7 de abril de 1990
Esperé en vano la anunciada e incómoda visita de Scarabochio. Me quedé dormido aquella mañana, hasta muy tarde. Me alcé sobre la una, resacoso e inquieto ante la posibilidad de que el sabueso hubiera llamado a la puerta y yo no lo hubiera oído. Diego, que como siempre se había levantado temprano, me tranquilizó. Nadie se había dejado caer por allí.
Pasé todo el día mirando el camino, imaginando en qué coche llegaría, qué aspecto tendría. Al acecho. Pero nada, ni rastro del detective. Pensé en llamar a su oficina, en Roma, pero deseché pronto la idea. ¿No tenía tanto interés en hablar conmigo?, ¡que me buscara! Aunque luego, más despierto, reconsideré: el primer interesado en verle era yo. ¿Qué tenía que decirme? ¿Qué podía tener tanta trascendencia? ¿Acaso conocía tu paradero? ¿Cómo podía saber que la difunta no eras tú? ¿Qué sospechaba aquel tipo? ¿Qué idea se podía haber formado de alguien como yo? De alguien que, sin explicación posible, da por muerta a su mujer y finge haberla reconocido en un cadáver ajeno. Todo eran preguntas. Empecé a turbarme. Busqué el número de la agencia pero lo había perdido. Deseé que llegara cuanto antes, cargado de respuestas.
A las once y media pasadas, cerca ya de la medianoche, cuando mi impaciencia subía desesperadamente de tono, vi unos faros aproximarse por el sendero, dando botes. Un descompuesto Fiat, no llegué a adivinar el modelo, pero muy pequeño, humeante, se detuvo chirriando bajo la terraza. Al cabo, bajó de él un hombre menudo, que tampoco pude ver con claridad y que me pareció tan destartalado como su automóvil. Sonó el timbre. Levanté el telefonillo y, sin contestar, oprimí el botón de apertura.
No solía funcionar, casi siempre había que bajar a abrir el portón, pero esta vez sí lo hizo. Dejé entreabierta la puerta de casa y esperé. El tipo entró con lentitud, vacilante, tal vez dudando sobre la conveniencia de hacerlo. Al poco, fue subiendo los escalones pesadamente, sin encender la luz, con evidente desfallecimiento y seguramente con recelo ante la tupida oscuridad de la escalera. Podía escuchar su respiración aproximándose, jadeante, como quien llega de un larguísimo viaje. Fui contando los pasos, eran veinticinco escalones. Cuando pisó el veintidós, abrí la puerta y salí a recibirle de improviso, seguro de espantarle. Lejos de asustarse, se detuvo y, mirándome a los ojos, preguntó:
—¿El señor Próspero, supongo?
—Así es.
—Buenas noches. Disculpe mi tardanza, pero ese jodido trasto…, quiero decir, el coche… me ha dejado tirado dos veces…
—No se preocupe. Ya no le esperaba, estaba a punto de salir —mentí.
—Si llego en mal momento, puedo, quiero decir…
—Oh, no, no, sólo iba a dar un paseo por la playa. Suelo acostarme tarde, pase usted…
Ya medio iluminada, su figura me pareció siniestra. Sus ojos ajados, enrojecidos, semiocultos sobre las bolsas, en una guiñada casi hermética, me miraron de abajo arriba escrutándome con gesto cínico. Por un instante, su mirada se clavó en la mía. Se guiñaron aún más, aunque parecía imposible, y durante dos o tres segundos me penetró. Sus ojos violaron mis ojos, buscando adivinar en ellos. Tal vez intentaba intimidarme y lo consiguió. Tal vez me había tenido todo el día esperando intencionadamente, tal vez eso y no otra cosa pretendía el detective: acrecentar mi inquietud, demoler a su inquirida víctima con la larga espera. Me siguió por el pasillo arrastrando los pies.
Ya en la cocina, le invité a sentarse y tomar un café. Sólo aceptó beber agua, tres vasos. Tragó uno detrás de otro, con ansia, babeando, como quien acaba de escapar de algún desierto. Mientras se acomodaba y encendía un pitillo, bajo la luz de la lámpara, pude verle bien. Tenía la piel macilenta, grisácea, llena de pequeñas manchas purulentas. Un rostro cetrino, marchito, de facciones duras y enigmáticas.
«Lleva la muerte pegada a la espalda», pensé.
Estaba extremadamente flaco, casi consumido. Era un hombre de edad indefinida. Podía tener de unos cincuenta muy mal llevados a unos ciento cuarenta insostenibles. Cubría la manchada calva con los cuatro pelos grasientos que partían de su nuca. Un cráneo enjuto, apenas cubierto por un fino pellejo fruncido. Sus insondables arrugas bien podían deberse a la edad o al gesto de asco perpetuo que mantenía, y que parecía ya imborrable. A pesar de su delgadez, la cara se contraía en profundos surcos, en hondos pliegues, en muecas que desencajaban las prominentes mandíbulas, una boca sin labios, como trazada a cuchillo, que apestaba a cenicero y a cebolla. Bajo la nariz de grajo, saltaba inquieto un bigotillo negro, ridículo. En sus horrendas facciones destacaban los dientes perfectos (sin duda postizos), inmaculadamente blancos. Era el rostro de la muerte. Su atuendo contribuía además a remarcar esa ficción, vestía como un enterrador o, mejor dicho, como un difunto.
¿Cómo Ángela y Stéfano podían haber contratado a semejante espécimen para dar contigo? No lo sé.
El estrafalario personaje dejó pronto muy claro que iría directamente al grano, que su actitud frente a mí no sería tan paciente, modesta o solícita como el día anterior había dejado intuir su áspera voz por el teléfono. Impulsivamente encendía un cigarrillo con otro, sujetándolos entre los dedos largos y amarillentos. «¿Fuma usted?», preguntó rompiendo un silencio que no sé decirte cuánto duró. Tomé uno de los emboquillados baratos que me ofreció, tabaco negro, asqueroso. Lo encendí, di una bocanada y lo apagué. «Veo que prefiere los suyos», dijo emitiendo un sonido que pretendía ser una risita orgullosa.
