Por eso que llamamos «avatares del destino» (en este caso la incompetencia de un agente de viajes absolutamente inepto), fuimos a parar a Amantea, un pueblecito a orillas del Tirreno, cuando nuestro destino debía haber sido Bari, en la costa Adriática. Justo al otro lado. Allí habíamos alquilado un precioso apartamento de estilo rústico, frente al mar, en una urbanización exquisita a pocos kilómetros de la ciudad, en Mola di Bari, donde pasaríamos dos meses de verano en un apartado rincón de apacible sosiego.
Bien entrado julio, cuando ya preparábamos las maletas y nos comunicaron el «lamentable equívoco», era demasiado tarde para hacer nada al respecto. Naturalmente, nos devolverían el dinero que habíamos abonado un par de meses antes, mucho más de medio millón de pesetas, además de la correspondiente indemnización por daños y perjuicios. Pero eso no iba a compensar nuestra desilusión ni las molestias que la confusión nos originaría. Ya estaban pagados y cerrados los billetes para partir el cuatro de agosto, desde Barcelona, y regresar el cuatro de octubre. Incluso habíamos elegido y reservado el coche de alquiler que utilizaríamos durante esos sesenta días, un divertido Citroën Mehari.
Hacía años que no podíamos permitirnos ni buenas ni malas vacaciones, por una vez la Suerte, tras sonreímos, nos lo iba a permitir. Aunque discretamente, sin grandes alharacas, había conseguido publicar mi primer libro y, lo que aún era mejor, un contrato por dos años con una editorial seria y decente. El compromiso incluía la entrega de otras dos novelas en ese tiempo. Tenían que tener más de doscientas páginas, era una de las pocas condiciones. Por ello me habían soltado seis millones de pesetas, aparte de un generoso anticipo por los derechos de la obra ya publicada.
No era el contrato del siglo, lo sé, no era mucho dinero, pero me pagaban para que escribiera al menos igual de bien o mal, y más, lo que me diera la gana, como me diera la gana, cuanto me diera la gana. Parecían confiar en mí hasta ese punto, no lo podía creer. En cualquier caso, esa cantidad debía durar al menos veinticuatro meses, durante ese tiempo sería nuestro único ingreso, unas doscientas cincuenta mil mensuales, sin contar con lo que se llevarían las arpías carroñeras del Estado. No sólo no estaba mal, estaba muy bien. Luego el tiempo y la fortuna dirían. Mayuca había dejado su trabajo de azafata en Iberia. Pidió la excedencia nada más quedarse embarazada de Alina, que pronto iba a cumplir tres años. Y como quien dice acababa de parir a nuestro segundo hijo, Andrea, que tenía ya cerca de doce meses. Vivíamos de mi humilde salario de periodista-colaborador en una publicación de mierda, escribiendo artículos de mierda para unos lectores de mierda. Un trabajo detestable que abandoné la misma mañana en que firmé el contrato con la editorial. El dinero tendría que permitirnos sobrevivir a los cuatro, a no ser que quisiera volver a las andadas en la gacetilla, y eso era lo último que deseaba. No iba a desaprovechar aquella oportunidad, trabajaría frente al ordenador hasta que se me derritieran las cejas, el cerebro y las huellas dactilares, hasta caer ciego y exhausto sobre las teclas, hasta escribir algo que realmente me permitiera no tener que volver a preocuparme del dinero, ni de otra cosa que no fuera escribir.
Tras ingresar el talón con los seis kilos, pude al fin cubrir los números rojos que acumulábamos tras meses realmente difíciles, meses de impagos en la hipoteca, de amenazas sutiles y zafias, de angustia a veces desmedida por las trampas. Por fin pude mirar de arriba abajo (con malintencionada insolencia) al gilipollas del director del banco que, por una vez, me hizo la pelota sin el más mínimo reparo.
¡Qué gran satisfacción ver arrastrarse a ese mequetrefe!
Nada más salir de la sucursal entré en unos grandes almacenes, allí compré varios ejemplares de mi libro, un nuevo portátil, el mejor de entonces, la mejor impresora y también un montón de caprichos, regalitos para Mayuca y los niños. Es increíblemente fácil derrochar dinero, infinitamente, mucho más que ganarlo.
Gastar más de un millón en unas largas vacaciones en Italia era una auténtica locura dada la situación, pero nos zambullimos en ella encantados, despreocupados en el derroche como críos. Nos lo merecíamos. Con nuestro inquebrantable optimismo, de un modo u otro siempre conseguíamos salir adelante, no iba a ser distinto aquella vez. Ya lo pensaríamos al regreso de la holganza. Además, de allí seguro que traería un buen montón de buenas páginas, tal vez lograría terminar (de una vez por todas) otro proyecto que tenía entre manos y que nunca conseguía rematar. De improviso, toda nuestra ilusión se fue al traste por la zafiedad de ese cretino, de ese engominado y torpe vendedor de billetes de tercera, todo un seudo broker de los viajes. Un cutre yupi de barrio con aires de grandeza, un enorme imbécil que desde el primer momento nos dio mala espina con su pegajosa prepotencia, con su repugnante y fingida amabilidad.
Me lo tomé con calma, al menos juro que lo intenté. En tan dorado instante no iba a amedrentarnos ninguna dificultad. Fui a la agencia dispuesto a solucionarlo de la mejor manera posible, seguro de conseguirlo. A pesar de todo no podía dejar de sentirme alegre, enormemente afortunado. A esas alturas podían ofrecernos pocas alternativas. No quería terminar en uno de esos lugares donde la vulgaridad ahuyenta cualquier posibilidad de paz, como suele ocurrir en casi todas las zonas de veraneo. Estaba dispuesto a dilapidar un buen montón de billetes, pero no a cambio de nada.
