CHARANGA CIRCENSE

En la cegadora luz de la noche. Viernes, 2 de marzo de 1990

Como el inmenso aliento del océano, como el primer grito del verdadero llanto, como un silencioso y lejano rugido, llega el perverso día en que dejamos de creer, de sentir, de amar. Mueren el Amor y su inocencia entre los brazos, mientras acariciamos su rostro pálido, aún vivo, aún cálido. Lo advertíamos, veíamos venir ese momento inverosímil, esa lejana e impensable tragedia. Del mismo modo que perdemos los dientes perdemos las alas, se nos caen y ya no vuelven a crecer. Alas de leche y papel, alas de un día, alas líquidas, inflamables y frágiles.

Un afilado dolor curvo las segó de un tajo.

Con cuñas de silencio intentamos calzar nuestras entrañas, pero el corazón cojea sumiso, arrastra su amargura con un quejido metálico, oxidado, para siempre. ¡Qué cansancio!

Hoy no tengo ganas de nada.

He recorrido la playa cien veces esta mañana, arriba y abajo, abajo y arriba; luego he almorzado unos erizos y una cerveza en el chiringuito de Sandro. Al regresar, he evitado encontrarme con Diego. Ya en casa, he temido que llamara a la puerta, que apareciera sin avisar, aunque nunca lo hace.

Ayer, finalmente, lo invité a cenar. Se me hizo pesada la velada y su compañía.

No quiero ver a nadie, ni escuchar sonido alguno, ni siquiera el del correr de mi sangre. No soporto la luz. He echado persianas y cortinas, cierro con fuerza los ojos, pero sigue deslumbrándome el fulgor carmesí que adivino tras los párpados. No quiero sentir el peso de mi cuerpo, ni el tacto de mis manos, ni el pulso en la almohada, ni este maldito dolor de espalda. Desearía que el corazón bombeara sólo una vez por minuto, lo indispensable, que dejaran de atronarme sus latidos. Que este malestar dejara de ser el indeseable huésped de mi alma.

Que enmudeciera esa desentonada charanga, que remitiera este sufrimiento…

Cenamos en la terraza. Preparé las sardinas en la barbacoa y una crema fría de puerros. Tomamos Chianti, demasiado otra vez. Cinco botellas al menos. Tengo que dejar de beber y fumar con esta ansia suicida.

Antes, por la tarde, fuimos al circo.

Han instalado su remendada y enmohecida carpa azul en la playa, demasiado cerca de casa. La fanfarria de dos funciones me acompaña cada tarde desde hace un par de días, y tendré que soportarla dos más. Es un espectáculo pobre, banal, triste, muy triste.

Todo queda en manos de una familia de indigentes cíngaros, tal vez rumanos o húngaros. La madre oronda, el padre seco y un montón de hijos renegridos, menores y adolescentes; la abuela, en la taquilla, muerde con rabia un cigarrillo mientras vende a dos mil liras cada entrada. Un par de tipos ataviados con mugrientas casacas, hombres hoscos, vencidos y mal pagados, completan el cuadro.

En la pista, todos visten ropa dos mil veces zurcida; gorros, mallas, medias y corpiños heredados o robados en alguna ya menesterosa tramoya. Las lentejuelas dispersas apenas brillan, en los penachos quedan cuatro plumas, los entorchados perdieron hace años los flecos y los escarpines son tomateras.

Todo alrededor, sobre y bajo ese tenderete posee un oropel opaco, descascarillado, mohoso y repintado con descuido de azul, blanco y rojo. La luz de una docena de focos se colorea a través de ahumadas y oscuras gelatinas. También unas jiras de bombillas de colores, la mayoría fundidas, iluminan tenue el ya tenue espectáculo. El haz amarillento de un cañón, un agotado proyector de arco, persigue a contraluz y con poco éxito las evoluciones de los mediocres artistas. Con desganada y fingida dignidad, con adiestrada rutina, desarrollan mecánicamente unas cuantas representaciones, cada una más lamentable que la anterior. Como poco, tocan a dos o tres números por cabeza. Los pequeños aparecen en todos; la madre, además de trapecista, es la asistente del mago y hace malabares con aros y mazas; el padre, prestidigitador oriental vestido de Fu-Man-Chú, también adiestra los perros que luego humilla en la arena o simula domar un oso que hace tiempo perdió el oído, los dientes y las garras. Los chicos y chicas mayores, como temblorosos e inestables saltimbanquis, realizan piruetas que sin duda hacen crecer la aprensión del escaso público; los saltos y volteretas de los jóvenes acróbatas (mortales de necesidad) acaban bien por puro milagro.

Todo así. Mulas famélicas disfrazadas de deslucidas coristas; un león octogenario que gruñe afónico al miedo, al hambre y a la muerte; payasos de ajado maquillaje con mueca de sonrisa, que dan que llorar mientras aparentan que intentan hacer reír; un tití viejo, antipático y sarnoso, que cubre la calva sonrosada con un turban tito rojo. De su cuello cuelga una cajita de música con forma de tambor. Cuando el mono acciona la manivela, suena casi imperceptible un fragmento de una de las Gymnopédias de Satie.

Me conmueve la tozuda falta de talento de esta gente, siento el hambre y la sed que les empujan a una existencia tan lúgubre y resignada. Hay algo en todo ello tan terriblemente patético y entristecido que me sirve de consuelo. Después del circo, la comida, el vino y sus despropósitos. Las conversaciones patéticas de dos beodos. Aunque Diego nunca llega a estarlo completamente. Yo me estoy convirtiendo en un borrachín, él se achispa como sólo lo hacen los alcohólicos.

Debe de llevar toda una vida bebiendo demasiado.