«Verá, señor Próspero, no tengo mucho tiempo y tampoco quiero hacerle perder el suyo. Antes de decir nada, deje que le exponga, quiero decir, debo explicarle el motivo de mi visita, de mi precipitada visita. Como le anticipé durante nuestra breve conversación telefónica, se trata de un asunto muy embarazoso, quiero decir, extremadamente complicado. Desconozco qué peregrinas razones le han llevado a usted a dar por muerta a su esposa, a calcinar, quiero decir, incinerar ese cadáver como si fuera el de la señora Panucci… No tengo ni idea…, créame. No sé si es usted un sádico, un loco o un idiota, o las tres cosas a un tiempo, perdóneme. Quiero decir, no sé si usted no se entera o no quiere enterarse. La señora Panucci no está muerta, quiero decir, al menos no lo estaba cuando usted llevó a cabo tan singular sepelio. Tiene usted la suerte o la desdicha de que en este país nada funcione como debiera. —Suspiró agotado—. Quiero decir que la justicia, la ley y el orden son una entelequia, una auténtica mierda. Excepto el papeleo, eso sí que funciona, quiero decir…, la nauseabunda burocracia que lo infecta todo, eso marcha siempre bien, para los vivos y para los muertos, a todos nos pringa de igual modo. Todo eso ha jugado a su favor, la incompetencia, la apatía, el absentismo, el jodido derecho a la huelga. ¡Una panda de vagos son todos esos lerdos funcionarios!, tarugos, eso es lo que son. Sólo en un país como éste se puede hacer lo que usted ha hecho…, en fin… ¡Si el Duce levantara la cabeza!… Quiero decir… si viera adónde ha ido a parar “la patria”. Doña Amantea no está cadáver, en eso creo firmemente. No lo estaba hace sólo unos días, menos de una semana. Quiero decir, varias personas dicen haberla visto en la estación central de Nápoles. ¿Entiende, señor Próspero?, varios testigos aseguran haber visto (viva, claro está) a su esposa. Y en una fecha muy posterior a la del fallecimiento de esa mujer que tan precipitadamente usted reconoció como la suya. No era ella. Y no puedo creer que usted no lo supiera. ¿Qué motivos le han movido a hacer tal cosa?, no me preocupa demasiado, quiero decir, no por el momento. Puede que estuviera usted harto de ella y no se atreviera a decírselo, puede que quisiera usted quitársela de en medio, quiero decir, no volver a verla, y puede que sea tan ingenuo de pensar que ha logrado algo. De ser así, no habrá conseguido nada, amigo mío, absolutamente nada, quiero decir, nada perdurable. Tarde o temprano se cocerá el pastel… quiero decir, que todo saldrá del horno, y tal vez se queme usted las manos. En ese caso, tendrá usted que dar muchas explicaciones, no a mí, claro está, pero sí a la policía y a los jueces. No tema, de momento no saben nada de esto, quiero decir, al menos yo no he ido a chivarles el cuento. Su esposa sólo ha muerto burocráticamente, que no es poco, y puede ser que en su pervertida mente, quiero decir, dentro de su cabeza, también esté difunta. No tengo nada contra usted, no quiero meterme en sus asuntos, pero resulta que parte de ellos, de sus jodidos asuntos, son desde hace tiempo también cosa mía. Quiero decir, me pagaron por ello, no muy bien (este trabajo no está pagado, créame), pero sus amigos me soltaron el cheque, dos talones para ser preciso. Y yo siempre cumplo. Como le dije, yo jamás abandono un caso, no es cuestión de dinero ni de tiempo. Reconozco que en un primer momento, cuando sus amigos contrataron mis servicios, sospeché de usted…, quiero decir…, pensé: “Éste se la ha cargado”. He visto a muchos maridos llorar desconsoladamente para que encontrara a sus parientas, horas después de haberlas degollado. A usted ni siquiera le vi. También llegué a pensar que estaban ustedes dos compinchados, quiero decir, tal vez pretendían cobrar un seguro de vida. No me mire así, no es tan descabellado. Si yo le contara. Aunque su situación económica no era especialmente boyante en ese momento, luego descubrí que la prima que iba a cobrar usted por el fallecimiento de la señora Panucci era ridícula…, quiero decir… que no daba ni para vivir un año. Nadie mata por tan poco, nadie finge morir por una menudencia así. Le seguí durante un tiempo, quiero decir, le vigilé de cerca. Cuando esparció usted las cenizas desde Ponte Sisto, a punto estuve de ir a la policía. Para mí no cabía duda: la había matado, la había tirado a un pozo o algo similar y, tras su jugada reconociendo a la muerta, su crimen bien podría quedar impune. Cuando me disponía a hacerlo, recibí un par de llamadas sorprendentes, fruto, no lo dude, de mis pesquisas. Mi sorpresa fue mayúscula…, quiero decir que en este asqueroso trabajo uno no acaba nunca de aprender. Yo aún no sabía con certeza lo de la clínica ni tampoco lo de Nápoles. Al confirmarse tales extremos, el argumento empezó realmente a interesarme. Pretendo resolver este misterio, ¿me entiende? Es ya algo personal, un reto…, quiero decir… casi una provocación. Eso me mantiene vivo.
