Viernes, 6 de abril de 1990
Cuando Diego regresó, yo estaba medio dormido en su incomodísimo sofá. Entró sigilosamente y me arropó. Luego, enclaustrado en la cocina, se puso a preparar tiramisú. Nada más abrir los ojos vi su rostro solemne. Me miraba sonriendo con afección, casi con ternura, expresando un profundo pesar por lo que, sin duda, ya intuía.
¿Imaginas lo primero que me dijo? Que tenía que haberle llamado, que hubiera ido por mí a la estación. Tras la reprimenda, aclaré que había regresado en avión gracias a la generosidad de Ángela y Stéfano. Narré muy someramente lo sucedido. Le dije que por fin descansabas en paz, aunque ahorrándole los detalles de ese espanto. Me escuchó en silencio, sin mover un solo músculo de la cara, sólo de vez en cuando se atusaba el bigote y bajaba la cabeza con lenta aflicción. Sus ojos brillaban en la progresiva oscuridad. No me lamenté como una víctima, ni me detuve en los horrendos detalles del averno. Intenté, serenamente, hacerle comprender, que leyera entre líneas. Hacerle entender que, por fin, había conseguido lo que mi alma buscaba: darte un destino, dejarme de mudanzas, colocarte en ese lugar en el que ya es innecesario el recuerdo o el olvido. Mi voluntad me había llevado a esconder tu vida en un ataúd, a guardar definitivamente tu existencia, tu rostro y tu mirada. Ese sepulcro sería una cárcel solitaria en la que olvidar mi desesperación, tu desaparición. Y la casualidad se había ofrecido para salvarme. Quedaba todo un presente, todo el futuro, toda una eternidad de espanto, para que tu vida y la mía quedaran completamente sepultadas, pero ya no obedecería más a la incertidumbre.
Estabas muerta, definitivamente muerta.
Diego escuchó cada una de mis palabras, tal vez cada uno de mis pensamientos, consciente como nunca de que no me conocía, y probablemente sin entender poco o nada de lo dicho. Excepto esa última frase. Aquél era el resumen de la emboscada. Aunque no le dije toda la verdad, en su simpleza comprendió que de un modo u otro habías muerto, y eso le golpeó severamente. Yo me hallé preso de una rara fiebre, de una pereza inmensa, no podía hablar más. Quedé callado y confuso mirando por la ventana. En todas las iglesias de la colina cercana sonaron todas las campanas, retumbaron en la cúpula de un cielo infinitamente rojo, oscuro y rojo, como el buen mosto o la sangre más oculta. No llamaban a los muertos, ni reclamaban a los vivos que acudieran al cementerio, sencillamente repicaron fuera de hora, fuera de lugar, fuera de tono, volteadas por manos y cuerdas invisibles. Tañeron con estruendo y sin sentido para todos, excepto para mí.
Más tarde, cenamos en la terraza. Una deliciosa pizza con mejor vino y el tiramisú de postre. Charlamos de otras cosas, deliberadamente. De vez en cuando resonaba en mi cabeza un nombre, Guido Scarabochio, como una de esas insoportables cantinelas que, por alguna razón, son imposibles de expulsar del pensamiento. Lié un gran canuto, un «dos papeles» bien cargado, lo encendí y se lo pasé a Diego. Dio unas cuantas y profundas caladas, demasiado hondas para alguien como él, nada acostumbrado al hechicero polen.
El hachís le confortó, nos reconfortó a los dos. A pesar de todo, nos sentíamos bien allí, en ese instante. Cada uno en una mecedora, uno al lado del otro, con los pies descalzos apoyados en la baranda, mirando las estrellas y el mar. La misma Luna que por la mañana había visto desde el avión, desconcertada y perdida entre tanto sol, era ahora una reina creciente, soberana absoluta de la luz, del cielo y de la noche.
Diego y yo, como dos extraños que vagan por el mismo callejón solitario, apenas nos conocíamos. Con el tiempo, ya lejos de la desconfianza, adivinamos y apreciamos el enorme valor que, en esa soledad, cada uno tenía para el otro. Parecía llegado el momento de acortar distancias.
Se levantó por más vino. Trajo dos botellas y también un cuadernillo con las tapas forradas en plástico amarillo chillón. Sirvió dos copas y, como un niño que está dispuesto a mostrar sus más íntimos secretos, lo abrió para mí. Lo hizo como quien abre una Biblia y suspirando como sólo suspiran los marinos lejos de la mar. Soltó una espiración contenida durante mucho, muchísimo tiempo, durante años y años, que dejó vacíos sus pulmones. Al salir, sonó como el paso de un espíritu embriagado.