De entre todas las opciones dignas que nos ofrecieron, dos o tres, creo recordar, nos decantamos por la de Amantea. Era además infinitamente más barata, sospechosamente económica. Una casita independiente frente al mar, un poco alejada del pueblo, pero a pocos metros de la playa, una playa tranquila de aguas cristalinas, eso me prometieron. No iba a tener el lujo y las comodidades de la zona residencial de Bari, pero a Mayuca le pareció una estupenda idea, más acorde con nuestras posibilidades y nuestra manera de entender la vida. En cualquier caso, me dijo, tenía todo lo que buscábamos, tranquilidad, sol, arena, agua salada, un pueblecito cerca, y por si fuera poco iba a costamos menos de la mitad. Conseguiríamos un coche, otro Mehari, un «dos caballos» o una Cincuecento, para movernos por allí, para hacer excursiones. Mucho mejor. Enseguida olvidamos el traspiés y nos conformamos con el nuevo plan como si el primero no hubiera existido jamás. La agencia se ocupó de todos los pesados trámites: cambiar los billetes, concertar los transportes, alquilar el vehículo, buscar una señora de confianza, una lugareña que se ocupara de las tareas de la casa e incluso, si realmente resultaba ser de fiar, de los niños alguna noche para que pudiéramos salir. Como la diferencia de precio era notable, alquilamos la casa no por dos sino por tres meses. Regresaríamos a primeros de noviembre.
Casi como estaba previsto, el cinco de agosto de 1994, a las diez de la mañana, despegamos del Prat rumbo a Fiumicino. Luego, después de casi dos horas de vuelo y algo más de una de escala en Roma, remontamos el cielo hasta caer en Lamezia Terme, cerca de Consenza, a sólo treinta y cinco kilómetros de Amantea. Un impresionante Audi negro con los cristales tintados, más propio de un ministro corrupto que de una parejita con dos niños pequeños, nos esperaba en el aeropuerto para llevarnos a nuestra casita en un pueblo del que sabíamos poco más que el nombre.
Durante el vuelo, entre nanas, biberones y potitos, fuimos leyendo los folletos que nos dieron en la oficina de turismo de la terminal. Si no estábamos interpretando erróneamente las cosas, si las apariencias no eran falsas, habíamos hecho una buena elección. Amantea parecía un sitio encantador, uno de esos lugares que apena dejar atrás, extravagante y confortable, vetusto y naciente a la vez. Una de las zonas más en auge del Tirreno, en la costa de Calabria. Un paraje repleto de colinas bajas, un «apennino» en miniatura que recorre la línea costera cubierto de frondosos bosques de castaños, robles, hayas y pinos. Un territorio bellísimo de mar y montaña, lleno de historia, donde las playas se prometían magníficas, así como los balnearios cercanos, y a lo largo del litoral no faltaban esos rincones de elegante decadencia (a la italiana) que tanto nos atraían. La comida, como en todo el país, seguro sería excelente. Los paisajes y la gente de Calabria, leímos, «podían estar más cerca de Oriente que de Occidente». Sería sin duda interesante aventurarse como viajeros por aquella región.
Amantea tenía unos doce mil habitantes, no era tan pequeño como pensábamos.
Probablemente, con la llegada de los veraneantes, estaría repleto de gente durante agosto, pero la casa estaba bastante apartada del bullicio y teníamos septiembre por delante, todo un largo mes para liberarnos de la detestable humanidad, para hartarnos de mar y soledad. No debíamos preocuparnos por la meteorología, según los manuales turísticos, el clima era benévolo prácticamente todo el año, aunque la mejor estación transcurría especialmente de abril a noviembre. Más que suficiente para nosotros.
Poco después de las cuatro de la tarde, tras parar a comprar unos trozos de pizza en una gasolinera, llegamos a la casa. Realmente estaba cerca del mar, casi sobre él, a poco más de veinte metros. Los de la agencia habían cumplido a la perfección. Todo estaba limpio y a punto. Después de descargar los bártulos, pasamos la tarde instalándonos, luego, al tramontano, bajamos un rato a la playa. Era ancha, de arena suave, y el agua aquella tarde era realmente cristalina, del mismo color turquesa que habíamos visto en las fotografías.
El único inconveniente eran las afiladas piedras de la escollera, tendríamos que tener cuidado con ellas, calzar chanclas antes de entrar a bañarnos. Acostamos a los niños muy temprano en dos cunitas flamantes y acogedoras, estaban agotados. Mayuca y yo también, pero una vez se durmieron, volvimos a la playa a fumar un último cigarrillo antes de ir a la cama.
El sol se ponía justo frente a la casa. Así, iluminada por la rojiza luz del ocaso, se veía imponente. Era una construcción vieja, tal vez antigua, pueblerina, alta, sobria y cuadrangular, demasiado cuadrada, parecía una desproporcionada caja de zapatos. Era fea pero magnífica. Un año antes había estado dividida en dos pisos paralelos. Tras la rehabilitación, las dos viviendas se unieron en una sola, formidable. Tenía dos plantas, en la parte alta estaba la vivienda, abajo, dos garajes y dos enormes trasteros que bien podían haber sido concebidos para albergar algún local comercial. De uno de esos recintos salían dos raíles oxidados que se adentraban en el mar, semicubiertos por la arena, probablemente habrían servido para botar alguna embarcación de pequeño calado. Las dos cocheras se cerraban con portones metálicos pintados de añil, el mismo color de las dos puertas más pequeñas que daban acceso a los desvanes. Arriba había una terraza gigantesca rodeada por una baranda de tablones teñidos del mismo azul. Cuatro ventanales y dos ventanas de madera con contraventanas daban a poniente sobre el terrado. Toda la casa era un monumental mirador frente al Tirreno, a unos cuatro o cinco metros de altura. Y toda ella estaba coloreada en blanco y azur, de apariencia inmarcesible, todo renovado pero respetando la solera adquirida durante años de mirar al mar.
Si desde fuera podía resultar algo malcarada, el interior era sencillamente delicioso. Cuatro dormitorios grandes, templados y plácidos, un salón inmenso, de unos cincuenta metros cuadrados y con una gran chimenea central, una cocina y dos baños también colosales. Toda ella había sido restaurada con esmero y decorada con gusto exquisito, con parquedad y acierto. Tenía pocos muebles muy hermosos, sin duda hallazgos de anticuarios; suelos de tarimas nobles, barro y piedras pulidas por el mar; techos y paredes de cal y yeso, de estuco en colores pastel, incluso con varios delicados frescos en alguna de las habitaciones; todo conjugado para dar a la casa un aspecto pueblerino y confortable. La cocina era lo mejor. Podías fregar los platos o cocinar mirando las olas romper en la orilla, los barcos surcar el horizonte, las gaviotas y los niños correteando por la playa. Una suave brisa recorría cada rincón de la casa repartiendo frescor y aromas extraordinarios, marítimos o montañeses.
