(Aterrorizado, emponzoñado en el tiempo incontenible)
Todo carece de sentido. Pero, al parecer, hay que estar para mirar. Como quien observa un cadáver en descomposición hasta verlo desaparecer. He pasado la vida con la sensación de estar siempre a punto de perder algo. Perdiéndolo. Y al fin, lo único que se pierde es el tiempo en vivir para nada camino de la nada. ¿Cómo podemos aún los seres humanos creer en otra eternidad? Lo único certero y eterno que tenemos es la incertidumbre. La muerte.
A tu lado, nada medía mi tiempo, nuestro tiempo. Latía ajeno a lo que fue o tuviera que venir. ¡Ay de mí!, cómo ha cambiado todo.
Me pesan en los ojos los relojes, todos los relojes. Corren por mis venas sus manecillas, como negras agujas infectadas, buscando herir definitivamente mi corazón. Tropiezo una y otra vez con sus pervertidas marcas en relieve. La siniestra maquinaria del tiempo, latiendo, ¡tactictactictactictactic!, recordando nuestra condición de nada, la escasa vida, la cuenta atrás. El tiempo celebra en sus reuniones los fragmentos, lo que quedó, lo que lleva pasado, todo lo que pesa en las ojeras y en los ojos, en olas de segundos, en las escasas mareas de minutos de amor.
Muchas veces he sentido el deseo de morir, pero nunca tan fuerte como ahora. Estoy cansado de acariciar el tiempo mientras pasa sin borrar nada. Simplemente desfila ante mí, indiferentes los dos. Como un monstruo insaciable, pasa devorando sueños y corazones, días de ayer y de mañana, días rotos o intactos, dulces o amargos, con todas sus noches. Pasa girando en su siempre cansina y espaciada coreografía circular. Pasa baboso y veloz, como un caracol gigantesco. Pasa desconociéndonos, librándose de nosotros, apartándonos, llevándose la vida y con ella todas las falsas esperanzas que albergamos creyendo verdaderas, también todas nuestras frustraciones. Se aleja dejándonos el terrible peso de haberlas alentado y padecido, de estar obligados a alentarlas y padecerlas hasta fallecer, hasta la inaplazable cita con su aliada muerte. El tiempo se contrae, se diluye en imágenes borrosas o inventadas, se apaga en nuestra pobre, ineficaz y estúpida memoria.
Vuela con él lo poco que nos dejó. Todo lo que no nos arrancó o no nos impidió, día tras día; todo lo que quisimos y no pudimos tener.
¡Maldito ladrón muerto de hambre!
Los inconquistables juguetes que miramos en escaparates vetados, los juegos que no alcanzamos a inventar en el breve tiempo de los juegos, todo el que faltó en las tardes dedicadas a divertirnos y travesear; la condena cotidiana a la cruel escuela y los feroces maestros; todos los miedos que padre o madre no supieron espantar porque a ellos también les asustaban, toda la alegría que no supieron improvisar o desvelar porque a ellos tampoco les había sido revelada; las ferias, los parques de atracciones, los circos, los teatrillos o los zoológicos que nos prometieron y a los que nadie nos llevó; las películas que no vimos o no nos dejaron ver; los cómics que no nos compraron y no llegamos a robar, los libros que faltaron o no entendimos; la ropa que vestimos o la que jamás llegamos a vestir, aquellos pantalones o aquel reloj inalcanzables; el buen hogar que debiera cobijar a cualquier niño, el certero y buen amor que no se profesaron nuestros padres; los besuqueos, las caricias, los estrujones que todos dejaron de darnos apenas crecimos un poco; las bicicletas, las motos o los automóviles que vimos pasar y que soñamos conducir un día, aun sabiendo lo improbable que sería llegar a conseguir algo parecido; las niñas o los niños que nos fascinaron y nos dieron la espalda burlándose, los chicos o las chicas de las que nos burlamos y de las que nos enamoramos sin que jamás llegaran a enterarse, pues no nos atrevimos; la mujer o el hombre que mintió amarnos y segó para siempre la inocencia; todo el amor traicionado o desperdiciado; los machos o las hembras que anhelamos poseer y nunca poseímos, los que amamos sólo en el ensueño de la masturbación; el cariño y los sabios consejos que nunca recibimos de abuelos insuficientes, inertes o muertos…
Todo esto y mucho más se lleva el avaro tiempo que adoramos.