«Nunca le he enseñado a nadie lo escrito en este cuaderno, estas fotos —me dijo—. Lo releo y lo miro de cuando en cuando, por no olvidar del todo, por saber cómo me siento o si me siento aún, por decirme o recordarme la verdad. La voz de la memoria pretende no mentir, pero ¡tantas veces nos engaña! Se engaña a sí misma y a nosotros. Es blanda como las piedras cuando duermen ajenas a nuestro tacto. Yo sé que tú lo apreciarás, que lo comprenderás —continuó—, he visto que andas siempre escribiendo en ese libro-te que pesa tanto, no como éste. ¡Ya ves!, lo más importante que ha pasado en mi vida cabe en un cuadernillo así de finito. Seguro que la tuya no cabría en varios tomos, tú tienes mucho cerebro, sabes mucho, no como yo, que soy un ignorante, un bruto que apenas fue a la escuela».
Acercó su silla y me pasó la libreta. Guardaba en ella, en unas cuantas hojas, expresiones secas, toscas e incultas, también algunas fotos descoloridas. Mientras lo hojeaba, intentando fingir más interés del que tenía en ese momento, me tomó del brazo y siguió hablando desde el más allá, desde algún más allá.
«A veces los muertos nos discuten sin respetar el desconsuelo, burlándose del luto», comenzó diciendo con voz dura, sofocada. Sin duda, hablaba mejor que escribía.
Intentaré resumir, eran escasas las palabras para un relato tan profuso.
Además de la pesca, que daba para poco, Diego sacaba unas liras llevando de excursión en su barca a los escasos veraneantes que se acercaban a Gagliano del Capo, justo en el tacón de la titánica bota. De allí era su padre. Y su madre, «andalusa, de Huelva», me dijo orgulloso. Él, como dos de sus hermanos, había nacido en España. Vivió en Mazagón hasta los siete años, luego, en barco, viajaron a Italia. Pasaron uno en Lecce, pero al fin se instalaron en el pueblo natal de su progenitor.
En uno de esos paseos, entre un grupo de turistas, conoció a dos hermanas, Rigarda y Pucarella. Él era muy joven entonces, apenas veinte años, y se enamoró como un burro de una de ellas, de Rigarda, la más joven de las dos. Por nada, sólo con mirarla quedó prendado. Cómo no, era la hembra equivocada. Estaba casada, no felizmente, pero lo estaba. Hasta tenía dos niños pequeños. La otra, que acababa de quedarse viuda, también tenía un hijo de corta edad. Eran de aquí, de Amantea. Por entretener el dolor, las dos hermanas habían decidido pasar la estación veraniega lejos de allí, con sus pequeños, todo lo lejos que se podían permitir.
El marido de Rigarda, la que le gustaba, no tenía vacaciones. Pasaba el verano trabajando como un cabrón, yendo y viniendo en el coche los fines de semana. Diego era guapo y delgado entonces, fornido (¡tendrías que ver la foto!). Aunque era muy tímido y se azoraba fácilmente, estaba hecho un galán. Trabó amistad con ellas y le faltaba tiempo para andar o correr tras sus pasos. A lo tonto, a lo tonto, se las apañó para ir ganando su confianza. Las llevaba a pasear en su chalupa cada vez que querían, gratis, claro está. Desde la mar, cada vez que las veía tumbadas en la arena, bajo la sombrilla, con los chavales correteando en torno a ellas, se acercaba hasta la orilla para ofrecerles un paseo. Disimulando, simulando el encuentro, como quien pasa por allí, con esa cara de pánfilo que se le ponía. Los niños, enseguida amistados con él, parecían encantados con aquel idiota que les proporcionaba la alegría de navegar un día sí y otro también.
Luego empezó a hacerles cumplidos, les llevaba pescado fresco y pan caliente cada mañana, cosas así. Y las hermanitas se dejaban querer. Sobre todo la pimpolla, la que le traía loco. Los sábados y los domingos ni se acercaba a ellas, aunque tampoco las perdía de vista. Incluso llegaba a sentirse celoso cuando llegaba el marido a visitarlas. Unos celos terribles que le encabronaban terriblemente. Las miraba a escondidas o desde muy lejos, temiendo encontrárselas, que le pudieran ver. Y así fue pasando la canícula, entre bochornos, angustias y alguna tímida alegría. Un roce fugaz con su amada, un cruce de miradas, una ojeada a sus preciosos muslos, alguna palabra cariñosa o una sonrisa furtiva que él interpretaba a su manera.