»Debe saber que su esposa, dos días después de que usted denunciara su desaparición, cómo decirlo…, es delicado, quiero decir, que no sé cómo exponerlo, no quisiera herir sus sentimientos, si es que eso es posible. Su mujer, doña Amantea, abortó dos días después de esfumarse. Lo hizo en una clínica privada de Pratti, semiclandestina, una mierda de dispensario para ricos, quiero decir que los hay mejores. Pobre mujer. Cobran lo que no está escrito y trabajan como carniceros, créame. Pero son discretos, no hacen preguntas. El caso es que su parienta abortó, interrumpió un embarazo de algo más de cinco semanas. Lo he sabido hace poco. No crea que es fácil hacer estas averiguaciones, quiero decir que tengo mis contactos, pero lleva tiempo, mucho tiempo. Eso explicaba muchas cosas, probablemente tendría usted un motivo para matarla. Ése podía ser el móvil. A punto estuve yo de matar a mi matrona por mucho menos…, quiero decir… —Golpeó con sus dedos en un significativo gesto sobre el mantel—. Por unos cuernos más livianos, pero de eso hace mucho tiempo… ¿Por dónde iba? Ah, sí, el aborto, la clínica. Lo hizo con nombre falso, déjeme ver, aquí está, Amadea Ruichi… El nombre es un burdo juego de palabras: Amadea, Amantea, Amadea, empiezan por A y acaban por A, está claro, ¿no? Pero ¿y el apellido?, ¿le suena de algo?… ¿No? Lo suponía. Luego, mucho tiempo después, también en Roma, alquiló un coche…, como lo oye…, un Regata Mare Station Wagon, blanco. Con ese automóvil viajó hasta Nápoles, allí lo entregó, todo en regla, ni un rasguño. Recuperó la fianza y se marchó en un taxi. ¿Tenía algún familiar en esa ciudad?…, quiero decir…, pudo alojarse en casa de algún “conocido”. No lo hizo en ningún hotel. Sé que no tiene carné de conducir. También que lo alquiló bajo una falsa identidad, espere. Presentó una fotocopia del permiso de doña Ángela, la amiga de ustedes, quiero decir…, ¿cuál era el apellido?, ah, eso, eso es, Griffi, Griffi. Últimamente mi memoria es lamentable, quiero decir que no funciona nada bien, en fin. Esa copia del permiso de conducir, sin duda, la hizo mucho antes, debió de ser en una fotocopiadora del laboratorio donde ambas trabajan. Se lo cogió en un descuido, quiero decir que lo sacó del bolso de doña Ángela y ¡zas!, ya tenía carné. Bastaba decir seductoramente… “¡oh, lo he perdido, pero puedo dejarle una fotocopia!, y si quiere también mi número de teléfono, por si hay algún problema”. Ya me entiende. Quiero decir que a una mujer tan guapa como la suya no se le ponen muchas pegas, que la belleza abre muchas puertas, que emboba a los hombres. Eso me convenció de dos cosas: usted no la había asesinado, era evidente, y ella lo tenía todo bien planeado, tal vez desde mucho tiempo atrás. ¿Qué tenemos entonces? Quiero decir, debemos recapitular. Sucede que su mujer le abandona sin más ni más, a la francesa, sin dejar recado, como se suele decir, ¿no? Que unos días después aborta secretamente bajo una falsa identidad… Que luego permanece oculta por un tiempo, cuánto y dónde es una incógnita…, que más tarde alquila un vehículo haciéndose pasar por su amiga y que con él viaja a Nápoles… y que allí, hace sólo unos días, toma un tren y viaja hacia algún lugar. Déjeme que le enseñe… —Rebuscó en los bolsillos y de uno de ellos sacó un manoseado mapa lleno de señales a bolígrafo, lo desplegó y lo extendió sobre la mesa—. Mire usted, la señora, doña Amantea, quiero decir, compró un billete hasta Reggio Calabria, justo aquí, en la punta. Un largo viaje desde Nápoles, muchas, demasiadas horas de traqueteo…, demasiadas paradas…, quiero decir que pudo bajarse en cualquier lugar. El tren que hace esa línea se detiene en muchos pueblos. ¿En Pompeya?, ¿en Salerno?, no creo, demasiado cerca, ¿tal vez en Agrópoli? ¿o descendió en el apeadero de Pisciotta?, ¡bah!, ¿qué iba a hacer en un lugar como ése?, allí no para ni el Santo Padre. No, no, posiblemente bajó en Scalea o Cetraro, tal vez en Páola. O ¿por qué no? —Siguió la línea negra en el mapa con el dedo, lentamente, imitando el sonido del tren hasta detenerlo en un punto dando golpecitos impertinentes—. Pudo apearse aquí, ¡en Amantea! Lo sé, es poco probable, ¿no le parece?, demasiado fácil, ¿no? En efecto, es poco probable, podría haber llegado al final del trayecto y desde allí haber cruzado en el ferry el estrecho. Podría estar ahora en cualquier parte de Sicilia o quién sabe si cogió un vuelo desde Palermo y está ya en el fin de este asqueroso mundo. ¿Quién sabe, señor Próspero?, ¿quién sabe? El caso es que su Amantea tomó un tren rumbo al sur, siempre al sur, como dice la canción de la Carra. —Intentó reír su broma de mal gusto sin conseguirlo—. En la estación de Nápoles le perdí el rastro, de momento, quiero decir que no he soltado aún la hebra, que estoy siguiendo el hilo y parece que no voy desencaminado, eso creo…, quiero decir… que estoy sobre la pista».
Aquel tipo repugnante hablaba y hablaba sin parar, sin darme oportunidad de meter baza, sin posibilidad de interrumpirle. Llegados a este punto di un puñetazo sobre la mesa y le ordené que se callara de una puta vez. Y lo hizo, vaya si lo hizo. Hablaba tan deprisa, tan atropellada y desordenadamente, que apenas tuve tiempo de asimilar lo que contaba. ¿Cómo que habías abortado?, ¿cómo era posible? Llevábamos un año sin tomar precauciones, sin píldoras ni condones, follando tres veces al día, buscando a toda costa que quedaras preñada, tener un hijo. Lo deseabas, lo deseábamos por encima de todo. No podía ser, sencillamente. Era imposible. Eso le grité al prepotente Scarabochio. También que de una puta vez dejara de decir «quiero decir» cada tres palabras. Ni se inmutó ante mi ataque de ira, ante mi desesperación. Tal vez pensó que fingía, no lo sé. Encendió su enésimo cigarrillo y, con serenidad, me pidió, por favor, que le sirviera ese café que le había ofrecido a su llegada. Así lo hice. Me senté y serví otro para mí. Su hipnótica parsimonia resultaba exasperante.
