EN LA COSTA AZUL (NIZA-PARÍS-NIZA)

Verano de 1984

Desde entonces, desde que, definitivamente, dejé atrás la infancia y su candidez, mi vida puede medirse por las mujeres y amantes que perdí o me perdieron. Una amarga cronología del desengaño y la decepción, todo archivado en un cajón de niebla que flota en el viento. En el «amor» siempre triunfa el que huye. El que se aleja, con o sin dolor, permanece ya por siempre victorioso en la memoria, deseado en el recuerdo. Orgulloso, indiferente y lejano, sigue su camino mientras alguien abraza en silencio la nostalgia. Ése había sido siempre el desenlace en mi escenario.

Hasta Amantea.

La conocí a bordo de un avión, volando de Niza a París.

Por aquel entonces yo vivía allí, en la Costa Azul. Acababa de cumplir veinticinco años. No tenía nada en España, salvo un padre que ya no recordaba ni su nombre (ni siquiera si había vivido o que muy pronto tendría que morir), una novia morena a la que nunca había amado y un futuro acremente incierto y vulgar. Había dejado el bachillerato a medias, como casi todo, andaba perdido y sin un duro, tirando de la pensión de padre y trabajando en lo poco que salía para malvivir. Gracias a un amigo conseguí un empleo en Francia, en un lujoso hotel de cuatro estrellas, Le Méridien Nice. Así marché de inmigrante al país de los galos. Después de trabajar durante meses fregando platos como un auténtico esclavo, pasé a ser camarero. Eso me abrió muchas puertas. Gracias a una clienta complacida conseguí un nuevo empleo, que entonces me pareció excelente.

De todas las sucias tareas que me tocó hacer, la que menos me desagradaba era servir desayunos. Para atender el servicio de habitaciones había que levantarse antes del alba, pero no me importaba. Para compensar los madrugones, dejé de pasar hambre, pues así andaba, literalmente hambriento. Aquello me permitía devorar deliciosos restos, croissants y brioches con mantequilla y mermelada, quesos y embutidos, café y chocolate caliente. No tenía la sensación de mendigar, simplemente sobrevivía. Además sacaba algunos francos extra gracias a las generosas propinas que me daban algunas clientas, no tan maduras como insatisfechas, para las que yo era el mejor bocado del almuerzo. Casi todos los días terminaba entre las piernas de alguna de ellas; sexo fugaz e intenso en camas anónimas, en preciosas habitaciones numeradas. No resultaba fácil, pero me acostumbré a hacerlo a esas horas de la mañana.

Así, ejerciendo de gigoló de tres al cuarto, conocí a Natalia, una mujer bellísima, diez años mayor que yo, sofisticada, culta, elegante y serena. Con ella fue muy distinto; se enamoró de mí perdidamente y mantuvimos una larga y azarosa relación. Era jefa de personal de una compañía aérea, Air Liberté, y gracias a ella entré en la empresa como tripulante de cabina de pasajeros. Seguía siendo un camarero, un azafato, pero había dejado de arrastrarme servil por el estiércol del diablo, para servir paseando satisfecho por el cielo. Pasé de ser un inmigrante español de mierda a convertirme en un extranjero más respetable, casi un ciudadano francés. Tenía un contrato legal e indefinido y un sueldo digno. Natalia me alquiló, por un precio simbólico, un precioso apartamento que tenía frente al mar en Antibes, a unos kilómetros del aeropuerto por la autopista. Gracias a ella pude comprar un coche y ropa decente, retomar los estudios, aprender a hablar y escribir correctamente francés e inglés. Comencé a pintar en serio.

Ella me convenció de ser artista, realmente yo desconocía mis capacidades hasta que ella se empeñó en mostrármelas. Además de ser una amante ardiente y deliciosa, Natalia fue mi mecenas, un estímulo permanente, benefactora y maestra privada del arte, el amor, la vida y la belleza, y yo fui su alumno más aventajado. No la amaba, en absoluto, pero por una vez todo iba bien, muy bien.

Esa mañana estuve a punto de no ir a trabajar. Tenía un catarro tremendo, y la cabina presurizada podía ser una tortura para mis oídos y mi cabeza. No me apetecía nada volar, pero aún menos quedarme todo el día en la cama con Natalia. Estaba deprimido y diluviaba. Conduje hasta el aeropuerto con absoluta y febril desgana. Luego, la misma rutina de siempre, el encuentro con el resto de la tripulación en «firmas», el briefing, la furgoneta hasta el avión, dejar todo listo para recibir y acomodar el pasaje con la mejor sonrisa. Preparar más de un centenar de cafés, calentar los hornos, comprobar los carros y las bandejas con los desayunos, armar las rampas, asegurar la cabina.

No me fijé en ella en el momento del embarque, ni siquiera la vi. Sentado en el transportín, mientras rodábamos hacia la cabecera de pista, me arrepentí de no haberme quedado en casa, de no estar cobijado entre los brazos y las piernas de Natalia, mirando llover a través de la ventana. La cabeza me estallaba, me ardía la frente, me dolía la garganta, moqueaba cada vez más ostensiblemente y me lloraban los ojos. No podía sentirme peor. Despegamos a las ocho y un minuto de la mañana, dando bandazos entre el viento cruzado y turbulento. Nada más replegarse el tren, el sobrecargo pidió autorización al comandante para comenzar el trabajo. Desabroché el cinturón de seguridad y recorrí torpemente el pasillo hasta el galley de cola, tropezando con los reposabrazos, con las piernas de los pasajeros. Mientras, con gesto sereno y la mejor sonrisa, intentaba calmarles, borrar el mal disimulado terror de sus rostros.

Unos minutos después habíamos salido de las nubes y el sol entró cegador por las ventanillas del lado izquierdo. El siseante ronroneo de los motores se atenuó, el avión, un MD-80, trepaba sereno hacia el nivel de crucero mientras servíamos las bandejas, todo quedó en calma. En poco más de una hora aterrizaríamos en París; tomé un analgésico y aspiré con fuerza un inhalador balsámico, mentolado. Me sentí mejor, pero aún quedaban cuatro «saltos» para regresar a Niza y terminar la jornada.