Cuando el verano ya terminaba y ellas se preparaban para emprender el regreso a lo cotidiano, llegó a la conclusión de que nada tenía que hacer con aquella pérfida mujer. Rigarda era sólo una coqueta, una descarada, una furcia que andaba calentándolo sólo por diversión. Fingía que no se enteraba, pero era totalmente consciente de su cruel juego. Lo martirizaba y, cuanto más atroz era el martirio, más la quería él. Así de gilipollas pueden llegar a ser los hombres.
Poco antes de su partida tomó una estúpida y desesperada decisión. Cuando el marido de Rigarda llegó a recogerlas en su destartalado Gordini, Diego ya había pedido en matrimonio a Pucarella. Ésta, perpleja en principio, aceptó, aun sabiendo que no era a ella a quien amaba, sino a su hermana. Era un hombre apuesto, simpático y trabajador, un buen hombre sin duda. Miró al cielo y leyó en las nubes su futuro: los años irían pasando y ella, no tan agraciada y cargada con un hijo, tampoco tendría mucho donde elegir. Puca, que así la llamaban todos, sopesó la oferta durante un par de horas, tal vez menos, luego fue a su encuentro para darle el sí. Sí quería. En efecto, la viuda había encontrado varón para ella y un papá para el huérfano. Su chiquitín no crecería sin un padre. Ese verano, tan pesado y sombrío, se había colmado, inesperadamente.
Por estar cerca de la bellísima pequeña se casó con la mayor, con la más fea, la desamparada. Eso pilló totalmente desprevenida a Rigarda, aunque pronto se regodeó en sus sibilinos pensamientos. Estaba completamente segura, sólo lo hacía por amor a ella, por despecho enamorado. Ya se vería.
Así fue a entrar Diego en el infierno, así llegó a Amantea.
Se casaron en una preciosa iglesia del cuatrocientos, en San Bernardino de Siena, arrodillados frente a Gesù crocefisso. Al salir del templo, entre los presentes, alguien gritó burlón: «¡L’amura cumíncia ccu u cántu e finíscia ccu u chíantu!, ¡non avete paura!», «el amor comienza con canto y termina en llanto, no temáis». Todos rieron la gracia escandalosamente y gritaron estridentes vivas a los novios. Pero aquel amor, por llamarlo de alguna manera, sin comienzo para Diego, acabaría seguro en lágrimas.
Con los años se habituó a la hipocresía, al tantas veces malogrado disimulo. La viuda resultó una mujer amante, recatada y serena, buena esposa y madre, una persona discreta y callada. Acomplejada por muchas razones, entre ellas, su casi total analfabetismo. No pedía a Diego mucho más que ese fingimiento y se conformaba con que la falsedad no fuera demasiado evidente. Al menos de puertas afuera.
Enmascarado en su papel, Diego se ocupó del negocio que había heredado Pucarella, una ferretería en la que también se reparaban pequeños electrodomésticos. A ello se dedicó con gran habilidad. Dejó de salir a faenar, abandonó el mar por largo tiempo.
Aunque lo tenía enfrente, no era lo mismo gozarlo presente, mirarlo, bañarse o embarcarse de vez en cuando, que montarlo y cabalgar en él cotidianamente. En aquellos días empezó a darse a la bebida. Encontró en el alcohol un gran socio para sobrellevar la situación. Pero muy pronto, su mejor aliado se volvió contra él, haciéndole a menudo perder el control, desequilibrando aún más su ya desequilibrado espíritu. Al fondo de la botella, la añoranza del mar y de Rigarda giraba como en un sumidero y se hacía cada vez más insoportable. Su buen carácter se fue tornando inmisericorde, miserable. Con frecuencia desatendía el trabajo, humillaba a su esposa y repudiaba a Pepino, su hijo adoptivo. Andaba de bar en bar, de trago en trago, arrimándose a lamentables borrachos, desvariando con ellos y, como ellos, hablando de más o de menos.