Estaba a poco más de un kilómetro del comienzo del paseo marítimo, y no había ninguna otra construcción en torno. Era ingenuamente perfecta. Sobre el techado plano, en la azotea, una parabólica nos recordaba que entrábamos en la última década de un siglo de extraños progresos.
A la mañana siguiente, Mayuca bajó temprano con los niños para que gatearan por la arena, para que se mojaran los piececillos en el agua salada, para buscar conchitas, piedras de colores y otros objetos prodigiosos. Tomé un café mirándolos desde la terraza. Después me dispuse a establecer mi lugar de trabajo. Desplacé un pesado y precioso escritorio hasta colocarlo justo debajo de una ventana con vistas. Instalé en la mesa mi recién estrenado ordenador. Saqué del maletín todos los papeles y los disquetes, los cuadernos de notas, los lápices de colores y los rotuladores negros y rojos de punta extrafina. Coloqué en los estantes los diecisiete libros que había llevado conmigo. Abrí uno de ellos al azar, uno de Rilke, por la página 77; leí: «Ya no habrá nada que esté cerca, y todo lo lejano estará infinitamente lejos».
Todo me parecía ahora ilimitadamente distante, aunque tal vez no lo suficiente. Junto a mí tenía lo único que realmente me importaba. De tanto en tanto echaba un vistazo a la playa. Mayuca leía también bajo la sombrilla, Andrea dormía plácidamente en su capazo al reparo del sol y Alina, bajo una pamela de flores, jugaba con un cubo y una pala sentada en la orilla. Realmente era una escena resplandeciente, aquél era un momento plenamente feliz. Los dos necesitábamos esa soledad, evadirnos de una vida que en absoluto nos satisfacía, de la opresiva necedad que nos rodeaba en España, de la prepotencia de los majaderos españolitos. Huir de nuestras familias y sus constantes visitas, de sus orgías de asfixiantes arrumacos y carantoñas en torno a los niños, de nuestros inconsistentes e insulsos amigos, de tanto griterío, de todo el ruido, la inmundicia y la tumultuosa vulgaridad que, por fin, habíamos conseguido dejar atrás por una buena temporada.
Fui revisando uno a uno todos los profundos cajones del buró, tenía cuatro a cada lado y parecían estar vacíos. Me equivocaba, encontré en uno de ellos un ejemplar de la Biblia y un grueso sobre de plástico con las instrucciones y las garantías de todos los electrodomésticos de la casa (ambos objetos fueron a parar a un altillo en la cocina). Comencé a guardar mis cosas en las cajoneras. Al meter uno de los paquetes de papel reciclado, éste topó con algo. Palpé con la mano intentando averiguar de qué se trataba, pero nada. Tuve que arrodillarme y extender el tronco y todo el brazo en una absurda contorsión para alcanzar el fondo. Allí, medio oculto bajo el contrachapado, acaricié lo que parecía el lomo de un libro. Intenté sacarlo, pero estaba completamente atollado. Tiré de la gaveta para extraerla, pero tampoco salía. Al fin, con mucha maña y no sin esfuerzo, conseguí arrancarlo de la oscuridad en la que vivía camuflado.
Era un viejo ejemplar con tapas de cuero negras, muy raído, podía tener unas doscientas páginas. Los lomos, antes áureos, se habían enmohecido por el salitre y la humedad. Era un ejemplar magníficamente encuadernado, recio y seguramente antiguo, ligado con firmeza gracias a una pequeña correa también de piel, que parecía el cincho de un gnomo. Sobre la portada, en la esquina inferior derecha, grabadas en letras que algún día también debieron de ser doradas, unas iniciales, «V. P.».
Volví a mirar fuera, pero esta vez con una extraña urgencia, con una aprensión completamente injustificada. En la playa todo transcurría serenamente, Mayuca amamantaba al hambriento y, junto a ella, la pequeña pisoteaba las ruinas de lo que antes pretendió ser un castillo. Como intuyendo mi inquietud, Mayuca se giró hacia la ventana y me lanzó un tranquilizador beso sonriente. El hallazgo del libro me causó tanta y tan misteriosa impresión, que no me atreví a abrirlo en ese instante. Decidí dejarlo para mejor ocasión. Cuando lo metí en el cajón, pareció latir entre mis manos. Sentí un escalofrío de espanto. Dejé todo empantanado y bajé a jugar a la playa. De todas formas, ¿qué prisa había? Nada le comenté a Mayuca sobre el asunto. Aquél, de momento, sería mi secreto.
Una hora después metimos a Andrea en el cochecito y cargué a Alina en la mochila. Así fuimos dando un paseo hasta el pueblo. Por el arenoso y empedrado camino, el trayecto se hizo más largo y más pesado de lo previsto. Debíamos recoger el automóvil de alquiler y hacer unas compras, lo primero era llenar la nevera y la despensa (en cuanto al coche, al final nos dejamos de romanticismos y elegimos un potente todoterreno, una pick-up descapotable). La ribera, salvaje y cubierta de dunas, larguísima, se fue estrechando a medida que nos acercábamos a la civilización, al paseo marítimo. La playa pronto quedó cubierta por un hormiguero de bañistas meciéndose en las olas o tumbados al sol, abrasándose la piel. Sonreímos al pensar en la imperturbable paz que se respiraba en «nuestra playa».
