Navalperal, 16 de julio de 1969
La gente asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete creaba el buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra…
RAY BRADBURY
Entré corriendo en la caseta de las letrinas y vomité. La radio carraspeaba una canción en el altavoz de la tasca sonaba Dream a little dream of me[6]. Sentí cómo un fluido caliente, líquido y espeso chorreaba bajando por mis piernas, empapándome hasta las bambas. Permanecí mucho tiempo allí dentro, apoyado contra la pared, con un pie sobre cada peana, respirando el hedor a heces y orín que manaba del sucio agujero. Bañado en mis propias excreciones, soportando las arcadas. Mudo, ensordecido, mirándome incrédulo en el espejito que colgaba torcido de la pared, con el rostro contraído en una mueca de dolor y espanto, un gesto inhumano que me impedía reconocerme en aquel desencajado y sudoroso niño pálido.
Sucedió una calurosa tarde de verano. Todos andaban ese día muy excitados. Los noticiarios hablaban sin parar de los astronautas del Apolo 11. Desde América, un gigantesco cohete había despegado aquella tarde rumbo a la Luna. En él viajaban tres hombres. Tardarían cinco días. Nadie había llegado antes tan lejos, decía la radio. Gozábamos ya de libertad provisional, estábamos de vacaciones. Y aunque nos obligaban a hacer los estúpidos deberes, el tiempo transcurría lánguido, lento y gozoso, como un bostezo.
Los días eran eternos, había tiempo para todo, incluso para el tedio. Pero yo jamás me aburría. La vía del tren pasaba a escasos cinco metros de la puerta de mi casa, de mi ventana, del estrecho jardín repleto de flores que rodeaba mi hogar. Vivíamos en el andén de la estación de Navalperal, en una casa de dos plantas, humilde, alba y pequeña, rodeada por una valla de tubo metálico y columnas de ladrillo, pintada también de blanco y de negro. A cada lado de la puerta, sobre los poyetes, un dado blanco de granito se apoyaba inverosímilmente en su vértice. Veintiún puntos negros labrados en la piedra marcaban sus lados del uno al seis. «Los dados de la suerte», los llamaba mi padre.
Mis dos hermanos, los gemelos, tenían entonces siete años, yo había cumplido diez. Casi todos los recuerdos de entonces son en blanco y negro, todo menos la bandera, la gorra de mi padre y aquellos restos. Me levantaba impaciente por andar junto a él por los andenes, entre las vías. Me dejaba una de sus dos gorras de factor, un banderín rojo enrollado si era de día, o un farol de tres fuegos (que se encendía blanco, rojo o verde) si ya había oscurecido. También un silbato dorado de dos voces que ya no silbaba. Me sentía alguien importante con aquellos utensilios, tocado con aquel imponente sombrero rojo y negro. Tenía la visera de charol y un precioso entorchado de hojas de roble, bordadas en hilo de oro. Me tapaba hasta los oídos. De esa guisa, junto a él, daba paso o salida a los trenes, con gesto grave.
Padre era el jefe de estación. También se ocupaba de la oficina del telégrafo y junto a madre, de tanto en tanto, incluso atendía en la cantina a los pocos viajeros que en aquel entonces pasaban por allí. A sus órdenes estaba Carlos, el guardagujas, un buen hombre. También Pedro, mozo de estación y guardabarreras; un viejo encorvado, amarillento, quebrado por los Celtas cortos y la tos, que solía andar escaqueado, esputando de acá para allá o dormitando en la caseta del paso a nivel frente a la iglesia.
No había mucho que hacer, pero yo andaba siempre echando una mano en todo lo que podía y me dejaban. Me gustaba trabajar, sentirme útil, responsable y adulto. Recogía papeles y colillas en los andenes, y alguna me la fumaba a escondidas. Limpiaba la sala de espera y las otras dependencias con mi madre o acompañaba a los operarios cuando tenían que accionar las barras de las agujas más lejanas, cuando revisaban las señales y las balizas o tenían que enganchar o desenganchar algún vagón en las vías muertas. También ayudaba a las cuadrillas de peones que, muy de vez en cuando, pasaban tendiendo el balasto, alineando los raíles o cambiando alguna traviesa. Todas estas tareas las efectuaba continuamente perseguido por dos rémoras, mis hermanos. Tomas y Serafín revoloteaban siempre a mi alrededor, cómicos y despreocupados.