Fui ofreciendo más café y té a los ciento setenta y dos pasajeros, uno por uno, íbamos completos. Entonces la vi. Estaba sentada en la última fila, junto a la ventanilla, acurrucada bajo una manta y con la tristísima mirada perdida en el cielo, en las infinitas nubes ocho mil metros más abajo. La miré fascinado, aquella luz y mi fiebre le daban una dimensión divina. Como un vivido recuerdo imaginado un millón de veces, como la imagen de un sueño familiar, dorado, secreto, guardado siempre, soñado siempre, tan vasto como irrealizable, de los que no se explican por leyes conocidas. Cerré los ojos lentamente y volví a abrirlos para convencerme de que aquella inesperada visión era cierta. Repentinamente me invadió una extraña zozobra, un terrible vértigo. Padecía el síndrome de Stendhal, sufría una angustiosa sobredosis de belleza. Me sentí ridículo intentando atenderla; mis manos retorcían tímidas el borde del delantal cuando le pregunté si deseaba algo. Era yo quien ya la deseaba con toda mi sangre. Volvió su mirada hacia mí y todo se confundió aún más en ese irreparable instante. Sentí que el frío y la tristeza, de improviso, afligían mi alma, algo que jamás, hasta entonces, me había infundido una mujer.

Una nada inmensa había crecido a mi alrededor desde el día en que vi la luz, como una tortura del destino. Un vacío enorme, devorador, palpable, casi visible, útil tal vez para lo oscuro. Algo, una mezcla de apatía y ansiedad, un desesperado escepticismo hacia todo que no podía reprimir, sin comienzo ni fin, sin posibilidad de éxito o derrota. Simplemente estaba, me acompañaba enmarañándose, creciendo, creciendo, creciendo, hasta el preciso segundo en que la vi por primera vez. En ese instante, todo cobró sentido. Entré en una nueva dimensión.

Como el corredor que se detiene justo antes de alcanzar la meta, mi desprevenido corazón cayó exhausto. Herido por la soledad y el silencio más antiguos, dejó de marcar sus latidos de vida. Algún maleducado me empujó impaciente, intentando alcanzar a toda costa la toilette, y me desvanecí. Todos los pensamientos, todos los sentimientos pasaron por mi mente, se arremolinaron en esos segundos incógnitos que me parecieron todo un reino de eternidad. Deliraba. Tenía más de cuarenta de fiebre.

Desperté muy aturdido, completamente desorientado. Estaba en lo que parecía un enorme despacho, tumbado en uno de los sofás de las oficinas de la compañía, en Orly. Había perdido el sentido de la realidad, del tiempo. Podían haber pasado dos o cien horas, uno o mil días, aquél podía ser mi cuerpo o el de otra persona. No sentía apenas nada, excepto esa pavura ácida que tantas veces había experimentado a lo largo de mi vida. A medida que iba despabilando, fui consciente de hasta qué punto me dolía la cabeza. Me explotaban la frente y las sienes. También me dolía considerablemente el pecho y la tráquea, tenía la nariz tan taponada que apenas podía respirar. Alguien me había arropado con una de esas mantitas que se entregan a los pasajeros (no era de Air Liberté, sino de Quantas, roja y muy suave). Las persianas estaban medio echadas. A través de las baldillas entreabiertas, se filtraba esa luz perfecta que reverbera en las plataformas de estacionamiento de los aviones. En las terminales, en las pistas, la luz se engrandece. Realza la belleza de los aeroplanos, los hace aún más bellos y majestuosos. De día, se acicala la vigorosa luz del sol para ellos. Al tramontano, los altos focos, las lucecitas blancas, verdes, rojas y azules, a ras de suelo, hacen postrarse a las tinieblas, oscurecen y revelan la noche. Me gustan los aeropuertos y los aeroplanos, siempre me han gustado. Casi tanto como los trenes.

Tuve que pensar largo rato antes de conseguir incorporarme, recordar en qué consistía esa maniobra, cómo se debía llevar a cabo el tomar impulso y levantarse.

Cuando lo conseguí noté que la habitación flotaba, que todo giraba lentamente. Vomité sobre la moqueta. La puerta se abrió, alguien acudía a la llamada de mis bascas. Levanté la cabeza un instante, el tiempo preciso para verla. Era una joven mórbida, de pelo corto y despeinado, regordeta, muy bella a pesar de su indudable fealdad. Vestía el uniforme del personal de tierra. Colocó una cubitera en el suelo para que vomitara en ella. Muy solícita, se acuclilló a mi lado y me puso la mano en la frente, con ternura, susurrándome que estuviera tranquilo. Cuando las náuseas fueron remitiendo, me obligó literalmente a tumbarme de nuevo, colocó un cojín bajo mi nuca y me tendió una bolsa para el mareo, de las que llevamos siempre a bordo, dentro del respaldo de cada asiento. Mientras me preparaba una infusión, le rogué que levantara un poco las persianas, que dejara entrar algo más de luz. Lo hizo de inmediato.

Casi atardecía. Con una mano me tendió un vasito de plástico con un té, una bolsita de Lipton rojo y una rodaja de limón; con la otra, dos pastillas blancas. Luego, sin contemplaciones, me metió el termómetro en la boca. La destemplanza había remitido, sólo tenía unas décimas. Me contó que llevaba allí acostado todo el día, dormitando agitadamente, entre convulsiones y temblores. Me había atendido uno de los médicos de guardia en el aeropuerto. No era nada grave, me tranquilizó, una mala gripe con demasiada fiebre, una calentura altísima que me había provocado delirios y alucinaciones. Yo no sabía a qué se refería, no recordaba nada excepto aquel rostro vislumbrado justo antes de perder el sentido.

Mi tripulación ya habría terminado la jornada después de aterrizar en Niza, y yo debería pasar la noche en París, en el hotel en que solíamos pernoctar. Ya que me encontraba mejor podría ir hasta allí en un taxi o en la última ruta de la compañía, le sugerí.

Llamé a Natalia para contárselo. Mientras hablaba con ella no pude evitar sentir que la estaba traicionando, qué estúpido. Sólo podía pensar en esa mujer, en esa bellísima mujer del avión. Era peor que una simple traición erótica, la inquietud era inmensa, jamás había deseado con tanta intensidad. Y no era sólo sexo lo que deseaba. Tenía que encontrarla, volver a verla, hablar con ella, mirarla aunque fuera una vez más. Impaciente por cortar la conversación, inventé una excusa absurda, que Natalia debió atribuir a mi malestar, a la fiebre. Intenté tranquilizarla: al día siguiente estaría de regreso; tomaría el primer avión de la mañana, iría a por la baja y me metería con ella en la cama durante unos días. Eso le dije, pero mi aturdida mente buscaba ya estrategias para encontrar a la pasajera desconocida. Nada más colgar, con excitación, pregunté a mi servicial compañera por ella, por la chica de la última fila. Me miró entre desconcertada y divertida, como los adultos miran a los niños cuando no entienden lo que dicen. Sin duda, también atribuyó aquella pregunta idiota a mis febriles desvaríos. Me sentí ridículo. ¿Qué iba a saber ella?, ¿qué podía saber nadie?