El fascinante pueblecito crecía alzándose sobre una impresionante colina. Al contrario que la escena de la orilla, la metrópoli no pudo causarnos mejor impresión, aunque rápidamente comprendimos que no habíamos llegado en buen momento. La temporada volaba ya demasiado alta, en pleno apogeo, y por todas partes la muchedumbre nos pareció excesiva, demasiada gente, demasiados camiones de reparto, coches y motos. Un bullicioso gentío llenaba las terrazas, las heladerías y los cafés, las tiendas, todas y cada una de las estrechas calles del casco antiguo. Sin duda la ciudad estaba repleta de lugares encantados y encantadores, no obstante decidimos aislarnos en nuestro refugio, al menos, hasta primeros de septiembre. Ya tendríamos tiempo para admirar la esplendorosa belleza del lugar. Nada teníamos que objetar el uno al otro, estábamos totalmente de acuerdo en esa reclusión voluntaria, que sólo romperíamos para hacer alguna que otra expedición en busca de lugares absolutamente tranquilos. De momento, en Amantea, todo nos pareció tan singular como incompatible con el sosiego que buscábamos. Fuimos a por el coche, compramos provisiones de sobra para un mes y escapamos del bullicio como perseguidos por el mismísimo diablo.
Pasamos el día organizando nuestro refugio. Mayuca y yo nos instalamos en un fabuloso dormitorio, que antes debía de haber sido un par de habitaciones; los niños, en la estancia contigua, que se comunicaba por una puerta corredera de dos hojas con vidrieras de colores. Al otro lado de la casa, más allá de la cocina, quedó ubicado mi despacho, mi lugar de trabajo. Me obsesionaba la idea del compromiso, el débito contraído de al menos cuatrocientas buenas páginas, dos novelas. Tenía en mis manos la posibilidad de cambiar para siempre nuestras vidas, de evitar el tener que volver a mendigar un jodido salario en nuestros jodidos y demenciales empleos. Para ello tendría que trabajar muy duramente.
Estaba dispuesto a ello, absolutamente.
Aquella misma noche, aun rendido, me dispuse a emprender la tarea, pero en vez de ello comencé a divagar. Resultaba imposible alcanzar ese estado de trance imprescindible para la creación. Tenía metido en la cabeza el libro con el que me había tropezado por la mañana. Volví a sacarlo del cajón, esta vez sin dificultad, y de nuevo sentí un terrible recelo, esa rara aprensión. El silencio era absoluto, el rumor del mar formaba parte de él y sólo quedaba roto cada hora por un lejano tañir desde algún campanario cercano.
Tiré de la correa sacándola del pasador y la liberé de la hebilla. Encendí un pitillo, esperé un instante mientras daba unas profundas caladas, luego levanté la tapa del libro ritualmente. «Ya es tiempo de abrirte», dije para mí y para él, en un susurro. Un olor acre, como a muerte, flotó un segundo delante de mí.
Nada en la primera página, nada en la segunda, nada en la tercera, un garabato en la cuarta. Un nombre, una fecha y una fotografía aparecieron en la sexta: «Amantea, 1990». En la imagen, una manoseada y descolorida foto en blanco y negro pegada en el centro de la página, el ojo de una mujer, sin duda recortado de un retrato de mayores dimensiones. Una mirada intrigante, sonriente, tal vez enamorada. Mi sorpresa al ir pasando las hojas fue mayúscula. No era un libro impreso sino un cuaderno manuscrito con mimo, ora a lápiz, ora a bolígrafo, todo con perfecta y minúscula caligrafía. La delicada letra, pensé, sería de una mujer, pero resultó pertenecer a un hombre, Víctor Próspero, «V. P.».
Unos párrafos estaban redactados en castellano, otros, pocos, en francés y la mayor parte, en italiano, en lo que parecía un fabuloso galimatías lingüístico. También había algunos preciosos dibujos a tinta, carboncillo o acuarela, casi miniaturas, de una perfección y originalidad extraordinarias. Entre las páginas encontré una carta sin abrir, algunas hojas y flores secas, algún sello de correos. También algunos espacios en blanco donde se adivinaban cruces de pegamento seco, lugares de los que, deliberada o accidentalmente, se habían despegado fotografías o tal vez postales.
Volví a cerrarlo sin comenzar a leer. Me asaltó la impaciencia y a punto estuve de despertar a Mayuca para compartir con ella el prodigioso descubrimiento, pero hacía mucho que dormía serena y quedamente abrazada a Alina. Preparé un café bien cargado y en la taza vertí un generoso chorro de buen coñac.
El diario, por llamarlo de alguna manera, estaba finamente caligrafiado, en líneas perfectamente rectas, formando párrafos bien medidos, en ocasiones con letra tan diminuta que era necesario usar la lupa para descifrar las palabras.
Comenzaba el 17 de febrero de 1990. Hacía más de cuatro años de eso.
El cansancio me impidió aquella noche leer con atención, pero sólo hojeando el documento pude darme cuenta de que tenía entre mis manos algo extraordinario, insólito. Me resistí a leer la frase final, cosa que suelo hacer siempre que abro un libro. Cuando me disponía a hacerlo, Andrea gimoteó y luego rompió a llorar, y corrí hasta su cuna con urgencia antes de que despertara a Mayuca. Tenía hambre. Le endilgué el chupete y le preparé un biberón con manzanilla templada, para engañar el apetito, aún no era la hora de su primer almuerzo nocturno. Durante el día Mayuca alternaba el pecho con los biberones. De noche la teta descansaba y la única opción para aquel tragón eran las tetinas y la leche maternizada. Después de que mi hijo tomara el aperitivo, me senté en la butaca junto a la cuna con la intención de leer, mientras mecía suavemente al pequeño. Pero el sueño nos venció de inmediato. Antes de cerrar los ojos puse el despertador a las cuatro de la mañana, aunque ya se ocuparía él de avisarme a tiempo. Caí en uno de los sueños más profundos y reparadores de toda mi vida, quedé dormido con aquel grueso cuaderno apretado contra el pecho, como quien duerme con un tesoro, con su más preciado peluche entre los brazos.
