FEBRERO, 1991

Pasó la Navidad, y llegó un nuevo año. Tras el encuentro con don Amato, Víctor se vino abajo, definitivamente. No volvió a salir de casa. Diego intentaba animarlo, sacarlo de la densa amargura en la que se hundía. Pero él pasaba los días dormitando, en la cocina o en la terraza, con la mirada perdida en las letras o en el mar. No tenía fuerzas para nada, mucho menos para pintar, apenas podía moverse. Escuchaba música y leía decenas de libros a la vez; escribía y dibujaba en su cuaderno. Nada más. Apenas decía una palabra.

Dejó de comer, quedándose cada vez más escuálido. La morfina era ya su único consuelo. Víctor dejó la rehabilitación, se negaba a acudir a los médicos, y a Diego le resultaba muy difícil convencerles para que le expendieran nuevas recetas. Necesitaba más y más dosis. Las consiguió gracias a la piedad del doctor Schiatta. Éste aceptó visitarle una vez a la semana y suministrarle los inyectables que fueran necesarios. El médico advirtió a Diego que esperara lo peor, el fatal desenlace no tardaría en llegar. Estaba moribundo, no le quedaba mucho tiempo de vida.

Desde Milán, el marchante le reclamaba, inútilmente, más cuadros. En una de sus cartas, decía que la obra de Víctor era un absoluto éxito, que había colocado todos los cuadros a galeristas de medio mundo, y que éstos reclamaban con urgencia nuevos lienzos, conocer cuanto antes al artista. Diego le envió un telegrama poniéndole al corriente de la situación.

A primeros de febrero, Víctor, como una pavesa, casi se había consumido.

Disfrazado de esqueleto, escuchaba el lejano bullicio que, desde el pueblo, dejaban los días y noches de carnaval. Diego siguió a su lado sin moverse, cuidándole y amamantándole en su lecho de muerte.

La tarde del 16 de febrero sucedió algo totalmente inesperado.

Un automóvil se detuvo violentamente bajo la balconada. No esperaban a nadie. El doctor Schiatta acababa de irse en su bicicleta. Diego escuchó cómo alguien abría una de las puertas y descendía del vehículo, cómo esa misma puerta se cerraba y cómo el conductor, sin llegar a apagar el motor, emprendía de nuevo girando ruidosamente sobre la grava. Al instante sonó el timbre. Diego se asomó a la terraza, vio el coche alejarse por el camino, pero no llegó a ver quién llamaba. Como de costumbre, el automático no funcionó y tuvo que bajar a abrir.

Detrás de la puerta, pálida y desfallecida, una mujer de tristísima mirada le imploró con los ojos que le permitiera entrar. Era joven, pero vestía completamente de negro, con un pañuelo del mismo color atado a la cabeza, como una anciana. A pesar del color cetrino de su piel, de las demacradas facciones, Diego reconoció en aquel rostro el de Amantea.

Sintió un estremecimiento espantoso. La mujer dio un paso adelante. Durante un segundo, pensó impedírselo, disuadirla, pero comprendió que sería imposible. Detrás de él, muy fatigosamente, incorpórea, la maltrecha muchacha subió los escalones. Entró en la casa desmayadamente; casi flotaba ingrávida sobre el pavimento. Diego le suplicó que esperara un instante y ella, apoyándose en el quicio de la puerta, asintió levemente con la cabeza. Víctor, tumbado sobre unos colchones, dormía en la terraza, mirando al cielo a través de los párpados cerrados. Acariciándole la frente, Diego le susurró al oído. Tenía visita, debía despertar. Víctor apenas podía abrir los ojos. Diego le ayudó a incorporarse y colocó bajo su espalda varias almohadas.

Amantea ya observaba la escena desde la puerta del balcón, en absoluto silencio. Instintivamente, Víctor giró la cabeza hacia ella. La mujer se aproximó lentamente al lecho, se arrodilló a su lado y se ciñó tiernamente a él. En aquel abrazo, gimieron todo el amor y todo el dolor más rotundos. Diego les observó sólo un momento. Luego, dejándoles solos, caminó hasta el pueblo y allí se emborrachó de vino y lágrimas.

Víctor y Amantea apenas tenían fuerza para hablar. ¿Y qué palabras cabían en semejante encuentro? Todo estaba dicho, todo silenciado. Todo y nada se dijeron con las manos y las miradas. La insólita y calurosa tarde de febrero cayó. El sol se puso triste y muy temprano. Refrescó, recordando a los amantes que era invierno. Bajo las mantas, durmieron abrazados, arropados por un cielo límpido, inmaculado, estrellado como nunca.

Amantea despertó al amanecer. Confusa, absolutamente desorientada. Abrió al cielo los ojos y luego miró a Víctor. Estaba frío y ya no respiraba. De su boca ya no salía el más mínimo aliento. Le besó en la frente y en los labios. Le costó deshacerse de su rígido abrazo. Se incorporó con mucha dificultad y miró al mar, plano y en silencio. Todo había quedado mudo, y ella, sorda. Todo apagado, menos sus ojos. Junto a la tarba en la que Víctor yacía, al lado de una montaña de libros, un paquete de cigarrillos y un cenicero lleno de colillas, había también varios frasquitos y algunas jeringuillas, nuevas y usadas.