Como los ferroviarios, estábamos habituados al ir y venir de los trenes, a cruzar las vías, a pasar bajo los vagones, a subir y bajar de ellos cuando marchaban lentos haciendo maniobras, a jugar saltando de traviesa en traviesa o haciendo equilibrios sobre los carriles, a poner perras gordas o chapas en ellos para que los trenes las aplastaran. La mayor parte no se detenía en los apeaderos de Navalperal, pasaban de largo veloces y directos a Madrid, Ávila o Segovia, o hacia algún lugar fuera de los estrechos mapas que yo conocía por la enciclopedia. Tal vez viajaban hasta llegar al fin del mundo.
¿Era feliz entonces?, ¿se puede eso decir o recordar?
Un fuerte aroma, mezcla precisa de pino, resina, tomillo y brea, lo llenaba todo embelesándome, deleitándome sin darme cuenta apenas. También olía al hierro oxidado de los tirafondos y los carriles, a la electricidad que chispeaba en las catenarias, a la mierda de las vacas, a limo, a tizones y a café. En el aire, junto a las moscas y las abejas, zumbaban los miles de voltios que, desde la subestación acristalada, recorrían los hilos del tendido eléctrico. Los cables chisporroteaban con la nieve, la escarcha o la lluvia en el invierno. Su monótono zumbido se mezclaba en verano con el desesperado chirriar de las cigarras, con el crujido de la grava o las agujas de pino al caminar, con el griterío de los críos, con las canciones y las voces de todas las radios encendidas. El olor y el sonido de los trenes me animaba de día y me arrullaba de noche. También me embriagaba la fragancia de la loción de afeitar de padre, el aroma de los buenos guisos de madre, la colonia fresca en el cabello de Irene.
Aparte de nosotros, en la estación sólo vivían otros tres niños. Emilio, el «sobrino» del cura, y los hijos de Carlos, el guardagujas, Carlitos y su hermana Isabel. Mi mejor amigo y mi novia. La que yo sentía mi novia, aunque no me hiciera mucho caso. Sólo una vez llegué a rozar con mis labios los suyos, tímidamente, pero permanecí enamorado de ella casi toda una vida.
Costó muy caro ese beso.
Carlitos tenía ocho años y ella once. Era un año mayor que yo y mucho más alta. Andaba siempre montada en una enorme bicicleta amarilla que nunca me prestaba. Qué envidia verla correr entre los raíles haciendo sonar el timbre, como manejando una máquina de tren lenta y escuálida. Tenía el pelo corto, moreno, y un rostro bellísimo, mucho más hermoso que el de la más hermosa de todas las vírgenes. Salvo en el colegio, raramente nos juntábamos con los otros chicos y chicas del pueblo. Durante las vacaciones preferíamos nuestro paraíso, nuestros juegos en la estación, a jugar con ellos en las eras o en la plaza.
