Lunes, 2 de abril de 1990
A pesar de la promesa pasamos largo tiempo sin hablar. Después de lo de Ada, caí en un estado insoportable de desasosiego. Tal era la desazón que me tuvo cerca de un mes cautivo, encogido como un feto, día y noche, sudando y temblando de dolor y desconcierto. Estarás harta de que te hable de todo esto. ¿Qué puedo hacer?
Hoy estoy mucho más tranquilo.
Qué rara es la serenidad, qué placentero es sentirse así, aunque sólo sea un instante o unas horas. Aunque sea gracias a estas píldoras de colores, grageas de avenencia con la perversa ansiedad. Diego tenía razón, las pastillas rae han sentado bien. El arrullo líquido de este desierto de agua, el aroma de las algas y el rumor del mar me reconfortan ahora de un modo especial. Como lo hacía entonces el bisbiseo del viento entre las ramas, el traqueteo de las ruedas de los trenes al saltar sobre las juntas de las vías, el intenso olor a alquitrán de las traviesas.
Después de lanzar al vacío tu ofrenda, bajé lentamente, muy lentamente, a pasitos cortos y fatigados, arrastrando los pies como un anciano. Las mermadas fuerzas no daban para retener la inercia de mi cuerpo caminando cuesta abajo. Fui parando en cada esquina para recuperar el aliento y el equilibrio. Luego me detuve en el mirador, sobre la gruta. A esa altura del promontorio la vista sobre el mar es extraordinaria, agua y cielo se unen en un azur infinito, da vértigo mirar tanta inmensidad, tanta perfección. Se puede ver mucho más allá del fin del horizonte, si el día es claro se alcanza a distinguir la isla de Strómboli, incluso la punta del faro de Messina.
Algo más repuesto, allí mismo compré un cucurucho de sardinas frescas. Una anciana las vendía a la puerta de su casa. Eran unas sardinillas diminutas, poco más grandes que boquerones, que fui dando de comer a los incontables gatos que aquí siempre salen al paso. El pueblo estaba insólitamente vacío. La belleza y el silencio medieval de estas calles sobrecoge lejos del bullicio habitual. A medida que bajaba el último repecho de la colina por la que trepa o desciende el pueblo, sentí un vahído y me desvanecí. No llegué a perder el sentido, simplemente me desplomé a cámara lenta.
De una casa cercana salieron varias personas, las vi turbias y desenfocadas acercarse a mí para socorrerme, oía sus expresiones alarmadas reverberar como en la bóveda de los sueños. Me tomaron en volandas y así me llevaron dentro del hogar, hasta un patio fresco, sombreado por una parra baja y repleta de racimos que, en mi ensueño, me parecieron desproporcionados. Allí me sentaron en una mecedora y me colocaron la cabeza entre las piernas. Vomité sobre un suelo pavimentado con cemento y brillantes piedras pulidas por las olas. Alguien colocó un paño empapado en mi nuca, sentí un gran alivio. Me recostaron y me dieron agua fresca. En mi desamparo, aquellos seres, tres o cuatro, me parecieron dulces ángeles custodios. El aire olía a azahar y sus voces sonaban como coros de querubines niños. Me taparon con una manta. Alguien acarició mi frente con ternura y quedé dormido.
No debió de pasar mucho tiempo, lo más diez o quince minutos, cuando desperté sobresaltado. Frente a mí, una señora de rostro lozano, terso y sonrosado, sonreía y pronunciaba en dialecto palabras incomprensibles, tranquilizadoras. El médico del pueblo (alguien le había llamado), don Fabiano Schiatta, aún me tomaba el pulso en la muñeca cuando abrí los ojos. Alguien dijo: «Es el extranjero, el español, el chico de Diego».
Aquella frase entreoída, entrecortada, me turbó profundamente, me estremeció una ternura antigua. Pensé en mi padre, en si aún seguiría con vida.
