LA AUSENCIA DE DOLOR

En los años sin Dios, 1975-1983

Amantea se esposó joven, muy joven, nada más cumplir los diecinueve, con su primer y casi único pretendiente, como tantas. Y no tanto por amor como por emanciparse, por alejarse cuanto antes de una casa siniestra, de unos padres estúpidos, temidos e insoportables. Su pubertad, tan quebradiza como su salud, no había conocido hasta entonces la más mínima independencia.

A los diez meses de casarse alumbró un hijo. Por un instante, en el agudo dolor del parto, sintió algo parecido a la liberación, al verdadero goce de ser libre. Pensó que, tal vez, el matrimonio y los hijos cambiarían el rumbo de su vida, pero ésta fue a parar a una vía definitivamente muerta. Dejó atrás los hábitos que imponían sus melindrosos progenitores, para entrar en las vulgares rutinas que dictaba el infame marido que fue a elegir.

Pasaron los años. Ocho años.

El tiempo fue cuajando su aceptación. Todo lo consentía, todo lo asumía con silente estoicismo, como si nada se pudiera hacer por esquivar los sacrificios, las pesadumbres de un destino que consideraba irrevocable. La libertad, de existir, pendía de un raro padecimiento. Conquistarla —imaginaba— supondría un sufrimiento inmenso e ignoto, una renuncia que le inspiraba temor y sobre todo una colosal pereza. Alcanzarla —pensaba— requeriría un titánico esfuerzo, sin duda excesivo para su menguadísimo coraje. Así, doblegándose al más absoluto desprecio por sí misma, a una incondicional sumisión al cretino de su esposo, fue encontrando un chocante alivio: la ausencia de dolor, de cualquier dolor. No sentía. Su facultad de sufrir quedó suprimida en el acatamiento de cuanto le era impuesto. Los días felices, sus días felices, dejaron de ser un anhelo; la carencia de ese afán había exterminado cualquier tormento, cualquier emoción penosa. Sin un lamento, se ocupaba en cuerpo y alma de la felicidad y el bienestar de sus dos señores, unos amos cada vez más déspotas: el niño perverso y el hombre maligno. Su hijo y su marido. El pequeño crecía a imagen y semejanza del padre, incluso empeorando la ya maléfica especie de ese tipo de machos.

Hay tres momentos en que una mujer puede «aullar a la Luna». Cuando por primera vez se siente realmente amada, cuando consigue parir su primer hijo y cuando todo, lo poco bueno y lo menos malo, inesperadamente, termina.

Como pulverizada por el inmaculado fuego de un rayo, su vida, todo ese aceptado desconsuelo cotidiano, se truncó una mañana de julio de 1983. El coche en el que viajaban su marido y su hijo se empotró de frente contra un camión. Ambos murieron en el acto.

Amantea aulló con fuerza aquella noche, por primera vez…