Nada era mejor que estar cerca de mi padre, en los andenes, entre mis trenes. Conocía cada uno de los que pasaban por allí. Podía reconocer cada locomotora por el furioso ronquido de sus motores, por el rugido de los compresores, por el siseo eléctrico de sus ventiladores, por el tchsu tchsu de las válvulas, incluso por la intensidad con que, de lejos, aullaban sus bocinas. A mucha distancia, sabía si la que se acercaba era diesel, eléctrica o a vapor. Todavía entonces alguna paraba a repostar allí. Un par de veces al mes, una Mikado llenaba de agua y carbón su ténder, justo frente a mi casa. Escuchando con la oreja sobre los raíles era capaz de adivinar si venía un electrotrén corto, un kilométrico mercancías o una tractor de maniobras tirando de una vagoneta de reparaciones. Me sentaba en la tapia o en el risco a verlos pasar. Con los ojos cerrados, escuchando el ensordecedor traqueteo, jugaba a adivinar con cuántos boguies circulaba el convoy, cuántos vagones lo formaban. Pasaba horas y horas mirando los trenes. Reconocía cada máquina, cada vagón, los contaba en voz alta, gritando al aire de qué tipo era: «¡una “cocodrilo”!», «¡una “bañera”!», «¡un coche cama!», «¡una “japonesa”!», «¡el vagón restaurante!», «¡un furgón de automóviles!», «¡una tolva de grava!», «¡una cisterna!», «¡una batea de carga!», «¡una plataforma!»…
Cada día, excepto los domingos, poco antes de las ocho de la mañana, me despertaba el silbato de mi padre. Con un pitido prolongado daba la salida al «pingüino», el primer cercanías que paraba en la estación. Mientras aún desayunaba, casi a toda máquina, entraba el Virgen… de no sé qué, un elegante Talgo rojo y plata, con grandes ventanas circulares. A las 14 horas, que eran las dos, y aún más rápido, el Ter, difuminándose en bellísimos azules. Luego, lento, un mercancías con más de cien vagones remolcado por dos locomotoras en tándem. Sobre las seis, uno de viajeros tirado por una «bañera», la 7403. Ya entrada la noche, dejábamos la cena en la mesa o cualquier otra cosa que estuviéramos haciendo, para recibir al «correo» nocturno, que normalmente paraba un buen rato. Solía ir arrastrado por una majestuosa «cocodrilo», mi máquina favorita.
Como todas las de Renfe y como casi todos los reptiles, era verde, pero en vez de uno, tenía dos enormes «hocicos[7]» y, en vez de dientes, muchos pares de ruedas.
Desfilaban muchos trenes por allí, pero fue precisamente una 7400 la que nos rompió la infancia y la vida aquella tarde. Era eléctrica, con dos pantógrafos, muy alta, soberbia, con los testeros redondeados, como las bañeras. Un mastodonte color aceituna con una raya amarilla circundándolo. En cada frontal, bajo un ciclópeo foco, tenía tres grandes ventanas. Yo había montado en alguna de ellas. Varias veces había ido hasta Las Navas en la cabina. El ruido allí era casi insoportable, la máquina rugía como un monstruo descomunal devorando las vías. Pero no me asustaba, disfrutaba intensamente, sobre todo cuando me dejaban accionar el regulador de tracción, la palanca del freno o tocar el pito. Mi padre conocía a casi todos los maquinistas que cubrían la línea Madrid-Ávila-Segovia, lo consideraban un buen camarada.
A los mandos de aquella locomotora iban dos de sus amigos.
Como casi todas las tardes, penosamente, caminamos de traviesa en traviesa hasta la boca del túnel. Merecía la pena el esfuerzo, nos esperaba nuestra mayor diversión, nuestro mayor secreto. Teníamos absolutamente prohibido ir allí. De hecho, dábamos un buen rodeo para despistar. Mientras todos creían que habíamos ido a bañarnos al pilón, al otro lado del pueblo, lejos de la estación, nosotros callejeábamos hasta la carretera y por ella llegábamos al puente. Luego bajábamos a las vías y las seguíamos en dirección a Las Navas, durante tres o cuatro kilómetros, hasta llegar al subterráneo que traspasaba el cerro de la Urraca. Allí, en un negro y amenazante bostezo, se abría la boca del túnel.
Los raíles se perdían en su interior, entre las paredes de la montaña, que se estrechaban en un altísimo embudo de piedra. Dentro del túnel sólo había sitio para los trenes. Nuestro objetivo era subir hasta el anillo de la galería.
Trepábamos por los cantos hasta arriba del arco, donde las piedras sobresalían formando un poyete. Allí nos sentábamos. Unos metros más abajo, bajo los cables de alta tensión, pasaban las vías y por ellas los trenes. Aterrorizaba estar ahí.
Yo era el único que tenía reloj, un Festina bañado en oro que me habían regalado por mi comunión. Era una herramienta imprescindible y debía estar bien sincronizado, justo en hora con el del andén. Sabíamos de memoria los horarios, y, más o menos, los trenes solían ser puntuales.