La idea de llevar a cabo mis pesquisas hizo impacientar a mi impaciencia. Tenía que salir de allí, cuanto antes. Poco a poco iba sintiéndome mejor. Conseguí incorporarme a pesar del mareo y la terca oposición de mi acompañante. La idea se repetía: escapar de allí a toda costa. Sin justificación alguna, me sentí claustrofóbico, atrapado, secuestrado por aquella improvisada y oronda enfermera vestida de azul. Pero su férrea barrera defensiva fue inquebrantable. Era una mujer fuerte y yo estaba exhausto. Una y otra vez me tomó por los hombros hasta hacerme sentar de nuevo en el sillón, repitiéndome que el doctor no tardaría en llegar, que no podría irme de allí antes de que me viera. Acabó venciéndome. Tras la rendición, le rogué que me trajera un zumo y algo de comer, sentía un terrible vacío en el estómago. Servicial y sonriente, salió de la habitación segura de que no me saltaría las reglas. Al poco regresó con un sándwich de jamón york, con el zumo y con el médico. Éste me auscultó durante varios minutos, me tomó la temperatura, la presión y el pulso, metió un depresor de madera en mi garganta, miró debajo de mis párpados y me palpó el vientre detenidamente. Tras una completa exploración determinó que el gripazo duraría dos o tres días, aunque al menos estaría una semana convaleciente, sentenció. Me recetó algunas medicinas asegurándome que no servirían para nada, salvo para aliviar los peores síntomas. También expidió un indescifrable informe y un certificado para que pudiera solicitar la baja médica. Una vez hubo concluido, me tomé el alta voluntaria e indiscutible. Les di las gracias por todo cuanto habían hecho por mí, me disculpé por tantas molestias y pregunté a la azafata si aún podía alcanzar la ruta hasta la ciudad. Debíamos apresurarnos. La chica, caminando muy estirada delante de mí, como una guía turística, me condujo por pasillos y ascensores de sobra conocidos, hasta una de las furgonetas de la compañía, la misma que había tomado cien veces.

Durante el trayecto hasta el hotel, mientras charlaba con desinterés con los colegas que acababan de tomar tierra, fui trazando un plan para encontrarla. Al día siguiente, en Niza, revisaría uno por uno todos los resguardos de las tarjetas de embarque. Ella estaría en la lista del pasaje de aquel vuelo; su nombre tenía que estar allí, averiguaría su apellido, tal vez algún teléfono, y una cosa traería la otra, así hasta dar con su dirección. Luego, pensé, le escribiría una carta, algo claro y conciso para no asustarla. Intentaría evitar que pensara que yo era uno de esos perturbados. Nada más llegar a la habitación, después de darme una buena ducha, me puse a borronear una tras otra decenas de hojas de seda con el membrete del Hotel des Allevès…

«No sé quién eres, no sé nada de ti. Te escribo en un acto delirante, casi inevitable. Mi nombre es Víctor. Apenas tuviste tiempo de verme el otro día, mientras volabas de Niza a París. Iba a atenderte cuando caí desplomado por la fiebre (no era nada, sólo un trancazo), también me noqueó el impacto que supuso contemplarte. ¿Recuerdas? ¿Has oído hablar del síndrome de Stendhal? Yo soy ese lerdo azafato que se desmayó ante ti, que se desplomó ante tu belleza. Lo juro, es absolutamente cierto. Sin saber, has encendido la luz, has abierto las ventanas, has allanado el camino, has coloreado los apagados colores de mi alma, has dado a sus recónditos grises tonalidades antes impensables. Toma un respiro, no te sobresaltes.

»Nada puedo perder, pues nada tengo o espero de ti. Sin embargo, mientras lees, ya estarás especulando sobre quién pudo escribir esto, estarás intentando recordar, examinando las palabras, analizando la letra. Estarás preguntándote por mí, imaginándome, y ése será ya un gran triunfo, mi primer gran triunfo en tu impensable conquista. Estarás pensando en mí, por primera vez. No me veas como un chiflado, aunque pueda parecerlo. Espera un poco. Es un sentimiento poderoso, créeme, muy poderoso. Jamás me había sucedido. Me sorprende tanto como a ti te estará sorprendiendo leer esta carta. Perdona mis arrebatadas palabras. Intentaré explicarte.

»Hasta ayer, mi vida había transcurrido sumida en una inexplicable nostalgia. De naufragio en naufragio. Cuando miré tus ojos, mi inaccesible corazón supo el motivo de tanta melancolía. Estaba esperando el momento de encontrarte. Tras largos años cautivo del desamor, del escepticismo, nada más verte, se desató en un fortísimo latido, una de esas taquicardias que nos conmueven, que nos provocan una dulcísima ansiedad. Había estado perseverando desde quién sabe cuándo, paciente, yo tampoco sabía por qué. Pero ahora estoy seguro, era por ti. Mi corazón y yo hemos vivido sólo para encontrarte.

»No soy un loco, ni un idiota, simplemente soy sincero. Un osado tal vez, un inconsciente al confesarte todo esto. Pero ¿qué puedo perder?, ¿cuánto puedo a cambio conquistar? Si pensara que es posible, si creyera en ello, diría sin duda que me he enamorado de ti. Sin más razón o sinrazón, sin más sentido o sinsentido. Te deseo como jamás he deseado. Lo sé, es absurdo, ni siquiera sé si realmente existes. Te he mirado sólo durante unos segundos, ni siquiera recuerdo lo que vi. Tal vez sólo seas el fruto de un delirio, una preciosa imagen fugaz, invertida y virtual, posiblemente inventada. Tal vez sólo te imaginé allí, junto a la ventanilla. Puedo equivocarme, claro. Pero hoy sé que todo el «amor» que he conocido, todo el que he sentido, era exactamente nada. Por ello te escribo ahora, por eso lleno el papel y el cielo de palabras que tal vez no escucharás. ¿Habrás leído hasta aquí?, qué dulce incertidumbre.

»En este preciso instante todo se resume en ti, todo nace y muere en ti, en el sueño imposible de encontrarte, de tenerte. No temas nada, no permitas que el temor o la desconfianza te dobleguen, deja que la curiosidad te permita conocerme. Sólo eso te pido, un breve encuentro. Si lo deseas. Vernos, charlar un rato tomando un café.