Al día siguiente, muy temprano, excesivamente temprano, se presentó Titina, la señora que nos enviaba la agencia para hacer las tareas de casa. Resultó ser una asistenta eficaz y una persona encantadora. Debía de tener unos cincuenta o cincuenta y cinco años, pero su rostro parecía el de una muchacha. Era rolliza, oronda, de carnes firmes y culo alto, como de africana, y caminaba con cierta dificultad, arrastrando levemente uno de sus pies con una grácil cojera. En efecto, más tarde descubrimos que tenía una prótesis, una pata de palo, como los piratas. Pero aquello no mermaba su sorprendente agilidad, ni le impedía ser la eficiencia personificada. Además era bondadosa, muy callada a no ser que le dieras conversación, amable y discreta. Era viuda y tenía siete hijos, el mayor de 23 y los más pequeños de cinco, tres y dos, con lo que se manejaba de maravilla con el bebé, Andrea, y con la pequeña gran Alina. No hablaba mucho, ya digo. Una vez completada la tarea, antes de irse a casa, tras mucha insistencia, aceptó tomar conmigo un té y una copita de licor. Nos sentamos en la mesa de la cocina.
Me contó algunas cosas interesantes sobre el pueblo y la gente que lo habitaba. Aun con reticencia, conseguí que me hablara de los anteriores inquilinos de la casa. El edificio había pertenecido a una sociedad, una corporación marítima. Conocía, aunque no demasiado, a una de las personas que antes lo habitaron, un tal Diego, un pescador jubilado que era miembro de aquella agrupación de marineros. Del otro apenas sabía nada, sólo lo conocía de vista, era un joven muy excéntrico, guapo pero excesivamente delgado, de aspecto triste, siempre ojeroso y enfermizo. Muchos sostenían que eran padre e hijo, pero ella sabía que sólo eran buenos vecinos, o amigos. Vivían puerta con puerta, nada más.
La casa era entonces muy distinta, «un desastre», aseguró con cierto fastidio, palmeándose los muslos. Poco sabía de lo ocurrido, aunque seguramente contaba menos de lo que podría. El caso, me dijo, es que un buen día ambos desaparecieron sin dejar rastro, en la misma fecha, en el plenilunio. Tras más de seis meses de infructuosa espera, desalojaron las dos viviendas, bajaron todo y lo guardaron dentro de uno de los trasteros, por si alguien venía a reclamarlo. Luego vendieron la casa. Los de la asociación andaban escasos de fondos. La adquirió un constructor de Tropea, un ricachón, un tipo listo. Se dedicada a comprar barato para rehabilitar y luego vender caro. Un buen negociante. Dejaron la casa casi en los cimientos, patas arriba, tiraron todo, la vaciaron por entero y luego la reconstruyeron. Ella se ocupó de la limpieza una vez terminada la obra, menuda paliza se dio. Como nadie parecía tener interés en comprarla, la pusieron en alquiler, para turistas extranjeros como nosotros, claro está. Tampoco tuvieron mucho éxito.
Guardó silencio, un silencio incómodo, miró furtivamente a los lados para cerciorarse de que nadie nos escuchaba y con un rápido bisbiseo me dijo que la casa estaba maldita. No imagino qué expresión llegué a poner ante esa tajante y absurda afirmación, pero debió de ser la cara de un gilipollas. Así explicaba ella por qué era una ganga.
Luego intentó suavizar sus palabras, no era nada preocupante, señaló, nada tenía que ver con nosotros, era cosa de los que antes vivieron allí; tenían, cómo decirlo, mal fario, mala sombra. Con nuestra llegada todo sería distinto, éramos ángeles, limpiaríamos el ambiente con nuestra presencia. Timorata, casi asustada, buscó algo en uno de los bolsillos de su mandil y luego puso en mi mano un pequeño relicario de plástico con una cuerdecita verde para colgarlo. Dentro tenía una estampita de San Francisco de Asís y otra de Santa Ana, ambas con una pequeña oración en el reverso.
Cambiando por completo la voz, haciéndola más cantarina, como las de las viejas en misa, me recitó una de ellas de memoria, sin respirar, mirando implorante al alto techo: «O benedetta fra le madri, gloriosa Sant’Anna che aveste per figliola a voi soggetta ed obediente la Madre di Dio, ammiro la altezza di vostra elezione… A Gesù, a Maria ed a voi consacro tutta la mia vitta… Voi ottenetemi che passi per me santa e degna del paradiso. Così sia. Amen».
«¡Amén!», respondí a su cantinela sin saber bien dónde mirar.
«Póngaselo —me rogó—, le protegerá a usted y a los suyos, son tan bonitos sus pequeñines, tan bella su mujer». Me recomendó que no saliéramos a pasear por la playa después de oscurecer, que aquél era un paraje demasiado tenebroso y solitario para gente como nosotros. Apuró la segunda taza de té y la cuarta copa de licor, seguramente con la sensación de haber hablado y bebido demasiado. Levantándose me dio las gracias casi con una reverencia; tomó mis manos y agitándolas con fuerza, mirándome a los ojos, dijo en dialecto (en ese extraño tono que había empleado durante la oración): «¡Annáta dé núci, annáta de cruci!», algo así como «año de nueces, año de cruces». Dándose la vuelta añadió: «Y este año hemos tenido ¡tantas!, tantas, ¡demasiadas!; cuídense mucho, hasta mañana».
Quedé perplejo ante la riqueza, la simplicidad y la complejidad de aquel personaje. No soy supersticioso pero colgué la estampita del cuello y estúpidamente me sentí mucho más tranquilo.
Cenamos en la terraza, a la luz del ocaso y las velas. Los críos dormían ya. La noche estaba magnífica, e hicimos largamente el amor bajo las primeras estrellas. Luego le conté a Mayuca mi conversación con Titina, por supuesto desde un punto de vista cómico, divertido, escenificando los pormenores, haciéndola reír con mis grotescos gestos, con mis imitaciones vocales. Más tarde, decidí revelarle mi secreto. Estaba impaciente por hacerlo.
Fuimos a ver a los niños, estuvimos un rato allí, mirándolos, escuchando sus acompasadas y mansas respiraciones. Besamos en sus labios los fragantes e intactos alientos pueriles sintiéndonos felices, inmensamente felices de tenerlos a nuestro lado, sanos, bellos, a salvo de todo.
