EN LA TERRAZA FRENTE AL MAR

Domingo, 18 de febrero de 1990

He conseguido la casa. Es una vivienda de la Asociación de Marineros de Italia, muy económica. Sólo se ofertaban tres o cuatro y están muy solicitadas. La he logrado gracias a Diego, un hombre de mar y sangre española. Hemos estado charlando en la fila, mientras esperábamos junto a otras quince personas; yo para solicitar morada, él para pagar su alquiler. Vive justo en la de al lado, pared con pared. Debe de tener bastante influencia aquí, ya que, a un gesto suyo, la casa ha sido para mi. Imagino que querría escoger bien a su nuevo vecino. Le he caído simpático, aún no sé por qué.

No tengo mucho dinero, la cuenta estaba casi a cero; entre la furgoneta que compré y después de pagar lo del primer mes y la fianza, apenas quedan dos millones de liras. Con eso tendré que vivir los próximos meses, hasta que sea capaz de encontrar un empleo o pintar algo decente, algo que se pueda vender, que alguien quiera comprar.

Diego me asegura que las otras casas no son tan hermosas ni están tan próximas al mar. Queda un poco alejada, más allá del lungomare[1], donde la playa se va estrechando y la arena se pierde en las escolleras. Desde la ventana que hay encima del lavabo, veo el Monasterio de las Clarisas, arriba en la colina, y más arriba aún el castillo y la torre. Tiene algunos muebles, los justos. Un dormitorio con un gran armario, un cuarto de baño con ducha y una cocina muy completa, con un fogón de leña y otro de gas. También un salón amplio y luminoso, con un enorme ventanal que da a una terraza, frente al Tirreno, casi encima del agua. Es blanca y añil, muy acogedora, estaremos bien en ella.

Hoy que mar adentro hay tempestad, la fuerza de las olas me salpica; fíjate si estará cerca de la orilla. Es como vivir en la proa de una nave varada, inmensa e inmóvil.

Diego me ha dado una calurosa bienvenida. Para celebrarlo hemos tomado una botella de buen vino con percebes y mejillones hervidos. Los ha cogido él mismo, en los acantilados, arriesgándose entre golpe y golpe de mar; «ahora hay más que antes —dice—, pero sigue siendo muy peligroso arrancarlos de las rocas». Es regordete y casi calvo, de piel morena; el poco pelo que le queda y el bigote son de un blanco inmarcesible. Tiene cara de ángel, de ángel niño o anciano, no lo sé. Me cuenta que es un «espectro», que murió hace tiempo, pero que ha de seguir aquí hasta que regrese su sobrino.

Se llama Daniello, o se llamaba. Hace tiempo salió con los hombres a «faenar» y no regresó. Diego cree que el chaval está vivo, férreamente, con la misma fuerza con que yo pretendo que sigues a mi lado. Temo que el pequeño Daniello juega cada tarde con los hijos que no llegamos a tener, mientras tú les vigilas atentamente.