»Sé que no son buenos tiempos para las palabras, para estas palabras, que la gente no va por ahí escribiendo cosas así a desconocidos y que los que lo hacen suelen ser cretinos o pervertidos, o ambas cosas a la vez. Sé que no es habitual recibir una carta con tan inexplicables sentimientos, en tan impulsivos términos. Sé que no entra en la lógica, siendo un extraño, decir a una mujer que la amas, así, sin más. Pero es imprescindible hacerlo, tengo que escribirlo, hacértelo saber. Que sepas que estas cosas suceden, que pueden suceder, fuera de las páginas de los libros, de las pantallas de los cines. Tal vez estas líneas te conmuevan y a la vez muevan algún misterioso resorte, tal vez desencadenen tu curiosidad y aceptes frecuentarme. Abajo te dejo mi dirección y mi número de teléfono. Si estás dispuesta a indagar, llámame, llama cuanto antes.

»No tardes.

»El tiempo, ya sabes, pasa excesivamente rápido. Desde que te vi, desfila dejándome la vida extraña, vaciándose de días y noches apropiadas para amarnos…

»Es un consuelo y un desconsuelo saber y soñar que existes. Ojalá aceptes y pronto, muy pronto, inevitablemente, se crucen nuestras vidas.

»Con profundo desazón y respeto, Víctor Próspero».

Me sentí satisfecho. Aquélla era la carta apropiada, al menos eso me pareció en ese instante. La metí en un sobre y la guardé en el bolsillo interior de mi chaqueta del uniforme. Ahora sólo faltaba conocer el nombre y la dirección de su destinataria. Pero eso lo conseguiría, claro que lo haría. Pensando en esto me dormí agotado y mucho más tranquilo. Avisé en la recepción para que me despertaran a las siete. Desayunaría rápidamente y llegaría a tiempo para tomar el vuelo de las ocho y media de la mañana. Una hora después, estaría en Niza, buscando respuestas entre las listas de pasaje del día anterior.

Y exactamente eso hice, pero sin demasiado éxito.

Regresé cómodamente en cabina y, nada más aterrizar, corrí al departamento correspondiente. El individuo que llevaba el asunto, un perfecto imbécil, no me permitió acceder a toda la información. Eso me pareció. Puso todas las pegas posibles. Lo de conseguir el número de teléfono era imposible, subrayó tajantemente, los datos confidenciales quedaban protegidos. En cualquier caso nada era fácil. «Si al menos hubiera pagado con tarjeta de crédito», dijo justificándose. Pero ella lo había hecho en efectivo.

Lo único que saqué en claro fue una inicial y un apellido. Y que el billete era de ida y vuelta; había regresado esa misma noche. No había dormido en París. Pensé los motivos de aquel fugaz viaje. Tal vez fue a encontrarse con su amante o simplemente por cuestiones de negocios, o era rica y había ido de compras. Quizá al entierro de un familiar.

Seguro que era italiana, A. Panucci. Después de pedir y entregar la baja, fui barajando nombres mientras conducía hasta casa. ¿Antonia?, ¿Adriana?, ¿Alexandra? Ninguno encajaba en mis deseos. Cuando llegué, sobre las once, Natalia salía del apartamento. Se entretuvo un rato conmigo, justo el tiempo para hacerme el amor como si hiciera meses que no me veía. Era ardiente, muy ardiente. Me dejó en la cama, maltrecho y muy satisfecho. Prometió volver cuanto antes, tenía varias reuniones inaplazables. Pasé el día tumbado, mirando la televisión como un idiota, cabeceando, mirando llover por la ventana.

Por la tarde, sobre las siete, me despertó el teléfono. Era Natalia. Me invitaba a cenar, sólo si me encontraba mejor, claro. Le dije que sí, sin duda estaba mucho mejor y hambriento. Me esperaba a las ocho y media en La Canne à Sucre, había reservado mesa. Tomaríamos una bouillabaisse y un buen vino, un Château de Bellet. Lo tenía todo previsto, como siempre. «Apunta la dirección —insistió, temerosa de mi habitual despiste—: Promenade des Anglais, II… ¿Has anotado?».

Recorrí la autopista hasta Niza pensando en la señora o señorita Panucci. Desgraciada o afortunadamente ya no recordaba bien su rostro ni su aspecto. Además cabía la posibilidad de que estuviera casada o tuviera pareja, tal vez hasta estuviera enamorada. Podría ser que fuera lesbiana. «En un par de días —me dije—, estará olvidada por completo, ¡eres un idiota! ¿Pero en qué líos te metes? Natalia es una mujer maravillosa, ¿acaso estás dispuesto a perderla por una desconocida?».

No quise responderme a esa pregunta. Quedó en el aire. Cuando llegué a la ciudad, volví a sentirme mal. Comenzaba a dolerme la cabeza, y con el anochecer, la fiebre estaba subiendo. Había olvidado las medicinas en casa. Como aún tenía tiempo busqué una farmacia. Era demasiado tarde, los comercios estaban cerrando o lo habían hecho ya. Pregunté a un policía. Me indicó dónde podía encontrar una que abría las veinticuatro horas. Estaba en la Rue Massenet, muy cerca del restaurante donde había quedado con Natalia y no muy lejos del hotel en el que había estado esclavizado. Metí el coche en el parking más próximo y fui dando un paseo frente al mar. La calle estaba muy animada para la hora que era, pese a ser un lunes. En la farmacia, tres o cuatro personas esperaban ser atendidas.

Si los embrujamientos son posibles, si caben los hechizos, si es verdad que la providencia juega con nosotros, conjurando nuestros días, dictando los accidentes, para bien y para mal, allí estaba la prueba. Detrás del mostrador, estaba ella. Era ella, A. Panucci, vestida con una bata blanca. La visión fue tan turbadora, tan ficticia, tan inadmisible, que salí del establecimiento completamente despavorido, tembloroso, casi sin aliento. Desde la calle, a escondidas, tras la hilera de coches aparcados, inspeccioné el interior buscando cerciorarme. Era ella, con total certeza. Seguí ahí al menos media hora, vigilando, completamente desquiciado, como si ella pudiera intuir mi consternación, mi azoramiento, como si pudiera presagiar mi curiosidad. Encendiendo un cigarrillo tras otro, dubitativo, sin atreverme a entrar de nuevo en el local. ¿Qué iba a decirle? «Señorita… —¿O señora?—. Señorita, quisiera una caja de aspirinas». ¿Algo similar? Además, había tres dependientas, cabía la posibilidad de que no me atendiera ella. «¡La carta!», pensé. Se había quedado en la chaqueta. ¿Y si Natalia llegara a descubrirla? ¡Natalia!