Saqué el libro del cajón por tercera vez y se lo entregué a Mayuca como si pudiera quemarse al tocarlo. Ella no sintió ninguna aprensión al tomarlo en sus manos pero sí una profunda tristeza, una melancolía infinita y también infundada. Se excitó tanto o más que yo ante el descubrimiento. Mientras lo iba hojeando le conté los detalles del hallazgo.
Aquella misma noche, hasta bien entrada la madrugada, nos pusimos a leerlo, a intentar leerlo. No era fácil. Resultaba muy complejo desentrañar las palabras; aunque el discurso parecía fluido y casi siempre coherente, el tiempo y la mano de su autor lo habían protegido de curiosos (como nosotros) haciéndolo casi ininteligible. Nos trabábamos constantemente, balbuceábamos leyendo el uno al otro diferentes pasajes elegidos al azar. Descifrarlo no iba a resultar sencillo, en absoluto. De algo estábamos seguros, allí dentro, nítidamente expuestos a pesar de la dificultad de su lectura, se guardaban muchas de esas emociones y pensamientos que resulta difícil leer hasta en nosotros mismos. Era como mirar un paisaje complejísimo a través de un vidrio empañado.
Gracias a ese inusitado cuaderno, el proceso quedaba invertido, aseguró Mayuca.
Él, Víctor, había escrito cientos de miles de caracteres tal vez para nada, para nadie, excepto para él mismo. Eso parecía, y no se deja olvidada una obra semejante a no ser que se quiera perder de vista, a no ser que se quiera olvidar para siempre todo su contenido; cada una de las palabras y la existencia en ellas archivada. Abandonar ese diario, esas páginas profundamente impregnadas de vida, era algo así como un suicidio. Podía haberlo quemado, haberlo enterrado o tirado al mar.
Probablemente quien lo escribió esperaba que alguien como nosotros lo encontrara, que alguien leyera cada página escuchando dentro sus palabras. «Este hallazgo invierte el proceso —insistió Mayuca—. Él escribió miles de palabras para nada y tú no tienes nada que escribir, necesitas un impulso, una sublime inspiración que tal vez —dijo— esté ahora entre tus manos. Debes descifrarlo, reescribirlo, reinventarlo, buscar entre sus páginas hasta donde tu corazón se niegue, indagar en cada palabra, en cada letra, en cada duda, en cada silencio blanco. Rara vez —me besó tiernamente mientras lo decía—, rara vez se nos permite leer algo así, leer algo por primera vez y, tal vez, en el preciso lugar en el que fue escrito, rodeados de la misma materia, de los mismos objetos de su entorno, de los mismos lugares, en la misma casa aunque ya no sea la misma, en el mismo escenario en el que fue concebido el sentimiento. Tienes en tus manos duros meses de trabajo y quién sabe si un buen libro. No será enteramente tuyo, pero ¿qué autor es por entero dueño de lo que escribe?, ¿qué escritor no ha bebido de las palabras de los otros? Al fin y al cabo todos saciáis vuestra sed lamiendo veintitantas cochinas letras».
Casi me había convencido a pesar de mis muchas dudas al respecto. Hacer aquello, apoderarme de esos diarios para mi propia creación, me parecía indecente, una obscenidad sutil y mezquina, algo de algún modo peligroso. Pero mi paleta de colorear palabras estaba seca, necesitaba algo, un impulso. «¿Y si lo consigo? Imagina que logro transcribirlo, adaptarlo, ordenarlo, reinventarlo, como tú dices, y llega a publicarse. En ese caso, ¿y si el tal Víctor Próspero reconoce entre las páginas del libro su propia vida, sus propias palabras, sus reflexiones, sus dudas y sus temores, sus amores o desamores? ¿Qué pasaría entonces?».
Dos días después nos pusimos manos a la obra.
Dividimos el trabajo por la mitad, y multiplicamos las manos y los ojos, ésa era una de las condiciones, hacerlo juntos. Luchar unidos contra las palabras ilegibles, contra los párrafos eclipsados, contra las letras pálidas, descolocadas o borrosas, contra las tachaduras y las incongruencias, contra las contradicciones y la tortuosa caligrafía. Todo ello sin posible desencuentro, sin desatender a nuestros hijos ni nuestros placeres. La otra condición era que una vez terminado el trabajo, si lo lográbamos, si llegábamos a conseguir traducir, calcar, aclarar y encadenar todo aquello y darle una forma coherente, antes de publicarlo intentaríamos localizar a su autor. Buscaríamos al señor Próspero. Para empezar, decidimos poner un anuncio semanal en varios periódicos locales y nacionales. Un mensaje escueto y directo que salía publicado cada viernes en las páginas de anuncios por palabras:
«Trovato in Amantea quaderno di cuoio nero sotto sigle V. P. Si prega al signor Víctor Próspero o qualsiasi familiare o conoscente di metersi in contatto urgente coi numeri…».
Trabajamos durante seis largos meses en aquel escrito y nadie reclamó ni una sola de las palabras que guardaba. Nadie en todo ese tiempo se puso en contacto con nosotros.
Lo que descubrimos en su interior fue creciendo dentro de nosotros como nuestras propias vidas, acaparando nuestro ánimo y atención hasta atraparnos completamente, definitivamente. Titina venía temprano cada mañana y se iba al atardecer. Se ocupaba de las faenas de casa con alegría, le pagábamos una enormidad comparado con el salario que solía conseguir en otras casas. Ya sólo lo hacía para nosotros. Cuidaba de los niños con verdadera maña, con esmero. Traía con ella a sus pequeños, algo que encantaba especialmente a Alina. Junto a sus nuevos compañeros de juegos pasaba la jornada correteando por la playa o por un ala de la casa, la que estaba abierta a su infantil algarabía.
