DENTRO DEL LABERINTO

28 de febrero de 1990. Miércoles por la tarde

Bebieron y charlaron hasta muy tarde. Diego y ese que dice ser yo.

Todo le aburre, todo le parece vano y pasajero, nada le produce alegría. ¡Qué tristeza! ¿Pero qué es lo que esperaba entonces? ¿Acaso la vida puede retomarse cuando está definitivamente perdida? No, claro que no. Los tipos como yo, como él, no sirven para nada en este mundo, sólo generan desconcierto, apestan. Exhalan el insoportable tufo de la desesperanza, ahuyentan a la humanidad embrutecida y conforme. Su gesto, incluso cuando sonríe, denota un sofisticado cinismo, su mirada dice que no es feliz ni lo será nunca, que la vida para él es un sibilino fastidio, hasta cuando no debiera serlo. Hace ver claramente a los demás que no existe la felicidad. Ni la que les contaron ni la que soñaron, incomodándoles, obligándoles a mirar y reconocer el infinito tedio de sus vacías existencias. Sus ojos marchitan la idea de la vida. Y los demás se apartan o fingen no entenderle o le desprecian. Nadie perdona la incapacidad de vivir, nadie quiere que le recuerden que la vida no tiene el más mínimo sentido. Aunque lo sepan o lo intuyan. Prefieren asumir la cobardía, adaptarse a la vulgaridad. Prefieren no ver ni ser vistos mirando al otro lado, seguir ocultos en sus miserias, ocupados en sus pequeñas vanidades, en sus templadas debilidades. En las adocenadas concesiones de la colmena.

Je chante à la lune!, esa que ya sonríe triste mientras cae la tarde.

Por allá arriba, ¿sabes?, pasearon doce hombres. Nos miraron desde allí y no vieron nada salvo una esfera azur que no debería llamarse Tierra sino Agua. A sólo unos miles de metros dejamos de existir, nuestras prepotentes ciudades se convierten en manchas y desaparecen los pueblos, los colegios y las universidades, los hospitales, los cuarteles y las fábricas, los caminos, las carreteras, las autopistas. Todo se difumina entre lo húmedo y lo seco, en el paisaje límpido que las nubes dejan entrever. El ser humano es pura carcoma.

Crecí triste como casi todos los niños, más que todos los niños. Y como a todos, los que ya habían olvidado que algún día lo fueron estuvieron empeñados en hacerme creer que era feliz. Aunque poco o nada hicieran por otorgarme ese don. Sin ningún oficio, con terca desgana, con burdos engaños o consuelos, con muy poca convicción. A los niños se les impone la felicidad por decreto, se les supone obligadamente dichosos. Como si no existiera otra posibilidad, como si en el alma niña no cupiera la desdicha.

Mirando la Luna una tristísima noche de verano, comprendí hasta qué punto era insignificante, y hasta qué punto estaba y estaría solo. Tenía diez años, en la madrugada del sábado 20 de julio de 1969, cuando los astronautas del Apolo 11 consiguieron alunizar con éxito en el Mar de la Tranquilidad. Neil Armstrong daba «un pequeño paso para el hombre», que no sería lo suficientemente grande para buena parte de la incrédula humanidad. Le acompañaban Edwin Aldrin, con quien pasó veintiún horas sobre la superficie, y Michael Collins, que les esperó dando vueltas todo ese tiempo, ¡solo!, alrededor del satélite.

Lo vi en el teleclub de mi pueblo, abierto excepcional-mente para la ocasión. Era todo un acontecimiento en la monótona y, entonces, apesadumbrada vida de Navalperal. Mi padre, a pesar del infinito abatimiento que arrastraba, me sacó de la cama fingiendo excitación. Tal vez por romper el luto, por apartar durante unas horas el dolor. Me envolvió en una manta y me llevó en brazos hasta el bar en el que ya estaban reunidos algunos hombres del pueblo. En España, eran más de las cuatro de la mañana.

«Al ser humano le fascinan más unos fuegos artificiales que el espectáculo que brindan todas las estrellas» leí en alguna parte… Ya lo sabía.

Tal vez esa noche fui consciente de cuanto acababa de suceder. En calzoncillos y camiseta, sentado en una silla de formica y con un Cola Cao en las manos, contemplé fascinado cómo el astronauta, con su voluminoso traje espacial blanco y su escafandra, descendía por la escalerilla y daba saltitos sobre la ceniza blanca y gris. Aún recuerdo la voz entrecortada y chillona del locutor: «Está abandonando el módulo lunar…, mueve el pie, lo separa de la escalerilla…, está tocando la superficie de la Luna… Se llama Neil Armstrong, un nombre para la historia… La superficie parece muy compacta… Señoras y señores, ¡qué emoción!». Realmente fue emocionante. No se veía ni se oía muy bien, pero no importaba, yo era el único niño que estaba allí, despierto de madrugada. Un ser invisible para los que, entre porfías, asustados e incrédulos, presenciaban el histórico momento.