«No debería excitarse de ese modo —replicó tranquilamente. Debe calmarse—. Todo cuanto le he contado es cierto. Créame. No es gran cosa, pero todo indica que es así…, quiero decir… Disculpe…, no quería…, no puedo evitarlo…, quiero decir que todo indica que doña Amantea… En fin, dígame usted todo lo que sepa, señor Próspero, todo lo que oculta. Tal vez pueda ayudarme a comprender, a encontrarla. Si es que aún pretende hacerlo. Sospecho que la señora Panucci no anda lejos…, quiero decir…, no muy lejos de aquí. Si sabe usted dónde está, si ha quedado con ella en algún lugar, si tiene la más mínima idea de por dónde respira, debería dar con ella cuanto antes, aclararlo todo. Imagino que sabrá usted que su mujer era de aquí, que doña Amantea había nacido en Amantea. Que por eso lleva ese nombre. Debe explicarse, debe decirme de una vez qué se esconde detrás de su fuga y de su extraña decisión, la de usted y la de ella, quiero decir. ¿Discutieron ustedes?, ¿acaso, como sospecho, el hijo que esperaba era de otro hombre y usted no supo digerirlo?, ¿qué oculta usted, señor Próspero?, ¿en qué infierno anda metido? Con su resistencia sólo está perjudicándose».
No tenía idea. Siempre creí que habías nacido en Roma, nunca mencionaste lo contrario. ¿A qué venía todo eso?, ¿qué pretendía ese cabrón con su fingido tono paternal? Guardamos silencio mientras bebíamos, mientras yo saboreaba y él sorbía el café de la taza, haciendo un ruido insoportable. El cuerpo me bailaba por dentro, me rechinaban los dientes, castañeaban en cuanto me descuidaba. Tenía que combatir la tiritona, no quería dar muestras de debilidad ante él, ante ese abominable ser que no me quitaba ojo de encima. Pero me rendí a la descomposición que me provocaban su aliento y su mirada. Todas y cada una de las incoherentes palabras que había pronunciado su fétida boca provocaron en mí una rara mezcla de confusión y curiosidad por lo que contaba. De frenética agitación y parálisis a un tiempo. En cierto modo necesitaba de él un gesto de compasión, una palabra amable, un abrazo, pensé. Si me lo hubiera pedido, habría llegado a retorcerme de dolor, a llorar entre las garras de aquel leviatán menesteroso, te lo juro. Pero su crueldad, sin llegar a ser inhumana, parecía inexorable. En la habitación flotaba un ambiente cada vez más irrespirable. Me hacía bullir la sangre. Extraño, incomprensible, demasiado intenso para mi quebrado ánimo. Aunque pueda parecer mentira, aquel individuo me espantaba y me fascinaba en igual medida. Aquella escena transcurría a dos pasos de mí, fuera de mí.
Busqué poner fin al entreacto. Mis palabras, le advertí, le convencieran o no, eran las únicas y tal vez las últimas que podría ofrecerle. Le hablé derrotado, queda y sinceramente:
«No hay nada oscuro detrás de todo esto. Debe creer lo que le digo, nada, salvo un absoluto desaliento. No tengo ni la más remota idea de por qué se largó mi mujer de ese modo, “a la francesa”, como usted dice. Nos amábamos. ¿Sabe usted lo que eso significa?, ¿ha amado o le han amado realmente alguna vez? —Hice la pregunta aunque era evidente que no, que aquel ente no había conocido otro cariño que el que tiene un precio—. No había un solo motivo para el desafecto, para la animadversión entre nosotros. Habíamos llegado a ese punto en que el amor, libre ya del desamor, de las suspicacias, de los celos y las querellas, de los falsos anhelos y las promesas vanas, era tan solo eso: amor.
»Éramos felices. Todo lo felices que dos personas que se quieren de verdad pueden llegar a ser. Tan solo nos faltaba tener un hijo y en ello estábamos cuando desapareció. ¿Cómo puede venir usted con esa historia del aborto?, ¿qué es toda esa mierda?, ¿qué pretende embaucándome así? Es cierto que vivo un infierno.
»Vivo encerrado en mí mismo desde aquel día, desde el preciso instante en que se fue. Hundido, rotundamente hundido, tanto que no podré volver a levantarme. Pasé meses angustiado, esperando pavorosas llamadas en plena noche, luctuosos telegramas urgentes. Escuchando sus gritos y los míos en mis invariables pesadillas en vela. También aguardando un regreso inesperado, una no tan mala noticia. Una sorpresa. Que todo hubiera sido un error. De haber aparecido, créame, señor Scarabochio, me habría abrazado a ella sin hacerle una sola pregunta. Amantea era todo lo que tenía, ¿lo entiende?, ¿es capaz de entenderlo? Pero nada. Se la había tragado la tierra. Quedaba el aterrador “beneficio” de la duda. “¿Estará viva?”, me preguntaba. Y solía responderme con un “sí. ¡Claro que sí!, ¡estará viva!”. ¿Cómo iba a estar muerta? Con el tiempo, el escepticismo fue más fuerte que cualquier incertidumbre».
Intenté explicar a Scarabochio que, llegado un punto, me fue ya imposible perdonarte. Te había advertido que no sería capaz de soportar una traición, tal vez sí con un hombre o con otra mujer, pero no con ésa. No con la alevosa muerte. Todo parecía indicar que así era. Que habías marchado a su encuentro dejando un sordo rastro de silencio. Durante largo tiempo esperé alguna señal, pero sólo llegó una desesperación aún más profunda, sólo obtuve la peor de las calladas por respuesta. Yo no merecía eso, en ningún caso. Era imperdonable que me hicieras sufrir así. Que me infligieras tan cruel martirio, por nada, para nada, absolutamente por nada. Por ello certifiqué tu muerte, sin importarme si era cierta o no. Era preferible.
«¿Lo entiende usted?, ¿es capaz de entender algo así?».
«No, sinceramente. No puedo entenderlo», me respondió. Tuve que hacer un gran esfuerzo para contener las lágrimas. En el fondo él seguía sospechando que mis palabras eran sólo un embuste, una trapacería. Que la nuestra era una historia truculenta y sucia.