Aún tambaleante pero más repuesto, mientras intentaba presentarme, disculparme, justificarme, agradecer su ayuda, me sentaron a la mesa sin darme otra opción. Una de las mujeres sirvió los platos con alegría. Unos deliciosos ravioli alla catanzarese que empecé a comer sin ganas y de los que luego repetí dos o tres veces. No podía imaginar que estaba tan hambriento. Eran sencillamente deliciosos. Todos los presentes, tres niños, dos hombres y tres mujeres, además del doctor (que también se apuntó a cenar), me miraban risueños esperando mi aprobación, complacidos mientras yo devoraba como quien hace meses que no prueba bocado. Aquella gente, sinceramente piadosa, humilde y benefactora, me trataba como a un inesperado peregrino, un huésped extravagante y desvalido que Dios hubiera derribado a la puerta de su casa para ser socorrido con clemencia. Tanta afabilidad, el buen vino tinto y la exquisita pasta me devolvieron el alma. Sirvieron luego el mejor tiramisú que jamás había probado, un buen café muy caliente, del que tomé dos tazas, y una botella de grappa[8] helada de la que bebí al menos cuatro vasitos.
Flotaba semiinconsciente y hablaba sin parar con unos y otros. No recuerdo una palabra de lo que dije en mi agradecida euforia, pero no tiene mucha importancia. Con aquella buena gente había roto casi un mes de silencio y de locura. Me hicieron sentir parte de una familia, un ser humano más, despreocupado y alegre a pesar de los pesares. Por unas horas paladeé el delicioso sabor de la sensatez, del buen juicio, lejos de la hiel que, como bilis, me sube y me amarga diariamente. Me dulcifiqué en la hipnótica sabiduría de aquellos seres cuerdos, serenos y contentos, por nada, sólo por existir y poder salir adelante. En la normalidad cotidiana de una casa modesta, humana e indulgente.
Ya bastante tarde, el doctor, tan cuajado de alcohol como yo, se retiró disculpándose con gratitud ante los anfitriones, aconsejándome severa y paternalmente que no dejara de visitar su consulta para hacer un reconocimiento a conciencia. Le prometí que lo haría. El galeno bajó la calle haciendo eses, casi arrastrando el maletín de cuero, bamboleándose como un barco a la deriva.
Poco después, después de los agradecimientos y las despedidas, como el doctor Schiatta, bajé los callejones solitarios tambaleándome, apoyándome de pared en pared, hasta llegar a una avenida ancha, insólitamente repleta de gente, de ruido y de colores. Era ya muy tarde, pero todas las bandas del pueblo ensayaban aún y a un tiempo, a pocos metros unas de otras, para las procesiones del Viernes Santo. Cada una de ellas estaba rodeada por una pequeña y entregada multitud de apasionados seguidores de Cristo. A lo largo de la gran avenida, mientras conseguía avanzar a duras penas, la música de unas y de otras se iba mezclando chillona o melodiosa, en un portentoso desbarajuste atonal, cacofónico. Los cantos religiosos se fusionaban con las irreverentes comparsas, las solemnes marchas se confundían con góticas piezas medievales. Todo sonaba armoniosa o estridentemente a medida que caminaba o me detenía a escuchar.
Tras deambular un buen rato entre el animado gentío, pude ver a Diego. Tocaba el clarinete completamente ensimismado, casi extasiado, entornando los ojos como un inspirado músico de jazz. Su banda, la de la Virgen del Rosario, compuesta sólo por marineros, entonaba en ese momento unas melancólicas notas. Un lamento dramático, casi fúnebre, que los fieles reunidos en torno escuchaban con gran aflicción, con lágrimas en los ojos. Alzando la voz grité «¡eh, estoy aquí!», pero no me escuchó. Todos me miraron de soslayo, algunos chistaron, ostensiblemente disgustados por mi atrevimiento. Todavía bastante beodo, les aclaré: «Soy el chico de Diego». «El chico de Diego», murmuraron otros con cierta indignación. No le quité el ojo de encima, ni dejé de prestar oídos a las resonancias de su instrumento, complaciéndome en las evoluciones de sus rollizos dedos sobre las teclas. La música fue in crescendo hasta apagarse en una bellísima concordancia instrumental, en una generosa ofrenda de sonidos que pareció quedar esculpida en el aire. Tras el apogeo, Diego chupó una última vez la boquilla y, retirándola de sus labios, escupió. Los aplausos apagaron los ecos cercanos de los otros conjuntos.