Salí a la calle y miré sobrecogido al cielo. La Luna llena refulgía como nunca rodeada por un halo dorado; no acertaba a comprender cómo habían conseguido llegar allí sin chocar con ninguna estrella. Pensé en mis hermanos, la esfera blanca se empañó en mi mirada. En ese momento preciso, solo, medio desnudo y descalzo en mitad de la calle, mirando arriba, muy arriba, noté que el estómago se encogía, que me dolía la barriga. Sentí mucho frío y miedo, un miedo terrible de no sé qué, de estar vivo, de ser niño, de la noche, de estar allí. Miedo por todo lo acontecido, por todos los días y los sucesos recientes y los que aún habrían de venir. Fue una nueva y macabra premonición.

Amaneció el domingo con una densa niebla cubriéndolo todo. Lloviznaba.

Mi madre, de ternura y salud muy quebradizas, había enfermado definitivamente de pena, de amargura, de silencio y repugnancia. No es que hablara mucho, pero durante cuatro días, incapaz de vencer el shock, no había pronunciado una sola palabra. Ya antes solía esquivarme, pero, desde lo de mis hermanos, me evitaba desahogadamente, sin disimular mínimamente su desprecio.

Pasaba a mi lado sin mirarme, sin rozarme, procurando no acercarse a mí y que tampoco yo lo hiciera.

Aquella mañana, como cada mañana, salió bien temprano a ordeñar las vacas, a echar pienso a las gallinas, a dar las sobras a los cochinos. Todos dormíamos aún. De resentimientos, sufrimientos y angustias desmedidas, se le debió quebrar el alma mientras rompía el día. Y cuando desfalleció entre la piara, nadie había para socorrerla. En su desmayo, cayó de bruces sobre el fango y la mierda. Los hambrientos cerdos engulleron las sobras que madre les llevaba y luego empezaron a devorarla a ella. Cuando se disipó la bruma y la encontraron, aún estaba medio viva, pero ya nada se pudo hacer.

La llevaron a Ávila y murió por el camino.

Yo me levanté tarde aquel día, no llegué a verla ni volví a hacerlo nunca más.

Mi madre, que en vida era algo muy lejano, se me pegó tras la muerte como el alquitrán. Me abrazó su muerte, revelándome todo el vacío que me había dado y todo el que había dejado. Todo el asco que su presencia y su ausencia rae habían producido. Todos sus aullidos y sus silencios, guardados a lo largo de diez años, comenzaron a tronar en mi cabeza. Su parquedad, su falta de cariño. Su malhadada presencia, como un fantasma, aparecía cada noche en mis pesadillas haciéndome arrumacos, cantándome nanas, acariciando mi frente con sus manos gélidas.

No pude lamentar ni dejar de lamentar su muerte. No lo consideré un dolor exactamente, el verdadero sufrimiento ya lo había sentido días atrás. Sólo se acrecentó ese pavor ácido y desordenado, esa confusión. Como cuando despiertas del infierno y las manos siguen tocándote, agarrándote. Cuando tras despabilar, la aterradora alucinación persiste, haciendo del mal sueño algo más real que la propia mala vida…

El forense remendó como pudo su cuerpo y recibió sepultura el lunes veintidós.

La enterraron junto a mis hermanos. Con ellos y con mi madre, aquella tarde, sepultaron la inocencia o lo que quedaba de ella. Jamás podría quitarme de encima una desabrida y pesada losa de culpabilidad. Me guardé todos los pecados, toda esa culpa y un miedo áspero, indeleble. Sentía el alma como las manos después de jugar a las chapas en la arena, sucia y reseca. Descubrí de golpe, en apenas una semana, que el mundo era muy pequeño (incluso se podía escapar de él en un cohete), que la vida es muy frágil y que puede ser inmensamente breve.

Poco después llegó el llanto, el llanto verdadero. Por todo. Derramé muchas lágrimas en el exilio de mi habitación, pero nadie me vio llorar. Unos días más tarde mi padre me compró una bicicleta, casi tan hermosa como la de Irene.

De aquel pequeño ya no queda nada. Tampoco queda nada de mí. Aunque entre Dios y mi madre me condenaran para siempre a ser y no ser niño.

Me veo ahí sentado charlando con Diego y me pregunto de qué hablarán. Quizá del vacío, de un vacío inmenso, hueco, acaparador de todo, como el que quedó aquel día.

No tan grande como el que dejaste tú, Amantea.

Desazón…

Ay, madre, aún te siento dentro, en el vientre, en mi vientre. No en el tuyo.

Desgarrándome, haciéndome sentir todo el asco, todo el injustificable rencor que te consumía. Me malpariste, me escupiste al mundo tiznado de sangre sucia, de sucia y absurda rabia. Esa materia exangüe e indeleble, que nadie se molestó en limpiar. Madre iracunda, madre perra, no rae faltó la leche agria de tus pechos, pero ¡qué hambruna me dejaste de ternura!

