FINALMENTE (EL VERANO)

Lunes, 2 de julio de 1990

Pasó el fin de semana como si nada hubiera sucedido. Diego, en la calle, ocupado en sus Cristos, y yo, encerrado en mi estudio, sin dar aún crédito a mi nueva situación. Observando los cuadros con otra mirada, como si no fueran míos. ¿Realmente valían tanto?

El lunes, después de cobrar el talón, fui consciente: tenía una pequeña fortuna. Ingresé la mitad en la cuenta de Diego, el cajero, Atilio, un buen hombre, nos conocía a los dos y no puso objeciones. «Menuda sorpresa se va a llevar Diego cuando pida el saldo», me dijo con perplejidad y no sin cierta envidia. El director de la sucursal, normalmente antipático e impertinente, se ocupó de todos los trámites con desusada amabilidad, arrastrando el culo detrás del dinero. «Sí, señor Próspero», «por supuesto, señor Próspero», «lo que guste, señor Próspero», «estamos aquí para servirle, no lo dude, señor Próspero». ¡Qué hijo de perra! De no haber tenido fondos esa misma semana, no hubiera dudado en devolverme el mísero recibo del alquiler, del agua o de la luz, y no hubieran tardado en enviarme diecisiete cartas amenazantes.

Esa noche decidí invitar a Diego a cenar en el mejor restaurante, donde quisiera. Conocía uno excepcional en Tropea, la bellísima Tropea, «la perla del Tirreno», me dijo feliz, muy animado. Reservó mesa para las diez de la noche. Al atardecer, bien vestidos y perfumados, con la furgoneta recién baldeada, impecables, recorrimos los poco más de setenta kilómetros de litoral hasta llegar allí. Dejé conducir a Diego. Lié un pitillo y fumé con calma. La costa me pareció fastuosa, realmente linda, con la luz del crepúsculo. Ininterrumpidamente, un bullicio festivo colmaba las playas, las terrazas, los paseos que íbamos atravesando lentos. El tráfico reflejaba que eran los primeros días de julio, que todos los veraneantes ya habían desembarcado, deseosos de gozar la fiesta del estío.

Los dos canutos que fumé durante el trayecto me abrieron un voraz apetito. Cuando llegamos al restaurante eran poco más de las diez. Era realmente extraordinario. El Stromboli, se llamaba. Estaba dentro de un complejo hotelero de lujo. El aparcacoches, habituado a los deportivos, se llevó el furgón un tanto indeciso, incrédulo y divertido, tal vez pensando «¡éstos son de los míos!».

Nada más bajar del vehículo, un maître nos acompañó pomposamente a nuestra mesa, la mejor. Hasta llegar a ella, recorrimos varios jardines de césped inmaculado, que ascendían formando terrazas sobre un mar absolutamente en calma. Su oscuridad se mezclaba con la del cielo formando una nada inmensa, inmensamente bella. Esa noche la sombra de la Tierra cubría por entero la Luna. Todo allí era exquisito, el entorno, el servicio y muy especialmente la comida. Elegimos un buen antipasto, el mejor pescado fresco y el mejor vino de la carta, a doscientas mil la botella. Bebimos tres o cuatro y, cómo no, cenamos opíparamente, rodeados de velitas, sirvientes y todo tipo de atenciones. Es un placer pedir la cuenta sin preocuparte del precio. El pequeño capital que costó el festín, sin duda, mereció la pena. Aboné el exorbitante importe y dejé una generosa propina. Luego fuimos a tomar una copa, junto a una de las piscinas. Cerca del agua, una orquestina tocaba canciones románticas, y en la pista de baile algunas parejas giraban lentas haciéndose arrumacos. Nos sentamos en los taburetes de la barra y pedimos ron con Coca-Cola para los dos. Diego se excusó un instante, tenía que ir al servicio.

Unos minutos después (él aún no había regresado), apareció la camarera con nuestras copas. Y mi sorpresa fue mayúscula. ¡Era Ada! Ella se sorprendió tanto como yo, al menos eso me pareció. Estaba guapísima. Un fugaz pensamiento pasó por mi frente: Diego sabía que estaba allí, que trabajaba allí. O tal vez no.