La pequeña Vicenza, que ni un instante se separaba de Víctor, miraba la escena con triste y resignado desconcierto, Amantea encendió un pitillo y chupó ansiosamente, dando rápidas caladas, exhalando el humo sin tragarlo, como quien no sabe o ha olvidado fumar. Tomó una de las jeringas, abrió el envoltorio y desenfundó la aguja. La clavó en el tapón de goma de uno de los frascos y con la cánula de plástico absorbió el contenido. Repitió la operación cinco veces, hasta llenar por completo la inyección. Punzó la saetilla en una de las venas que se marcaban oscuras en su brazo. Muy pausadamente fue introduciendo en ella la solución, la liberadora pócima. Así, fue vaciando todos los inyectables que encontró y metiéndolos en su cuerpo. «La mañana está severamente gris —pensó—. Demasiado gris y espesa, como mi sangre».

La euforia morfínica apartó rápidamente cualquier dolor. El calor se extendió por su cuerpo como bruma, incendiándole el rostro, induciéndole un sopor placentero, cada vez más profundo. Tumbada en el jergón, se acurrucó junto al cuerpo de Víctor, intentando vanamente cederle algo de aquel maravilloso calor. Encendió otro cigarrillo y fumó. Esta vez lentamente, muy despacio, dando profundas y embriagadoras caladas. Una vez hubo terminado el pitillo, mullió las almohadas y ajustó el embozo. Le arropó bien con la cubierta, para que no cogiera frío. Puso una de las manos de Víctor sobre su pecho y la acarició quedamente, una y otra vez. Sonriendo, intentó cerrar los ojos y se dispuso a recibir la muerte. «No temas, mi amor —murmuró—, por fin estaremos juntos. Juntos para toda la eternidad». La pena suspiró profundamente y quedó dormida.

Diego regresó poco después del alba. Muy bebido y muy llorado, harto de máscaras, terriblemente sobrio. Ni el alcohol ni el llanto habían mermado su dolor. Cuando entró en la terraza, ninguno de los dos respiraba ya. Los encontró serenamente pálidos, abrazados, impávidos, como recogidos en un plácido sueño. El sol no llegaba aún a dar sobre sus cuerpos. Su vigorosa luz comenzaba a romper las nubes grisáceas, esparciendo sus mejores rojos, los más hermosos violetas y malvas, el ámbar más puro. Al fondo, en algún lugar sobre el mar, llovía. El agua y el cielo reflejaban un inverosímil arco iris.

«Una aurora magnífica para morir», musitó Diego para sí. Ella, boca arriba, con los ojos medio abiertos, parecía contemplarla. Víctor, a su lado, casi sonreía, placenteramente adormecido. Diego cerró los párpados de Amantea. Se arrodilló junto a los cuerpos inertes y, llorando, rezó por sus almas.

Sin pensarlo dos veces, preparó los aparejos como cuando salía a faenar. De eso hacía ya tanto. Antes de nada, con esmero, desenterró y limpió de arena los raíles que servían para botar la barca. Una vez hubo despejado los hierros, abrió el portón del tinglado donde dormía, bajo la terraza. Los engrasó bien y con el botador hizo palanca hasta mover los rieles en los que se apoyaba la embarcación. Daniello I, se llamaba. Él mismo había escrito el nombre a cada lado de las tablas de proa. A babor y a estribor. Amarró dos cabos a las bitas de la chalupa y, pasándolos por encima de sus hombros, tiró de ellos con todas sus fuerzas, hasta dejarla junto a la orilla. Luego, en otro esfuerzo sobrehumano, empujó la barca hasta meterla en el mar. Echó el ancla y amarró un cabo a una de las rocas de la playa, a un afilado abrojo a flor de agua.

Era una chalupa de pesca de seis metros de eslora, menuda y orgullosa, pintada de blanco y azul, con una pequeña caseta resguardando el timón. No había vuelto a sacarla desde que desapareció Daniello, jamás. Ni había vuelto a navegar.

Rellenó los depósitos del gasoil, del agua y del aceite. Puso el contacto, tiró del estárter y probó a arrancar el motor. Lo hizo a la primera, después de tantos años. Se sintió orgulloso de su gabarra. Luego, después de reposar un rato y beber una Peroni bien fría, bajó en brazos los cuerpos de los amantes. Primero uno y luego el otro. Con todo el cuidado que pudo, intentando no golpearlos, no zarandearlos demasiado, hasta tenderlos sobre la cubierta. Una vez allí, los arregló un poco y los envolvió en las mejores sábanas que tenía, las que guardaba del viejo ajuar de su madre. Los ató juntos y firmemente a un par de abitones de hierro, entre las cuadernas. Arrancó de nuevo el motor, soltó la amarra y subió el ancla. Sin mirar atrás, fue con ellos mar adentro.

Puso rumbo este y navegó durante un par de horas, hasta casi haber consumido el combustible. No parecía febrero, casi hacía calor. La mar estaba en calma y el sol, espléndido, fue trepando a su espalda mientras él intentaba conquistar el horizonte.

En torno a la barca, hasta donde la vista alcanzaba, ya sólo se veía agua. Allí, en alta mar, arrodillándose frente a los cuerpos amortajados, oró por ellos una vez más, una última vez. Después de santiguarse varias veces, balbuceando palabras ininteligibles, tomó el hacha y abrió una vía de agua en la sentina de popa. Tranquilo, apoyado sobre la caja del motor, esperó a que el barco se hundiera, llevándose con él los restos de Víctor Próspero y de Amantea Panucci. Mientras afondaba, lenta, muy lentamente, Diego pensó en los espíritus de todos los marinos muertos, pensó en que él también necesitaba descansar. Tal vez, quién sabe, reunirse al fin con su amado hijo Daniello. Tirar de la pesada cadena, levar de una vez el áncora que, en el fondo, le aferraba a la vida. Muy a su pesar. Había llegado al puerto deseado, ya sin más proyectos, anhelos o esperanzas. A medida que la cubierta se anegaba, Diego fue disolviéndose, licuándose, convirtiéndose en agua.

En el agua más dulce que uno pueda imaginar.