La cuenta corriente estaba a nombre de Puca, y ésta, asustada por su creciente alcoholismo, intentaba cerrarle el grifo para que no catara del vicio. Él, que siempre había sido un hombre honrado, comenzó a engañar, a sisar de la caja, a pedir a cualquiera para beber, y jamás lo devolvía. Su actitud no pasaba desapercibida en un lugar como Amantea, donde, además, Puca era una mujer muy querida. No así su hermana, la felona, la «roba maridos», como la llamaban todas, la furcia. A Rigarda le resbalaban aquellos cariñosos apelativos, disfrutaba escandalizando a sus paisanos, paseando con modelitos cada vez más extravagantes, con minifaldas imposibles o escotes absolutamente indecorosos, calzando tacones y medias de seda. Los hombres andaban siempre detrás de ella adivinando el color de sus bragas, si las llevaba o no aquel día. Ella se limitaba a sonreír desvergonzada.
Cuando era jovencita, aquellos modos podían parecer chocantes, impensables para el lugar y la época, pero con la madurez su postura se tornó vergonzosa, ignominiosa, una deshonra para el cornudo de su marido y para todo el pueblo.
Seguía haciéndole sufrir, cada vez con más esmero, como llevada por un necio deseo de venganza, cebándose en despabilar su inquebrantable deseo, en recordarle que era a ella a quien amaba y no a su deslucida hermana. Pero dejándole claro que nunca, jamás, la tendría. No fue así. Una vez la gozó, la disfrutó con locura, con frenesí. Toda la rabia contenida, palpitándole en el miembro, martilleó dentro de ella encolerizada, con sorda y brutal violencia, en una erección que parecía inextinguible.
Sucedió una tarde que Diego, resacoso y pensativo, paseaba arriba y abajo por el malecón del puerto, como un inquieto león marino. De improviso apareció ella, en biquini, atusándose el pelo hacia atrás, con los consabidos tacones y cubierta sólo con un blusón de seda. Tal vez andaba buscándole. Parecía melancólica, ensimismada. A Diego le pareció que, bajo las enormes gafas de sol, uno de sus ojos estaba abultado, amoratado. Diego alquiló por pocas liras una gabarra de pesca, La Imposible II, se llamaba. La mar estaba calmada, todo lo contrario que su alma.
Nada más salir de la bocana del puerto, invitó a Rigarda a tomar el timón. Aceptó seductora, encantada, y él, colocándose detrás de ella, la rodeó con sus vigorosos brazos, apoyando las manos en el borde de la caseta de proa. Con cada balanceo sobre las mansas olas, su henchida hombría se frotaba contra las suaves nalgas de la muñeca, repicando como uno más de los pistones del motor. El momento era de algún modo ridículo, con algo de ese basto y vulgar erotismo que se respira en muchas (e infames) películas de los setenta. Navegaron así, en silencio, largo rato. Ella, fingiendo atender a la navegación, descalza, de puntillas, subiendo y bajando el trasero cada vez más en pompa, segura y orgullosa del cautivador embrujo de su culo. Diego, con los ojos en blanco, luchando por contener la eyaculación, extasiado de placer. En un momento dado, Rigarda soltó una mano del timón y, poniéndola en la nuca de Diego, atrajo su cabeza hacia la suya.
Casi sin girarse le susurró: «Bésame aquí». La infiel señalaba con la punta de la lengua la comisura de sus labios, lascivamente. Créeme que lo hizo. Aquel gesto desató la enajenación de Diego. Tomándola con fuerza monstruosa, la desnudó dislocado, frenético, y la poseyó sobre los tablones húmedos de la cubierta. La violó una y otra vez hasta caer rendido, mientras vagaban a la deriva. La escena fue grotesca. En el punto culminante, la malaventura se cebó con Diego. Tras el insaciable orgasmo final, todo su ancestral y candoroso amor quedó aún más malherido. Ella se alzó agotada, rota, y luego, con cruel indiferencia, le ordenó que pusiera rumbo a tierra. Regresaron en sepulcral silencio. Rigarda, en la punta de proa, absolutamente indiferente, como si nada hubiera sucedido. Sin atisbo de compasión, se gozaba en el mal de su embrutecido amante.