Vestía una camisa de seda negra, mínima, sin mangas y anudada al cuello. La escasa prenda dejaba al aire sus brazos, sus hombros, su vientre, toda su piel bronceada. Se inclinó sobre el mostrador para besarme. «Espera, que salgo», me dijo pizpireta. La mirada, hipnotizada, siguió su melodioso cuerpo hasta que llegó a mí. Una falda también negra, muy corta, acariciaba sus muslos, dejando ver sus piernas cobrizas, largas y bien torneadas. Como su cintura, sólo rota por un pequeñísimo y precioso ombligo, en el que brillaba una estrellita de purpurina. Llevaba el pelo recogido en una cola alta y morena, tan tirante que rasgaba aún más sus ojos rasgados. Eran verdes, infinitamente verdes. No los recordaba así. No la recordaba así. Los labios, delicadamente carnosos, sonrieron mientras se acercaba creándole hoyitos en las mejillas. Extendió los brazos dando una excitada y corta carrera hasta mí, a pasitos cortos y alborozados. Con los tacones me pareció altísima. No era la chica que guardaba en mi memoria, o poco tenía que ver con ella. Y realmente se alegraba de verme. Me abrazó sin reparo y me besó en los labios varias veces, dulcemente. «¿Pero qué haces aquí?, estás guapísimo, qué alegría verte, qué alegría»…

El que se alegraba era yo. Algo había cambiado a mi alrededor. O todo era un sueño y Dios se burlaba cruelmente de mí o inesperadamente me había elegido para colmarme de dichas. Primero, me había serenado, al menos lo suficiente. Luego, había cosido mis vacíos y agujereados bolsillos, llenándolos de monedas de oro. Y ahora, para embriagarme de satisfacción, me enviaba un ángel delicioso, una deidad mórbida y voluptuosa. Seguramente una de sus favoritas. Ada pidió a un compañero que la sustituyera unos minutos. Encendió un cigarrillo con gesto nervioso, me tomó de la mano y, tirando de mí, me llevó volando hasta una mesa apartada, lejos de la clientela.

En el pequeño y elegante escenario, la orquesta arrancó a tocar una canción francesa, C’est trop beau. Y lo hacía con verdadero virtuosismo. La música sonaba perfectamente afinada, como si saliera de un disco. La voz del solista, arropada por los instrumentos, resultaba embriagadora. Ada me sacó a bailar.

Tomé su mano y su cintura como hacen los que realmente saben, como esos abueletes en las fiestas de los pueblos. Intenté no torpear demasiado, hacía años que no lo hacía… «C’est trop beau nôtre aventure»… Ella eligió otra postura, otro lugar para mis manos. «C’est trop beau pour être vrai»… Colocó mis temblorosos dedos en sus caderas, casi sobre sus nalgas, rodeó mi cuello con sus brazos y se abrazó a mí con auténtico frenesí. Me besó… «C’est trop beau pour que ça dure»… No pude evitar que mi deseo palpitara con fuerza incontenible. «Plus longtemps qu’un soir d’été»… Que mi fogoso sexo, frotándose con su cuerpo, latiera firme, exaltado, dolorosamente henchido… «C’est trop beau la joie profonde»… Lejos de intimidarla, mi erección, atrayéndola como un imán, la moldeó aún más a mi cuerpo. «C’est trop beau nous adorer»… Hacía casi un año que no estaba con una mujer, desde… «Et soudain tout est changé»… Me besó largamente, llevándome a la más absoluta enajenación, a eyacular precoz, como un adolescente… «À présent je te désire et tu m’attires vers tes vingt ans»… Dándose cuenta de mi embarazo, me abrazó aún con más fuerza gozándose en mi gozo, orgullosa de haberme dado tan excelso y veloz placer…

«C’est trop beau nôtre aventure, c’est trop beau pour être vrai»… La voz del cantante se alzó arrastrando las palabras, aullando suavemente, hasta que la música concluyó en una dócil y tajante fanfarria.

