Martes, 6 de marzo de 1990
Apenas me reconozco en el espejo. Es como si alguien, algún desalmado, me mirara indiferente desde ahí detrás. Estoy demacrado, casi escuálido. La báscula apenas marca 58 kilos, muy poco. Mi peso medio siempre han sido unos 70. Menos mal que Diego se empeña en alimentarme, en cebarme diría, aunque yo no me dejo. Ya apenas cocino, muy de tarde en tarde, ¡me da tanta pereza! Todo me da pereza.
Recuerdo La Zanzara, los delicados platos que preparaba primero para ti, sólo para ti, y que luego deleitaban a nuestros pocos y exquisitos clientes. Qué buenos años aquellos que permanecimos absortos en los sortilegios del amor y la cocina, ocultos y felices en nuestro torreón, entre los fogones de nuestro pequeño restaurante. La última vez que pasé por allí ya no estaba, no queda nada. En su lugar han abierto una tienda de moda, de ropa cara y absurda, como de arlequín. Y alguien vive arriba, donde nosotros nos amamos tantísimo. Del soportal aún cuelga el cartel de hierro con un mosquito sonriente vestido de camarero, el que pintó y nos regaló Bubba, ¿recuerdas? Está apagado, descolorido y completamente oxidado. El viento sigue balanceándolo, haciéndolo chirriar. Como entonces. Cuando cerrábamos el local y nos quedábamos dentro recogiendo, preparándolo todo para la noche siguiente. Abríamos un par de botellas de generoso Ciro, de Greco o un buen Chianti. O aquel «Licor de Zanzara», ¿recuerdas?, ese bebedizo que Natalia y Marc nos enviaban desde La Reunión. Sólo se lo ofrecíamos a los buenos amigos, a los mejores clientes, era muy escaso. Estaba elaborado con absenta, de mejorana, de ajenjo y otras raras hierbas cogidas en los profundos acantilados de la isla. Resultó ser un brutal afrodisíaco, casi un alucinógeno, una droga del amor. Había que encomendarse a la diosa Artemisa si te pasabas bebiendo ese mejunje. ¡Y cómo bebíamos!, y cómo reíamos conquistándonos hasta el amanecer. A salvo de la perversa realidad, refugiados, seguros y radiantes. Lejos de cualquier problema, sin edad, implorando al amor, orando sensuales plegarias entre caricias y mimos, susurrando y sonriendo desnudos, confundiéndonos en la oscuridad, como angelicales y solitarios náufragos. Solos, nosotros, todo y nada, sin temer ni pensar la muerte. Y el mundo ahí afuera, respirando ajeno y bufo, difuminado tras los visillos, sin ninguna posibilidad de arrebatarnos, de tenernos, para siempre sin nosotros…, sin tu sonrisa, sin tu voz… ¿cómo pudo escapar todo aquello?…
Yo te pido perdón, amor mío, mi ángel inmortal, perdóname por haber perdido tanto, por no haber sabido defenderlo. Ahora todo se ha ido y ya no sé amar, ni tengo fuerza para vivir. Pido perdón también a Dios y paz para ti, estés donde estés, por todo cuanto me diste…, por todo cuanto no me diste…, por todo…, por… todo, por tanto…
No quiero llorar más. No puedo. Un invierno de lágrimas pesa en mis ojos desplomándolos. Tiemblo, tintinea el pulso incontrolable en el borde del vaso; lo lleno una vez más. Bebo un pedacito de ti en cada trago amargo que me abrasa.
Diego me empuja a comer y también a desahogarme con una mujer, aunque sea una prostituta, no se lo tengas en cuenta. Mejor aún, una chica bonita, recatada pero complaciente, que me enamore, que me ayude a olvidar. ¡Pero yo no quiero olvidarte!, ¿cómo podría? Lástima que, en el alma, la sensualidad y la inocencia hayan enmohecido hasta este punto, como dos leños que se pudren a la orilla de un torrente. Sólo queda la tristeza imparable de un tiempo que ya apenas encuentro en la memoria.
En el sexo la desgana es aún mayor que en el estómago. Casi cada noche me masturbo, pero más por conciliar el sueño que por placer; lo hago mirando extraño alguna infame película porno, de ésas que dan en los canales locales, basura, basura, hasta desfallecer. Pero raramente lo consigo pensando en ti, no puedo invocarte para luego darme cuenta de que no te tengo. No puedo imaginarte así. Alguna vez miro tus fotografías mientras me acaricio lentamente, pero es insufrible. Me ayudan a no olvidar tu rostro, y eso ya es tanto… La sexualidad ahora no me interesa nada, es más, llego a verla ridícula, absolutamente grotesca. Es tan extraño.
