EN LA GRAN ROCA
(ESCOLLERA DE CORECA)

Viernes, 23 de febrero de 1990

Espero y busco, sin querer buscar o esperar.

He pasado los últimos días instalándome, limpiándolo todo, abriendo cajas, colocando libros, colgando cuadros y ropa, ordenando el caos que suele acompañarme.

Hoy me he levantado muy temprano, aún no había amanecido. Con la primera luz, he caminado hasta el centro. He recorrido la playa sin prisa, muy despacio, arrastrando los pies desnudos, observando el mar a cada paso, el pueblo y el altozano por el que asciende. A medida que el sol, a duras penas, salía tras las colinas, todo lo ha invadido una insólita luminosidad azulada y gris, encantada y medieval. El cielo está muy cubierto, huele a ozono, habrá tormenta. He esperado a que abrieran las tiendas tomando un café, luego he comprado toallas, trapos de cocina, unas botellas de vino, tabaco y cerillas. También algo de fruta y un hermoso pescado que esta noche cenaré con Diego.

Me ha echado una gran mano, sus dos grandes y encallecidas manos. Es un hombre fuerte, de edad indefinida, reconfortante. Estar a su lado me serena. Hacía tiempo que no conseguía soportar a nadie más de dos minutos. Su compañía parece un buen remedio, veremos. También tú me ayudas. Lentamente, muy lentamente, me voy convenciendo de que estás. ¿Estás?

Esta mañana te he oído trastear en el baño, canturreabas algo muy familiar, casi me ha sobresaltado tu presencia. Después, los primeros truenos me han traído hasta aquí. He subido a Coreca, a la gran roca… a recordar…, a contemplar…, a ser la piedra, a sentir fuerte, cercana y sin miedo la poderosa tormenta. Las olas, abajo, rompen con tal fuerza que el mundo se sobrecoge y tiembla en cada envite. Apenas puedo escribir, se empapan en las hojas las palabras, se deslizan en lágrimas negras, sollozan malogradas y amargas. Me costará leerte lo que ahora escribo…

He pasado más de una hora bajo la tempestad, es tan extremadamente intensa que me ha obligado a regresar. Estoy completamente calado. Frente a la chimenea, mi cuerpo desnudo parece evaporarse. Tiemblo y retomo lo escrito sobre el oscuro peñón, sin hojas ni pluma, sólo deseo. Deseo.

Codicia de garabatearme en ti, de escribir y borronear con mis dedos sobre ti, sobre la piel y la boca. De acariciar la «b» alrededor de tus pechos, o dibujar una larguísima «i» a lo largo de tus brazos, una «a» en cada axila, una «s» entre tus piernas, generosas, abiertas, impacientes… Dibujar con miel el contorno de tus labios y lamerlos tiernamente; lamer lento en la boca entreabierta, en los ojos entreabiertos, en todas las embocaduras entreabiertas de tu cuerpo…

Escribir las letras de tu nombre en el aire empañado, en el aura que te envuelve. Deletrearlo despacio en tu aliento, como un único, conciso y erótico abecedario de amor,

«A… m… a… n… t… e… a»…

(Lent et douloureux)

Y entrecortar susurros en el vaho que exhala tu silencio, unir mi lengua a la seda de tu lengua, redoblar, rebuscar, jugar con ella en el instante eterno, ahogarme en la dulce sal de tu saliva, agonizar de placer en tu abundancia, morir con el sabor de tu mar en cada beso, todo o nada…, todo o nada…, tus ojos cerrándose, tu ojos, desnudando mis pestañas, soñando conmigo sin olvido, olvidando en mí, sobre mí… en la entrega y en la huida. Tú, penetrándome lenta, moviendo lento, lento apenas, las caderas…

(Lent et triste)

Tus dedos arremolinan despacio mi cabello, escribiendo lentos signos, tu voz se ahoga lenta y para siempre en mi garganta, y besa en mi beso tu jugoso sexo, y saborea embriagada el lagrimoso néctar, y mitiga la congoja de mi alma el gesto suave de tus nalgas, de tus rodillas, de tus pies… y en mis entrañas murmuras palabras que sólo tú podrías decir, las que tantas veces escuché a tu lado. Sueño que un lentísimo roce te estremece como ahora me estremece tu recuerdo. Y nada más, nada más…

(Lent et grave)

Nunca es casi todo y siempre no existe. Llega la convulsión, el amargo sollozo, el estregón definitivo del frustrante y efímero placer. La liturgia del semen salpicándome, quemándome, entrecortado y generoso, como nuestros jadeos de entonces. Un palpito escalofriante, doloroso, aterrador, rompe con estrépito tu liviana presencia. Quedo de nuevo aislado, enloquecido en la soledad de tu desierto. Y no puedo detener el llanto, no puedo…

Créeme. Quisiera morir, ¡pero soy tan cobarde!