En ese instante, me derrumbé. Le rogué que siguiéramos con la conversación al día siguiente, ya era muy tarde y estaba muy cansado. Miró el reloj y se disculpó con la voz aún más bronca y desafinada. Sin objeciones, sin vacilar un momento, aquel esperpento se levantó, me dio la mano muerta y se despidió dándome las gracias por todo. «¿A las tres de la tarde le parece bien?, he de hacer algunas cosas por la mañana». Mientras bajaba la escalera, se detuvo para preguntarme si conocía alguna pensión económica en el pueblo. Le indiqué la dirección de una fonda barata, a las afueras, no muy lejos de casa. De estar abierta, de atenderle a esas horas, cosa poco probable, seguramente no tendrían habitaciones. Aquel individuo, casi seguro, pasaría la noche en su desvencijado coche. «¡Que se joda!», pensé, y cerré la puerta totalmente aterido por un desasosiego gélido.
Por algo completamente nuevo.
¿Nunca has sentido que con cada parpadeo perdías algún detalle? Con esa sensación amanecí mientras clareaba el día. No conseguí pegar ojo. Pasé la noche intentando ordenar las ideas, en un confuso duermevela. Abriéndome paso a través de un pastiche de representaciones simbólicas que vagaban amotinadas por mi pensamiento. Mitad ensueños, mitad pesadillas.
Mientras el sol salía tras las colinas pensé: «Tenemos la suficiente inteligencia para ser conscientes de que no sabemos nada». ¿Podía habernos sido dado un don más infame?
Crecí obsesionado por ver qué había detrás de los oteros que rodeaban mi pueblo, colinas muy similares a éstas, aunque mucho más menudas. Tuvieron que pasar muchos, muchísimos años, hasta que comprendí que tras ellas había muchas más. Y detrás de ésas, otras mucho más inconquistables; y a continuación algún páramo poblado o despoblado y, detrás de los páramos, aún más allá, más altas montañas, y detrás algún océano, y al final de esa inmensidad de agua, una vasta playa, y más allá, nuevos altozanos, y detrás de éstos, casi camufladas, estaban las primeras colinas, mis colinas, aquellas que un día remonté buscando ver qué había al otro lado. Y así hasta el infinito. Nada más. No había nada detrás de los cerros, nada que no tuviera ya, nada que pudiera realmente interesarme. Excepto tú. La vida es pura devastación, restos de todo para nada.
No sé por qué te escribo todo esto.
¿Cómo podría dejar atrás tantos años llenos de ti?, ¿cómo aceptar que sólo tendría de ti algún que otro recuerdo? Recuerdos que, indefectiblemente, serían eclipsados por la desventurada evocación de esos amargos días. Y que ni éstos, los recuerdos, infernales o misericordiosos, convendría conservar si pretendía seguir viviendo. ¿Cómo aceptar que habías desaparecido, cuando tu voz era la única melodía que sonaba en mi memoria?
¿Cómo saber lo que es real o ficticio?
Me di un baño en el aún sombreado mar. Nadé un buen rato para despejarme y luego caminé hasta el pueblo intentando recapacitar, aclarar en mi mente todos y cada uno de los conceptos expuestos por Scarabochio. «¡Está viva!», me repetía, buscando que mi corazón se complaciera en aquella certeza. Pero no lo conseguí, mi alma no albergaba ningún entusiasmo por ello. A esas alturas casi te prefería muerta, desaparecida, lejos de mí para siempre. Todo un dilema. ¿Había perdido el interés? En gran parte sí.
No quería seguir sufriendo por haberte perdido y encontrándote tal vez sólo tropezaría con nuevos padecimientos. Incluso peores. En esas meditaciones anduve metido hasta superar el trecho de costa pedregosa que separaba mi casa del bullicio.
Al llegar, más o menos, a la mitad del paseo marítimo, dos coches de los carabineros pasaron a toda velocidad, haciendo chirriar las ruedas de sus Alfas, aullando en dirección a mi casa, al menos eso supuse. Eso fue lo primero que me vino a la cabeza: «¡Van en mi busca!». Era demasiado temprano para tanto escándalo. Los pocos coches que circulaban a esa hora se apartaron espantados y los pocos bañistas que ya tomaban posiciones en la arena corrieron a ver qué pasaba, como posesos ante el griterío de las sirenas. Crucé la avenida, atravesé las calles niveladas de la parte baja y comencé a subir las empinadas callejuelas que ascendían por la colina. Cada vez a mayor paso y, a cada paso, un poco más deprisa. Por cada poro rebosaba una aprensión inmensa. «Scarabochio ha ido con el cuento a la policía —pensé—, van a por mí, van a detenerme. Estoy perdido». El pesimismo se tornó neurosis, un recelo desasosegante. Me sentí fugitivo, acosado.
Comencé a marchar correderas arriba, errante, desorientado, hasta refugiarme en un recóndito café. Entré en el local muy alterado, pálido y sudoroso, completamente extenuado. Tuve la extraña sensación de que las personas que ya desayunaban dentro me reconocían, sabían quién era yo. Se habían dado cuenta de que el prófugo había escapado y ahora estaba allí, vulnerable, aterrorizado. Sería fácil cogerme. Sólo faltaba que el dueño del bar levantara el teléfono y disimuladamente llamara a la policía.
En vez de eso me preguntó con evidente hostilidad «¿qué va a ser?». «Un café —respondí—, un expreso bien cargado y un vaso de agua, por favor». Los clientes volvieron a sus almuerzos, sus periódicos y sus charlas, sin prestarme mucha más atención. El corazón me salía por la boca. Pagué la consumición y fui a sentarme en la mesa más oculta, en el último rincón. Intenté sosegarme. Al poco, cuando aún no había bebido la mitad del oscuro brebaje que pretendía ser café, un parroquiano entró en el local muy agitado, casi tanto como yo. Pidió algo de beber, lo trincó de un trago y habló al antipático patrón a voz en grito, para que todos pudiéramos escucharle. «¡No te imaginas lo que ha pasado!, un tipo ha aparecido muerto cerca de la Campa de Aiello, camino a San Pedro, en la “zona prohibida”. Como lo oyes. Le han volado la cabeza. Está tirado en mitad de un charco de sangre, en una curva de la carretera…».