Y a cambio, ¿qué nos da?, ¿acaso la posibilidad de expirar digna y plácidamente?, ¿un desenlace sobrio, apetecido? La vejez y la parca vienen de la mano, y no nos engañemos, de ninguna manera puede ser así. No se puede aceptar de buen grado ni con dignidad lo que nos da pavor. Al final, yo lo sé y tú lo sabes, sólo quedan el amor y la muerte. El primero es irrisorio, la segunda colosal. El amor, como el tiempo, con el tiempo, se extingue. Sólo ella persiste y espera, pacientemente.
«A quien todo el amor pierde, toda la muerte le queda», leí en alguna parte. Ya lo sabía.
La pasión amorosa nos hace ridículos. La efusión siempre suele acabar en apego sombrío, en arresto domiciliario junto a alguien que somos incapaces de reconocer y en quien ya no nos reconocemos. El ardor se convierte en mesura, el brío en desgana, el cariño en absurdo fingimiento; nuestro otrora incombustible deseo de amar, en ansia de huir lejos, muy lejos. Hemos nacido solos para consumir solos nuestro tiempo, escoltados siempre por los negros alfiles de la soledad y la desolación. Nos empeñamos en buscar cómplices, compañeros de viaje, encubridores de nuestro destierro, en los que enajenarnos y detener las horas. Pero éstas no se detienen de ningún modo, ni el más inmenso amor puede evitarlo. Pasan, pasan, pasan, nos esquivan, resbalan, saltan por encima, nos rebasan. Pasan burlonas, taconean incansables como furcias bailarinas impacientes. Pasan rodeándonos, pisoteándonos, traspasándonos. Pasan y nos sobrepasan dejándonos atrás, eternamente. Y lo eterno no está cerca, esa calle no tiene aceras, ni puertas, ni nombre, ni números.
Sigo preguntándome ¿cuánto tengo? ¿cuánto falta? ¿cuánto tengo que esperar? ¿cuántas horas más?, ¿cuántos días tendré que padecer esta agonía de no saber cuánto queda si es que queda tiempo, si es que volverás?
Somos lapsodinámicos para él, no ofrecemos la más mínima resistencia a su fluir. Nuestra respiración está perfectamente afinada para acompañar el golpear de sus péndulos. Nos retiene, nos hace tambalear, aplaca nuestros pasos como una tempestad y sigue haciéndonos creer que avanzamos. Pero sólo él avanza, inverso, perverso, sinuoso o rectilíneo. Sólo él pasa, sólo él vence. Siempre. Erosionándonos, deteriorándonos lenta e imparablemente, igualándonos en la vida que se va y no en la que nos queda, en el sufrimiento que arrastra y arrastramos.
Creí que podía pasar casi inadvertido evitando sentir. Pensé que, presagiándolos, podría desdeñar sus engaños. Me equivocaba. Intentando eludir su evidencia no se ve más ni mejor el cielo, ni duele menos la vida.
¡Qué dulce sería no sentir el tiempo, no sentir su soledad!
Somos bárbaros humanos, sanguinarios y salvajes. Al fin, insignificantes motas de polvo que el soplo del tiempo levanta sin esfuerzo, para luego dejarlas caer. Un viento que sacude nuestros corazones, hasta someterlos mansamente a su fraternal tiranía de hermano mayor.
Inanimado en los anuarios, el tiempo parece inofensivo. Inmortalizamos cada uno de sus días en calendarios para poder mirarlos, para poder creer que existieron, que existirán. Para contar los meses, las semanas y todos sus malditos días. Con agujas, barras y manecillas intentamos domar al indomable. Lo encerramos sin aire en los relojes para domesticarlo, para fatigarlo y que se deje acariciar sin morder nuestros pómulos, nuestros ojos, nuestras manos. Lo partimos en fracciones cada vez más pequeñas para digerir esa indigestión de nada que nos deja, para poder detallar cada hora que nos arrebata, enumerar cada minuto, cada segundo con todas sus perversas centésimas, milésimas y milmillonésimas.
