LLEGADAS, ENCUENTROS Y PARTIDAS

1 de noviembre de 1990

El día de muertos, soñando que aún vivía, desperté. Más allá de la vida y de la muerte, de la luz y de las sombras, llegué desde algún tiempo inexistente. Aplastando la cabeza contra una piedra, aplaqué el gran insomnio de mi alma y pude al fin dormir de verdad. Tan profundamente que no llegué a ver el fondo.

Debían de ser las ocho de la mañana, más o menos. En la oscuridad, fui contando los campaneos de algún reloj. Sonaron ocho, eso creo, ascendiendo, cada vez más nítidos, surgiendo de las tinieblas. Las campanadas martillearon mi frente, mi pecho, turbaron mi corazón en perversas acometidas. Eso fue lo primero que sentí y escuché. Y fue en ti en lo primero que pensé. Al despertar. Cuando conseguí abrir los ojos (si es que llegué a hacerlo), pude ver, a los pies de la cama, una mujer desconocida, de apariencia rosada. Por sus ojos entraba tenue el sol, deslumbrándome. La piel de mis párpados crujió como estambre. En vano, intenté girar la cabeza, mirar en torno, un collarín bien ajustado me lo impedía. Sí pude mover los dedos, levemente. Mis manos, como todo mi ser, anhelaban el placer de una caricia. En respuesta a mi deseo, sentí que rozaban mi frente, que unas yemas suaves recorrían mi rostro, de la sien a la mejilla. Se posaron en mis labios entreabiertos, cerrándolos. «Chis, no intentes hablar, no digas nada, ahora viene el doctor».

Alguien dijo esas palabras, pude oírlas claramente, reverberando como si hubieran sido pronunciadas dentro de una catedral. Era la voz de Diego, aunque en principio no la reconocí. Había estado a mi lado, día tras día, durante más de un mes.

Sentí sed, toda la sed del mundo.

Salí de un infinito silencioso, del coma más profundo, milagrosamente, eso dijeron los médicos. Ninguno apostaba por ello, todo lo contrario. Había perdido parte del cerebro; ellos hablaban de masa encefálica, pero eso era, al fin, mi materia gris, parte de mis pensamientos. Una porción de mi cráneo era ahora de latón y uno de mis ojos, de cristal. A pesar del brutal impacto, increíblemente, no me partí el cuello, pero sí un brazo, una pierna, cuatro vértebras y cuatro costillas. Éstas se habían astillado segándome por dentro los pulmones, llenándolos de heridas. Se habían encharcado varias veces. Ya no tenía bazo, el hígado y el páncreas estaban seriamente dañados. Entre otros muchos puntos de sutura, me habían dado treinta y dos en la cara. Al salir despedido del coche, algo, posiblemente el marco metálico del parabrisas, me había cortado desde el cuello hasta la ceja izquierda.

Estaba hecho un cristo. Curiosamente no me dolía nada, al revés, sentía una placidez deliciosa. Mientras me pinchaba, una de las enfermeras me explicó que se debía a la morfina.

Tardé dos semanas en despertar de verdad, en articular palabras, aún con torpeza, en poder moverme con ayuda y mucho cuidado. Aunque maltrecho, estaba tiernamente sereno, sumiso, como un niño asustado ante la enfermedad.

A mediados de noviembre me sacaron las sondas, me desentubaron y pude respirar y comer algo por mí mismo. Aún debía orinar y defecar por un tubo, mis excrementos iban a parar a unas bolsitas de plástico. La dulce morfina seguía ahorrándome innecesarios sufrimientos. Diego me contó lo sucedido, sin entrar en detalles. Ada había muerto y sus padres estaban destrozados por la pérdida. Aquella «perdida» me había destrozado a mí, pensé con cierto rencor negro.

Al menos, durante el tiempo que estuve en coma, en parte, me había desintoxicado, depurándome el cuerpo y el alma. Le pedí a Diego que encendiera un cigarrillo y me diera unas caladas. Por supuesto, no lo hizo; entre otras muchas cosas, tenía terminantemente prohibido fumar.

El domingo 16 de diciembre me dieron el alta.

El lunes por la mañana salí del hospital sentado en una silla de ruedas. Aquella postración no me incomodaba, aunque parezca mentira. Me había rendido, era mejor estar así. Lo merecía. Había traicionado todos mis principios y mis fines. Te había perdido, había perdido el fruto de tu vientre y, muchos años antes, había cometido el peor de los pecados, había cerrado la puerta, dando un portazo, dejando atrás a mi padre, negándole cualquier misericordia, compasión o consuelo.

A Diego tampoco parecía contrariarle mi estado, quiero decir que así me tenía a su merced para cuidarme a su antojo, y yo apenas podía rechistar. Al menos de momento. En un par de semanas, me quitarían las escayolas y podría caminar con muletas, empezar de algún modo a valerme por mí mismo. Debía mantener un régimen estricto de comidas y asistir un par de veces por semana a rehabilitación. Ése era mi presente y sería mi futuro durante mucho tiempo. Tomaba una cantidad enorme de pastillas, me atiborraban de medicamentos contradictorios que me mantenían abotargado, provocándome todo tipo de efectos secundarios. Al menos, seguía teniendo la morfina para aplacar cualquier padecimiento. Aunque no sería por mucho tiempo. Progresivamente, me habían advertido, tendrían que ir disminuyendo las dosis hasta ir sustituyéndola por analgésicos al uso.