«No te vayas, ahora vuelvo», me suplicó besándome de nuevo. Mientras corría hacia la barra, la seguí otra vez con la mirada, sin dar crédito a lo que mis ojos veían, a lo que me estaba sucediendo. Perdí la noción del tiempo.

No debían de haber pasado más de diez minutos, pero me pareció que llevaba horas allí plantado. Cuando Ada se perdió de vista, mis ojos enfocaron la figura de Diego. Desde la barra, sentado en una de las banquetas, me hacía señas condescendientes. «Tranquilo, tranquilo, tú a lo tuyo», parecía señalarme. Miré en mi entrepierna. Por fortuna, el calzoncillo había absorbido la cálida esencia, sin mojar demasiado el pantalón. Caminé turbado e incómodo hasta él.

«¿Has sido tú? —le pregunté—. ¿Tú sabías que Ada estaba aquí?».

Bebió el medio cuba libre que le quedaba de un solo trago, dejó el vaso sobre la barra golpeándolo, pidió otros dos con mueca firme y me guiñó un ojo sonriendo complacido. «¿Acaso no te alegras de habértela “encontrado”?».

Diego hizo pleno con su plan. Desde ese encuentro, Ada y yo nos hicimos inseparables. Pasamos dos semanas encerrados en mi estudio o en su apartamento, jugando al amor, follando sin límites. Pintando, haciendo fotografías, leyéndonos, cocinando, comiendo, fumando, riendo infinitamente. Como no recordaba ni podía recordar. Por la noche, yo la acompañaba al bar de Tropea. La esperaba holgazaneando por las playas o tomando copas en los bares de moda. Aunque era divertido, resultaba ciertamente incómodo. Ella trabajaba sólo por capricho, por verdadero aburrimiento más que por auténtica necesidad. Por fingir ante sí misma una independencia que no deseaba. Por hacer creer a sus solícitos padres que no dependía totalmente de ellos, aunque lo hiciera desesperadamente. Por escapar a su control cada noche. Como el dinero me sobraba, le propuse dejar su noctivago y embarazoso empleo y vivir «nuestra aventura» de mi bolsillo, sin complejos, sin el más mínimo reparo. «Yo soy muy, muy, muy generoso», le dije bromeando tiernamente al proponérselo.

Ella estudiaba para empresaria en Consenza, era la única hija de unos padres muy acomodados. Papá y mamá tenían varios prósperos negocios, al menos tres o cuatro imprentas importantes en la región. A ella tampoco le faltaba el dinero. En cualquier caso, debí de ser muy convincente, aceptó de inmediato y encantada. No se lo pensó dos veces. «¿Para qué seguir con esa farsa habiendo encontrado un amor tan hermoso? —me dijo—, necesito tiempo para amarte, para mimarte». Aquella frase no me gustó nada. Me repelía la idea de amar, del amor llevado al extremo del amor. Me sentí angustiado y egoísta. Guardé silencio y dejé correr la impostura.

Ya libres de todo compromiso, nos dedicamos a gozar de ese «amor», de los buenos días del verano, de la vida. En cierto sentido, como nunca antes, al menos yo. Ada no era la mojigata remilgada que había imaginado tras nuestro primer encuentro, tras la primera impresión. Todo lo contrario. Era recatada sólo de cara a sus padres, ante la gente del pueblo (casi todos les conocían), incluso ante Diego se transformaba. Pero en verdad era una golfa de mucho cuidado. La chica tímidamente amorosa que recordaba de aquella vez, cuando la rechacé, de aquella noche en que nos conocimos y se dejó llevar, era una auténtica fiera, implacable en el lecho. No tenía límites en su aproximación al vicio, a cualquier vicio. Era de «adicción fácil», como ella misma decía. Realmente podía tener siempre la apariencia de un ángel, aunque, en ocasiones, la mismísima Luzbel asomara a sus ojos. A veces el Diablo habitaba dentro de ella, cómodamente, sin encontrar la más mínima resistencia por su parte. No tardó mucho en atreverse, en confesarme y contagiarme sus adicciones, casi todas.