Intenta verlo pasar, cuidadosamente, ahora mismo, inténtalo. ¿Qué sientes? ¿Asco?, ¿tristeza?, ¿la nauseabunda arcada del miedo?, ¿la náusea de la desolación? Es invisible, caprichoso y mezquino, como los dioses, como todo lo que pudo significar una esperanza, como todos nuestros sueños si es que llegamos a soñarlos. Como esas expresiones huecas que imprimimos teñidas de negro para poder creerlas: amor, armonía, felicidad, sinceridad, paz, franqueza, solidaridad, misericordia, amistad, sabiduría, devoción, humanidad. ¡Qué palabras fanatizadas! Tienen demasiados significados para quedar resumidos entre unas cuantas letras.
Obsesos en nuestra rimbombante representación, seguimos inventándonos e inventando el tiempo a nuestro antojo, creyéndonos dominadores de esa nada mal medida. Late el tiempo en los retorcijones del miedo, en las contracciones de los vientres de las madres, en los penes henchidos que las preñaron, en el tejido de nuestros corazones desde antes de nacer, en las manos de los médicos, en los fonendoscopios, en las muñecas, los tendones, los oídos y las almohadas. Palpitan los segunderos, los minuteros, laten siempre, estrechándonos, manipulándonos, dejando profundas muescas en la piel, agujereando nuestros huesos. Laten los horarios en las fábricas y las universidades, en los hospitales y las estaciones. Golpea a su ritmo nuestra desdicha en las sienes, en los campaniles de los suntuosos carillones, en las campanillas de los humildes despertadores, en los campanarios de las iglesias, en los cueros de nuestros zapatos al caminar y en nuestras caderas al buscar placer.
Cada año, como auténticos mentecatos ataviados de polichinelas, celebramos el infortunio de agotar la vida, que el tiempo nos saquee impunemente, que saboree lánguidamente nuestro sudor y nuestra sangre, que se ría de todos nuestros esfuerzos por evitarlo, que nos empuje al abismo. Un pasito más, ¡feliz Nochevieja!, otro más, ¡feliz cumpleaños! Y así uno y otro y otro, hasta la decrepitud, hasta la inmundicia y el absoluto descrédito, hasta la intolerable senectud.
Porque envejecer de ninguna manera puede ser soportable. No se puede aceptar con complacencia ver reflejado en los espejos lo poco que queda de nosotros, ese resto abstracto, vulnerable e inservible. ¡Y aún nos consideramos afortunados por ello!, por vivir y degenerar miserablemente hasta fenecer. Nos aterra verlo, pero así es. Somos los bufones del tiempo. Aterroriza, apenas puedes escucharlo, prefieres mirar hacia otra muerte que no sea la tuya. Todos, ante el difunto, sentimos un malévolo consuelo. Enmascarada en la compasión y la condolencia, reprimirás una mueca de sonrisa, respirarás aliviada por no ser tú la yaciente, por seguir aquí, como todos.
Es mejor engañarse, imaginar cierta esa farsa que inventaron los políticos en sus proclamas y los creativos en sus anuncios: ancianos radiantes, felices y satisfechos con una mísera pensión o un mísero consuelo. Abuelitos que leen el periódico en bata y zapatillas de cuadros mientras fuman en pipa; viejitas cocinando con su mandil, bonachonas, orondas y magnánimas, siempre con ese mohincillo lleno de resuelta ternura, conformes en su papel de esclavas de unos hijos que, en el mejor de los casos, las utilizarán para que hagan de niñeras o para las tareas de limpieza. Encantados con la idea de haber casi consumido el último hálito de una vida que recuerdan breve, tediosa, absurda y vacía. Dichosos de saberse varados en dique seco para siempre, cuando la palabra «siempre» significa «no sé cuánto ni hasta cuándo».
A esas alturas el tiempo ya se habrá demostrado tan inflexible como nuestras oxidadas espaldas. Siempre lo fue, jamás se detuvo ante nada, fuimos nosotros los que quisimos verlo detenido. Jamás soltó las cuerdas de nuestras crucetas ni permitió que nosotros dejáramos de remar al son que redobla bajo las costillas, eternamente condenados a sus caprichos y sus galeras. Latido a latido, hasta achicar la última gota de nuestra sangre estancada en nuestros restos. Aunque en la infancia su paso pareciera tan lento como el pesado caminar de los bueyes, aunque en la adolescencia lo derrocháramos como si fuera y fuéramos eternos. Al menos no prolonga innecesariamente esos nefastos períodos de nuestra existencia. Es su manera de ser clemente.