Una semana después, la víspera de Navidad, Diego me llevó a pasear. Cargó la silla de ruedas en la furgoneta, me cargó a mí y condujo hasta el pueblo. Recorrimos un par de veces el paseo marítimo, en silencio. ¡Me complació tanto ver el mar! Durante el paseo recapacité sobre las horas incógnitas que había vivido, que habíamos vivido. De golpe me vinieron todos los pensamientos, todos los recuerdos, todas las emociones. Ordenadamente, pasó por mi mente un resumen de la historia, de nuestra historia. En aquella meditación a la orilla del mar, fui como nunca consciente de tu pérdida, del desasosiego de no tenerte, de haberte perdido, de haber perdido el hijo que llevabas dentro, de haberme perdido para siempre. Lloré quedamente por ti, por mi, por él, por todo. Por cuánto te extrañaba, por lo irreparable, por todo lo que se fue contigo y no regresó conmigo. A la vez, lleno de gratitud por tu amor, por haberte amado. Lloré por lo fugaz y triste que es la vida.

Diego, dándose cuenta de lo compungido que estaba, se detuvo y giró la silla, deteniéndola frente al mar. Encendió un pitillo y me lo pasó, me alborotó el pelo desde atrás y me dio un beso en la coronilla. «Ahora vuelvo, no te vayas muy lejos», me dijo intentando bromear. Pasé un buen rato mirando cómo las olas se retorcían ante mí, cómo redoblaban su estruendo mientras el sol se ponía. Diego regresó al poco con dos cucuruchos de helado. Luego nos adentramos en el pueblo. Las calles de Amantea estaban deslumbrantes. Todo rebosaba Navidad, esa Navidad que había olvidado, la que sólo existe en los cuentos.

Haciendo un gran esfuerzo, Diego empujó mi pesada carga cuesta arriba, callejuelas arriba. Empezó a hablarme de las tradiciones navideñas, de las costumbres del pueblo en esas fechas, de los pesebres que llenaban cada rincón. Yo le escuchaba en silencio, mirando a los que me miraban con piedad, desafiante y contrito a la vez. Noté por su voz que estaba sin aliento. Le pedí que se detuviera, que descansara un poco.

De improviso me inundó un miedo terrible, ese terror que, de tanto en tanto, agitaba mi alma como una tempestad. De una iglesia cercana llegó un sonido tranquilizador. Un coro de voces infantiles entonaba fragmentos de plegarias que sabía de memoria, aunque no las recordara, aunque ya no supiera rezarlas. Supliqué a Diego que entráramos. Alguien le echó una mano para subir la pequeña escalinata y superar el portón con la silla y conmigo a cuestas.

Recorrimos el pasillo central, bajo la bóveda, hasta colocarnos en la primera fila de bancos, justo frente al altar. Diego se arrodilló en el reclinatorio y oró en silencio, como las otras cuatro o cinco personas que había dentro. No llegué a ver a los niños cantores, quedaban arriba y atrás, sobre el atrio. Sus voces seguían entonando canciones angelicales, música sacra que me conmovió profundamente. Dentro del templo conseguí serenarme, dejar fuera el pánico. Me dolía el alma, el efecto del sedante iba esfumándose, cada gesto suponía un terrible sufrimiento.

Alcé la mirada al retablo, era magnífico. Me recreé en los detalles de la imaginería dorada, extrañamente emocionado y a la vez preguntándome qué hacía yo dentro de una iglesia. A cada lado del Sagrario, en las paredes laterales, colgaban dos enormes cuadros tenuemente iluminados. Eran bellísimas representaciones de la Virgen María, dolorida, angustiada, frente a su único hijo moribundo. Debajo de las imágenes, iluminándolas, cientos de lamparitas imitaban el tremar de las llamas. Una borrosa alucinación, un raro espejismo, pensé, confundía mi mermada capacidad visual. No podía dar crédito a lo que mi ojo veía. Lo achaqué a la exigua luz de las falsas velitas, de las velas y las bombillas, a mi estado de turbación. Le rogué a Diego que me acercara para ver mejor aquellos cuadros.

No había duda, aquella Virgen, aquellos retratos de L’Addolorata, tenían tu rostro, eras tú, eran tu viva imagen. Como una burla divina, una broma celestial, el artista había dejado tu rostro en aquellos lienzos, para confundirme aún más. ¿Qué demonios hacía yo allí?, ¿qué diablos hacías tú allí, en aquellas figuras, transformada en Virgen, disfrazada de Madonna?

Miré la firma en el lienzo, ¡A. Panucci! Un escalofrío recorrió mis brazos subiendo hasta la frente, una descarga eléctrica contrajo todos los músculos de mi espalda, una punzada terrible se fijó en mis lumbares. Diego, alarmado por mis contracciones, por la terrible inquietud que me asaltó, por el sudor gélido que me cubrió por entero, me preguntó qué sucedía. «No hay duda, es el rostro de Amantea, en los cuadros, es su rostro, es ella, y la firma… Está firmado con su inicial y su apellido, ¿cómo es posible? Dime que tú ves lo mismo, ¿es así?, ¿no?». Era cierto, no era mi ofuscamiento.

Diego me contó que aquellos cuadros eran obra de don Amato. Don Amato Panucci, il pentito, el mañoso del que me había hablado aquel día, tras la muerte de Scarabochio. El viejo que vivía preso en la «zona prohibida». Como una especie de penitencia, el anciano, que además de un gran criminal era un grandioso artista (tal vez verdaderamente arrepentido), cedía cada uno de los cuadros que pintaba a los templos de Amantea. «Que yo conozca —siguió Diego—, hay al menos veinte, repartidos por diferentes iglesias del pueblo». Recorrimos tres o cuatro, no recuerdo, las más cercanas. En todas colgaban imágenes firmadas por don Amato. Jesús flagelado, sangrante, soportando el peso de la cruz, Cristo caído o ya muerto, Jesucristo resucitado, siempre al lado de su agotada y sufriente madre. En todas junto a ti, al lado de una Virgen con tus facciones, que miraba resignadamente con tus ojos.

Regresamos a casa afligidos. Al llegar le mostré algunas de las fotografías que guardaba de ti. Diego nunca las había visto. Al contemplarlas quedó tan impresionado como yo, incluso más. ¿Qué misterio era ése?