Los primeros días, además de copular como las bestias, ingerir como las bestias, dormir como las bestias y hablar como auténticos charlatanes, nos conformábamos con fumar canutos, uno tras otro. Yo nunca había fumado tanto, jamás había estado tan embriagado de hachís o de maría. Luego, hábilmente, fue convenciéndome con palabras cada vez más cándidas, más «blancas». Introduciéndome, haciéndome partícipe de un hábito completamente desconocido para mí. Le gustaba la cocaína con locura, no podía vivir sin ella, aunque no supiera reconocerlo. Sabía además cómo conseguirla, fácilmente. Dominaba el obtusamente divertido y aciago territorio de la noche, era una verdadera experta. Conocía todos los locales, todos los clubes, todos los antros de la costa, desde Amantea hasta Cabo Vaticano. Y dentro de ellos, todas y todos parecían conocerla.

Fuera donde fuera, en torno a ella, se disparaba una delirante popularidad, una sociabilidad exacerbada y ridícula. Poseía un don de «malas» gentes, que poco a poco fue sacándome de mis casillas. Se rodeaba sin censura, sin ninguna selección, de zorrones descerebrados y patéticos, de absolutos gilipollas, de gárrulos insufribles, de macarras insolentes, de fantoches repugnantes y gorrones, de muertos vivientes y almas vacuas. Todos unidos por esa vacía verborrea que producen los estupefacientes. Hablaban y hablaban sin escuchar una palabra, riendo y riendo sin saber por qué reían. Fingiendo el interés, la amistad, la diversión, la tristeza o la alegría. No era capaz de soportarlos. Entre toda esa fauna, Ada también conocía a los camellos mejor surtidos, a los que trabajaban las horas más intempestivas, de día y de noche, a los que servían a domicilio. Sabía manejarlos con habilidad, con mano diestra, mientras la siniestra recogía sin disimulo la mercancía. Casi siempre un par de papelinas, dos o tres gramos de coca, otras, más raramente, algún tripi o alguna seta. Yo rechazaba pávido cualquier experiencia alucinógena; ya tenía bastante conteniendo las que, de manera natural, inventaba mi cerebro para aterrorizarme. Ella, sin embargo, sin ningún temor disfrutaba de todos los rituales de la droga y, por encima de todos, el de volcar el sobrecito para preparar un par de gruesas rayas.

Con la cocaína fue distinto, me gustó aquella sustancia. ¿Cómo no iba a gustarme?, era perfecta. Al menos eso parecía. Ingenuamente llegué a preguntarme cómo no eran mejor empleadas sus propiedades terapéuticas, cómo no se la daban a los ancianos, a los enfermos, a los indecisos, a los tímidos o a los torpes, a todos los desgraciados de la Tierra. Me hizo sentir realmente como un Dios despreocupado. ¿Aquello era la felicidad?

Nunca había experimentado nada parecido, pero debía serlo. Me sentía radiante, capaz de todo y sin deseo de nada a la vez, dichoso. Bajo su efecto, sentía algo parecido a ser feliz. Tenía cuanto necesitaba. Podía dejar de pensar, de sentir, sintiendo a la vez extraordinariamente. La vida brillaba forastera. Su peso, sus circunstancias, sus pesares, carecían de importancia serpenteando sobre la nieve en polvo, bajando la blanca pendiente. Completamente ajeno a los acantilados, al precipicio final.

En poco tiempo caí en la fascinación. Calentar la roca, desmenuzarla delicadamente con una navaja o una tarjeta, impaciente y sereno. Trazar seguro las níveas líneas sobre la mesa, sobre un libro, sobre la guantera del coche. Recoger los restos con la yema del dedo y lamerlo con deleite. Lamer la punta de un pitillo e impregnarlo con una pequeña porción de la raya. Meter el billete enrollado o la pajita en la nariz, aspirar a fondo el polvo blanco. Como quien absorbe la esencia de la vida, hasta llevarla al centro del alma y el cerebro. Encender el cigarrillo, dar una gran calada y un poderoso sorbido, tragar sin escupir el amargo escupitajo. Llenar el vaso, beber de un trago, intentar hablar de nada mientras castañean los dientes, mientras deambulan a su antojo los ojos y las manos. Esperar un minuto o dos a que llegue el bienestar, la dicha artificial, el deseo incontrolable.