Perdido en mis vacilaciones, no caí en la hora. Eran cerca de las nueve, y había quedado a las ocho y media con ella. ¿Qué hacer? Sin duda alguna aquel encuentro era una señal que llegaba directamente del cielo. Era el mismísimo Dios quien la enviaba. Más que una señal era un empujón lo que estaba dándome. ¿Por qué razón? Inevitablemente tenía que encontrarme con esa mujer. Los minutos pasaban doblemente veloces y lo peor de todo, A. Panucci era mucho más bella, mucho más adorable de lo que podía recordar, de lo que ya no recordaba. Como un verdadero memo, casi con la nariz pegada al cristal, como un niño en el escaparate de una bombonería o una tienda de juguetes, miraba su ir y venir, completamente ajeno a las sospechas que mi presencia podía levantar. De hecho, llevaba allí más de media hora, como un pánfilo. Una de las farmacéuticas, la mayor, me señaló comentando algo a su compañera. Por fortuna, no a la bella Panucci. Tenía que entrar de inmediato y comprar algo, un analgésico, un antipirético, tiritas, preservativos… Cualquier cosa menos seguir allí levantando suspicacias. ¿Y si pensaban que yo era un vulgar atracador de farmacias que de un momento a otro entraría cuchillo en mano a pedirles el dinero de la caja? Aún peor, un yonqui ávido de narcóticos, de cualquier sustancia sedante o alucinógena.

Me armé de valor, abrí la puerta y me dirigí al mostrador intentando disimular mi estado de nervios. La más vieja estaba claramente alerta. Imaginé su mano bajo el mostrador, pulsando el botón de emergencia. En unos minutos los gendarmes rodearían el local para detenerme, posiblemente me volarían la cabeza sin más contemplaciones. ¿Deliraba otra vez? Precisamente me atendió ella. En ese momento no había ningún otro cliente, e inevitablemente me convertí en el centro de atención. Eso me pareció. «Buenas noches —dije todo lo serenamente que pude—, necesito aspirinas, tengo fiebre, ¿sabe?, una gripe tremenda». Me sentí absolutamente ridículo. Mi adorada desconocida abrió un cajón, saco una cajita y marcó en la caja. «¿Algo más?», me preguntó sin mirarme a los ojos.

«Sí, a usted, la quiero a usted —pensé contestarle—. Te quiero a ti, absolutamente, lo dejaría todo por estrecharte un instante entre mis brazos, por besar tu boca una sola vez». Pero no dije nada de eso. Balbuceante, acerté a pedir un termómetro. Tenía uno en casa, pero no pensé lo que pedía. La joven, mirando de soslayo a sus compañeras, con cierta sorna, sacó uno de otro cajón, volvió a marcar y volvió a preguntar. «¿Alguna cosa más?». «No», respondí, absolutamente atolondrado. «Son ocho con veinte —me informó metiendo la compra en una bolsita—. Aquí tiene».

Al coger el asa, rocé su piel, muy sutilmente. Aquel insignificante encuentro con su mano tuvo para mí la suficiente intensidad. Supe, sin ningún género de dudas, que aquella mujer, muy pronto, se convertiría en mi mujer.

¿Cómo describirla?

Pensé que su alma y su cuerpo lo contenían todo. Podía estar equivocado, pero también estaba dispuesto a arriesgar, a demostrarme que así era. Los ojos me brincaban en las órbitas a fuerza de mirarla. No me cansaba de hacerlo. ¿Qué mal había en ello? Antes de ella, hasta el encuentro con sus ojos, con otras mujeres, sólo había simulado estar enamorado. Como si no tuviera más remedio, me empeñaba en imitar ciertas palabras, determinados gestos, los que todas esperaban, los veía en los demás cuando aseguraban estarlo. Fingía amar, sin demasiada malicia. Desconocía por completo la grandeza del amor, su seductora belleza. ¡Qué triste había sido mi primera adolescencia!, ¡qué vacía sin ese poderoso sentimiento! Ahora lo sabía. Saltando de cama en cama, de aventura en aventura, siempre inquieto, insatisfecho. No por los apasionados cuerpos, ni los ardientes deseos que solía colmar, con los que solía consolarme, sino por mí mismo, por mi vacío, mucho más insaciable que todos mis lujuriosos apetitos. Así fue hasta encontrar a Amantea. El Amor vino a mí, alegre y voluptuoso, inesperadamente. Retozando, saltando como un pez inimaginable, como una sirena resbaladiza y deseada. Tembló el cielo y de él cayeron todas las estrellas, lentas, como millones de pétalos brillantes.

Era alta, esbelta y morena, con esto no digo nada. Hay millones de mujeres altas, sinuosas, más o menos bronceadas. Todo en ella parecía moverse lánguida y elegantemente, sus delicadas manos, sus piernas deleitosas, sus refinados pies, su caminar como de niña que se va escondiendo. Sus pechos escasos, lindos, firmes y gozosos, exquisitos, como pastelillos tiernos, coronados por carnales cerezas. Su pelo brillaba como un sol oscuro, meciéndose también con lenta cadencia, enmarcando su pálido rostro de náyade celeste. Caía sobre sus hombros delicadamente, acariciándolos. El primoroso contorno de su cara, tímidamente, buscaba esconderse tras el negro cortinaje.

Cuando recogía su cabello, envuelta en una especie de neblina, nacía la luz, toda la luz de la perfección. Entre los mechones sueltos, deslumbraba el fulgor de sus mejillas, el sereno resplandor de su mirada, el inmarcesible brillo de sus ojos oscuros, las cimbras perfectas de sus cejas, el preciso aleteo de sus pestañas, el incomparable espectáculo de sus pómulos, esculpidos en la carne por alguna deidad. Y sus labios, mórbidos márgenes de la inaccesible dulzura de su boca, de su paladar sedoso, de su aliento de niña cautivada. De sus dientes, como un oropel de adornos inmaculados, en una sonrisa serena e inmaculadamente nívea. Bajo la almibarada boca, el mentón exacto, cuadrangular, rectilíneo, como esbozado por Giotto, y la barbilla suavemente arqueada, apetecible a los besos. Sus orejas diminutas, perfectas. La frente limpia, precisa. Su cuello eterno, distinguido. Todo en ella era un perfecto deleite para la vista y el espíritu.

