FUERA DE MÍ, DE TODO

Lunes, 26 de febrero de 1990

Ha venido Diego a despertarme, muy temprano, excesivamente temprano. Estaba preocupado, pensó que me había tragado la borrasca. Parece que el sol quiere salir; tímidamente asoma entre las nubes azabaches. Llevo tres días en la cama, en un absurdo duermevela, encogido de angustia y tedio, aterido por un solemne frío. He fumado mucho, mucho hachís, y he bebido dos o tres botellas de vino. La dorada apesta en la nevera que dejé mal cerrada; un fétido olor a pescado podrido que no llego a percibir y que a Diego le ha resultado insoportable.

Qué dulce es a pesar de su rudeza.

Me ha preparado una amarga pero reconfortante infusión de hinojo, boldo, salvia y manzanilla; también un puré de zanahorias y patatas. Me ha obligado literalmente a comer, rebañando con la cuchara en las comisuras de mis labios, como si fuera un niño. Luego ha pelado y troceado una manzana, que ha rociado con el jugo de medio limón y una cucharada de miel. Sus dedos regordetes lo hacen todo con destreza, precisa y delicadamente. Se mueve sigiloso de acá para allá, apartando cualquier contrariedad con la redondeada quilla de su cuerpo. Parece mentira que se mueva con tanta agilidad, que tenga tanta habilidad para todo.

No ha querido ser indiscreto, no ha preguntado nada sobre mi lamentable estado. Me ha mirado ásperamente, sin atreverse a juzgar, indagar o recriminar. Después ha metido en una bolsa de basura el pescado que no llegamos a comer, ha aireado la habitación y ha limpiado y recogido todo. Antes de salir me ha hablado duramente, con impaciente desvelo, con molesta compasión. Como lo haría un capitán a su torpe grumete. «Así —me ha dicho— no llegará el día». Debo tener todo a punto para tu regreso, siempre.

«Si no estás atento la vida se queda en los vaivenes, en las horas incógnitas, en los dolores triviales que matan, en la marejada de añoranzas que niega cualquier posibilidad a la belleza. Si quieres que la vida traiga el encuentro, espéralo seguro, sereno y confiado, entre lo que tal vez fue y lo que probablemente será. Debes allanar la senda, arar la orilla del mar, dejar en el paisaje señales inequívocas para que Ella encuentre el camino. La vida es lo que hacemos, lo que esperamos, también lo que no supimos hacer. A veces en cuerpo, a veces en Alma». Algo así vino a decir, en otras palabras, claro.

Tras su aparente simpleza, se esconde un tipo enigmáticamente complejo.

«Ella» eres tú. Como ves, aunque no sabe bien quién eres, está convencido de que en cualquier momento subirás haciendo crujir la escalera y llamarás a la puerta. Aún no he querido decirle que muchas veces te tengo aquí, a mi lado. Aún no he querido decirle que jamás regresarás. Y que aunque lo hicieras…

La idea de perderte de nuevo me provoca náuseas.

Diego se ha ido, pero vendrá más tarde a por mí. Quiere llevarme al mercado esta mañana. ¡Qué buen día se ha puesto!, apenas quedan nubes en el cielo, el mar está en calma, balanceándose hacia el norte, brillando. Titilando entre el violeta y el verde. «Hace ya mucho que sentí esas cosas —le he dicho—, he de olvidar». No volveré a pensar hoy en el pasado. Aún siento el alcohol inflamando mis venas.

Intento escribir mientras camino. Arrastro los pies con desgarbo entre los restos del carnaval pasado por agua. Al parecer, este año el agua ha fastidiado la fiesta. Grandes y pequeños andan todavía perdidos, pobremente enmascarados. Disfrazados con todo aquello que han encontrado en los baúles de las abuelas, en los altillos de las casas. Paseo junto a Diego ante los puestos del mercado, aún aturdido, cegado por tanta y tan inesperada luz. Ensimismado en el ocre papel, intentando domar las letras y las líneas que luchan por torcerse. Jamás me separo de este cuaderno, aquél que me regalaste en Rizzoli. Querría haber escrito en él delicados versos para ti, y ¡ya ves!, voy llenando el blanco abismo con este padecer oscuro y viscoso. Puede que un día, si llegas a leerlo, te parezca el absurdo glosario de un dolor absurdo, tal vez ya incomprensible, ¡pero qué mío fue!, qué mío es ahora, todavía. Pondrás a las palabras una voz extraña, la voz de un cínico o un loco entre el infierno y el paraíso. Aunque sea grueso y mi escritura siga siendo diminuta, sólo dará para mal contar una mala vida. Cuando lo abro, resopla como un animal; su aliento de tinta y papel es el aliento de una bestia. La vida respira conmigo en estas páginas. Una vida sin ti, llena de ti.