Más ocupada en tus miserias que en mi bienestar, en tu narcisista tragedia que en mi diminuta vida, me abandonaste al insensato azar de la locura. A la perversa tiranía de la congoja. Me negaste el don de ser un niño cuando era sólo un niño. Es milagroso que hoy no sea un oscuro demente, que no esté más loco de lo que estoy. Es un prodigio que haya conseguido vivir y amar; amar y vivir, a pesar tuyo…

Aún lo siento dentro, en mi vientre, no dentro de tu vientre. Provocándome severos retorcijones de miedo y dolor, de angustia infinita. Aún me arrebata el ciclón de tu cruel desesperanza, de tu insinceridad, de tu inconsciencia. No te culpo por ello, no quiero juzgarte a estas alturas. Tus perturbadas razones tendrías; ni siquiera te odio. Por fortuna, toda tu inquina me hizo inmune a ese repugnante sentimiento.

A cambio de tus delirios, me empeñé en la sensatez. A cambio de tus chillidos desgarradores, me ocupé en el silencio. A cambio de tu ansia, quise alistarme en la serenidad. A cambio de tu terca prepotencia, decidí militar en la verdadera humildad. A cambio de tu sequedad, me volqué en la ternura. ¿Ves?, no lo hiciste tan mal.

¡Pero cuánto me costó destilar y descomponer tanta diabólica demencia!

Mientras tú te empeñabas en hacer mala tu vida, en emponzoñar las nuestras con tu cólera, yo iba aprendiendo la verdadera dimensión de tu amenaza, de tu desprecio, de tus insatisfacciones, de tu hipocondría, de tus letales venenos. Yo iba tomando la medida exacta a esa sibilina maldad que heredaste, Dios sabe dónde o de quién, y que corría por tus venas con más fuerza que la sangre.

No quedó un tiempo en que añorarte. Tampoco tú tuviste tiempo para hacerme sentir simplemente un niño, sólo eso, tu hijo pequeño. No pude guardar nada de ti, excepto el buen silencio que dejaste con tu muerte. En vida, no le diste ocasión ni ganas de ti a mi nostalgia, y ahora no te recuerda más allá de lo inevitable. Ni la defunción llegó a su debido tiempo, era ya demasiado tarde. Ya estábamos todos malheridos, hambrientos de paz, con la vida lisiada por los malos días de tu mala vida. Eso sí que lo recuerdo, claramente. A tu infernal existencia le puso fin aquella mala muerte.

Me duele pensar en todo esto.

No quiero remover el poso de rencor que quedó en el fondo, no quiero enturbiarme la sangre. Pero he de dejarlo en el aire, silenciosamente, de vez en cuando, para que no me mate…

Tormento…

Anoche soñé que perdía a mi hijo, a nuestro hijo. Pero no era la muerte quien me lo hurtaba, sino la vida. Todo el tiempo equívoco, mal vivido. Tú ya no estabas, ya no estás en los peores ni en los mejores sueños. Sucedía que el chaval atravesaba la puerta y no me reconocía; ni yo era capaz de reconocerlo. ¿Imaginas? Ya era otro, otra persona. Yo lo esperaba ansioso por abrazarlo, por recibirlo en mis brazos y lanzarlo al aire, y volverlo a coger. Por besarlo tiernamente. Había arrastrado los pies ya lo suficiente como para dejar atrás sus pasitos de niño, su sombra de niño. Su rostro, sus ojos, sus manos, su pelo y su sonrisa de niño. Toda aquella espesa, deliciosa y antigua afección, triturada, como papilla de maicena.

Arriba, en su cuarto de niño, sus juguetes esperando sin saber qué esperar y abajo, él, intentando fingir que anhelaba subir a entretenerlos, que me reconocía, que no había crecido ni yo envejecido. Aunque fuera ya imposible disimularlo. «¿Me querrá aún lo suficiente? —me preguntaba yo en el sueño—. ¿Lo bastante como para intentarlo una vez más?».

La pereza se engrandece a mi costa, me detiene, se vuelve para mirarme arrogante, orgullosa de su poder. Es más que pereza, es un lento ir muriendo, un no hacer nada, un no poder hacerlo.

Y así esperaba una y otra vez. Esperaba impotente ese momento. Los años resumidos en días, los días en segundos… La puerta, la mano, el gesto, la pequeña voluntad, el vano intento, el rechazo. Y vuelta a empezar, como en las auténticas pesadillas. Todo el calor de su amor extinguiéndose, y yo impotente, inmóvil, sin poder hacer nada por reavivarlo. ¿Cómo detener el imparable ascenso de la vida? Si hubiera podido estar a su lado… No habría evitado la frustración, las decepciones, pero, cada noche, habría echado a patadas todos los miedos. Cada noche.

Mirando sus ojos era consciente de cuánto había crecido, de cómo había cambiado, y mientras lo miraba, seguía haciéndolo, seguía creciendo, como en un filme diabólicamente acelerado. Y no estuve a su lado para darme cuenta. Perdí de cien todos los minutos, de un millón cada segundo, de una eternidad todas sus horas. Intensas y bellas como las pausadas tardes del estío, como las de esos días que jamás llegaremos a tener.

Justo antes de despertar, él cierra la puerta, y yo muero del más insufrible desconsuelo. Al abrir los ojos me cercioro. Nada existe, ya no estáis ninguno de los dos. Ni tú ni su posibilidad.

Sucederá uno de estos días…