Más tarde descubriría que toda ella emanaba una fuerza insondable. Que en la tibieza y el ronroneo de su piel, uno llegaba a perder el sentido, literalmente. Que al aproximarse a ella, al sentir el ardor desmesurado de su abrazo, de sus lujuriosas caricias, al caer entre sus calladas y lúbricas caderas, toda voluntad quedaba anulada. Todo el amor quedaba en nada comparado con el suyo. El alma, entre gemidos, se te salía del pecho y sólo cabía una posibilidad: amarla. Amarla una y mil veces, un millón de vidas. Por toda una eternidad de gestos de amor, de ternuras, lujurias y deseos, sólo para ella. Sin otra posibilidad… Así era Amantea. Así la veía yo y, sin duda, me parece exigua cualquier descripción que pueda hacer de su belleza.

Por supuesto llegué tarde a mi cita con Natalia. Antes de entrar en el restaurante, embadurné mis manos de grasa en los bajos de un coche, las pasé por las ruedas de otro, y le conté que había pinchado. Fui a lavarme de inmediato, mientras ella pedía otra botella y la carta. Mi actuación fue convincente y, aunque contrariada, quedó completamente satisfecha. Se le pasó pronto el enfado. Me costó tragar la cena, tenía el estómago ocluido por la inquietud adolescente. Llegué en un estado de excitación tal, tan acelerado, que conseguí hacer reír a Natalia con mis torpezas, con mis chácharas, con mi infantil desasosiego. Luego, ya en casa, todo el deseo contenido se satisfizo en su voluptuoso cuerpo, se colmó en su libidinosa forma de amar. Después de un par de horas de ajetreo, en la oscuridad, intenté dormir. Mientras Natalia respiraba complacida y risueña sobre mi pecho, supe que todo había terminado entre ella y yo.

Pasé un par de días en la cama, recuperándome del catarrazo, trazando mi estrategia. Si quería intentar la conquista, debía estar en forma, completamente lúcido. El primer paso en la batalla era enviar la carta. Seguía allí donde la dejé. A punto estuve de abrirla y releerla, y menos mal que no lo hice, pues seguramente no la habría mandado. Me habría parecido cursi y ridícula, presuntuosa e impresentable. Tampoco era posible redactar algo así de nuevo. Escribí en el sobre la dirección: «A. Panucci (Pharmacie de la Paix), 7, Rue Massenet, 06046-Nice».

Bajé a la calle, volé a la oficina de correos y certifiqué la carta. El empleado me aseguró que a la mañana siguiente, a primera hora, llegaría a su destinatario. Regresé a casa impaciente, volado como un chaval de trece años tras dejar en el pupitre de su amada una cándida nota enamorada. Tomé algo para dormir. En la televisión pasaban una vieja película, Breve encuentro, de David Lean, y dejé que el somnífero y la trama en blanco y negro incitaran al sueño. Me pareció un argumento muy apropiado para la ocasión, aunque no llegué al final. Dormí más de catorce horas seguidas, profundamente. Natalia se había levantado muy temprano. Un imprevisto la retendría en París, cuestiones de trabajo, y no regresaría hasta el fin de semana. Me tranquilizó encontrar su mensaje en el contestador.

Si la misteriosa A. se atreviera a llamar, podría coger el teléfono tranquilo, hablar con ella sosegadamente. Empecé a sentirme vil, algo mezquino. En cierto modo me arrepentía de mi estúpido comportamiento, pero por otro lado no podía detener mis astutos planes, mis perfectas maquinaciones. ¿Quién podía interferir en aquellos misteriosos designios?

Pasé el día esperando que sonara el teléfono. Por la tarde, en vista de que no se aventuraba a llamar, decidí ir de nuevo a merodear por la farmacia. Compraría un par de cosas, un enjuague bucal, una barra de cacao, un sonajero, ¡yo qué sé!, cualquier cosa con tal de verla de nuevo, de adivinar en su rostro la emoción contenida, la agitación que imaginaba habrían causado mis palabras. Allí estaba, tras el mostrador, inmaculadamente blanca, morena y blanca, como una diosa cubierta por un kimono absurdo. Todo parecía en calma. Algunos clientes, pocos. Ni un atisbo de inquietud en su despejada mirada, en sus parsimoniosos gestos. Respiré hondo y me armé de valor.

Entré en el establecimiento, tomé de un expositor una crema hidratante, la más cara que tenían, y me dirigí a ella para pagar. Yo iba, como de costumbre, vestido completamente de negro. Pensé que allí, uno frente a otro, creábamos un bellísimo contraste. Hacíamos muy buena pareja. «Son cincuenta francos», me dijo, mirándome a los ojos, sin esquivar mi inquisidora mirada, sin apartarla un instante. Quedé embobado durante unos largos segundos, tal vez un minuto. Ella tampoco parpadeó en ese lapso de tiempo, escrutándome también, imaginé, indagando en mis ojos: «¿Eres tú Víctor Próspero?».

Le pasé la tarjeta de crédito ceremoniosamente, como diciéndole: «Mira el nombre, ahí tienes la respuesta, sí, soy yo quien ya te ama». La sostuvo un instante entre los dedos, acariciándola, acariciando esa posibilidad. «Necesito algún documento de identidad, es por seguridad, ya sabe», se disculpó. Ése era el momento, había llegado. Saqué del bolsillo de mi pantalón el pasaporte, lo abrí y lo puse delante de sus bellísimas narices. Sin apartar mi mirada de la suya, vi cómo leía, cómo comparaba el nombre del documento con el de la tarjeta, cómo tragaba saliva, cómo intentaba disimular el sobresalto. Me lo devolvió sin mirarme. Fue al otro extremo del mostrador y pasó la banda magnética por el lector. Al poco regresó con la facturita que yo debía firmar. Lo hice, escribiendo en el espacio reservado mi nombre, claramente. Miré su rostro, rae pareció aún más bella, terriblemente bella y vulnerable. Entregándole el recibo, decidí romper el embarazoso silencio.

«Imagino que le habrá llegado mi carta», le dije. «Así es», me respondió.

«Créame, no he querido ofenderla, todo lo contrario, es muy difícil de explicar». «No me ha ofendido, en absoluto —habló dulcemente—, sólo estoy confusa, muy confusa. Si lo desea, podemos tomar ese café, charlar un poco», añadió casi suplicante. «Es lo que más deseo, lo único que deseo, ¿le parece bien esta noche?», mis labios temblaron al decirlo. «Termino a las nueve, aquí al lado hay un café, Le Moulin de la Galette, si le parece bien…». Me parecía perfecto, todo me parecía perfecto. «Allí estaré esperando, impaciente», añadí. «Muy bien», dijo, dio media vuelta y desapareció por la trastienda. Quería haberle preguntado cómo se llamaba, qué nombre se escondía tras la «A» y el punto, pero no tuve tiempo. Pronto lo averiguaría.