Una hora después, Diego atracó y amarró la barca, y ayudó a subir la escalerilla a la mala mujer, esperando una palabra, un gesto cómplice, amable. Desde la altura del desembarcadero, Rigarda, con el cuerpo levemente inclinado, mirándole con superioridad e indiferencia, dictó con voz de fusta, como si hablara a otro y no a él. En pocas pero rotundas palabras: «Esto no ha sucedido, ¿entiendes?, nunca ha sucedido, no vuelvas a acercarte a mí, nunca más, mantente alejado». Luego, tras alejarse unos pasos, riendo maliciosamente, añadió sin volver la cabeza para mirarle: «A no ser que yo te lo pida, claro». Se giró un instante y soltó una carcajada siniestra, demasiado siniestra para salir de un ser tan hermoso, pensó Diego. Oprimiendo fuerte las sienes con las dos manos, se desplomó pesadamente sobre las rodillas. Atónito, lleno de estupor, con la sangre bulléndole dentro, ahogándole desmesuradamente, como si luchara por salir por todos y cada uno de sus poros. Poveretto.
Aceptó, se sometió sumisamente a su malcarado destino y éste le empujó a beber aún con más ansia. Nueve meses después, Rigarda parió su tercer hijo, Daniello. Cuando en compañía de Puca fueron a visitarla al hospital, la recién parida, en el momento preciso y con las palabras precisas, tuvo tiempo de amenazar a Diego en un susurro: «Si alguien llega a saberlo, te mato». No bromeaba. Y Diego la creía muy capaz de hacerlo. En cualquier caso él no tenía ningún interés en que aquello llegara a saberse. ¿Para qué?, ¿de qué serviría? Canceló de inmediato cualquier sentimiento de paternidad y nadie supo jamás que Daniello, lejos de ser su sobrino, era su propio hijo.
«Sólo tú lo sabes —me aseguró—. Sólo tú», repitió arrastrando las palabras, que se apagaron martirizándole. Abrió otra botella, sirvió los vasos e ilustró la narración con otras fotografías. Era bella Rigarda, de una beldad hortera, algo barriobajera, pero guapa. De Puca sólo guardaba un retrato serio, formal, una foto de estudio en la que no parecía muy agraciada. El tiempo pasó, veloz y descaminado, como suele pasar el tiempo. Y él terminó por querer de algún modo a su mujer, aunque ni un solo minuto del día dejó de amar a su hermana. A pesar de todo.
El chico fue creciendo hasta hacerse un hombrecito. Nadie pudo evitar, ni siquiera su madre, que Daniello sintiera un especial afecto por su tío Diego, al que estaba muy unido, inexplicablemente unido. El chaval le adoraba, aunque sus padres intentaran inculcar en él todo lo contrario. También creció Pepino, el adoptado. Nunca llegó a trabar buena relación con su padrastro. Se hablaban poco, tan solo lo justo. Simplemente se respetaban e intentaban, al menos ante Puca, representar sus papeles con educación, simulando una simpatía que no se profesaban. Pepino se largó de Amantea apenas fue mayor de edad. Se fue a estudiar a Roma, luego se echó novia allí, encontró trabajo y apenas una vez al año regresaba para ver a su madre. A Daniello se lo llevaron sus padres a Milán, poco después de cumplir los catorce años. Diego temió no volver a verlo, pero el chico, que desde niño aseguraba que sería pescador como su tío, en cierto modo consumó su deseo. Todos los años, desde los dieciocho, a pesar de la oposición de sus padres, bajaba a Amantea a pasar un mes de vacaciones con su amado pariente. Tentado estuvo Diego muchas veces de contarle todo, de decirle toda la verdad, de desvelarle que él era su verdadero padre y no ese bruto resentido que pretendía serlo. Pero calló, calló una y otra vez, se mordió el alma y los labios para aplacar la inhumana erupción de sentimientos que mantenía ocultos, consumiéndole. Daniello se hacía querer. Pucarella y Diego estaban encantados de recibirlo cada año, de alojarlo en su hogar, de tener cerca su encantadora agitación. Incluso Puca llegó a encariñarse con su sobrino mucho más que con su propio hijo, el taciturno y seco Pepino.
A Pucarella se la llevó una rara enfermedad. Un inesperado malestar que la consumió precipitadamente y que al menos no fue cruel con ella. El mismo año que murió su esposa, sucedió lo de Daniello.
Aquella tarde, un viernes, Diego esperaba un envío en la ferretería. Hacía tiempo que necesitaba ese material, demasiado tiempo. Bombas de agua para pozos, accesorios para sistemas de riego, herramientas. Algunos clientes empezaban a impacientarse. La hora de echar el cierre estaba próxima y el jodido repartidor no aparecía. Al poco, le llamó por teléfono desde una gasolinera, había pinchado el camión. Le aseguró que en poco más de una hora estaría en La Mondiale, que así se llamaba el negocio. Diego había quedado con Daniello después de cerrar, a las ocho y media de la tarde, en el puerto, junto al barco de Baldassare, un buen amigo. Habían organizado una excursión nocturna, una faena absolutamente vetada a sus parientas.