Le imploré a Diego que cuanto antes, por la mañana temprano, me llevara a la finca del viejo. Tenía que ver a don Amato Panucci, sin tardar. Aclarar aquel macabro enigma. No podía ser una casualidad. Tampoco era factible valerse de la lógica, pero todo nos llevó a pensar que el anciano Panucci podría ser de tu familia, tal vez un tío lejano, tu abuelo, seguramente. Quedaba aclarar su obsesión monotemática por dar tu semblante a las delicadas Vírgenes que salían de sus manos.

Por supuesto, Diego palideció ante mi propuesta y por primera vez desde que le conocía se enfadó de verdad. «¿Tú te has vuelto completamente loco?, eso es imposible —sentenció—, completamente imposible. En el pueblo esa posibilidad es implanteable, ¿aún no te has enterado de cómo funcionan las cosas aquí? Nadie, nadie puede acercarse a ese lugar. Tendrías que pedir una orden judicial, permiso al Gobierno, algo así, no sé. Es imposible, debes quitártelo de la cabeza, definitivamente. Déjalo estar, no remuevas más la mierda». Intentó disuadirme con todos los argumentos y todas las incongruencias posibles, pero mi terquedad era aún mayor que la suya. Viendo que no me doblegaba ante la evidencia, salió de casa dando un portazo, gritándome que de ninguna manera me llevaría allí, ni él ni nadie. Podía olvidarme del asunto.

Por supuesto, no lo hice. A Diego se le pasó pronto el enfado, no valía para eso. Intentó luego hacerme comprender de mejor manera, pero fui yo quien le convenció a él: para mí no había otra opción. Además, le dije, llevar las cosas a ese extremo era absurdo, no podía entender la aprensión que destilaban todos al respecto. «Eso son supercherías, supersticiones de la gente de Calabria —le dije—, esta tierra y todos los que habitáis en ella estáis enfermos de miedo, un miedo antiguo y espeso que lo emponzoña todo». ¿Qué podía suceder?, como mucho que no me recibiera, nada más. El tal don Amato no sería el mismísimo Satanás, aunque así le vieran todos…

Diego entendió mis razones, mi curiosidad, pero no dio su brazo a torcer. No me acompañaría hasta allí, y en mi lamentable estado sería imposible hacerlo sin ayuda. Se equivocaba.

Dos semanas después, ya provisto de muletas, decidí que había llegado el momento de aclarar las cosas. No fue tarea fácil averiguar cómo llegar hasta allí, hasta la quinta Cosa Vostra, en la «zona prohibida». Cada vez que escuchaba esa expresión pensaba en El planeta de los simios. Imaginaba que, al llegar, encontraría los últimos cadáveres, putrefactos, semidevorados por el viejo, colgados de cruces con forma de equis, como en la película. Las personas a las que pregunté se hacían las sordas o las tontas, o ambas cosas. Al fin, una mujer, aunque asustada, me indicó cómo llegar a la entrada del camino.

Conduciendo con enorme dificultad, enfilé la escabrosa carretera de San Pedro. Recorrí muy despacio unos diez kilómetros, siempre subiendo, hasta encontrar, a la izquierda del camino, una valla larga de troncos gruesos. De ésta colgaba un cartel amarillo con una calavera y dos tibias negras cruzadas, como una bandera pirata. Debajo, escrito en letras grandes, un claro mensaje: «Prohibido el paso, peligro de muerte». Me pareció increíble, surrealista. Evidentemente sentí aprensión, pero vencí los melindres girando y entrando en el camino, muy despacito. «¿Y si sacara por la ventana un pañuelo blanco?», pensé mientras me adentraba en la temida arboleda del averno.

Avancé por el camino unos cien metros, entre una frondosidad de robles y castaños. Justo al doblar una cerrada curva, estaba el primer control. Un grupo de hombres uniformados y armados me esperaba ya alerta, sin duda habían escuchado el ruidoso motor de mi Volkswagen. Un poco más allá, dos policías del Estado miraban la escena recostados en el coche patrulla azul, como acostumbrados a no intervenir antes que los vigilantes privados, mejor pagados que ellos. Éstos me dieron el alto furiosamente, con gestos violentos, exagerados y grotescos. Antes de detener la furgoneta ya me habían encañonado los tres. Uno de ellos, el más chulesco, se acercó a mi ventana gritando que pusiera las manos donde pudiera verlas, innecesariamente, pues las tenía temblorosas sobre el volante. Apuntándome con una metralleta corta en una mano, abrió la puerta con la otra y bramó que bajara del coche. Con voz apagada intenté advertirle de que necesitaba las muletas, que la operación no era para mí tan sencilla. Antes de terminar ya estaba en el suelo, las piernas no me sostenían. Me gritó de nuevo que me pusiera en pie. Esta vez yo también grité, aterrorizado, que necesitaba mis muletas. Otro de los guardias, muy joven, las cogió de entre los asientos y me las pasó más amablemente. Aun así, el más chulo, cogiéndome por el cogote, me empujó contra la furgoneta para que otro pudiera cachearme a fondo y sin mucho miramiento. Mientras aún me zarandeaban, otro de los pérfidos guardianes ya inspeccionaba el vehículo por dentro.

