21 de abril de 1990
Tras la muerte de Scarabochio, como había previsto, me encerré en casa dispuesto a renovarme. Con férrea disciplina pero con relativo éxito, me impuse no pensar más en ti, jamás, ni en nada que tuviera que ver con el pasado, bueno o malo. Aunque el pensamiento es esquivo como un pez, conseguí contenerlo, al menos lo suficiente para serenarme. La pequeña y vieja Vincenza, con su corazón puro, me ayudó en la tarea. Pronto se habituó a mí, a mi olor, a mis costumbres, a mis caricias. Y yo a sus lametones, a sus profundos suspiros, a su mirada indolente, a su incondicional apego. A su amor de perro. Gracias a ella, retomé las horas perdidas, las que no encontraba. A su lado, con sus ásperas zarpas, su hocico fresco y sus ojos saltones, melancólicamente humanos, el mundo fue cobrando una nueva dimensión, empezó a parecerme otro y yo dejé de ser el mismo.
El dinero se acabó. Ya sin una lira, me refugié en lo único que podría, tal vez, con el tiempo, proporcionarme algún ingreso. Me puse a pintar, como entonces, frenéticamente, como cuando realmente sentía, trabajaba y vivía como un artista. Adentrarme en la creación me abstraería por completo. No sería fácil, pero me pareció la mejor salida a mi desesperación. Una hermosa forma de resignación. Eso le comenté a Diego, buscaría la salvación en la pintura. Lo poco que tenía en el bolsillo lo gasté en material. Claro, resultó ser insignificante.
Una vez más, Diego me derrumbó con su generosidad. Apareció cargado de cajas y bolsas. Me había comprado todo lo necesario para trabajar durante meses. Los mejores pinceles, el mejor óleo, el mejor paño. Abrí la puerta y allí estaba, abochornado, sin saber dónde mirar, disculpándose, rogándome que aceptara lo que aún no me había ofrecido. Luego, ilusionado como un niño, se puso a sacar todo y a colocarlo sobre la mesa de la cocina, emocionado, feliz, como si el regalo fuera para él. Litros de esencia de trementina, aceite de linaza, betún de judea, barnices, botes de cola, sacos de yeso y arena, marmolina y piedra pómez. Pinceles de todos los calibres, brochas, espátulas, buriles, cuchillas, cubos y trapos, kilos de pigmentos de color, metros y metros de listón, lienzo y arpillera. Absolutamente de todo, debía de haber gastado una pequeña fortuna. «Acéptalo como una inversión», me dijo. No sólo me proporcionó el material, también se ocupó de alimentarme y de pagar el alquiler, el agua y la luz. «Ya me lo devolverás algún día, cuando estés sobrado, porque tú, créeme, te harás rico con esto». Eso me decía cada vez que yo intentaba agradecerle tanto desvelo, tanta magnificencia.
Me costó al principio, pero en dos o tres semanas, el esfuerzo comenzó a dar los primeros frutos. Lentamente iba retomando el pulso, la mano, el color. Al atardecer y al amanecer solía salir a dar un paseo por la playa, a tomar un baño y nadar un rato. Excepto eso, todo el tiempo transcurría en la cocina de casa, que lentamente fue convirtiéndose en un verdadero estudio. Pasaba jornadas de veintidós horas encerrado allí, escuchando música, fumando, bebiendo, escribiendo y pintando. Después del alba, a mediodía y al anochecer, Diego me traía algo de comer, buenos guisos que me ayudaban a reponer fuerzas, buen vino que caldeaba mi ánimo. Como única lectura me impuse los Diarios de Paul Klee y como alivio para el dolor de la espalda y del espíritu, aspirinas y una bola de hachís que iba desgranando a medida que desmenuzaba mi alma. Ésta iba quedando en las telas, cada vez con más evidencia.
A finales de junio, había terminado doce lienzos de mediano formato, todos bien enmarcados. También algunos pequeños, seis o siete, y uno enorme, de tres por dos, que no acababa de convencerme. Diego, encantado en su papel de «mecenas y marchante», de cuando en cuando, muy ceremoniosamente, recorría el pasillo en el que se amontonaban los cuadros y los iba mirando uno por uno, con gesto serio. «No los entiendo, yo no sé nada de arte, pero son magníficos —me decía—, sigue así, sigue adelante, ya falta poco».
«No hay nada que entender —le respondía yo—, nada tienes que saber sobre el arte, me basta con que te gusten, eso es lo único que importa». Después de esto, me pedía permiso para llevarse alguno a casa, los que más le gustaban. Yo aceptaba sin importarme lo más mínimo, sólo me interesaba lo que tenía entre manos. Lo concluido ya formaba parte del pasado y como tal, carecía de interés.