¿Qué he de hacer? ¿Buscar otro cuerpo que ungir con las caricias que guardaba para el tuyo? ¿Sin un solo remordimiento? ¿Otra malla de piel en que atrapar los volubles secretos que perdimos? ¿Otro lecho en que esparcir las cenizas de nuestro deseo? ¿Otras piernas en que mentir ese hondo calor, donde creer amar mientras no se ama? ¿Buscar en vano nuestro silencio azul, irrepetible? ¿Caer en tu recuerdo para regresar a esta sequía?, ¿rebuscar un sucedáneo entre personas y palabras absurdas?
Ayer, aunque a rastras, Diego me llevó a una peculiar «fiesta». Llegó a enojarse seriamente, me juró que de no acompañarle habría perdido un amigo. Mi único amigo. No es que me importe, me importa un bledo estar solo, completamente solo, pero algo dentro me dice que él es mi última oportunidad. Sería como alejarme a nado hacia la costa lejana, inalcanzable, dejando atrás la seguridad de un frágil flotador. Una estupidez suicida. Él es ahora mi salvavidas. Por mucho que me pese, he de reconocer que necesito aferrarme a su barriga, a su oronda figura de corcho. Desesperadamente.
He agotado casi la esperanza, en mi piel empieza a leerse la fecha de caducidad. Pero aún queda algo, aún aguardo. ¿Cuánto tiempo tengo?, ¿cuánto? No lo sé.
Al fin me llevó a su maldito guateque. Allí, en la parte alta de Amantea, en una gran casona disfrazada de arena y de ruina, en un patio interior, amplio, abierto y muy hermoso, se daba cita una humanidad indescriptible. La mayor parte del animado grupo se componía de trasnochados marinos, viejos ya, agotados del mar y de la tierra, cada uno de ellos con su particular tic, con su particular locura más o menos manifiesta.
Fumaban de más, bebían de más, hablaban de más, fanfarroneaban de más sobre sus olvidadas hazañas en la mar. Diego, incomprensiblemente orgulloso de mí, fue presentándome uno por uno como quien presenta a un hijo pródigo, recién tornado de ultramar. Ceremoniosa y afectuosamente iban estrechándome la mano con fuerza. Víctor, Pascuale; Víctor, Rosario; Víctor, Guido; Víctor, Aldo; Víctor, Claudio; Víctor, Vincenzo. Una marea de nombres iba mezclándose en mi pensamiento anegándolo entre toses secas y carraspeos. Algunos vestían boinas de la marina, casacas azules y cortas con cuello entorchado, y de sus pechos colgaban orgullosas y descoloridas medallas que parecían de hojalata. También había algunas mujeres mayores, seguramente sus parientas. Éstas, voluntariamente arrinconadas bajo una enorme buganvilla, no paraban de comer dulces y de lamentar sus tediosas vidas. Cuchicheaban a voz en grito sobre sus insoportables maridos, contra los maridos de las otras, contra y sobre todo lo que superaba o escapaba a su limitadísima comprensión.
Los caballeros resultaban cómicos, revoltosos como niños de excursión, incluso simpáticos. Las damas, tan gruesas como impenetrables, tan limpias como intransigentes. Aquí las señoras huelen siempre a jabón de rosas y a pepino. Entre todos estos pobres diablos, como fantasmas, sorprendía la presencia de algunos jóvenes, casi chavales al lado de los primeros. También correteaban de acá para allá unos cuantos niños y niñas muy pequeños, jugaban libres de la atención de los padres, excitadísimos por la ventura del trasnoche. Dos o tres parejas, intentando seguir los acordes de una tristísima canción napolitana, bailaban y hablaban bajo tiras de farolillos y banderitas europeas. Otros conversaban entre carcajadas aquí y allá. Aturdido, me aferré a un vaso y en unos minutos lo llené diez o doce veces de vino. El calor del alcohol fue emborronando todo y a la vez haciéndolo más claro. En mi creciente euforia, las mujeres empezaron a parecerme hasta bonitas, y la gente, graciosa, amable, campechana. Por un instante sentí que me estaba divirtiendo. Fantástico.
Deambulé un rato bebiendo y charlando con unos y con otros, de las cosas más disparatadas y peregrinas que puedas imaginar. Luego, me aparté hábilmente y me dediqué a observar en silencio. Comenzaba a preguntarme una y otra vez por qué habrías dejado de quererme, si te habría amado bien cuando me amabas.