Ya más calmados, tras revisar mi documentación y comprobar que su presa era inofensiva, comenzaron las preguntas. Los policías estatales se aproximaron y uno de los matones les dio mi pasaporte para que hicieran las verificaciones pertinentes con la central. Les dije que quería ver a don Amato, que era un asunto urgente y personal, «familiar», añadí estúpidamente, para empeorar las cosas. Nada más decir esto, uno de los guardias dio un puntapié a una de las muletas, y de nuevo caí por tierra. Uno de los policías le recriminó: «¿Pero no ves que es un pobre inválido, joder?». Nunca me habían llamado inválido, me sentí muy extraño, aún no aceptaba mi nueva y verdadera condición. Los policías y los matones se enzarzaron en una tonta discusión, como majaderos. Al final la pagaron todos conmigo. «Lárgate de aquí y no vuelvas jamás, si no quieres que te dejemos tullido de verdad, de una buena paliza». No bromeaban. Todavía insistí: «Pero necesito hablar con…». «Don Amato no está aquí —me contestaron metiéndome literalmente en el coche y dando un portazo—. No vive aquí y además no recibe a nadie», insistieron a voz en grito en lo que era una absoluta incongruencia. Di la vuelta en el claro del bosquecillo donde me habían detenido y recorrí el camino hasta la carretera como alma que persigue el Diablo; sin atreverme a mirar atrás ni siquiera por el retrovisor.

Llegué a casa dolorido, por dentro y por fuera, humillado, completamente abatido. «Al parecer, tenías razón», le dije a Diego, que esperaba preocupado por mi suerte. Pasé el día acostado, dormitando, pensando en el modo de contactar con el mafioso. Me decidí por la solución más sencilla. Cada día, durante las siguientes dos semanas, le envié un telegrama con el mismo texto:

«Att. Don Amato Panucci. Tengo que verle a toda costa. Conozco a la Virgen de sus cuadros, era mi esposa, Amantea Panucci. Es imprescindible que me reciba. Ella desapareció hace un año. Necesito respuestas. Tenga piedad. Suyo, Víctor Próspero».

Mandé uno tras otro durante más de catorce días y pensaba seguir haciéndolo hasta recibir contestación, lo que por otro lado me parecía muy improbable. Poco después de enviar la última misiva, obtuve una respuesta. Admiraba en el cielo las nubes teñidas de quiméricos violetas cuando el cisco de un par de coches frenando sin ambages me sacó de mi contemplación. Eran los hombres de don Amato, y venían a por mí, advertí a Diego, con cierta teatralidad, añadiendo un cómico dramatismo a la certeza. Éste bajó aterrorizado a recibirlos, sin saber muy bien qué se iba a encontrar o qué hacer. Al cabo, apareció con dos tipos muy bien vestidos, con trajes caros, y extremadamente amables. «¿Don Víctor Próspero?, hemos venido a recogerle, si quiere acompañarnos, claro está. El señor Panucci le recibirá esta tarde si usted lo desea». Nada tenían que ver estos gorilas con los bárbaros del camino, aunque comieran de la misma mano y les ahogara el mismo collar.

Por supuesto acudí solo, en cualquier caso debía ser así. Subimos a un potente todoterreno negro y, sin decir una sola palabra, cruzamos el pueblo, recorrimos la carretera de la montaña y a unos cinco o seis kilómetros nos adentramos por un sendero distinto al que yo había tomado días atrás. Nos cruzamos con más hombres armados, con más policías, con jaurías de fieros perros guardianes. Atravesamos varios controles, esta vez sin el más mínimo impedimento. Lamenté no encontrarme con los energúmenos que la otra vez me echaron a patadas, les hubiera mirado de arriba abajo, satisfecho, esbozando una malévola sonrisa vengadora.

Varias filas de altas verjas rodeaban el perímetro en áreas concéntricas. Una tras otra, las puertas se fueron abriendo a nuestro paso, a lo largo del serpenteante y tortuoso camino. Después de rebasar un enorme portón metálico, al final, salimos de las frondosas arboledas y llegamos al claro donde se alzaba la casa. Una casa imponente, gigantesca. Una masía en forma de «L», de tres plantas, construida en piedra y leño, alta, oculta y bellísima. El coche se detuvo delante del porche. Allí, bajo una buganvilla que cubría gran parte de la fachada, esperaba un sirviente. Uno de los hombres que me acompañaban bajó del coche, me abrió la puerta, me ayudó a bajar y me pasó las muletas. El doméstico me rogó que le siguiera.

Nada más entrar en la casa atravesamos un salón monumental, abrumadoramente decorado. Luego, recorrimos un pasillo lleno de puertas cerradas, hasta llegar a lo que supuse era el otro lado de la mansión. Me dejó en la cocina, una estancia también colosal, de esas que sólo se ven en las revistas de decoración para millonarios. El mayordomo me invitó a sentarme, «Don Amato vendrá enseguida», me dijo. Pero el viejo se hizo esperar.

Permanecí un buen rato en la cocina, sin saber muy bien qué hacer, curioseando, recapacitando sobre dónde me había metido, qué le diría al viejo. En uno de los fogones, en un perol, hervían a fuego lento huevos y patatas. Don Amato apareció un cuarto de hora después. Poco antes de su llegada, dos hombres se acercaron a mí y uno de ellos me cacheó de forma ya rutinaria, pero sin descuidar ningún detalle. Era la tercera vez. Mientras uno palpaba cada rincón de mí cuerpo, el otro me advirtió señalando una cámara que colgaba del techo: estaría constantemente vigilado. A la más mínima sospecha actuarían sin contemplaciones. Detrás de cada una de las cuatro puertas que daban a la cocina, intuí, y no me equivocaba, había un hombre armado esperando que yo cometiera un error.

Don Amato entró ordenándoles secamente que se largaran, que nos dejaran solos, y se dirigió directamente a apagar el fogón. Abrió uno de los armarios de madera, sacó de allí un escurridor, lo puso en la pila y volcó sobre él el contenido de la pequeña marmita. Yo aguardaba en pie, para darle la mano. «¿Le gustan las patatas cocidas?», me preguntó dándome aún la espalda y sin haberme dado tiempo a saludarle, con un vozarrón inesperadamente cálido. Neciamente, había creído que su tono de voz sería seco y afónico. Que su forma de hablar, andar o mirar sería tan siniestra e histriónica como la de Marlon Brando en El Padrino. Pero nada tenía que ver don Amato Panucci con don Vito Corleone, aparte de ser jefes mañosos.