Llegó puntual, algo ruborizada, buscándome con sus enormes ojos negros. Un sencillo vestido de gasa cubría su perfección, haciéndola aún más deseable. Le hice una seña desde la mesa en la que esperaba. Me miró largamente, sonrió azorada, agachando la cabeza en un gesto delicioso, y vino hacia mí. ¡En aquel instante comenzó mi verdadera felicidad! Se llamaba Amantea, «Amantea, qué precioso nombre —pensé—, qué apropiado para el Amor». Como si ya nos conociéramos, como si realmente supiéramos el uno del otro, las horas transcurrieron entre palabras, risas y confidencias, sorprendidos del azaroso destino que nos había reunido allí esa noche; ella burlándose cariñosamente de mi testarudez, de mi exagerada concepción de la belleza. En absoluto se consideraba una mujer atractiva, es más, íntimamente se creía poco agraciada. Cerramos el local, los camareros ya habían terminado de limpiar cuando amablemente nos invitaron a salir.

Dimos un largo paseo por el bulevar y nos sentamos luego frente al mar. La noche estaba magnífica. Después de permanecer un rato silenciosa, se atrevió a preguntarme si realmente podría llegar a amarla. Si eso era posible. «Ya te amo», le respondí con absoluta sinceridad. Realmente ya la amaba. Ella me confesó que había comenzado a quererme nada más leer mi carta. «Es ridículo, lo sé —añadió—, algo completamente desorbitado, fuera de lugar, pero así es». No podía menos que imaginarse amándome. Era muy recatada, reservada. No le costaba encontrar las palabras, pero no hablaba por hablar.

La acompañé a su casa, un pequeño ático en el centro, en la Rue de Rivolí, esquina a Victor Hugo, cerca de la farmacia. No subí aquella noche. Ella no me invitó a hacerlo, ni yo me habría atrevido a insinuarlo. Nos dimos la mano y nos besamos apocada y tiernamente en los labios. Cuando el portal se cerró tras ella, levanté la cabeza al cielo y le agradecí todo aquello. Estaba rotundamente enamorado y me sentía extrañamente feliz, realmente feliz, por primera vez en toda mi vida. Encontraría la manera de explicárselo a Natalia, ella lo entendería. Eso esperaba.

Me encontré con Amantea cada noche durante toda esa semana. No quise mentir ni ocultar. Le hablé de Natalia, le expuse la situación. Hablaría con ella al día siguiente. Sería muy sincero. Ese viernes, al despedirnos, terminamos abrazados, besándonos alocadamente, derretidos los dos en uno solo. Ella se apretó contra mi cuerpo con todas sus fuerzas y, con el alma contrita, me confesó que tenía miedo, un miedo terrible, y que sin lugar a dudas me amaba y me amaría siempre. «Siempre», repitió atormentada, cariacontecida, con una voz distinta a la habitual. Extrañamente amarga.

Natalia me lo puso muy fácil. Le anticipé por teléfono que debía hablar con ella en cuanto regresara. Que había sucedido algo prodigioso, que en un segundo todo había cambiado. Nada más llegar a casa, como si ya intuyera todo lo que iba a decirle, me animó a hablar. Cariñosamente me obligó a sentarme a su lado y desahogarme, eso dijo: «Desahógate, mi amor». Escuchó serenamente todo lo que le conté. Y le conté todo, con todo lujo de detalles. Comprendió que nuestro peregrino «amor» iba a morir, que ya había muerto. Nos abrazamos, y ella lloró en silencio. Sus lágrimas me angustiaron, pero no era ésa su intención. Al contrario, Natalia deseaba lo mejor para mi, sólo lo mejor. Su amor era así de generoso, algo maternal, no lo sé, yo desconocía ese género de cariño.

Enseguida se disculpó, encendió un cigarrillo, cosa rara en ella, y habló más relajada. Alabó mi sinceridad, que no la hubiera engañado, que no hubiera mantenido ese sucio doble juego, tan de moda, tan decepcionante. «Yo no estaré sola, amaré a alguien y alguien me amará, no temas —me dijo—. No será tan hermoso como lo que tú has encontrado, pero bastará. Y guardaré de ti tantos, tantos buenos recuerdos. Estés donde estés, puedes estar seguro —continuó—, siempre los llevaré conmigo. De ninguna manera quiero perderte, me conformaré con verte de vez en cuando, con veros de vez en cuando, ¡tengo que conocerla!, tengo que conocer a la incomparable Amantea»… Su voz tembló ligeramente al decir esto mientras encendía un segundo cigarrillo.

Verdaderamente, Natalia era una mujer excepcional. No sólo aceptó gentilmente nuestra irrevocable separación, dándome una lección de civismo, sino que se apartó sin hacer ruido de mi vida, sin aspavientos ni dramatismos, y siguió ayudándome, alentándome, cuidándome amorosamente. A mí y a Amantea. Cuando la conoció, me dijo al oído: «Es sencillamente maravillosa, realmente extraordinaria, no sientas el más mínimo remordimiento y cuídala, ¡por Dios!, no la pierdas».

A finales de agosto dejé el apartamento de Natalia y me trasladé al de Amantea. Dos meses después, a finales de octubre, nos casábamos en una de la iglesias más hermosas de la ciudad, en San Jacobo Mayor, un templo barroco del siglo XVII. Fue una boda completamente austera, sin invitados, sin una gran ceremonia. El párroco aceptó casarnos una tarde cualquiera, sin grandes alharacas, durante la misa. Fue algo íntimo y sagrado. Muy hermoso. Sólo estuvieron con nosotros los imprescindibles testigos, Natalia y Marc, su nuevo amor. Un comandante de los 747 de Air France, viudo y sin hijos, que acababa de jubilarse. Tendría unos cincuenta y cinco años, rico, culto, elegante y atractivo. «¿Hay quien dé más?», se preguntaba Natalia. Realmente parecía feliz a su lado. Un año después, Marc la retiró (como se dice), y se fueron a vivir juntos a la isla de La Reunión.

Antes de eso, nosotros decidimos ir a vivir a Italia.