Cuando se acercaba el momento, una excitación incomparable se iba apoderando de nosotros. Empezaban las risas nerviosas, los llantos intranquilos, las terribles dudas, los «yo me bajo de aquí» y los «¡gallina!». La impaciencia se mezclaba con el pánico, tan imparable como el tren que seguramente ya se acercaba. Éramos conscientes de que corríamos un gran peligro, al menos los mayores. Intentábamos disimular, pero era imposible, los pequeños olfateaban nuestro miedo y se desternillaban o gimoteaban abrazándose unos a otros, cada vez más alborotados, más chiflados. Pegábamos el culo bien atrás, lo más lejos posible del abismo, lo más cerca de la pared de la montaña. Cuando en la lejanía nos parecía oír el eco de un silbido, se hacía el silencio más absoluto para escuchar mejor. Cuando lo confirmábamos, cuando oíamos claramente el pitido del tren, todos temblábamos. No había marcha atrás. A esas alturas ya no se podía escapar, no daba tiempo. Unos minutos después, por la embocadura del túnel comenzaba a salir una corriente de aire cálido, de un olor inconfundible. La boca escupía el feroz aliento de la locomotora. Ya estaba dentro y se aproximaba a toda velocidad. Apenas daba tiempo a prevenir el instante justo en que saldría. De improviso, el silencio se convertía en rumor y éste se transformaba en trueno, en un trueno terrible. El rugido de los seis poderosos motores del tren reverberaba destrozando los tímpanos. Nos tapábamos los oídos y guiñábamos los ojos, luchando por que no se cerraran, por ser capaces de mirar la traza desenfocada del monstruo, justo debajo de nuestros pies colgando. La presión descomunal que empujaba el tren atravesando el pasadizo levantaba un auténtico ciclón en el que volaban piedrecillas, papeles, pajitas, hojas de árbol, agujas de pino y carbonilla. Si iba muy rápido y no era muy largo, el caos duraba apenas diez segundos. De pronto, ¡zas!, el último vagón. El convoy salía del túnel provocando un fuerte rebufo, una fuerza inmensa que intentaba absorbernos hacia el vacío. Era el peor momento.
Luego veíamos el tren alejarse tomando la suave curva que comenzaba a la salida del túnel. En unos minutos estaría en Navalperal. Bajábamos a toda prisa de allí, como llevados por el diablo. Avivados por la emoción, regresábamos al pueblo casi corriendo y comentando a voz en grito los pormenores de nuestra hazaña durante todo el camino. Antes de llegar, al pasar ante la cruz de la ermita, dábamos gracias a Dios por seguir vivos y jurábamos solemnemente que nadie se iría de la lengua.
Sucedió una calurosa tarde de verano; una tarde sofocante e idiota, en la que el paisaje de mi infancia quedó perplejo, petrificado para siempre. Por fin había convencido a Irene de que me dejara la bicicleta.
Como siempre a la hora de la siesta, nos reuníamos al final del andén. No pude desembarazarme de mis hermanos y como de costumbre tuve que llevarlos conmigo. Emilito estaba castigado y no pudo escapar. Isabel tampoco pudo deshacerse de su hermano pequeño. Los cinco emprendimos camino. Irene, aunque muy reticente, me prestó su bici. Después de un par de carreritas en solitario, le propuse llevarla hasta las cercanías del túnel. Aceptó. Se sentó sobre la barra, entre mis brazos. Su fragante pelo rozaba mi boca y mi nariz. De tanto en tanto, disimuladamente, mis labios acariciaban su nuca. La falda, ya corta, se remangaba cada vez más dejándome ver sus muslos, sus preciosas piernas, muy juntas, sensualmente plegadas para que yo pudiera pedalear. Con aquel calor, era extremadamente fatigoso ir así, pero no dejé escapar un solo lamento. La bici pesaba como un demonio. Costaba mucho avanzar por el tortuoso camino que transcurría paralelo a las vías. Carlitos, Tomás y Serafín nos seguían a unos metros con la lengua fuera. Una ocasión como aquélla no se presentaría dos veces a lo largo del verano. Podía estar a solas con ella, salvar todos los obstáculos que solían impedirlo. La euforia de la libertad me hizo pedalear cada vez con más fuerza. Aceleré cuanto pude para dejar atrás a los pequeños, la vida latía fuerte en mi corazón. Les grité que les esperábamos allí, justo antes del cortado de piedra, cerca del túnel.