Todo lo contrario, su voz era acogedora, ruda pero elegante, como su presencia. Tenía un aspecto sinceramente franco, campechano; de no haber sabido nada de él, diría hasta bondadoso. Parecía más un rudo y viejo granjero que un asesino, un killer que con mano de hierro había gobernado durante muchos años una de las más poderosas familias de la mafia. Algo totalmente distinto a lo que había imaginado.

Era viejo, sí, debía de tener unos ochenta años, pero ocultos en muy buen porte. No aparentaba más de sesenta. Un hombre alto, regio, vestido con pantalones y camisa vaquera, desabotonada, que dejaba ver el abundante y canoso pelo de su pecho. En los pies, unas babuchas a cuadros de andar por casa, cómodas y muy usadas. Caminaba arrastrándolas un poco y algo encorvado, apoyándose en un bastón de ébano, labrado con motivos africanos. Tenía la tez morena, muy pocas arrugas y una barbilla prominente, en la que se plegaba un hoyuelo. La frente lucía despejada y el pelo plateado, abundante, partía de las amplias entradas, embadurnado en brillantina y peinado con esmero. Las manos delataban su edad, pero seguían siendo distinguidas, en algo adolescentes; eran sin duda las manos de un artista. ¿Qué pudo llevar a aquel hombre a convertirse en lo que era? Nunca lo sabría.

Se acercó a mí con una patata humeante en la mano, echándole sal con la otra. Se limpió en la pechera y me la tendió como si ya me conociera. Sus ojos me miraron tras unos gruesos cristales, las gafas daban a su rostro un aire tiernamente cómico.

—¿Quieres una? —insistió— ¿o tal vez un huevo duro?, sírvete si lo deseas.

Sujetando la muleta contra el cuerpo, sin soltarla, tomé su mano titubeando, aturdido, e hice un gesto negativo con la cabeza.

—No, muchas gracias, no tengo hambre —repuse.

Se encogió de hombros, sacó una botella de vino de debajo de la mesa, la descorchó y sirvió el caldo en dos copas grandes, de finísimo cristal. Yo seguía de pie apoyado en los hierros.

—¡Pero siéntate, hombre!, ¿qué haces que no te sientas? —me regañó pasándome uno de los cálices—. Bebe, es bueno, muy bueno —atronó su voz mientras yo seguía sin poder decir una palabra. Bebí un sorbo, aunque hubiera deseado beber de un trago—. Tú dirás —me emplazó, ya con cierta impaciencia.

—Verá, don Amato… No sé por dónde empezar. Quería enseñarle esto… —Saqué del bolsillo unas fotografías tuyas, cuatro o cinco, y se las pasé. En una de ellas estabas especialmente hermosa.

Las examinó acercándolas considerablemente a los anteojos. Esbozó algo parecido a una sonrisa, tal vez una sutil mueca de dolor. Mientras las miraba, arranqué por fin a hablar con cierta fluidez. Le pondría en antecedentes, aunque ahorrándole los peores detalles. En ningún caso iba a contar al anciano los pormenores de mi locura, el episodio de la morgue, el haberte dado por muerta sin tener ni una sola certeza de ello. Me comporté como si aún anduviera buscándote, como si no me hubiera rendido.

—Hace más o menos un año, mi mujer, la que ve usted en las fotos, desapareció misteriosamente, de la noche a la mañana. Desde entonces la estoy buscando, o peor todavía, esperando. Tal vez en vano, a estas alturas he perdido la esperanza… El otro día, en una iglesia del pueblo, contemplando uno de sus cuadros, la vi. Era ella, es ella…

—Sí. Es Amantea, mi nieta Amantea —respondió sin levantar la mirada de los retratos—. Mi niña —añadió en un débil susurro, quizá pensando que yo no llegaría a oírlo. Jugueteó con ellos, pasándolos de arriba abajo, una y otra vez, barajándolos lentamente, como naipes de una baraja sólo de reinas.

—Era mi mujer, como le digo, la mujer que aparece en sus cuadros, que por cierto son extraordinarios…

—¡Déjate de adulaciones! —contestó airado—, sé que era tu esposa y sé quién eres tú… Sé mucho más de lo que imaginas. También desapareció durante mucho tiempo para mí. Tenía siete añitos la última vez que la vi. Un mal asunto, un mal trago. Pero tú estarás al tanto de todo, ¿no?, al fin y al cabo, eres parte de la familia. —Aquella palabra, en su voz, cobraba una dimensión muy especial.

—Al verla en sus cuadros pensé… que tal vez supiera usted algo de ella.

Apuró su copa y la llenó de nuevo. Bebió de un trago y suspiró, o gimió, no sabría decir.

—No sé nada de ella, ni ya quiero saber —respondió con sequedad, con fingido desapego. Mentía.