Diego, muy atento, venía cada dos por tres a preguntarme si me encontraba a gusto, si me aburría, si lo pasaba bien, si quería tomar algo. Yo miraba al cielo completamente ensimismado cuando volvió a hacerme una visita. Tosió. «Víctor. —Volvió a toser—. Ésta es Ada». Me lo dijo muy estirado, caballerosamente, con una picara sonrisa, mirándome fijamente a los ojos, inquieto, como esperando que yo leyera en los suyos lo evidente. Me sorprendió tanto que no supe qué decir. Hizo un disimulado gesto de impaciencia. Yo quedé examinando el rostro de la muchacha una breve eternidad, debí perturbarla. Al cabo, apartando la mirada, acerté a darle la mano y decir alguna estupidez. De inmediato, Diego, poniendo una amable excusa, desapareció dejándome allí con ella. No sé quién de los dos estaba más azorado e incómodo.
Comenzamos a hablar del tiempo, de la buena noche que hacía, de las personas que nos rodeaban. Jugamos a adivinar quién entre todos los presentes habría organizado aquella fiesta (ella tampoco lo sabía); muchos parecían ser los anfitriones, pero ninguno se identificaba como tal. Hablamos luego de la pasta que alguien preparaba y que estaba por servir, de la portentosa cocina italiana, de la pintoresca gente de Amantea, de las callecitas y los rincones que aún no conocía del pueblo, del carnaval, del castillo, de la playa, de la exuberante Calabria, al principio con cierta desgana, un tanto violentos, pero buscando no llegar a ese punto de silencio en que es imposible retomar una conversación trivial.
Alguien dio un fuerte y prolongado silbido. Hubo un revuelo, un rumor de risas, silencios y exclamaciones de placer: aquél era el anuncio de que la spaguetatta estaba lista. Todos, unas cuarenta personas, se apiñaron en torno a la gran mesa donde un tal Guido, el ocasional cocinero, servía los platos con presteza. Las botijas de vino llenaban los vasos una y otra vez, también generosamente.
Me senté con Ada en una hamaca que colgaba entre dos árboles, la red cedió y nos mantuvo inevitablemente cercanos. Así, codo con codo, cenamos y repetimos unos deliciosos penne a la pizzaiola. Por unas horas que me parecieron minutos, debí de aparcar toda mi pesadumbre. Ada resultó ser una chica deliciosa, cálida y bellísima, mucho más joven e inteligente de lo que podía imaginar. Sin darnos cuenta terminamos tumbados en el chinchorro, nos sorprendimos allí, la mano en la mano, mirando el trocito de universo que titilaba sobre nuestras cabezas. En silencio, completamente ajenos al bullicio que aún nos rodeaba. En el centro del patio, se encendió una gran hoguera y en torno a ella, entre burlas, algunos comenzaron a desafinar canciones de todos conocidas. Bebimos mucho ron y hablamos poco, muy íntimamente, haciéndonos confidencias a nosotros mismos más que el uno al otro.
El cielo se fue llenando de palabras y de nubes, comenzó a lloviznar. Cuando corrimos a refugiarnos en el cobertizo que teníamos cercano, nos dimos cuenta de que el fuego era ya sólo una montaña de brasas y que la mayor parte de la gente se había ido retirando. Los que quedaban, apenas seis o siete, conversaban en voz baja y bastante beodos. Nos abrazamos.
«Deseo besarte, pero la boca me sabe y me huele a tabaco y a vino», dijo Ada en un susurro. No se atrevía a mirarme, azorada, giró e inclinó la cabeza en un lamento infantil, primitivo. Me enterneció su gesto, y en su boca me pareció que latía mi propio corazón. La besé, nos besamos, delicada y tiernamente. Lamimos y palpamos con ansia, lentitud y deleite. Acariciamos halando suavemente los labios por las mejillas, por las orejas y los ojos, que miraban bien abiertos, insomnes y perdidos ante tanta y tan inesperada ternura. Bebimos pausadamente el desconocido sabor de la saliva, suspiramos el aroma a beso adolescente en cada beso. Nada entre nosotros parecía ajeno ni lejano. Por un instante permanecimos absolutamente unidos, extraños a la vida, a cualquier pensamiento, a cualquier promesa. Fue tan dulce y gozoso besar aquella boca, estrechar el delicado cuerpo, acariciar sus nalgas duras y prietas bajo la falda, sus pezones erizados y sensibles bordándose en la blusa. Aquél fue uno de esos momentos que no existen, que no se pueden mentir ni decir, que no se deberían olvidar, y que duele especialmente recordar.
Pero no consiguió repeler mi importunada aflicción, mi densa pesadumbre.
