecido?…

—Estaba en el fondo del lago, en Bracciano, atrapada en el fango, la encontraron unos pescadores… Debió de caer desde un viejo puente, la barandilla debió de ceder. Dice el forense que…

—No quiero saber lo que dice el forense…

—Dice que aparentemente todo coincide, que habrá que esperar los resultados de la autopsia…

—Me piden que aporte algo…

—Sí, un cabello, una uña, un cepillo de dientes, algo habrá quedado…

—No tengo nada, no quedó nada, cuando salí de casa, entraba la mujer de la limpieza…

—¿Has dejado la casa?…

—Sí…, no podía permitirme seguir pagando el alquiler…

—Pero estás loco, pensábamos que te habías ido sólo una temporada… ¿Te llevaste todo?, ¿no hay nada que pueda servir?…

—No, no lo creo…, ¿pero qué idiotez es ésta?, ¿acaso uno va guardando restos de su pareja por si un día aparece muerta y desfigurada?…

—¿Y su ropa?, ¿sus pinturas, sus peines?, puede que quedara algún pelo enredado…, tal vez sirva un pintalabios…

—Lo dejé todo, casi todas sus cosas, todo metido en unas cajas de cartón…

—¿Y qué hicieron con ellas?

—No lo sé… Imagino que entregarlas a la beneficencia, a algún trapero…

—No puedo creer que abandonaras todas sus cosas. ¿En qué pensabas?, ¿cómo has podido hacer algo así?… ¿y si hubiera vuelto?…

—No lo ha hecho, no lo hará…

—Estás lleno de rencor…

—En absoluto, ¿tú qué sabrás?… No podía soportar ni un instante más vivir asediado por su recuerdo…, por su ropa, sus zapatos, sus pequeñas tonterías… Sabía que no iba a volver…, lo sabía…

—Lo siento, no quería…

—No te preocupes, a mí también me cuesta creer que no quede nada…

—Tendrás que verla, tendrás que ver su cuerpo. Es terrorífico…, ¿podrás hacerlo?…

—Sin ninguna duda. N o puede ser ella, por eso me atreveré a mirar, será otra pobre desgraciada…

—Todo coincide, hasta las cicatrices… Lo siento…, sólo pretendo prepararte…, es casi seguro…

—Mañana o pasado mañana saldremos de dudas…

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?…

—No estoy tranquilo, estoy sedado, agotado, he pasado una mala noche…

—¿Cómo vas a venir?…, ¿en avión?…

—No, no tengo mucho dinero…, cogeré el tren de la noche…, sale a las doce, al amanecer estaré en Roma…, ¿iréis a buscarme?…

—Claro, claro… Allí estaremos…

—De acuerdo, mañana hablamos… Yo…

—¿Sí?…

—Nada, nada…, mañana hablamos…

—Está bien, mañana nos vemos…, estoy deseando abrazarte… Un beso.

—Otro para ti, y para Stéfano…, hasta mañana…

El día transcurrió lento y extraño. Al atardecer Diego me llevó hasta la estación de Consenza, en la furgoneta. Apenas dijimos palabra durante el trayecto, ni durante toda esa tensa jornada. No sabíamos qué decirnos. Físicamente, debía de sentirse tan mal como yo, a pesar de ello, pasó el día atendiéndome, desvelándose por mí, cuidándome en silencio, sin ocupar espacio. Entrando y saliendo del decorado imperceptiblemente, sin molestar, justo a tiempo. Cambiando el atrezo velozmente, según el ánimo, dejando el escenario a punto para una nueva escena en pocos segundos, como hacen en el circo o en las obras de teatro, como un hábil tramoyista de mi alma.

Así me preparó la comida y la cena, e hizo que comiera y cenara, incluso empaquetó unos panini para el viaje. Pobre Diego. Después de tanto tiempo sin hablarle, evitando verle, justo nos reencontramos la noche antes de recibir la noticia. Él, tan feliz rodeado de sus protectoras rutinas, con su clarinete y sus ensayos, con sus amigos, y aparezco yo con mi habitual malandanza, con mi pesado lastre de infortunio, de malestar, perseguido siempre por la muerte, por esa muerte que, en apariencia, ya era tu muerte.

Al despedirme, le abracé con profundo afecto. Intenté decirle sin palabras cuánto le agradecía tanto desvelo, tanto y tan inmerecido cariño. Como en esa escena repetida en mil películas, en mil novelas, el tren fue alejándose mansamente, y él permaneció imperturbable en el andén, diciendo adiós con la mano, muy lento. Me conmovió su figura lánguida, inamovible. Temí no volver a verle, como a padre.

Pasé un buen rato asomado a la ventanilla del pasillo, observando la oscuridad, jugando a mirar con los ojos entornados las luces que desfilaban veloces o parsimoniosas, según la distancia a la que brillaban, adivinando la máquina y los vagones cuando el tren tomaba curvas a la derecha, aspirando el fuerte olor a ferrocarril. «¿Qué quieren decir con que han encontrado tu cuerpo? No puede ser el tuyo, no puede ser. Tu cuerpo es fastuoso, radiante, sano, terso y suave como una piedra bruñida por el mar, resplandece lleno de vida y amor. ¿Cómo puede ser tuyo ese despojo? Tu cuerpo no fue creado para la putrefacción, su única posibilidad es la belleza»…

Me tumbé en una de las literas. El vagón no iba muy lleno, en mi compartimiento sólo viajaban otras dos personas. Dormían. Intenté frenar los disparados pensamientos, lo conseguí tomando una pastilla. Al poco, me fue inundando esa densa y benefactora somnolencia artificial que guardan las cápsulas. Arrullado por la química y por el traqueteo del tren, fui quedándome dormido, pensando en mi padre…