DURANTE LA NOCHE

¿Qué habrá sido de padre?

Padre nunca fue feliz, al menos yo no lo recuerdo. No recuerdo su risa, tal vez algunas tímidas sonrisas. Hablaba poco, muy poco, por no decir nada; al menos no con nosotros. Pero todos le queríamos, todos le querían, todos excepto mi madre. Era un hombre silencioso, recto, honesto y trabajador, por encima de todo trabajador. Nada le satisfacía más que estar en su cabina, en sus andenes, como a un capitán satisface estar en el puente, sobre la cubierta de su barco.

Paseaba de acá para allá comprobando que todo estaba en orden, que todo funcionaba, que cada cosa ocupaba su sitio, cada tornillo, cada raíl, cada aguja, cada traviesa. Caminaba siempre con las manos a la espalda, un poco encorvado, a grandes pasos, observando detalladamente. Cuando yo o mis hermanos nos acercábamos a él, aun parco, siempre tenía un gesto de cariño para nosotros. Te alborotaba el pelo, te daba un apretón de hombros o una palmada en el culo, te acariciaba la frente y el rostro con su mano enorme y áspera. Sin embargo, aquellos escuetos arrumacos eran para mí valiosísimos. Junto a los trenes, ero lo mejor que tenía. Él siempre te miraba con entusiasmo, con franqueza, tanto en el castigo como en la recompensa.

¿Recordará aún algo de mí?, ¿recordará que tiene un hijo?, ¿se preguntará si sigo vivo? La última vez que lo vi estaba entubado, aspirando oxígeno a la fuerza, alimentándose de suero. Postrado en una silla de ruedas, babeando, con la mirada perdida mucho más allá de este mundo. Acababa de sufrir una embolia. El derrame cerebral le había paralizado casi todo el cuerpo. A causa de la tensión, de la hipertensión arterial, sentenciaban los médicos. Pero era mucho más que eso.

Guardaba intacta toda la pesadumbre de este mundo, mucha más de la que un hombre puede soportar. Mil tormentos antiguos y recientes le habían llevado a esa situación.

Después de la muerte de mis hermanos y de mi madre, encaneció y adelgazó deprisa. Se fue apagando. El alma se le fue ahogando en una profunda depresión, se le llenó de vacío. Yo, aunque intentaba obviarlo, seguía siendo sólo un niño. Lo miraba impotente y asustado, cada vez me costaba más reconocer a mi padre en aquellos ojos. También estaba perdiendo a mi Rey, a mi guerrero, a mi amado padre. Él, a veces, se daba cuenta de la situación e intentaba disimular, esforzándose, cruzaba unas palabras conmigo, me palmeaba la mano o fingía triste una sonrisa. Preguntaba sin esperar respuesta: «¿Qué tal en la escuela?, ¿y la maestra?, ¿sabes si ha ganado el Madrid?, ¿parece que este tren viene con retraso, no?», poco más.

Algunas tardes le tomaba de la mano y lo llevaba a pasear por las vías o por el camino de las eras, o por las calles del pueblo, para que todos nos vieran, juntos y tranquilos, como si no hubiera pasado nada. Me aterrorizaba la idea de que me enviaran a Ávila, al hospicio. Eso rumoreaban algunos. O a Galicia con una tía que ni siquiera recordaba.

Padre no pudo volver a trabajar. Le quedó una mísera asignación por invalidez. Por fortuna Renfe no nos echó de la casa de la estación, aunque había que pagar el alquiler. Cada día, se sentaba a esperar en el banco del andén, mirando el reloj cada treinta segundos, con gesto de rabia o desesperación, a veces con resignada nostalgia, sonándose constantemente la nariz y frotándose los ojos con un pañuelo raído. O con las manos cruzadas a la espalda, paseaba arriba y abajo el apeadero, durante horas. Quién sabe qué pasaba por su cabeza. Temí que cualquier día decidiera arrojarse al tren, cuando pasaban parecía pensarlo, los contemplaba demasiado cerca del borde, a una distancia suicida. El rebufo le hacía tambalearse. Otras veces, arriba del puente, quedaba durante horas mirando el horizonte. Miraba lejos, muy lejos, veía a través de las personas, de las paredes, de los trenes, de las montañas. Su mirada se elevaba por encima de los tejados y las nubes, a veces jugaba volando alto con los pájaros, a veces bajaba a ras del suelo y la dejaba entrar en el túnel. Su mirada vagaba desde allí por el infinito, tal vez buscando en otra dimensión a sus pequeños extraviados.