«Tengo que irme», casi le rogué con urgencia, pero tajantemente, sabiendo que no tenía ninguna razón para decirlo o hacerlo, que nada ni nadie me reclamaba, excepto mi soledad y tu temible ausencia. No sé si ella respondió «no quiero que te vayas» o «yo quiero que te vayas», lo dijo en un susurro, con profundo desconsuelo. En cualquier caso habría hecho lo mismo. Salí de allí, subí a la furgoneta, arranqué, encendí las luces, aceleré el renqueante motor y bajé serpenteando por las calles del pueblo como si estuvieras esperándome despierta. Sin mirar atrás, sintiéndome culpable e inquieto por si tú estabas inquieta.
Al llegar, había dejado de llover. Vi luz en casa de Diego. Eran más de las cuatro de la madrugada pero debía de estar despierto, tal vez me esperaba. Subí la escalera descalzo y muy despacio, intentando no hacer ruido. Aún no había terminado de girar la llave cuando abrió su puerta. En sus ojos brillaba la impaciencia…
—¿Y…?
—¿Y qué?…
—¿Cómo que «y qué»?…
Silencio.
—La muchacha, Ada, ¿cómo ha ido? —se impacientó.
—Como tenía que ir.
—Es hermosa, ¿eh?
—Sí, muy hermosa.
—¿Y…?
—Y nada…
—¿Cómo que nada, hombre? ¡Algo habrá pasado!, ¿te has citado con ella?
—No.
—Me ha parecido ver que quedabais muy acaramelados.
—No tengo ganas ahora de…
—¿Pero la has besado?
—Sí, nos hemos besado…
—¿Y…?
—Y nada más.
—Mortaci![5], ¿no la has llevado a pasear por la playa?, podías haberla traído aquí, haberla invitado a tomar algo… —No respondí—. ¡Buah!… Pero dime algo. ¿Es que eres tonto?
—No tengo ganas de hablar ahora, me caigo de sueño, estoy borracho.
—A mí no se me hubiera escapado.
—No se ha escapado, he escapado yo.
—¿Pero acaso no te gusta?
—Sí, es muy hermosa y muy inteligente…, pero no me apetece…
—¿Que no te apetece? Tú eres idiota. A cualquiera le apetecería. Todos andan detrás de ella, y ella no hace caso a nadie.
—A mí no. No.
—¿Qué te crees? Ada no es cualquier chica, es la hija de un buen amigo, la conozco desde que nació. Es una chica decente, no es una pécora. Cuando te digo si te apetece no me refiero a que te la tires, sin más, hablo de enamorarla, de que te dejes enamorar…, sería lo mejor que te podría pasar…, lo mejor…, así no andarías todo el día como un alma en pena…
—Yo no busco tu compasión, ni me hace falta que hagas de casamentera…
—Tú eres gilipollas, hijo. Ella me pidió que le presentara a «ese amigo tan raro y tan guapo que tienes»… No tengo nada que ver…, bueno, un poco sí.
—Tienes razón, soy gilipollas… y un cretino, y también idiota.
—Lo siento, no quería…
—Estoy muy cansado, Diego, muy cansado…
—Perdóname, perdóname, por favor…, no me lo tengas en cuenta. Sólo quiero ayudarte, que la olvides…
—¿A quién debería olvidar?… Tú no sabes nada, nada de mi vida…
—A esa mujer que te martiriza… No sé…, que escupas de una vez ese sapo enorme que llevas dentro y que te está matando…, ¿no te ves?
—Dime, ¿qué debo olvidar?… Entérate tú de una jodida vez, no existe el olvido…
—Ya lo sé, lo sé. Pero se puede hacer como que has olvidado, fingiendo podemos encofrar los malos sentimientos, apartarlos al fondo, lejos de la superficie…, limpiar de ponzoña el corazón…
—Sería como barrer y guardar la basura bajo la alfombra, mirando hacia otro lado. Ada es maravillosa, podría volver loco a cualquier hombre, pero a mí ya nada de eso me interesa, ¿no lo entiendes?…
—No. Eso es una estupidez y una cobardía.
—Me da igual lo que pienses. Mañana hablamos, ¿vale?… En serio, no puedo más…
—¡Prométemelo!, prométeme que hablaremos de ello. Te hará tanto bien…
—Lo prometo, hablaremos…
Diego me estrechó como sólo lo haría un buen padre o un buen oso. Me desembaracé como pude de su abrazo y me despedí hasta mañana. Cerré la puerta antes de que pudiera contestarme. Me desnudé, me tumbé en la terraza y me dejé morir, pero sólo conseguí quedar dormido sobre el jergón empapado.