El terreno se plegaba en un ligero desnivel, lo suficiente para tomar un nuevo impulso y recuperar aliento. Aprovechando la cuesta abajo, nos alejamos definitivamente de ellos. No se iban a perder.
No dejé de dar pedales un solo instante hasta llegar a la fuente de la alameda, en una pradera no muy lejos de la bóveda de entrada al subterráneo. Allí jugamos y nos refrescamos bajo el caño de agua siempre fresca. Luego, empapados y felices, caímos en la cuenta de que estábamos solos, aterradoramente solos. Todo el amor disimulado desde hacía tres años vino a vernos y a sentarse con nosotros bajo los árboles.
¡Quién iba a pensar en ese momento en todas las cosas terribles que podían suceder!
Cogidos de la mano, cada vez menos azorados pero sin casi atrevernos a mirar, fuimos confesando una a una todas las verdades que guardábamos, todas las inconfesables ternuras, toda nuestra infantil aflicción. Los corazones se fueron enmarañando, los ojos y los labios se fueron adormeciendo, acercando. Nos besamos una vez, larga y dulcemente. Después estuvimos arrullándonos en silencio, como pichones, y el mundo se confundió en la penumbra verde. Irreparablemente detenido.
Cuando quisimos darnos cuenta, había transcurrido más de una hora. Eran casi las cinco y media, sobre las seis pasaría el tren. Corrimos al túnel. Los niños no estaban allí. Los llamamos a voces varias veces sin obtener respuesta. Imaginamos que habían regresado al pueblo. Por primera vez sentí la tiranía del verdadero espanto, una terrible incertidumbre que me oprimía el alma dejándome repentinamente exhausto. Corrí cuanto pude, Dios lo sabe. Sólo quería llegar y encontrarlos jugando ajenos a cualquier peligro, a cualquier tragedia inimaginable. Pero el horror nos cogió desprevenidos.
Al llegar, los buscamos desesperadamente. No estaban por las calles del pueblo, ni en casa de Irene, tampoco en la mía, ni en la estación. Podían andar por cualquier sitio, tal vez no había motivo para tanta congoja. Pero un sentimiento de alarma constante me ahogaba, como anticipando los acontecimientos. Justo me dirigía a mi padre para confesarle mi preocupación, para decirle que mis hermanos se habían perdido, cuando la vi llegar…
Yo vi entrar la máquina, la vi avanzar lentamente hasta detenerse en el andén central, aún tiznada con los restos, con las migajas que quedaron de los niños. De uno de los topes colgaba aún una pieza de piel macilenta; había cabellos pegados por todas partes y pedacitos de carne descolorida, porciones de sesos, laminillas de algo que antes fueron vísceras.
Del enganche tendían trocitos de ropa conocida, ensangrentada.
Vi al maquinista y a su ayudante bajar resbalando por los pasamanos de la escalerilla, llorando desconsoladamente. Vi cómo se rasgaban la ropa y se arrancaban el pelo en su desesperación, vi cómo se arrodillaban ante mi padre, cómo se abrazaban a él. Vi a mi padre derrumbarse ante tanta realidad, ante tanto desconcierto, y a mi madre romperse en mil pedazos afilados como cristal. Vi cómo un manto oscuro y gélido cubría lentamente mi pequeño paraíso. Aspiré el áspero hedor de la muerte. Un sabor a leche putrefacta inundó mis entrañas y subió por la garganta abrasándola, obligándome a vomitar toda la infancia cortada, agria ya para siempre. Mis hermanos, Tomás y Serafín, y mi amigo Carlos, dejaron de existir aquella tarde… Nunca volví a saber de Irene.
Mientras todo esto sucedía en la Tierra, el cohete dio dos o tres vueltas sobre nuestras cabezas antes de emprender su trayectoria hacia la Luna. Cuatro días más tarde, un hombre, el primero, pisaba el satélite.
Luego pasó lo de mi madre. Poco después, padre me compró una bici y eligió ir perdiendo la memoria para no poder recordar nunca todo aquello.
Bajo todo ese olvido y todo ese dolor quedé yo sepultado. Ahora me parece nada comparado con el que tú has dejado.
Nada sé de ti. ¡Maldita seas!