Pescarían sardinas, las asarían en cubierta, se darían un buen atracón y no faltaría el vino. Tampoco las mujeres. Eran seis amigos y junto a ellos embarcarían tres prostitutas, una para cada dos. Sin contar con la de Daniello. Para él habían contratado los servicios de una chica muy especial, una puta jovencita, deliciosamente erótica. Era una sorpresa. La noche estaba magnífica, el mar en aparente calma. Navegarían costeando hasta el golfo de Santa Eufemia y allí, en plena bahía, echarían el ancla, comerían, beberían y follarían como bárbaros, al amparo de la oscuridad. Zarparían a las nueve.
Entre que tenía que esperar al del reparto, descargar, colocar y dar entrada a todo el material, Diego calculó que en ningún caso llegaría a tiempo. Además, el plan no le apetecía mucho. Lo hacía sólo por Daniello, que andaba entusiasmado con lo de salir de noche a la mar, con los hombres. Mandó recado con un chaval, Fabio, el mozo del almacén: que no le esperaran, que partieran sin él, tenía mucho trabajo. Así se olvidó del asunto. Hasta bien entrada la madrugada, sobre las cuatro o las cinco, no estarían de regreso. A esa hora, como Diego no solía dormir bien, tal vez fuera a esperar a Daniello al puerto. El muchacho estaba en buenas manos. Todos eran expertos marinos.
Pero el mar es una provincia insólita, excepcional. De poco sirven las previsiones ni la experiencia. A pesar de que eran buenas, las condiciones atmosféricas cambiaron bruscamente poco después de la medianoche. Diego, que era hombre versado en las cosas de la marinería, empezó a intuirlo una hora antes. Sobre las once, dormitaba frente al televisor y se despertó sobresaltado. Un segundo después, en la suave brisa que soplaba de poniente, olfateó algo que le inquietó, un olor eléctrico característico. Saltó del sofá latiéndole fuerte el corazón y corrió hacia el puerto. En el horizonte, anormalmente oscuro, adivinó un débil relampagueo y entre sus jadeos pudo escuchar una alarmante resonancia, como un centenar de cañones desembuchando fuego, muy lejanos.
Poco después, el vendaval se abatió sobre la costa, silbando con furia entre las callejuelas, haciendo volar los sombrajos y las sombrillas en las terrazas, antes de que los camareros tuvieran tiempo de recogerlas, antes de que los turistas pudieran refugiarse. Cuando Diego llegó a la dársena, ya se había desatado el diluvio. Una densa borrasca mar adentro avanzaba, a muchos nudos, desde el poniente hacia tierra. Una imparable masa de perversa oscuridad, empujada por vientos del sudoeste, descargando toneladas de agua, miles de truenos, rayos y centellas, sin compasión. Diego corrió a dar la voz de alarma. A la una de la mañana, en la oficina del práctico del puerto, todos los marinos allí reunidos sabían que poco podían hacer. Entre tanto, no quedaba más remedio que tener paciencia. Esperar a que llegara el día o que la tempestad remitiera tan repentinamente como había surgido, una utopía, vista su fuerza. Sólo quedaba rezar, suplicar a Dios que les permitiera sortear con bien la furiosa e inesperada tormenta, que regresaran sanos y salvos. Aunque la noche sería larga, pronto lo sabrían, pensó Diego, temiendo ya lo peor.
Nunca regresaron, ni hallaron rastro de ellos, ningún vestigio del naufragio. Él, ya sabes, sigue esperando su vuelta, como un poseso. Los padres de Daniello viven aún en Milán. Nunca volvió a verlos. Le culpan de ello, con la misma terquedad con que se culpa él mismo. «Sé que está vivo —me dijo con entusiasmado desvarío—, en algún lugar. Tal vez se golpeó la cabeza y perdió la memoria, tal vez logró alcanzar la ribera a nado, desorientado, extraviado. Un día aparecerá por aquí y yo podré por fin decirle que es mi hijo. Mi bienamado y único hijo». Sus últimas palabras, conmoviéndome, se mezclaron en mi sueño con una trama bien distinta. Me venció el cansancio y quedé dormido.