Mayuca y yo permanecíamos gran parte del día y de la noche encerrados en el improvisado estudio, rodeados por montañas de papeles, diccionarios, libros. Trabajábamos por turnos o a la vez, en dos ordenadores. Como dos egiptólogos ante un gigantesco jeroglífico, fascinados en los símbolos, en las letras cada vez más claras, en las palabras que iban tomando fuerza y sentido. Al final de cada jornada, pasábamos a papel todo lo escrito, bien despejado y legible, por creerlo cierto, real, arrebatándoselo a la irreal pantalla del ordenador. Mayuca se ocupó de todo lo redactado en francés. Acabó pronto, no era mucho para su eficacia. Yo me dediqué a traducir y transcribir del italiano. Nos repartíamos la faena en castellano. Era tan absorbente que decidimos establecer turnos. Alternábamos tareas, especialmente los niños y el libro, con férrea disciplina, incluso clavamos en el corcho de la pared un cuadrante que solíamos respetar. Dormíamos poco, es cierto, pero estábamos tan despiertos, teníamos tal entusiasmo, que merecía la pena la falta de sueño. El duro trabajo nos mantenía despabilados, más unidos que nunca. Nos amábamos generosamente, follábamos entre signos y letras, sobre sinónimos y antónimos, con un repertorio de besos y caricias absolutamente inédito, cada día renovado. Estábamos radiantes, espléndidos, en nuestra nueva vida.
Así pasó todo agosto, y septiembre y gran parte de octubre. Cuando se fue acercando el momento de tornar, esa realidad se había convertido en una posibilidad imposible, en algo ridículo. Nuestra vida en España sencillamente no existía, no permitíamos que nada del pasado irrumpiera en nuestra chispeante existencia apagándola, entorpeciéndola. Nuestra única preocupación, aparte de la meticulosa labor que nos tenía ocupados, era el dinero, ver cómo la cuenta corriente iba menguando, si no alarmantemente sí mucho más de lo previsto. Estaba claro que lo nuestro no era la economía.
Mi inquietud aumentaba al pensar que mía, lo que se dice mía, no había escrito una sola línea. Mis deberes estaban no ya atrasados, sino absolutamente olvidados. Cada vez que un leve halo de desmoralización o cansancio asomaba en mis ojos, Mayuca se ocupaba de sofocarlo con amor, inteligencia y, por encima de todo, con una absoluta confianza en mí, en nosotros, en lo que estábamos haciendo, aunque tantas veces pudiera parecer una locura sin sentido.
Nos propusimos no dilapidar, reducir los gastos al máximo para poder seguir adelante con nuestra extraña aventura vital y literaria. Renovamos el contrato de alquiler. Alargamos nuestra estancia durante todo un año. La mitad italiana de mi sangre cada vez tiraba más de mí.
Reímos y lloramos juntos con los testimonios de V. P. Pero no fue hasta terminar la ardua labor, cuando la densidad de aquel extraño texto nos inundó dejándonos completamente desfallecidos. Empleamos cerca de seis meses en dar por concluida la primera parte de nuestra misión. Durante la restauración, habíamos bruñido cada letra hasta dejarla reluciente, cada palabra, haciendo aparecer las que se habían borrado por estar escritas a lápiz o enmohecidas por la infiltración del tiempo, la sal y la humedad. Habíamos esculpido cada página hasta darle de nuevo forma y esplendor. El cuaderno entero estaba transcrito y traducido al castellano. Todo, tal y como había decidido su ignoto autor, quedaba recogido en cuatro partes: «El día», «El atardecer», «La noche» y «El amanecer». No fue hasta mucho tiempo después cuando nos percatamos de que aquella partición de los pasajes de su discurso estaba inspirada por cuatro estatuas de la Capella dei Medici, en Florencia. Cuando la impresora escupió la última de las doscientas cincuenta y cuatro páginas en limpio, caímos derrotados.
Recogimos la habitación, pusimos todo en orden, llenamos cinco bolsas de basura (de las grandes) con todo el papel sobrante, con los desechos de aquella historia. Luego, ceremoniosamente, como guardan los curas sus sacros aperos en el Sagrario, guardamos nosotros el cuaderno y las tres copias en papel A-4 en el mismo cajón del que había salido. En el que fue oculto y hallado. Sin llegar a leer lo escrito, con solemnidad, cerramos con llave la puerta del estudio por período indefinido.
Decidimos tomarnos un imprescindible y absoluto descanso, aparcar al menos durante un par de semanas la trama que nos consumía, que nos había absorbido durante más de ciento ochenta días.
Como privilegiados cíngaros, recorrimos toda la costa que rodea la punta de la bota en el Rover, sin privarnos de nada, parando aquí y allá. En Pizzo, en Tropea, en Bova Marina, en Marina de Cantazaro, así hasta Ciro Marina, desde allí tornamos por el interior cruzando las altas montañas de la región, espectacularmente hermosa, subiendo a San Giovanni in Fiore y bajando hasta Rogliano. Durante esas tres semanas no volvimos a pensar en el diario de Próspero, ni siquiera lo mencionamos, aunque la impaciencia por regresar y leer la obra completa y traducida era cada vez más evidente. Tanto los niños como nosotros necesitábamos retomar la tranquilidad del hogar.
Al llegar a casa, mientras nos dábamos un erótico y reparador baño en el jacuzzi, Mayuca pronunció las palabras mágicas: «¡Llegó la hora! Es su turno, señor escritor —me dijo—. Ahora te toca a ti, y ya puedes hacerlo bien, no alcanzo a imaginar otra vida que no sea ésta. Me temo que el dinero no va a durar eternamente y al ritmo que llevamos podemos acabar viviendo como mendigos. Escribe tu novela y envíasela cuanto antes a Patricia». Se refería a mi editora.
No lo decía con agobio sino con humor, con una sutil ironía, con la absoluta seguridad de que no cabía la posibilidad de la ruina. Segura de que su marido conseguiría sacar de un huevo una gallina, o de un huevo otro huevo. «Como esas muñecas rusas —me dijo—, ese libro encierra otro libro más conciso y éste a su vez, otro. Tienes los cimientos de una buena historia, acábala. Inventa o investiga, da igual. Condensa, aglomera, abrevia, sintetiza las palabras de Víctor y únelas a las tuyas. Métete en su alma, sé él durante un tiempo. Desde esta noche, no debes hacer otra cosa que no sea escribir y amarme de vez en cuando, claro. Al menos una vez al día. —Rió—. Titina y yo nos ocuparemos de todo lo demás. No debes preocuparte por nada. Llama hoy mismo a Pat y tranquilízala, dile que todo va bien, que pronto tendrá sobre su mesa tu segunda novela. —Todo esto dijo mientras su precioso cuerpo salía de la bañera moteado de espuma azulada—. ¡Ah!, por cierto —añadió mientras envolvía el pelo en una toalla—, dile que vaya preparando un talón con muchos, muchos ceros, uno detrás de otro».