En general, no prestaba a Diego mucha atención. Como siempre, su actitud me parecía tiernamente cómica. Nada más. En nuestra amistad, que iba creciendo imparablemente, él seguía adoptando un rol muy paternal, y yo le quería y me dejaba querer, como un buen hijo. Aunque mi mente y mi alma anduvieran siempre lejos, muy lejos de su indulgencia. El silencio era mi única forma de rebeldía. Por lo demás, aprendí a aceptar sus cuidados y sus consejos amorosamente. Sin duda, él lo merecía. Acunado en esa soledad creativa, apenas dedicaba tiempo a dormir. En aquel espacio se fueron colmando mis escasísimas expectativas o esperanzas. Todo cuanto deseaba estaba allí o dentro de mí. Todo cuanto temía también lo guardaba en mi interior, mal atado y dispuesto a salir para arrastrarme de nuevo y con furia a los sumideros del averno. Así fue pasando el tiempo, confundiéndome y serenándome la vida, difuminándola en mi voluntario encierro, en mi prisión de colores.
La mañana del viernes 29 de junio, Diego entró sin llamar, cosa muy rara, nunca lo hacía a pesar de tener llave. Yo apenas había conseguido pegar ojo en toda la noche, me había acostado poco después del alba. A esa hora dormitaba intentando dormirme de verdad. Durante un rato, calladamente, le escuché trastear por la casa, sin demasiado sigilo, «tal vez —pensé—, sólo intenta despertarme». Y así era. Estaba impaciente y muy excitado. «Ha llegado la hora —me dijo—, tienes que asearte y vestirte. Date una buena ducha y afeítate, pareces un loco pordiosero, además apestas», bromeó.
«Tienes que acompañarme a un lugar». Dijo aquello arrastrando cada letra, con un gesto y un tono de voz tan sinceramente infantiles que me conmovieron. «¿A qué lugar? —le pregunté—, ¿qué misterio es éste?». No hallé respuesta. Por primera vez desde que le conocía, Diego andaba con prisas. Sin más explicaciones, bajó la escalera, demasiado rápido para su peso y su volumen. Desde abajo me gritó «¡luego te lo cuento, arréglate que a la una vengo a recogerte!». Acepté con un gesto aturdido, como si no fuera cosa mía. Como si no hubiera sido yo, como si hubiera sido otro. Como si aún no hubiera despertado de un sueño en el que Diego me decía «¡que a la una vengo a recogerte!»… Como si me estuviera evaporando. Cerré la puerta y miré el reloj, eran poco más de las nueve. Puse el despertador a las doce y media. Con suerte, hasta que bramaran las campanillas doradas, podría dormir unas tres horas. Me moría de sueño.
Meticuloso, a la una en punto de la tarde, Diego me zarandeaba suavemente para despertarme. No había sentido el aguijón sonoro del reloj. Media hora después salíamos hacia el pueblo. Por el camino, me explicó el motivo de tanta prisa, de tanto galimatías. Había ido llevando mis cuadros a un buen amigo suyo, Salvatore, un pintor de Amantea, un artista y un hombre extraordinario. En su casa, pasaba unos días un importante galerista de Milán. Ambos habían quedado fascinados con mi obra y querían conocerme. Me sentí atrapado. No quería ver a nadie y aún menos a un erudito en arte, uno de esos snobs que se pusiera a divagar sobre mi manera de pintar, que juzgara lo que estaba bien o mal en mis cuadros, que dictara lo que debía hacer o no para cambiar, para superarme y alcanzar triunfos que no me incumbían. Pero la cita y el encuentro eran ya inevitables. Nos esperaban a las dos de la tarde, y no iba a dejar a Diego en mal lugar. Me suplicó que fuera amable, que tuviera paciencia. Y lo hice.
El encuentro, contra mis vaticinios, resultó muy agradable.
Salvatore, el amigo de Diego, era realmente un tipo excepcional y un pintor magnífico. Un profesional muy cotizado. Esquivo, tímido, reservado, me abrió sin embargo las puertas de su casa y de su gran corazón. Había expuesto en las mejores salas de Italia, y su fama, a pesar suyo, se extendía por el mundo. Tendría unos cincuenta años. Descubrí que teníamos mucho en común. Compartíamos un sentimiento vital, una visión pictórica, muy semejantes. Sus cuadros, los que llegué a ver, en algo recordaban a los míos y viceversa. Nuestras manos trabajaban el color y las formas de manera muy similar.
