17 de febrero de 1990 (sábado de Carnaval)
¿Cómo decirte lo que siento?, cómo decirte que todo es un tiempo detenido en el tiempo detenido, una razón privada de razón, un sentimiento muerto, disecado, baldío, un estorbo, una indigestión de silencio…
Quedó el vacío. Un vacío inmenso, hueco, acaparador de todo. Lento, sinuoso y mirón. Pasaba y pasa todavía, rodeándome, dejando su estela de dolor fosforescente. Y en ese círculo me hallo. Calado hasta el alma de silencio. Muy, muy callado, temeroso de mí, del inútil recuerdo, de la absurda vida. Intentando esquivar las afiladas respuestas que llegan y se clavan sin hacer una sola pregunta. ¿Para qué saber? ¿Para qué conocer el lugar exacto? Allí quedó la puerta cerrada, la nada, la negación más absoluta, la rara eutanasia de los días perdidos. La muerte inesperada me persigue. De nuevo está cerca. Ahora no puedo verla, pero sé que me espera abrillantando oscuros erizos de mar, vigilando desde la gran roca. Al otro lado, la imposibilidad, el saludo secreto e imposible, todo cuanto no escribiré, ni soñaré, ni viviré, ni moriré a tu lado.
En la esquina de Oriente y Speranza, guardando cola bajo la lluvia, buscando cuatro paredes en las que colgar razones para volver a vivir. Un tiempo nuevo. Esperando despertar, borrar la pesadilla, dejar atrás el delirio, mientras camino hacia el definitivo desencuentro empapado en lágrimas. En la fila de los despojados y sus despojos.
Hace ya mucho que siento así. Mentiría si dijera que he olvidado, nunca se olvida, sólo se guarda bien. Y enciendes velas de colores y barritas de incienso, y apagas estrellas y certeros pasados e inciertos futuros. Te rompes confundido al alba y remiendas cielo y corazón al caer el sol. Y otra noche de noche, en el gélido vacío de las sábanas, cubierto de plumas y silencio. Esperando con los ojos abiertos, escribiendo en la oscuridad con el penúltimo cigarrillo, Amantea.
Roza la playa una brisa que huele a ti. Viene de lejos, de muy lejos. Es un aroma apenas perceptible. Olfateo la arena, las piedras, la espuma, las algas, las huellas más pequeñas, y las destrozo, borro cualquier pista que pueda conducirme al lugar en que sepulté la memoria. Me arrastro olisqueando agitadamente, jadeando, amnésico, ridículo, babeante, amamantándome en la amarga y blanca estela de las olas, con la sal y la arena entre los dientes. Y sigo buscándote sin reconocer que te busco, aunque ya no existas, como buscaba viajar a la Luna en la más infantil de mis fantasías. Quiero escuchar tu voz al otro lado, pero no tengo teléfono, ni palabras con que responder si lo tuviera.
¿Pronto?…
No imaginaba que llegarían meses tan extraños, doce tan largos, como doce más y como otros doce, cargados de infinitas semanas, de interminables y desordenados días. Lo veía tan lejano. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, mil, diez mil, un millón de años. ¿Cómo puedo seguir así? Tan a ras de suelo. Me preguntaba entonces qué vendría después de ti, no imaginaba que fuera tan largo, ni que fuera esto. Este velar absurdo, como el perro que espera ignorante del tiempo de la espera.