Natalia nos animó a hacerlo, con entusiasmo. La idea era montar un pequeño restaurante, recoleto y selecto, con pocas mesas. Tanto Amantea como yo éramos buenos cocineros. Amantea echaba de menos su tierra, y yo, con tal de no regresar a España, hubiera ido al fin del mundo. Italia era una buena opción. Me apetecía cambiar de aires, dejar los fatigosos vuelos, el ya aburrido y pesado empleo de sirviente volador. Amantea estaba harta de trabajar en la farmacia.

A ninguno nos costaban un franco los billetes. Antes de despedirnos definitivamente de nuestras ocupaciones en Niza, aprovechando unas vacaciones, viajamos los cuatro juntos a Roma. Allí, en el Trastévere, encontramos exactamente lo que buscábamos. Era excesivamente caro para nuestra economía, pero Natalia se ocupó de todo. Pagó por adelantado la fianza y un año de alquiler. Sin dudarlo.

Era un local precioso, con vivienda encima, comunicada por una escalera de caracol. Estaba en un pequeño callejón por el que a duras penas cabía un automóvil, el Vicolo della Volpe. Al fondo de la callejuela, a sólo unos metros, se elevaba clavándose en el cielo el campanario de la iglesia de Santa María del Alma.

Nuestro edificio, angosto y muy antiguo, tenía tres plantas y un enorme altillo. Todo recién restaurado, a estrenar. En cada una de ellas, completamente diáfanas, había una habitación. Abajo estaba el local, de unos cuarenta metros cuadrados, aparte de los baños, una amplia cocina, totalmente equipada, y un patio interior, espectacular. Allí, en el verano, podríamos servir cuatro o cinco mesas más. En el primer piso, un salón precioso con dos auténticas columnas romanas a la vista, que aún sostenían la estructura de la casa; en el segundo, nuestro dormitorio y un enorme baño con un balcón; en la buhardilla, donde instalamos el estudio, también había un aseo y una generosa terraza donde tomar el sol o cenar sin estrecheces. En todas las habitaciones había una pequeña chimenea. Era una casa bellísima, rotundamente hermosa. Seríamos muy felices en ella, pronosticó Natalia. Y no se equivocaba. Allí montamos La Zanzara[4].

Amantea tenía bastante dinero ahorrado, yo no tanto, pero suficiente. Con ese dinero, más lo que Natalia y Marc nos regalaron y un crédito que conseguimos sin problemas, en poco más de un mes todo estaba listo para la inauguración. Yo no encontré ningún problema con la residencia, estaba casado con una italiana y eso me otorgaba sus mismos derechos. Las cosas salieron rodadas, realmente casi todo estaba hecho. Nos ocupamos en la divertida misión de decorar el restaurante y nuestra casa; de elegir las vajillas, las copas, los cubiertos, las mantelerías, los utensilios de cocina, la mejor iluminación; también de diseñar y encargar las cartas, de planear los menús que serviríamos.

Un amigo dibujó el logotipo del restaurante y encargamos el cartel que, bien iluminado, colgaría de la calle, sobre el portón. Nos decidimos por ofrecer pasta y pizzas, cómo no, y sobre todo comida vegetariana; también, de vez en cuando, incluiríamos en la carta algo de pescado. Esencialmente verduras y ensaladas deliciosas llenaban los platos, todo tipo de pastas frescas y postres delicadísimos, que Amantea elaboraba con verdadero amor. Tal vez eso, los postres, nos fueron dando fama, una fama por otra parte merecida, en nuestro restaurante se comía de primera. Sin bullicio, sin largas esperas.

Sólo teníamos diez mesas, y las atendían cómodamente Amantea y una chica, Giuliana, a la que contratamos como camarera. Ella también estaba encantada con nosotros. No tardamos en aparecer en las mejores guías gastronómicas, en las revistas de moda. Todo eran elogios hacia nuestro negocio. En un año, las reservas se hacían con un mes de antelación. Yo empecé a exponer mi obra y la de otros artistas en el local, ésa era la base de su decoración. De sus paredes, cada dos semanas, colgaban nuevos cuadros. Sólo abríamos por la noche, el trabajo no podía ser más grato. No teníamos que madrugar, todo lo hacíamos con un cadencioso y placentero ritmo, desde ir al mercado hasta atender a nuestros proveedores. El Trastévere bullía por aquel entonces. Lo más selecto de la vida nocturna romana se movía por nuestro barrio. Allí vivían sobre todo extranjeros, diplomáticos, artistas, periodistas, pudientes bohemios, todos aquellos que podían permitirse el lujo de pagar las astronómicas cifras de los alquileres. Muchos creadores, pintores, actores, directores de cine y teatro empezaron a frecuentar nuestro pequeño restaurante. El boca a boca era ya imparable, cada vez teníamos más y mejores clientes. Nuestro precios, sin ser demasiado altos, nos permitieron en poco tiempo liberarnos de todas las deudas. Es más, ganar mucho dinero. La vida sonreía satisfecha a nuestro alrededor, nada nos faltaba. O casi nada.

Decidimos tener hijos cuanto antes. «Primero uno y luego otro», bromeaba Amantea.

Llenos de amor, absolutamente, rodeados de serenidad y belleza, de buenos y pocos amigos, de muchos y buenos clientes, con dinero de sobra, ¿qué más podíamos pedir? El cielo estaba satisfecho de nosotros y, por alguna misteriosa razón, no dejaba de recompensarnos. Incluso en exceso. Cuando todo va tan rigurosamente bien, es imposible no ser temeroso de Dios…

Natalia y Marc vinieron a visitarnos u n par de veces. En cualquier caso, seguían escribiéndonos desde su paraíso, en St. Denis. A ellos tampoco les iba nada mal. Por si fuera poco, mis cuadros se vendían cada vez mejor. De hecho, no daba abasto. No llegaba a pintar para atender la demanda. Cada vez que exponía, daba salida a todas las obras, excepto aquéllas que Amantea deseaba para ella.

Con el paso del tiempo, nuestra única preocupación seguía siendo tener un hijo. Lo deseábamos esperanzadamente, pero ya con cierta aprensión por la falta de resultados. Amantea y yo nos amábamos más y más cada día, y así no dejábamos de aparearnos como verdaderos posesos. El sexo entre nosotros era portentoso, cada vez más y mejor. Lo hacíamos sin tomar ninguna precaución, completamente despreocupados. Llegamos a la conclusión de que algo extraño sucedía. Fuimos a un buen especialista en fecundación, nos hicieron toda clase de pruebas y análisis. Los dos éramos fértiles, no había de qué preocuparse.

Llegaría el momento, era sólo cuestión de intentarlo y esperar…