Era el rectilíneo y definitivo recurso contra el desasosiego y la melancolía.

El alcohol, que bebía cada vez más compulsivamente, dejó de enajenarme. Podía tragar botellas de vino o bourbon sin el menor síntoma de borrachera, sin vértigos, sin resaca, sin perder el sentido. Además el sexo se convirtió en algo extraordinario. Nos proporcionaba una desinhibición desmedida, un deseo ávido, insaciable, siempre insatisfecho a pesar del inmenso placer, inagotable. Nos enzarzábamos el uno en el otro frenética y serenamente a la vez, si eso puede ser posible. Lo era, vaya si lo era. Nos entregábamos a todo tipo de juegos eróticos, de ternuras y sadismos, a prácticas que sobrepasaban la frontera del porno más duro o la pasión amorosa más elevada.

Al principio me asustaba. Avancé prudentemente, si eso se puede decir en este caso. Cada raya, para mí, tenía forma de incógnita, cada vez más larga, más ancha, con el punto cada vez más oscuro. Y yo iba esnifándolas cada vez más despreocupado, más rápidamente, con mayor destreza. Pasamos de un gramo para los dos (ella entonces aún disimulaba) a uno para cada uno. Pronto me hizo comprender, y lo entendí de inmediato, que aquello era una ridiculez.

En poco tiempo, a mediados de agosto, como mínimo pillábamos de seis a ocho gramos, tres o cuatro por nariz. Eso nos duraba uno o dos días a lo sumo. Un gramo llama a otro gramo, una raya lleva a otra raya, ése es el camino. Y así, una tras otra hasta superar su cota, hasta ser más insaciable que ella, cada vez más ansioso e impaciente por meterme más y más. La que comprábamos solía ser de una pureza extraordinaria, la mejor farlopa para los mejores clientes. Por allí circulaba cantidad de coca. Los mañosos de la droga, provincianos y patrioteros hasta en el delinquir, se encargaban de surtir bien, y de la mejor calidad, a su región, a su zona, a sus distribuidores. Sus pequeños correos sembraban y vendían cara esa muerte.

Como mínimo, pagaba por ella quinientas mil liras al día. Un goce mortal y demasiado costoso, por el que iba a pagar mucho más que dinero. A ese ritmo, el regocijo no tardó en tornarse descontento; la belleza, decrepitud; cualquier alegría, una insatisfacción. Una insatisfacción y una desdicha inconmensurables, enloquecedoras.

Intenté disuadirme y disuadirla. Tal vez llegué a sentirme ¿enamorado?, ilusionado ante la posibilidad de ¿amar? Fuera como fuera, de llegar a algo, no fue a sentir, sólo a creer, a imaginar confusamente. A esas alturas ya no sentía, la polvareda blanca había cubierto toda mi indulgencia, toda la bondad, toda la razón, si es que alguna vez las tuve. Ella había vencido: ya era yo uno de sus desalmados, uno de sus zombis. Vagábamos juntos, de bar en bar, de fiesta en fiesta, de tumulto en tumulto, buscando siempre lo mismo y más solos que siempre…

La convivencia se fue haciendo intolerable. La vida, elástica y a la vez constreñida en sí misma, en su ruindad, resultaba imbebible, difícilmente absorbible, un caos secreto y mal disimulado, que debía de ser más que evidente para todos los que no formaban parte de ese sucio clan. El dinero una vez más se acabó. Pero esa vez me dolía, me repugnaban ese derroche y esa carencia. Por no mencionar la ansiedad, el padecimiento que acompañaba a la idea de no tener nada que meterme. Ésa era la única preocupación, la única frontera a los escrúpulos. Pensé en llamar a Giulio Cecea, pedirle un adelanto por futuras obras, convencerle. Pero me pareció demasiado complicado, se haría demasiadas preguntas para las que no iba a encontrar una sola respuesta decente. No recordaba ya los pinceles, ni los colores, ni me interesaba nada de eso. Los últimos lienzos, los que guardaba en casa, ya habían venido a recogerlos, y me los había pagado. Eso era todo. No había vuelto a hablar con mi benefactor, el galerista Cecea, ni había vuelto a ver a Salvatore.