Se dejó vencer. De algún modo intentaba dejarse morir, pero sin ningún éxito. Sólo consiguió quedar medio muerto. Mis horas eran muy oscuras entonces, pero nadie lo notaba, o eso pretendía yo. Cada noche moría y cada mañana renacía. Así eran las cosas, no había alternativa.

Alguna vez pensé escapar. Subir a cualquier tren en alguna dirección, eso daba igual, o esconderme en la cubeta del camión del Pasmo, que cada semana llevaba arena al Barco de Ávila. Pero nunca me atreví. Ya entonces era un cobarde.

Tuve que aplicarme en todo y sobre todo en la escuela, dar sensación de cierta normalidad. Evitar el llanto, aunque siempre tuviera un nudo en la garganta, tragarme todas las lágrimas, llorar sólo cuando estaba solo, bajo las mantas. Y sonreír, reír como los otros, jugar al fútbol y a las chapas, jugar a cualquier cosa y con ánimo, aunque no tuviera la más mínima gana. Gritar como todos, correr y brincar, ir a las pedreas en las vías o pegarme en el corral, como todos, aunque no tuviera el más mínimo deseo de hacerlo, aunque me muriera de miedo en las riñas. También de inquietud, pensando dónde andaría padre, si no estaría ya estampado entre las traviesas. Si me preguntaban por él, fingía, incluso bromeaba sobre ello, sobre nuestra situación. Respondía que cada vez estaba mejor, que nos apañábamos, que no necesitábamos nada, que él me cuidaba mejor que bien.

Pero lo cierto es que era yo quien tenía que cuidarle. Cada vez más. Se alzaba cada mañana un poco más pálido que la anterior, y, si no le dabas de comer, olvidaba hacerlo. Así tuve que aprender a hacer la compra y la comida. Durante mucho tiempo nos alimentamos de huevos con patatas, de leche con Cola Cao y galletas, era lo único que sabía preparar. Fijándome en las madres de mis amigos o en María, la cocinera de la cantina, en cómo preparaban las lentejas, las patatas con carne o un cocido, en cómo se asaba un pollo, aprendí a cocinar. No era difícil hacerlo, en absoluto. Hasta llegué a encontrarlo divertido. En poco tiempo me salieron muy buenos los guisos. Limpiaba y ordenaba la casa, sobre todo cuando íbamos a tener visita, y también lavaba la ropa en la pila. Aprendí también a afeitar a padre y a afeitarme la pelusilla del bigote. Así fui creciendo y aprendiendo a vivir.

Eso era la vida.

Con trece años me puse a trabajar. Padre empeoraba y no podría fingir por mucho tiempo. Al menos así todos verían que podía ganarme la vida por mí mismo. Me emplearon en el bar de la plaza, primero para fregar vasos y platos, o barrer el salón y la barra, luego pasé a limpiar y hacer las camas en la pensión. En un par de meses ya estaba sirviendo chatos, cañas y raciones. Me convertí en un buen camarero. Ni el tiempo ni el dinero daban para más.

Me levantaba al alba para dejar hecha la comida y preparar el desayuno de padre. Junto a un perolo con el café y la leche, colocaba una servilleta, un platito y un tazón con una cucharilla, un cuchillo, la mantequilla y unas galletas al lado, cuatro o cinco. Cuando se levantaba, lo encontraba todo dispuesto, todavía caliente. Yo me tomaba un vaso de leche y me comía un bocadillo por el camino. Cerca de las nueve volaba hasta la escuela, para no llegar tarde, no debía llegar nunca tarde, jamás. La mañana la pasaba en el colegio. A las dos salía y corría de nuevo a casa. Ponía a padre el almuerzo y estaba con él un rato, hasta las cinco más o menos. A esa hora entraba a trabajar, cada vez hasta más tarde. Sobre las diez de la noche, cuando regresaba a casa, padre ya se había quedado dormido en el sillón, escuchando la Ser. Apagaba la radio, le arropaba y allí, casi siempre, pasábamos la noche. Me sentaba recostándome a su lado, cogía uno de sus brazos inertes y me lo echaba por encima, por dormir abrazado, por sentirme protegido, con menos miedo, aunque no había mucho tiempo para el terror: siempre caía rendido y me dormía enseguida.