Se armó un pequeño revuelo, proporcional a la clientela que buscaba despertar en la cantina, siete u ocho personas taciturnas que rápido se animaron ante la macabra noticia. Todos se arremolinaron en torno al portador, al recién llegado, que, imbuido de protagonismo, habló aún más excitado, dando a los hechos que relataba la importancia de un titular, de una primera plana. No sabía nada pero anticipaba e ilustraba cada detalle del suceso como si lo hubiera vivido de cerca.
«Tino ha visto el fiambre. Se la han volado, como te lo digo, le han volado la cabeza, literalmente. Tiene la cara medio destrozada y un boquete del tamaño de un puño en el pecho. ¡Menuda se ha armado!, me voy para allá, antes de que se lleven el cadáver. Todo está acordonado, lleno de polis, y el juez y los de la funeraria no tardarán en llegar… Además —añadió entusiasmado como un niño—, están los de la tele. Si me pilla la cámara te saludo, joder, ¡te lo juro! ¡Ponme otra que me voy corriendo!».
Aquello explicaba lo de los carabineros a toda leche por el Lungomare, me tranquilizó bastante. El tipo volvió a beber de un trago y salió por pies. Los demás continuaron un rato con las porfías alrededor de la barra y luego fueron saliendo del bar, uno por uno, como disimulando, como si ellos no fueran a seguir los pasos de aquel individuo. Todos irían corriendo hasta el lugar de los hechos para apelotonarse en torno a un muerto al que no llegarían a ver. Cuando conseguí que me atendiera, también yo pedí al cantinero un sorbo. Me lo puso diciéndome «¡invita la casa, amigo!, pero trague rápido, que vamos a cerrar». Habían enloquecido tras escuchar la telegráfica crónica de su paisano, nadie iba a perderse el espectáculo. No todos los días aparecía alguien asesinado en Amantea, al menos no desde hacía muchos años. Tomé la copa y salí de allí mucho más calmado.
Tenía en el bolsillo unas cien mil liras, aquello, más otras cincuenta mil que guardaba en casa, era cuanto me quedaba. El temido momento había llegado: me quedaba sin fondos. Diego, que sobrevivía con una miserable pensión de jubilado, generosamente se ofrecía a ayudarme, pero en ningún caso iba yo a aceptar su dinero, su caridad. Había que hacer algo y rápido, buscar un empleo, pintar cuadritos horteras, de los que les gustan a los turistas, y venderlos en el paseo marítimo o en el mercadillo.
Sin dar más importancia al episodio del muerto, bajé tranquilamente las callejuelas que antes había ascendido sintiéndome acosado. De bajada, compré unas alpargatas, unas acelgas frescas y algo de fruta. Paseé serenamente hasta el mediodía. A las tres llegaría a casa el detective, aún tenía tiempo. Me senté en una de las terrazas frente al mar, en una pizzería. Era pronto aún, no había mucha clientela todavía. De inmediato me atendió uno de los camareros, un hombre sinceramente simpático, de lengua descosida y risa franca. Charlé un rato con él, me preguntó por el bueno de Diego, me dijo que solía parar allí a comer algún trozo de pizza al taglio. Le pedí una gran cerveza, una marinada pequeña y una ensalada de berenjenas al horno. El paseo estaba extrañamente inmóvil, el pueblo apenas tenía movimiento, al menos no el habitual de cualquier día a esa hora. Frente a mí, el agua se tornaba verdosa por momentos, las olas rompían cada vez con más violencia, largamente, de izquierda a derecha, dejando tras de sí una cinta de espuma inmaculadamente blanca. Parecían una hilera de piezas de dominó líquidas, empujándose unas a otras, cayendo y alzándose una y otra vez. La atmósfera, minutos antes transparente, se enturbiaba lentamente, mostrando síntomas de apagamiento, de sueño y oscuridad. El cielo iba tomando apariencia de octubre. Todo cambiaba a mi alrededor como por encanto. La primavera se disfrazó de invierno, inesperadamente. Por la tarde habría tormenta.
Mientras comía, fueron llegando y tomando asiento algunos clientes. Entre ellos, apareció un viejo haciendo sonar triste un vetusto acordeón. Vestía un estrafalario uniforme blanco, chaquetilla como de heladero, con botones dorados, unos pantalones que le arrastraban y una vieja gorra de marino calada hasta las cejas. Con voz débil y penetrante, cabrioleando arrítmico, canturreaba viejas canciones que sonaban navideñas, novenas enigmáticas, sincopadas, desafinadas a la vez que armoniosas. Sus cortos dedos, que parecían de palo, recorrían las botoneras a una velocidad de vértigo. Oprimían las teclas como al azar, pero la música que salía del fuelle era apasionante. Todo en él me pareció absolutamente conmovedor. El camarero me sirvió otra birra. Le pregunté por aquel pobre anciano. «Es Nicodemo —me respondió—, siempre anda por aquí tocando para sacar unas monedas o un pedazo de pizza, un buen hombre, todos le queremos». Cuando se acercó a mi mesa pude verlo bien, era un personaje salido de mis pesadillas. Nicodemo, el viejo que unas noches atrás acompañaba a Bonanno y Bonacrocce en la playa arbolada.
Me sobresalté. Se aproximó a mi mesa y deteniéndose a mi lado remató su cantinela. Se quitó la gorra y con ella en la mano me invitó a echar algo de calderilla. Puse en su interior un billete de cien liras. Recorrió la terraza recolectando su recompensa. Luego volvió a mi lado y me preguntó si podía sentarse a la mesa. Completamente desconcertado, incluso asustado, le di permiso para hacerlo. Dejó en el suelo el instrumento y, como quien está habituado a hacerlo, pidió al camarero un vasito de vino blanco y un trozo de pizza, «¡con mucha cebolla!», aclaró. Era diminuto, los pies casi le colgaban de la silla. Junto al acordeón se tumbó el chucho que le acompañaba, una perrita también paticorta, aún más vieja que él, que observaba el mundo con mirada triste, con indiferente ternura…
—Se llama Vincenza, se lo puse por mi difunta esposa —me dijo acariciando al can dulcemente.