Tengo metido en la cabeza el segundo movimiento de la sonata número nueve de Beethoven. He pasado estos días escuchándolo una y otra vez. Todo alrededor parece moverse a ese ritmo. Machacona y amargamente.

Diego habla a mi lado sin parar, pero no le escucho. Imagino que platica sobre cardos, rábanos y berros, sobre pescados salvajes, manzanas doradas y uvas sicilianas o españolas, sobre quesos frescos y curados. Pero no le escucho, no quiero escucharle.

Todo me aburre poderosamente.

Esto no es precisamente Porta Pórtese. Es una lonja amplia y pausada, un mercadillo lánguido y pintoresco junto a unos lavaderos, a las afueras. Cada martes el mismo sereno trajín. Los comerciantes bajan desde los barrios de la ciudad, también llegan de algunos pueblos cercanos, de Aiello Cálabro, de Longobardi, de Grimaldi. Por unas horas, el zoco se llena de gente, sabores y aromas que parecen sacados de otro tiempo. Aquí se vende de todo, pero sobre todo una infinidad de ricos productos del mar y las cosechas. El rumor del trapicheo y los regateos silencia el de las olas. No soporto el ruido. Quisiera tomar apuntes para un cuadro, poder pintar silencioso todo este detestable griterío.

Llegué a Aman tea movido por el azar y por tu nombre; Amantea.

Sólo por eso.

Roma me empujaba, me oprimía, se hacía insoportable sin ti. Una mañana llamé al trabajo y me despedí, sin más. Vendí la moto y con lo que me dieron compré una vieja furgoneta Volkswagen. Empaqueté todo y dejé nuestra casa del Vicolo della Volpe[2]. Allí dejé al loco delle mille lire[3]. Mientras cerraba el portón, por una vez, el viejo no pidió nada, sólo sonrió lacónicamente, como intuyendo que me iba muy lejos y para siempre, que no volveríamos a vernos. Puse un billete de cien mil en la mano de aquel pobre perturbado y crucé por última vez Ponte Sisto. Dejé atrás el Trastévere y cinco años de tu vida y de la mía. Roma se fue perdiendo en el retrovisor, difuminándose muy despacio.

Conduje durante horas siguiendo la costa hacia el sur, hasta caer aquí, en el empeine de esta bota gigantesca. Buscando olvidar la última patada. Al pie de la colina, frente al mar, dejaría arder mi rescoldo, me consumiría en una turba de horas lentas y amargas, hasta apagarme, hasta ser sólo ceniza…

Hacía mucho que la vida había perdido su escaso sentido, y yo cerca estuve de perderla tras tu inesperada huida. Casi sentí la paz que conlleva dejar de sentir. En el umbral de la muerte hay un instante, un «lugar» plácido. Llegué a sentirlo. ¿Será por eso que los perros se revuelcan lujuriosamente en ella cuando la olfatean?

Tal vez un día pueda yo retozar serenamente con esa injusta desconocida. La muerte, más poderosa que Dios, que todas las palabras, que todos los deseos. El umbrío límite de todo, el regreso y la partida, el tiempo muerto. Antes, negándola, la vida: sol, mar, clamor y luz, blanca nieve, arena blanca, tus blancos muslos, tus pechos blancos…

Pero he dicho que hoy no volvería a pensar ni escribir sobre el pasado, ¿no? Compraré puerros, uvas y sardinas. Compensaré a Diego por la velada perdida en mis estúpidas lamentaciones.

Érase una vez…