Padre cada vez estaba peor y yo realmente ya no sabía qué hacer. Dejó de comer, a duras penas conseguía meterle dos cucharadas en la boca. Y lo peor, empezó a hacérselo todo encima. Limpiarle me resultaba insoportable. Aguantó tanto tiempo gracias a que era un hombre muy fuerte, pero la degradación era ya imparable, ya no se podía ocultar. De ningún modo. Apenas podía levantarse o caminar. Poco a poco dejó de hablar, reír o llorar, de percibir. Quedó completamente imposibilitado. Una noche creí que se asfixiaba y corrí a la casa del médico, desde allí, llamamos a una ambulancia. Se lo llevaron al hospital de Ávila. Aquella noche, lloré con ganas, con muchas ganas, y le conté todo al médico. Que llevaba mucho tiempo así, mucho más del que creía, que ya no podía más. A la mañana siguiente me confesé con el cura. Además de rezarle la penitencia que me impuso el párroco (tres padres nuestros y dos ave marías), le hablé largamente a Dios. Tal vez fui desmedido, algo pesado. No sé… Por si no resultaba, también le escribí una carta y la eché en el cepillo de las limosnas:

«Querido Dios, no te pido nada para mí. Sólo que cures a mi padre o que lo mates. Como hiciste con ellos. Así podré dejar de sufrir al verlo y vivir más tranquilo. Y, por favor, que no me lleven al hospicio ni me echen del trabajo. Muchas gracias».

Fui muy escueto, por no cansarle. Pero no me hizo del todo caso.

Seguí trabajando varios años en el bar, pero no hizo nada sobre padre, ni bueno ni malo. Pasó un par de meses ingresado. Durante ese tiempo, María, la mujer de Ramón, el cantinero, se ocupó de mí y de la casa. Eran nuestros vecinos y no tenían hijos, no podían tenerlos. Pero no me obligaron a vivir con ellos, como querían muchos. «Si el muchacho ha sido capaz de llegar hasta aquí —les decían— y si es capaz de trabajar, que lo es, merece toda nuestra confianza, puede vivir solo». La única condición que me impusieron, bajo la amenaza de que la guardia civil me llevaría si no al orfanato, fue no dejar la escuela y aplicarme a fondo en los estudios. Así lo hice, y estudié como nunca lo había hecho. Tiempo después, padre regresó a casa, algo mejor pero muy quebradizo, muy enclenque, bastante ido. Apenas podía valerse. Ramón y María siguieron ayudándonos, a cambio de nada, realmente eran dos buenas personas.

La última vez que vi a padre, me pareció que de algún modo era consciente de su estado, de lo que sucedía, lo expresaban sus ojos, esa terrible mirada puesta más allá de la vida, de mí, atravesándome, pero diciéndome todo en su extravío.

No había quedado así sólo por la trombosis. Ya antes, como ves, todo el dolor y una rarísima demencia le fueron consumiendo. Una profunda depresión le fue sitiando, haciendo de su pensamiento algo inabarcable. Desvariaba confundido por el tiempo o los recuerdos. Hasta que su memoria dejó de funcionar, incluidas las cosas más sencillas. Fue olvidando todo, absolutamente todo, incluso que para vivir hace falta respirar.

En mis sueños, el pitido del tren se confundió con el silbido entrecortado del respirador que mantenía con vida a padre, con el terrorífico sonido de sus aspiraciones, asfixiándose, luchando por el aire como el pez que cuelga del anzuelo.

Por la megafonía, una señorita de voz dulce y metálica anunció que en unos minutos llegaríamos a Roma…