A pesar de su notoriedad, seguía siendo un hombre humilde y solitario. Había decidido no exponer más de lo preciso y no participar jamás en concursos. Pero me animó a emprender el camino que conduce al reconocimiento y a la «fama». Era algo inevitable, me aseguró. El galerista, un tal Giulio Cecca, un individuo algo mayor que Salvatore, barbudo, grueso y sudoroso, me miraba de arriba abajo, una y otra vez, sin ningún pudor. Y miraba de arriba abajo, ora a pocos centímetros, ora a un par de metros, los diez cuadros que Diego había colocado en el estudio de Salvatore. Su actitud me ponía tremendamente nervioso.
Hablaba poco o nada, sólo escuchaba atentamente cada palabra y observaba con lupa cada uno de mis gestos, cada uno de los trazos dejados en las telas. Más tarde, durante la comida, el cazatalentos descendió de su éxtasis escrutador y me pareció ya humano. Un hombre algo sofisticado, pero amable al fin, muy culto y bien educado, a pesar de todo. La charla y la comida se prolongaron durante más de dos horas. A los postres, mientras servíamos café y unas copas de amaretto, el marchante sacó de su maletín algunos papeles y un talonario. Sin mediar palabra, me puso delante un contrato y un talón en blanco recién rubricado.
«Léelo, fírmalo si te parece bien y pon en el cheque la cantidad que consideres oportuna; quiero esos cuadros y muchos más —me dijo—. Todos los que pintes durante los próximos años». Abrumado, completamente desconcertado, miré a Diego. Observaba la escena como si asistiera a la graduación de su hijo. Una enorme sonrisa de orgullo y satisfacción le cruzaba la cara y los ojillos.
Le inquirí con la mirada buscando su opinión. Sonrió aún más y aplaudió sin hacer ruido, asintiendo teatralmente con la cabeza. Una característica mueca en su cara y en sus manos me decía: «A qué esperas, ¡fírmalo ya!».
No podía pensar con la suficiente rapidez, no obstante, no recelé lo más mínimo. Parecía un buen trato, y aquél parecía un hombre honesto. En cualquier caso nada tenía que perder. Sin apenas leerlo, firmé el contrato. «Sobre la cantidad —le dije—, prefiero que la escriba usted. Nunca he sabido poner precio a un cuadro».
Lo que sucedió a continuación, sin duda, iba a cambiar mucho las cosas, la vida entera. Valoró cada uno de los lienzos en cinco mil dólares. Aunque nunca se me dieron bien las cuentas, la operación era sencilla. Sobre el talón, detrás de un cinco, colocó cuatro ceros. Cincuenta mil dólares. Era incapaz de hacer el cambio a liras con exactitud, pero debían de ser más de ochenta millones. Me aclaró que debía pagarme en moneda estadounidense, por cuestiones financieras para mí incomprensibles. Daba exactamente igual, dólares, liras, dirhams o pesetas; una cantidad así acababa con cualquier penuria económica, para mí y para Diego, al que sin duda le debía aquel milagro. Me entregó el cheque y una copia del contrato, casi disculpándose por no poder pagarme más. Diría que hasta un poco violento, como si estuviera escamoteándome, timándome. Yo, vendiéndolas en el mercadillo, no esperaba sacar más de cincuenta mil liras por cada una de las pinturas, eso en el mejor de los casos.
Brindamos con un buen espumoso para cerrar y celebrar el pacto. En cuanto a mis condiciones, sólo le impuse no tener que asistir a ninguna presentación, a ningún acto, a ninguna exposición. No tendría inconveniente en enviarle cada lienzo que pintara durante los próximos tres años, eso estipulaba el acuerdo, pero en ningún caso estaba yo dispuesto a dejarme zarandear por los mequetrefes que empantanan el mundillo del arte. Anotó el número de mi raquítica cuenta corriente, prometiéndome que, en lo sucesivo, las cantidades que percibiría serían superiores. Guardé el talón en el bolsillo de la camisa. Aún no era consciente de lo que aquello significaba.
Volvimos al estudio a echar una ojeada a los cuadros. Faltaba un detalle importante. Ninguno estaba firmado, y era imprescindible hacerlo. Salvatore me pasó uno de los gruesos rotuladores con los que él estampaba su autógrafo sobre los lienzos. Los tres salieron de la luminosa estancia dejándome solo. Pensé un instante antes de llevar a cabo el ritual. Uno por uno fui firmándolos en la esquina inferior izquierda, y lo hice con tu nombre: «Amantea P., 1990». Ninguno preguntó las razones o el origen de mi rúbrica.
Bajamos a tomar otro café a una de las terrazas del Lungomare.
El fresco aire de la tarde olía ya a tórrido verano. Seguimos conversando y bebiendo como viejos amigos hasta que el sol cayó sobre el mar, frente a nosotros. Nos despedimos prometiéndonos que aquella reunión debería repetirse, al menos, una vez al mes…