Podemos emplear el autoengaño como un mal antídoto, como remedio temporal contra el veneno de lo insondable, como unas dosis de morfina o unas rayas de coca. Será sólo un falaz revulsivo para los sentidos, su efecto pasará pronto. La realidad, que guardas y conoces tan bien como yo, llegará reforzada, ilimitada. ¿Podrás engañarte hasta el último instante? ¿Servirá de algo?
«Somos débiles y por ello elegimos la mentira», leí en alguna parte. Ya lo sabía.
Inventamos para nosotros mismos y para todos los demás maravillosas fábulas. Contamos infancias felices. Lo adecuadamente maravillosos que fueron nuestros padres, cuánto nos quisieron, lo bien que lo pasábamos en las escuelas con nuestros camaradas de juegos. Fantaseamos adornando navideña y radiante una niñez que ni recordamos ni quisiéramos recordar. Mejor aceptar o imaginar ciertos los mercenarios embustes de los políticos y los publicistas: niños rubios y saciados, atiborrados de bizcochos y leche pasteurizada, impoluta, de divinas ambrosías, deliciosos potitos y jugosas hamburguesas. Niños y niñas de sonrosados mofletes y culos impecables, plácidamente dormidos en cunitas musicales, siempre rodeados de inmarcesibles juguetes, arrullados por papaítos amorosos y solícitos.
O inventamos, como inventan todos para sí, una arrogante, rebelde y revolucionaria adolescencia, repleta de lances amorosos. Una juventud fanfarrona, ocurrente, vivida por un personaje chulesco en el que no quisieras descubrirte. Ese jovencito siempre de farra, banal, patán y «divertido» hasta lo escandaloso. Pulimos los vagos recuerdos de la adolescencia con fascinantes e hipnóticas inexperiencias. Perpetuamos hermosa una época que apenas recordamos o no quisiéramos recordar, un tiempo al que no regresaríamos ni por todo el oro del mundo. En pocos años nos convertimos en pobres diablos conformes, desasosegados, enfermos de estrés, hipocondría, ansiedad y podredura. En mujeres y hombres estrangulados por las inquietudes o preocupaciones más triviales; asfixiados por la ignorancia, adocenados, grotescos y sedentarios.
Ciegos tahúres humanos cruzando señas, tirándose faroles, a pesar de las constantes malas manos, sin poder ni querer ver que el tiempo, invariablemente, saca siempre repóquer y esconde otros cinco ases en la manga.
Nada nos pertenece como no pueden pertenecemos las nubes. Sólo somos borrones, brumas de tiempo, imperfecciones del cielo, espejismos. Los eslabones de una tensa cadena que jamás llega a cerrar su círculo. Condenados a retorcerse, a abrirse y dividirse, a ceder y dejar la hilera, a caer para siempre en lo ignoto. Irreversiblemente.
A pesar de todo, de no ser nada, todos alguna vez llegamos a sentirnos excepcionales, ya lo creo. ¡Incluso yo!, imagínate. Hasta el ser más obtuso, en lo más oscuro de su lerdo cerebro turbio de barbarie, alberga la ilusión de ser sabio, bello y extraordinario. Aún, a veces, cometo la torpeza de olvidar que existo sólo para agonizar y morir. Olvido que no sé nada y que de poco sirve aprender, pues todo cae en la indiferencia, en el desordenado olvido. ¿Sabes?, estoy cansado de deber vivir, de deber soñar, de deber creer, de deber amar, de deber remolcar el pasado y retener el futuro, de deber lamentar lo que me hizo, de añorar lo que me evitó, me robó o lo que me pueda traer. Creí una vez tener, conocer y amar lo que quería. Ni tuve, ni conocí, ni quise. No lo suficiente. Todo aquello que anhelé en ti, a tu lado, es ahora completamente ajeno, y todo lo que jamás deseé aún me persigue. Lo que nunca pretendí me pretende, me consigue, me atrapa, me encierra, me hace inconmovible, me espeluzna…
¡Y es tanto, tanto!…