Tampoco a Diego, desde aquella noche en Tropea, cuando salimos a celebrar mi buena fortuna, mi renovada vida como artista. Qué lejano me parecía todo y qué poco tiempo había pasado. ¿Cuánto?, tampoco eso me importaba.

Pensé en Diego, pero no lo hice con apego o nostalgia. Vaciar su cuenta corriente era mi único propósito. Era mi dinero, no podía negármelo. Así llegué a razonar, ése era el tipo de lógica que me impulsaba entonces, ésa era la clase de consideraciones que resultaban válidas. Cargado de ignominiosas intenciones fui a verle. Y dándole no sé qué viles excusas, le reclamé los fondos. Sus vacilaciones, su asquerosa sumisión, no sólo me impacientaron, llegaron a exasperarme. Tras una fugaz y tenue discusión, fuimos al banco. Sacó casi todo el dinero, enrolló los dos fajos, los lió con dos gruesas gomas y me los entregó. Cuando oí sus gimoteos, cuando dio rienda suelta a su pegajosa preocupación por mí, directamente lo mandé a la mierda y apreté el paso dejándolo atrás, muy atrás. No lo podía soportar.

Ya no había nada que temer. No faltando el dinero, no faltaría la coca y Ada estaría a mi lado, no la perdería. Estaríamos juntos. Tal vez, en un último exceso, consiguiera disuadirla, desganarla antes de que fuera demasiado tarde. A pesar de mi demencia, sabía que estaba cagándola, que estábamos cagándola. Y aún era posible dejarlo, al menos para mí. Tal vez lejos de todo aquello, apartados de la blanca monomanía, podríamos llegar a amarnos. No me refiero a como amé antes, eso es imposible, pero sí de alguna sucedánea manera. Querernos y soportar la resaca juntos, la soledad. Tener hijos un día, tal vez. Pero, en esencia, nada cambió. Seguimos juntos, sí, juntos, locos y solos, a pesar del bullicio. Terminó agosto y llegó a su fin septiembre. Llegamos al otoño saltando a uno y otro lado de la raya continua, inconscientes.

Una madrugada, definitivamente endiablados por la cocaína y el alcohol, nos enzarzamos en la peor discusión que habíamos tenido. Tres días, con sus noches, sin apenas dormir, los estómagos vacíos por el trastornado ayuno, un nerviosismo desquiciado. Todo nos empujaba a los gritos, a los aullidos y al más absoluto desprecio, al peor odio. Eran más de las seis de la mañana, ella conducía, lo hacía siempre. Adoraba su coche y raramente me dejaba llevarlo. Un descapotable muy llamativo, un Alfa Spider negro y flamante que le había regalado su padre ese mismo verano.

Con una cinta de los Doors a todo volumen, ensimismados en la música y en nuestras blasfemias, regresábamos a Amantea. Todo empezó porque ella quería más, no era suficiente. Unos últimos tiritos, una última copa en no sé qué garito, posiblemente en algún sucio prostíbulo de carretera. Daba igual. Yo había llegado al límite. Nuestros gritos competían con los de Jim Morrison, con los siniestros solos del órgano, con los chirriantes punteos de las guitarras, luchaban contra el rumor del viento bajo las estrellas, sin la capota. Después de escupirme con desprecio que yo era sólo un medio hombre, viejo, antiguo y aburrido, siguió berreando cosas terribles. Completamente histérica, mantenía cada vez más tiempo la mirada en mí, en vez de la carretera.