—Perdone usted, ¿nos conocemos? —le pregunté incómodo, por decir algo.
—La otra noche se llevó un buen susto, no sabe cómo lo siento, tiene que disculparles, no son malos chicos, sólo un poco cabroncetes…
—¿A quién se refiere?…
—Sabe a qué me refiero, a esos dos. No volverán a molestarle. Usted no les gusta, pero no volverán a darle fastidio. Ya me ocupo yo.
—¿Quiere usted que crea que…?
—Crea usted lo que quiera creer. Tengo que advertirle —continuó hablando en un susurro—: la bella mujer de su sueño está cerca. Muy cerca. Le añora. Tarde o temprano se encontrarán, y no en una ilusión, realmente. Puede ser. No he llegado a conocerla bien. La señora está muy confusa. Anda perdida. Tiene el alma de seda, de seda rasgada. Sufre, sufre mucho por usted. Tal vez no se atreve a encontrase con usted o tal vez no sepa que está usted aquí. Pero le añora, ¡vaya si le añora! Ella ha querido que todo sea así, no ha tenido elección, y quiere que usted lo deje estar, que acepte lo inaceptable, que no padezca más por ella. Eso le oí decir. No quiere que usted sufra más, ¿entiende? Déjelo estar. Quiere que usted viva en paz. Antes o después tendrá usted que admitirlo, tendrá que seguir adelante, solo. Ella no volverá, no lo creo. Pero tal vez lleguen aún a verse, tal vez lleguen a encontrarse. Podría ser, podría ser… Y puede ser que yo vuelva a verla, ¿quiere usted que le diga algo?
Apuró el vaso de vino mirándome a los ojos, esperando mi respuesta, pero fui incapaz de responder nada. Lloraba quedamente, absolutamente conmovido por sus palabras, por su forma de decirlas. No era un loco, no hablaba como un hombre ni como un niño, tal vez era un pequeño ángel contrahecho, mágico, inmortal. No estaba mofándose de mí, no mentía, no se trataba de una cruel broma ni era uno de mis desvaríos. No era un sueño, era real, un momento absolutamente real, y estaba hablando de ti. ¿Cómo era posible? No pude hacerme preguntas en ese momento. Apenas podía respirar, ahogado en los callados sollozos. El anciano puso sus manos sobre las mías, luego me acarició tiernamente la cabeza, como poco antes hiciera a su perrilla, una y otra vez, golpeándome suavemente, como se golpea a los perros para consolarlos. Necesitaba el llanto, ese llanto, esas manos acariciándome, como si fueran las tuyas.
Así pasaron los minutos, completamente ajenos al devenir del mundo que nos rodeaba. Una extraña paz fue invadiendo mi espíritu, hasta calmarme. Cuando alcé la cabeza el viejo estaba todavía allí y pedía otros dos vasitos de vino blanco al camarero. Con sus ásperos pulgares, enjugó mis lágrimas y luego me pasó un raído pañuelo para que me sonara…
—Puedo ver en tu corazón, en tus sueños. Veo un mar hostil, una angustia inmensa como el aliento del océano. Veo vagar tu razón a la deriva, dispuesta a naufragar en esa inmensidad de dolor. Todo eso tiene que acabar. Tienes que apagar el sufrimiento y abrir la ventana a la luz de la armonía. No puedo decirte más. Si no lo haces, pronto caerás en un oscuro abismo, perderás el ímpetu que precisa la vida para ser vida, créeme. Yo también un día perdí la fuerza de vivir… Ella quiere que sigas adelante, que vivas y vivas en paz, por todo cuanto le diste, por todo cuanto te dio, por todo el amor que os unía. Por eso me encargó que te diera el impulso que precisas para seguir adelante, sin ella… Pero yo no soy nada, no puedo hacer nada, sólo decirte lo que te digo, tocar para ti alguna canción que te dé fuerza…
Poniéndose en pie, el viejo recogió su instrumento del suelo y se lo ajustó al pecho. La perrita, mirándole desde abajo, se desperezó un poco contrariada, haciendo chirriar las uñas contra las baldosas. Girándose como lo haría un soldado de plomo, comenzó a hacer sonar su organillo, marchando ufano sobre el sitio, marcando el paso al son de la alegre melodía que tocaba para mí, eufórico. Antes de comenzar su desfile, volvió la cabeza y me suplicó que le cuidara a su perro, un instante, dijo, aunque yo supe que sería para toda la eternidad. A una orden suya, Vincenza volvió a tumbarse, esta vez a mi lado, y él arrancó haciendo soplar con más fuerza el fuelle, que gimió una larga nota, un mi que sostuvo hasta desaparecer. Al cabo, un trueno partió el tiempo y comenzó a llover a cántaros.
Mientras se alejaba, le grité: «¡Dígale que la amo!, dígale que yo la amo, por encima de todo…». Nicodemo salió de la terraza, giró a la derecha con cómico aire marcial y rápidamente se perdió en el aguacero. Nunca volví a verle, ni volví a encontrármelo en ninguna de mis pesadillas.
Al poco, aún muy confuso por lo sucedido, pagué la cuenta y emprendí el camino acompañado por la pequeña Vincenza. El animal aceptó a su nuevo amo sin un solo lamento, sin ninguna extrañeza. Saliendo del bar, cerca de la barra, pude escuchar a varios hombres hablando del asesinato en la «zona prohibida». Me pregunté qué querían decir con lo de «prohibida», qué significado tendría aquello. Aquella conversación entreoída me devolvió a la realidad. La hora se echaba encima. A las tres llegaría el detective y aunque era la última persona que deseaba ver, ésa era una cita ineludible. Aquel tipo tendría que explicarme muchas cosas aquella tarde. Aún diluviaba.
Recorrí el trecho que me separaba de casa a buen paso, mientras Vincenza, cansina, caminaba detrás de mis zancadas con la lengua fuera. Media hora después, a las tres menos cinco, subíamos la escalera completamente empapados. Me metí en la ducha con el perro. Los dos nos dimos un buen baño. La sequé con mimo y le puse comida y agua. La perrilla, ya sin la mugre que la cubría, resultó ser color canela, blanca y canela, como el arroz con leche. Cogí un libro y me senté a leer y esperar. Vincenza se tumbó a mi lado en el sofá, suspiró profundamente complacida y se durmió apoyando la cabeza en mi regazo. Arrullado por la poesía y su sereno respirar sobre mi pecho, también yo quedé plácidamente dormido.