Esa tarde comenzamos a repasar el resultado de nuestro atrevimiento. Así transcurrieron varias tardes de limonada, sosiego y lectura, hasta saltar a la última página, hasta releer todas y cada una de las palabras que había escrito Víctor Próspero. Terminamos casi a un tiempo, y el shock fue tremendo. Durante la faena traduciendo, transcribiendo, pasando a limpio el confuso original, no habíamos llegado a darnos cuenta de lo que verdaderamente encerraba aquella doliente memoria.
Corrieron lentos los largos meses de complejas deducciones, de indagaciones infructuosas o fructíferas, de intuiciones del alma o del cerebro. De penoso, desesperado y loco quehacer. También me sentí cómplice; también la farsa, la apropiación de hechos, palabras y sentimientos, llegó a divertirme. Algunos fragmentos los omití deliberadamente, otros, después de novelarlos, fueron añadidos. Gran parte de lo escrito por Víctor Próspero se había perdido para siempre. Lo que no encontré fue deducido o inventado, algunas voces tuve que acallarlas, a otras las hice hablar a gritos. Lo más sorprendente fue ir encontrando en mi memoria reminiscencias de una vida que en absoluto me pertenecía, su vida. La mía, de algún modo, empezó a ser suya en el momento en que hallé su diario, para siempre. Aun totalmente opuestos, la música de nuestros destinos sonaba perfectamente acompasada, aunque yo fuera una cara del disco y él la otra. Al terminar fui consciente, entre nosotros quedaba un templado afecto, una rarísima intimidad. Partes de él, de alguien tal vez ficticio, habían quedado dentro de mí, en algún lugar, indelebles, mejorándome o haciéndome mucho mal. Era el precio exigido. Me enamoré de él, de su historia, y durante un prolongado período quedé enteramente a su merced.
En los albores del verano de 1995 el trabajo estaba listo. Mayuca fue la primera en leerlo. Apenas dijo nada, no emitió ningún juicio, ni una valoración, sencillamente me dio las gracias con un dulcísimo beso y salió de la habitación llorando quedamente.
Regresamos a España sin avisar a nadie. El 4 de agosto, a las once en punto de la mañana, lo puse sobre la mesa de Patricia. «Aquí tienes el libro, espero que te guste», le dije. Como le había prometido, el primer pago de la deuda quedaba saldado justo un año después. Le aclaré que no era exactamente una novela, pero suponía que tendría el suficiente interés. En principio nada le conté del cuaderno con el que había tropezado en el fondo de un cajón, nada de las extrañas circunstancias que rodearon la creación.
Seis días después me llamó entusiasmada, lo publicarían de inmediato.
Y así llegamos a esta singular obra. No he querido desvelar más detalles de los necesarios sobre ella, sobre la trama o la peculiar personalidad de su creador, de quien realmente la concibió. Sería violar el relato, la incógnita sobre unos sucesos y una vida cuando menos desconcertantes. Eso lo deben juzgar ustedes. Mi aportación ha sido humilde, todo o casi todo estaba redactado. Como les decía, me he permitido reformar algunas páginas, algunos párrafos, algunas líneas, añadir o quitar algunas palabras, señalar algunas fechas por dar conexión y continuidad temporal a los títulos, por aclarar en qué momento fueron escritos los folios que siguen. Me pareció lícito completar o narrar lo ininteligible, lo deshecho, partiendo o basándome en deducciones más que en absolutas certezas. Ésa fue mi penitencia y tal vez ése haya sido mi único pecado.
Una vez concluido el trabajo, no me arrepentí en absoluto de haberlo llevado a cabo. Dejé de sentirme culpable. No me he apropiado de nada, todo le pertenece a él, sea quien sea, esté donde esté. Y estoy dispuesto a entregárselo si lo reclama.
Ahora siento que ésta ha sido una buena labor, una labor si cabe arqueológica.
Levanté las tapas de cuero y cartón del sarcófago, soplé las cenizas que, en su interior, envolvían las hojas dormidas, escarbé entre los polvorientos vocablos grabados en ellas. Retiré los vendajes que mantenían presos a los personajes, liberé sus bocas momificadas, para que pudieran expresar con apagada voz su leyenda. Gracias a nuestro descubrimiento, la fábula pudo ser contada y esa voz, esas voces condenadas al eterno silencio, fueron cobrando brillo para narrar unos hechos sorprendentes. Desde hoy, podrán ser oídas por todo aquel que quiera escucharlas.
Vaya pues mi infinito reconocimiento y respeto para él, para su verdadero autor, Víctor Próspero, repito, esté donde esté. Vivo o muerto.
También todo mi agradecimiento a Mayuca, sin su aliento y su ternura habría sido imposible llevar a cabo este quimérico proyecto. Gracias por su inestimable ayuda y su total colaboración. Si no creyera en mí con la fe ciega con que lo hace, jamás hubiera podido sacarlo adelante. Por ello, entre otras muchas cosas, la amo imperecederamente, sin retóricas. También quiero dedicar el libro, si me lo permiten, a mis hijos, Alina y Andrea, que colman esa parte de mi corazón que rige sobre el deseo de vivir. Son la única y verdadera certeza del Amor, así, con mayúsculas. Mirándolos, viéndolos crecer mientras crecía este libro, escuchándolos, olfateándolos, encontré la fuerza necesaria para no derrumbarme ante el vacío que produce escribir.
Y cómo no, por encima de todo y de todos, vuele mi sincera gratitud hasta ese torpe mercader de los viajes, ese fenomenal incompetente de la agencia (sin duda un enviado celestial), que con su error cambió para siempre nuestro destino.