¡Callarse de una puta vez y mirar por dónde iba!, eso debía hacer. Y eso le bramé, añadiendo que era sólo una zorra desgraciada, una puta niña de papá, una jodida pija drogadicta condenada a una vida y una muerte horribles. Una inútil sin otro futuro que chupar del bote de su familia o andar mamándola por ahí a cambio de una puta raya o el dinero suficiente para conseguirla. Descargamos el uno en el otro palabras letales, infinitamente infames. Insultos atroces, de esos que no se dedican al peor enemigo.

Llegados a ese punto, le exigí que me dejara en casa y que luego hiciera lo que quisiera, lo que le diera la gana. Habíamos terminado, definitivamente. No volvería a verla jamás. Hablaba completamente en serio a pesar de la turbación. Aquella rotunda afirmación me liberó. Estaba determinado a hacerlo, me curaría de ella, de todo aquel espanto. Encendí un cigarrillo mucho más tranquilo. Lo único urgente era llegar cuanto antes a mi casa, perderla de vista, olvidarla un minuto después.

Tal vez se dio cuenta de que no fanfarroneaba, tal vez estaba tan harta como yo de aquella violenta discusión, el caso es que mis palabras implantaron un reconfortante mutismo entre los dos. Lo necesitaba por encima de todo. No volvió a mirarme. Con gesto chulesco, cambió de postura, puso la mano izquierda en el volante y la derecha sobre la palanca de cambios y fijó su mirada en el mal iluminado asfalto. Los faros, por alguna razón, apenas alumbraban un par de metros delante de nosotros. Iracunda, se concentró en las numerosas curvas, en las escasas rectas, en las marchas y el embrague.

Así, en silencio, avanzamos volando bajo por la sinuosa, estrecha y peligrosa carretera de la costa. Quité la música. Por encima del rugido del motor, el viento y las olas entonaron una lánguida balada. Ellas, abajo, más allá de los acantilados, bramando mansamente; él, sobre nosotros, susurrando suspiros bárbaros, silbidos inquietantes. Cerré los ojos, extendí el brazo con la palma de la mano abierta y dejé que el viento jugara con ella, como juega con las alas.

La escuálida carretera, aparte de en los dos meses de verano, apenas tenía tráfico, y menos de madrugada. La gente prefería transitar por la autopista. No nos habíamos cruzado con un solo coche en todo el trayecto. A esas horas, ya parecía algo inimaginable. ¿Y encontrar un camión de frente al entrar en una curva cerrada?

Ella la trazó bien, viró ajustando las ruedas al borde derecho, pisando la pintura desgastada de la línea que pretendía marcar el límite, la gravilla del borde. Aquel hijo de puta, que debía de ir medio dormido, hizo lo mismo, se ajustó a la derecha alejándose del pretil, pero invadiendo el carril contrario, nuestro carril. El camionero, en vano, intentó esquivarnos. Nos empotramos contra su carga. El coche, que no levantaba más de medio metro del suelo, se metió entre los ejes sin esfuerzo. El morro del deportivo, como una frágil cuña, se aplastó bajo el avance de las ruedas traseras, que treparon por él. Una centésima de segundo antes, Ada había dado un brusco volantazo a la derecha para esquivarlo, pero lo único que evitó fue que la viga nos decapitara a los dos.

El poco afilado hierro de la caja del camión segó nada limpiamente su cabeza. Salió despedida hacia atrás, girando, salpicando y chiflando como el viento. Luego rodó unos metros sobre la calzada hasta detenerse, con los ojos aún abiertos, mirando inútilmente al cielo. Siquiera por última vez. Su cuerpo, sujeto al asiento por el cinturón, cayó lánguido sobre el cuero del volante, empapándolo de sangre. Yo no lo llevaba puesto. El brutal impacto me proyectó adelante, más allá de la macabra escena. Volé hasta chocar contra uno de los anchos mojones de piedra que separaban la carretera del abismo. Los planes de Dios, una vez más, me cogían desprevenido, fuera, en el placer o en el dolor.

Todo se fue a negro.