—No le creo —me atreví a decir—, es evidente que está usted obsesionado con su nieta…

—Sólo sé pintarla a ella, sólo con ella lo consigo. Siempre ha sido así, soy incapaz de imaginar una Virgen sin sus facciones…

—No hace mucho, un tipo apareció muerto cerca de aquí. Imagino que fue cosa de sus hombres…

—Sólo a un loco o a un gilipollas se le ocurriría adentrarse en esta finca, de noche y armado. Él se lo buscó… ¿Qué tiene eso que ver?…

—Era un detective privado de Roma. Estaba contratado para buscar a su nieta, es una larga historia. El caso es que el día antes de morir, vino a verme. Había seguido la pista de Amantea hasta Nápoles. Me dijo que su nieta… —Pensé en decirle que esperaba un hijo, pero reaccioné a tiempo, sólo añadiría dolor al inevitable dolor—. Me contó que su nieta tomó un tren hacia el sur, que posiblemente estuviera cerca de aquí. Entonces me pareció absurdo. Yo no sabía que usted vivía en Amantea, yo no sabía apenas nada de usted. Su nieta era muy reservada, pocas veces hablaba de su familia. ¿Tal vez pensó encontrarse con usted?… Venir aquí…

—Eso sí que es absurdo —respondió inesperadamente agitado, muy contrariado—, ella no haría tal cosa jamás. No sabía que yo estaba confinado en Amantea, pensaría que andaba pudriéndome en alguna cárcel, en la celda más oscura, para siempre. Ella no sabía nada y veo que tú tampoco sabes una mierda. ¡Qué vas a saber! —dijo esto elevando el tono, levantándose y golpeando la mesa…

Al oír el golpe, de inmediato, los matones asomaron por las puertas. A un gesto del viejo, los pájaros ocultaron de nuevo la cabeza y guardaron las armas medio desenfundadas.

—Es incómodo vivir así, pero es inevitable —se disculpó—. Y ahora dime, ¿qué diablos quieres de mí?, ¿qué quieres que haga yo?…

—¿Qué es lo que debería saber, don Amato? —indagué.

—Nada, realmente nada. Perdona mis modales. Sólo que ella nunca vendría a verme. Nunca. Sólo eso. ¿Te contó ella algo?…

—¿Algo de qué?…

—¿Ves cómo no sabes nada?, ¿lo ves?… Algo de cómo perdió a sus padres.

—No, nunca hablamos de ello. A ella no le gustaba y yo no tenía ningún interés en insistir.

—Tarde o temprano tenía que suceder, tarde o temprano aparecerías haciendo preguntas, buscándola aquí —se lamentó—. Cuando Amantea era muy pequeña, sus padres la dejaron a mi cuidado y ellos se dedicaron a la dolce vita. Yo al principio no la quería conmigo, a mi cargo. Pero esos idiotas no valían para criar un bebé. Su padre, mi hijo, era un completo imbécil, y su madre una madre inepta, necia, una incompetente. Pasó el tiempo y aprendí a amar a ese ángel, porque era un ángel. Cuando se cansaron de despilfarrar mi dinero, de la mala vida que llevaban, aparecieron un día y se la llevaron. ¿Qué iba a hacer yo?, era su hija. Amantea tenía siete años entonces, recién cumplidos. Nunca volví a verla. El cabrón de mi hijo, ávido de billetes, insaciable, se pasó al enemigo. La hizo buena el muy hijo de perra. Por él se desencadenó una de las mayores matanzas que recuerdo. Corrió mucha sangre entonces. Malos tiempos. —Perdido en esos recuerdos guardó un largo silencio—. Los maté yo. ¡Ya lo sabes! Bueno, yo nunca he matado a nadie, ya me entiendes. —Sonrió gesticulando con las manos, como si estuviera estrangulando a alguien—. Yo nunca he manchado mis manos —añadió con cierto orgullo—. Pero mandé que los mataran y echaran sus cuerpos a los cerdos. —Inevitablemente yo pensé en mi madre—. No sé qué es peor. Yo ordené que los mataran. Mandé asesinar a mi propio hijo y a mi nuera. Y también al futuro hermano de Amantea. La muy puta estaba embarazada. Yo no lo sabía, te lo juro. Eso me fastidió, me jodió bastante. No entraba en mis planes matar a mi nieto, o a mi nieta. Nunca llegaremos a saberlo, ¿no?

Realmente me quedé petrificado, no supe qué decir. Había olvidado que delante de mí tenía a un auténtico mañoso, un asesino sin escrúpulos o con muy pocos escrúpulos, frío como un témpano. Para mí, esas cosas ocurrían sólo en las películas. Dándose cuenta de mi turbación, intentó aclarar las cosas, suavizarlas, aunque eso pudiera parecer imposible.

—Lo del pequeño, lo del nonato, lo llevo clavado en el alma —dijo eso siseando como una serpiente—, esa posibilidad, esa pequeña vida, esa esperanza. ¡Qué asco! Un inocente completamente ajeno a nuestras miserias. De eso sí me arrepiento, eso sí que lo siento. Pero no lo de mi hijo, ni la imbécil de su mujer. Era un auténtico hijo de perra, aunque mi esposa fuera una santa, él no era más que eso, ¡el sucio hijo de una rata rabiosa! El peor de los castigos que un padre pueda tener. Además, fue infinitamente cruel con Amantea, con su única hija, y su madre aún más por no intentar evitarlo, por apoyar o ignorar todas sus mezquindades. La vida de Amantea fue un infierno a su lado. Mientras estuvo a mi cargo intenté hacerla feliz y creo que lo conseguí, pero ellos… Si mi nieta se casó tan joven y con ese retrasado mental fue por perder de vista a sus padres, ¡de una maldita vez!, para siempre… No creo que llorara su muerte. Luego pasó lo que pasó. ¿Sabrás al menos eso?, ¿no?… Lo de su marido y su hijo. ¡Qué desastre! Quedó sola, y yo sin saber una palabra, sin poder hacer nada. Fueron tiempos difíciles para ella, para mí, para todos… Años después, alguna vez me escribió, pocas. Primero desde Francia. Me contaba algunas cosas, cómo le iba, y me enviaba fotografías. De ellas copié los semblantes de mis Vírgenes. En una de sus cartas me contó que había conocido a un hombre, a un buen hombre. Ése eras tú, ¡bribón! También recibí una carta desde Roma, sólo una. Entonces ya vivíais juntos. Ésa fue la última, la última vez que supe de ella… Pero ésa es ya otra historia…

Era evidente que el viejo había mentido en algunas cosas, me había asegurado que Amantea no sabía dónde estaba, que desconocía su destierro en Amantea, preso en la finca del pueblo. ¿Por qué mentía?, ¿por qué ocultar algo así?