Cuando desperté eran más de las seis. Seguía lloviendo. La tormenta había oscurecido el cielo prematuramente. El investigador no había aparecido. Poco después, llamaron a la puerta. Era Diego. Enseguida se encariñó con la perrita y ésta con él. Por no darle explicaciones, le dije que la había encontrado vagabundeando por la playa, que algún hijo de puta la habría abandonado. Al día siguiente la llevaríamos al veterinario.
Raramente leíamos el periódico, pero Diego trajo aquella tarde ediciones especiales. Los dos diarios locales destacaban en primera página la noticia: «Hombre hallado muerto en la carretera de San Pedro». Sin ningún género de dudas, en las lóbregas fotografías del cadáver, pude reconocer el cuerpo y lo que quedaba del inconfundible rostro de Scarabochio. No tendría que seguir esperando, ¡el detective había muerto! Mientras cortaba cebollas y ponía a hervir unas acelgas, contagiado por el entusiasmo general, Diego me contó todos los detalles del suceso antes de que pudiera leerlos, sin dejarme hacerlo. También me sacó de dudas sobre la llamada «zona prohibida». Era una enorme finca que se extendía por la falda del monte Cocuzzo, muy cerca de Amantea. En ella se refugiaba un antiguo padrino de la mafia, uno de los grandes, un tal don Amato. Un «pentito delta Ndrangheta»[12].
Al parecer, el «infame»[13] era un viejo asesino sin escrúpulos. Entre los innumerables crímenes que no pesaban en su conciencia, había ordenado matar a su propio hijo y a su nuera, que estaba embarazada de su nieto. Cuando fue detenido, tal vez cansado de tanta muerte, como venganza, decidió «cantar». Se unió a los arrepentidos. Más de un millar de mañosos decidieron colaborar con la ley. Ellos y sus miles de familiares tuvieron que recibir protección del Estado. Eso costaba millones de dólares. Don Amato renunció al exilio, a la clandestinidad, a una nueva identidad, a un nuevo rostro, como otros muchos hicieron. A cambio de su confesión, el eterno enemigo de los corleoneses exigió al Gobierno una protección total, sin escatimar medios. Él no podía concebir la vida lejos de su tierra. Debió de ser considerable lo que contó a los magistrados, ya que fueron muchos los que, tras su testimonio, acabaron entre rejas…
Durante unos años, las confesiones de los arrepentidos tuvieron efectos devastadores sobre las diferentes organizaciones mañosas, enfrascadas entonces en una gran guerra. En aquel año, en 1984, fueron detenidos varios capos en Italia, en España y en los Estados Unidos. Con él cayeron varios miembros destacados de la camorra napolitana y de la mafia siciliana: Bardellino, Cuoto, Scarnato, Badalamenti. Algunos quedaron en libertad gracias a jueces corruptos, otros fueron a prisión. Don Amato quedó confinado a perpetuidad en su domicilio, sin posibilidad de salir, y más le valía, pues eran muchos los que estaban dispuestos a acabar con su vida. La quinta en la que don Amato se guarecía, irónicamente, se llamaba Cosa Vostra. Allí llevaba ya encerrado más de siete años, desde 1985.
El territorio fue literalmente blindado, aunque oficialmente el Estado lo negara. Era un hombre muy influyente, al que varios jefes de Estado y decenas de ministros debían favores de los que se pueden pagar con la vida. Estaba custodiado por unos cincuenta policías y por medio centenar de hombres de su confianza, armados hasta los dientes. Soldados de la mafia que, bajo la tapadera de una empresa de seguridad, acribillaban impunemente a quien osara acercarse o traspasar las lindes de la finca.
«Si te aventuras por allí, ten por seguro que te liberan el alma de un tiro —aseveró Diego—. Primero disparan y después preguntan, si es que llegan a preguntar. No les hace falta. Ese tipo es sólo un muerto más, nadie pagará por ello. ¿A quién se le ocurre adentrarse en esa zona?». Le conté a Diego que aquel individuo era el detective que llevaba tu caso. El mismo que un día antes había estado hablando conmigo en casa. El mismo que yo había esperado en vano desde las tres de la tarde.
Por supuesto, la versión de la prensa poco o nada tenía que ver con lo ocurrido y con lo que acababa de contarme Diego. Hablaban de un accidente de caza. En aquellos montes abundan los jabalíes. Por error, en la confusa luz del amanecer, los ojeadores habían tirado sobre él, abatiéndolo como si fuera un cochino. Sobre el fallecido, daban pocos datos, era un tal Guido Scarabochio, divorciado, de 62 años, nacido en Viterbo en 1929, vecino de Roma, regentaba una agencia matrimonial en la ciudad en la que vivía. Le suponían un turista amante de la naturaleza, un excursionista que paseaba a la hora equivocada por el sendero equivocado. Eso era todo. R. I. P.
Aparte de las macabras circunstancias, la futilidad de la muerte de Scarabochio me dejó impasible. Más tarde, me sentí algo perturbado, contradictoriamente inquieto, entre la inútil congoja y el pérfido gozo de la liberación. Aquel hecho ponía punto y final al asunto Amantea. La curiosidad trágica de aquel hombre había desaparecido con él. Nos habíamos librado de sus perseverantes fisgoneos y él, seguramente, se habría liberado de sí mismo. Nuestro secreto estaba a salvo, ya nadie te buscaría, ni viva ni muerta. Aquel tipo no volvería a pensar en ti y yo tampoco. Al menos eso intentaría con todas mis fuerzas. Empezaría otra vida, una existencia completamente nueva.
La vida después de ti, por fin sin ti. Desde ese momento, cada vez que aparecieras en la penumbra de mis sueños, miraría a otra parte y soplaría las cenizas de mi pena cuando me hablara buscando seducirme.