También me extrañó que, en ningún momento, contemplara la posibilidad de que la extraña desaparición de su nieta tuviera algo que ver conmigo; que no hubiera sospechado de mí, que no pensara que yo podía haberte hecho algún mal. Me atreví a insinuarle ambas cosas…

—Ella siempre hablaba bien de ti. Más que bien. Te amaba… Mírame a los ojos —me ordenó tomándome por la barbilla con una de sus manazas, como si yo fuera un niño al que se quiere pillar en un descuido, en una falta…

Se quitó las gafas un instante, sus ojos eran hermosos, negros, muy negros, aunque algo velados por las cataratas. Su mirada era terrible sin el resguardo de los anteojos. Penetrante, impenetrable, gélida como la de la muerte. Se clavó en la mía sin que yo pudiera apartarla y observó dentro, muy adentro. Su mano apretaba cada vez más fuerte mi mandíbula.

—¡Bah!, tú no serías capaz de hacer daño a un gorrión —me dijo soltándome la cara, apartándola de su mano con cariñoso desprecio, con cierta decepción—. ¿No serás tú uno de esos afeminados? —Rió groseramente su gracia de mal gusto, caminando hacia la nevera.

La abrió y sacó de ella algo envuelto en un trapo de cuadros rojos. Era masa de harina blanca, para la pasta. La tiró con fuerza, golpeándola sobre la encimera, y la fue extendiendo con un rodillo de madera, enérgicamente. Luego, con un vaso, delicadamente, fue cortando trocitos circulares y colocándolos uno sobre otro, hasta formar una pequeña torre.

—La rellenaré con ricotta, aceitunas negras y anchoas de tu país, de Santogna, te gustará. Un pellizco de perejil, un poco de ajo, peperoncino… Por cierto, ¿qué te ha pasado, hombre?… Estás hecho un Cristo…

—Un accidente, ya estoy mejor…

—Si a eso le llamas tú estar mejor. Pareces un muerto viviente, necesitas una buena pasta, comer bien, el comer lo es todo… Si no comes el Diablo se te acerca, e quandu u diávulu t’accarízza vola l’anima[14], ¡ya sabes! —dijo en dialecto.

Charlamos mientras rellenaba los tortellini. Preparó también una exquisita salsa de tomate. Era un experto cocinero. Esperamos quince minutos a que cociera la pasta. En ese tiempo, poco más, intenté resumirle un año de padecimiento y desgracia, casi todo lo sucedido. Muy someramente. Que aquel hombre, un completo desconocido, me escuchara tan atentamente, tan sinceramente interesado en mis palabras, me reconfortó. Rendido a la angustia como un chiquillo, fui confesándole partes de mi particular e íntimo infierno.

El anciano atendía en silencio, con la mirada perdida tras los ventanales, sin volver una sola vez la vista hacia mí. Parecía querer evitar mis ojos. Cuando la pitanza estuvo lista, puso dos platos hondos en la mesa y sirvió generosamente. Escanció más vino. Muy a pesar mío, le rogué que llenara un vaso de agua para mí. Mientras comíamos, después de tanta charla, fue creciendo un incómodo silencio.

—La pasta es deliciosa, y no es un cumplido —me atreví a decir, para romper la ya embarazosa sordina—. Le suplico, don Amato, si sabe usted algo, si llegara a saber algo de su nieta, hágame llegar recado… Tal vez ella… —dije esto y levantó la mirada del plato, contrariado. Pensó un poco antes de responder.

—Ella ya no existe, hijo, métete eso en la cabeza. Se acabó, ¿entiendes? ¡Basta ya de mariconadas!, los muertos son muertos, nada más. Y ella está muerta. —La crudeza con que hizo esa afirmación me golpeó el estómago, revolviéndolo. Sentí náuseas y, sin poder evitarlo, vomité sobre las baldosas de barro rojo. Uno de los gorilas asomó para ver qué sucedía. Un minuto después, una señora entró con unos trapos y un cubo de agua, recogió los restos de la vomitona y limpió el suelo—. Una pena de pasta —dijo el viejo, mirando a la mujer mientras terminaba la desagradable tarea.

Luego, me preparó una infusión con varias hierbas, amarga como la hiel, y me obligó a beber un par de tazas. El efecto de la morfina hacía rato que había desaparecido. Le expliqué y le pedí permiso para pincharme. Necesitaba además ir al baño con urgencia. Uno de sus hombres me acompañó, no estaba muy lejos de la cocina. Mientras me inyectaba la reparadora dosis, desde allí, me pareció escuchar a don Amato hablando a media voz. También pude escuchar una voz de mujer, sollozaba, parecían discutir. Imaginé que reprendía por algo a la sirvienta. Regresé a la cocina flotando, mucho más sereno, sintiendo subir por el abdomen y el pecho, hasta la garganta, la reconfortante tibieza del narcótico. Cuando entré de nuevo en la habitación, la actitud del viejo había cambiado por completo. Me esperaba impaciente por que me largara, cuanto antes, sin más tiempo para la conversación, sin más contemplaciones. Inesperadamente. Eso me pareció.

—¿Te encuentras bien? —preguntó sin demasiado interés—, ahora será mejor que te vayas a casa, se ha hecho muy tarde. Mejor que duermas a pierna suelta, que intentes olvidar todo esto. ¡O que lo aceptes de una maldita vez! —Dijo esto elevando el tono, innecesariamente, casi empujándome hacia la puerta con su aliento.

—Antes de irme —le dije—, si no es molestia, me encantaría ver alguno de sus cuadros, que me enseñara su estudio. Ver de cerca su rostro, sólo un instante —le supliqué.

Incómodo, aceptó sólo por compasión. Conocía ese sentimiento. Me hizo seguirle y detrás de nosotros avanzó sigiloso uno de sus cancerberos. Descendimos por una lúgubre galería, unos veinte escalones de piedra desgastada por más de un siglo de pisadas. El viejo me ayudó a bajar, no era fácil con las muletas. Su estudio estaba al fondo de una formidable cueva, un subterráneo fresco y seco, posiblemente lo que en otro tiempo fuera una enorme bodega. Al llegar al portón de acceso, don Amato hizo a su guardaespaldas un gesto que no dejaba lugar a dudas. El perro se retiró de inmediato, volvió a subir las escaleras y esperó arriba.

—Sé que eres pintor —me confesó mientras iba encendiendo las luces, unos potentes focos—. Me lo ha dicho Salvatore; él viene de vez en cuando por aquí —añadió.

En el fondo de la estancia, una gruta abovedada y semicircular, se adivinaba una enorme tronera. A través de ella debía de entrar la luz del sol durante el día, y por ella, imaginé, sacaría los enormes cuadros que pintaba.

Apoyados contra la pared del fondo, se amontonaban decenas de lienzos de varios tamaños, medio resueltos o eternamente aplazados. Unos vueltos contra la piedra, otros dejando ver su contenido. Verdes paisajes de Calabria, marinas grises, tormentosas, confusos retratos de personajes apesadumbrados, cuadros con manchas y bocetos, con trazos y colores tal vez ya inútiles. En el centro, sobre un caballete grande y especialmente iluminado, un gigantesco cuadro inacabado. Una tabla de unos tres metros de alto por dos de ancho, en la que se presagiaba una pintura majestuosa. Realmente parecía una obra renacentista, salida de la mano de Tiziano, Lotto o Tintoretto, de Rafael. No sabría decir, y temo exagerar. Era algo prodigioso, aun inconclusa, una obra maestra.

La trama y la textura eran formidables, absolutamente especiales, los sfumatos únicos, los matices bellamente arcaicos, casi fantasmales. Cromatismos imposibles de lograr por cualquier contemporáneo. Ni el más hábil restaurador lo habría conseguido. En el cuadro, tres vigorosas figuras evocaban la maestría del mismísimo Miguel Ángel.

La Virgen, mansamente arrodillada, adoraba a su hijo. El niño yacía en el suelo, frente a ella, reposando sobre un paño azul y una gavilla de paja. Dándonos la espalda, maniatado y colgando de un gran madero, no de una cruz, un cuerpo lacerado, ya inerte. Por su piel macilenta, chorreaba abundante la sangre, corría por sus pies, goteaba por los dedos dejando en el suelo un inmaculado charco escarlata. Por el perfil que se adivinaba junto a una de sus axilas, reconocí a Jesús. Un Cristo ya vencido, resignado, que observaba impotente la escena más abajo. Un pasado que tal vez ya no recordaba. Él mismo, tan niño, tiernamente venerado por su madre, otrora tan hermosa. Ella, cubierta por un manto púrpura, miraba al pequeño llena de amor, primorosamente dolorida, con las manos inmovilizadas en un gesto divino. Todo encuadrado por un fondo de siniestras ruinas, de campos abiertos y tenebrosos. Un angosto paisaje de tinieblas, absolutamente inanimado, enmarcado por la muerte. Por la inevitable defunción del hombre, por el luctuoso e inexcusable porvenir del niño. La Virgen tenía una vez más el rostro de Amantea, pero en esta ocasión, sin la lozanía plasmada en otras representaciones, sin la belleza inmaculada dejada en otras obras. Marchita, deslucida, terriblemente triste, observaba a su criatura como si ya estuviera en la cruz, como si ya supiera que ése es su único destino. Como si la sangre corriera ya a teñir y a emponzoñar su tierna adoración.

Era tan severamente triste que rompí a llorar. No pude esconder los sollozos, no pude evitar un llanto espantosamente compungido. Era una visión tan profundamente angustiosa, que apenas podía mantener la mirada sobre las facciones pintadas en el cuadro. El viejo respiraba entrecortadamente detrás de mí, tal vez conmovido, aunque fuera incapaz de permitírselo. Mirando aquella imagen, entendí que Amantea estaba definitivamente muerta. No había más. Nada más. Allí, en la tabla, en esa escena, quedaba plasmado el más poderoso gesto de dolor que un artista haya creado jamás.

Y todo ese dolor era también el mío. Quizá por eso me dejó entrar en su estudio, para que comprendiera, para que viera el verdadero rostro de Amantea. Lo que el tiempo y la muerte habían hecho con ella…

Me tomó por el hombro abrazándome, respetando mi desazón, intentando de algún modo consolarme.

—¡Pero mira que eres llorón! —dijo cariñosamente, intentando desdramatizar. Me acercó su banqueta de trabajo y me ayudó a sentarme. Los dos contemplamos largamente la obra, en completo silencio. Enjugué mis lágrimas mientras las del viejo ahogaban sus ojos—. Es una terrible pérdida, terrible —habló para sí—. Ella te amó de verdad, créeme. Mi Amantea, mi pequeña Amantea, mi niña. —Luego, creo que me dejó solo unos minutos. Al cabo, los focos que iluminaban el cuadro se apagaron—. Es suficiente —me susurró. Salí del estudio mientras él terminaba de apagar las luces, y ya no volvimos a cruzar palabra. Me acompañó afuera y se despidió dándome la mano brevemente—. Cuídate —me dijo y dándose media vuelta entró de nuevo en la casa. Ya no volvería a verle.

Agotado, subí al mismo coche que me había traído, con los mismos hombres que me habían acompañado. Durante el viaje de vuelta quedé profundamente dormido. Una hora después, Diego me ayudaba a subir la escalera, que más que nunca me pareció interminable.

Cuando traspasé el umbral, sentí que aquélla sería la penúltima vez…