La gente se mezcló con los músicos en una marea de felicitaciones y apretones de manos. Me acerqué a él y le abracé sinceramente emocionado, suplicándole una inmediata reconciliación, pidiéndole perdón por tan injustificable desencuentro. Se sorprendió tanto que casi llegó a intimidarse, se sobresaltó como quien recibe el estrujón de un difunto. Mis brazos no conseguían abarcar su envergadura. Para ser el cuerpo de un fantasma, me pareció enorme y acogedor, cálido, reconfortante. Quise realmente ser su chico, su amado hijo.
Desmontó, limpió y guardó su herramienta, parsimoniosamente, sin decir nada. No tenía palabras o no las encontraba. Mientras, de tanto en tanto, me miraba intentando reprimir la sonrisa, como fingiendo un enfado completamente justificado, que, sin embargo, tras mi inesperado achuchón, había olvidado por completo. Levantándose me hizo un gesto para que le siguiera, como si yo fuera su buen perro, su malasangre extraviado y reencontrado por enésima vez. Caminamos así, en silencio, hasta llegar a los chiringos que habían montado en la playa. Nos detuvimos en el primero que encontramos. Posó la caja sobre la barra y pidió dos tragos, «¡a tu salud, hijo de una mala perra!», me dijo, y bebió de un sorbo.
Luego pidió dos botellas de aguardiente. Bebimos hasta apurar los vasos, muchos vasos, uno detrás de otro. Ya completamente embriagados, cogidos de la mano, regresamos caminando por el agua, empapándonos los zapatos y los pantalones, hasta dejar atrás el bullicio del paseo marítimo. Hasta atravesar la oscuridad que nos separaba de nuestros hogares vecinos. Por el camino, yo borracho como una cuba y él como una barrica, fuimos balbuceando excusas para olvidar todo lo ocurrido. Le prometí cambiar de actitud, dejarte atrás definitivamente, dejar atrás el inútil dolor, el abrasador desasosiego que me atenazaba. Le prometí que saldría con Ada, que lo intentaría. Él me juró que seguiría tratando de ayudarme, a pesar de mi tozudez, a pesar de mi hermetismo, de mi absoluta desconfianza en él y en la vida. Ya frente a la casa, nos metimos en el agua completamente vestidos. Diego no soltó en ningún momento el maletín de su preciado clarinete. Lo aferraba contra su pecho, como si fuera un flotador.
La noche estaba magnífica, la mar serena, el agua helada. Cogidos a las sogas de las barcas, nos dejamos mecer por las olas largo tiempo, hasta que pasó en gran parte nuestra monumental tranca. Diego salió del agua antes que yo y chorreando subió a su casa dejando tras de sí un charco oscuro. Al rato, cuando yo también estuve fuera, apareció envuelto en un enorme albornoz azul, con un par de toallas en una mano y un par de bocadillos y cervezas en la otra, para aliviar del todo la embriaguez. Me desnudé y me sequé, tiritaba. Luego, sentados en la arena, comimos, charlamos y bebimos mucho más serenos. La alta Luna brillaba inmensa y rojiza frente a nosotros. Nos reconciliamos como dos viejos amigos entre los que no cabe el rencor, aunque eso sea mentira; como dos amigos a los que une el mismo anhelo al mirar, aunque eso sea mentira; como dos amigos unidos por un mismo sentimiento de desolación, aunque eso sea mentira.
Buscamos entre las palabras los lugares, los momentos en que naufragaron nuestros ánimos. Pero no los encontramos. Hablamos de mi incapacidad para vivir, de la añoranza, de la suya y de la mía, del malestar del alma, de los cadáveres que quedaron atrás, los suyos y los míos, del horror, del aburrimiento, del miedo que nos había llevado hasta allí, de la nada que guardábamos, de todas las esperanzas perdidas que apestan disueltas en la putrefacta sustancia de las horas muertas, almacenadas en tarros vacíos, en vasos vacíos, en todos los pensamientos perdidos y vacíos. El fresco en el aire comenzó a pesar, la Luna iluminó algunas nubes pasajeras. Un navío aulló mar adentro, como lamentándose de nuestra tediosa tristeza. Diego me habló de su sobrino, no mucho, lo suficiente para hacerme entender que su espera sería en vano.
Luego, después de un prolongado e indefinido silencio, como para ahuyentar a la resignación y al creciente frío, comenzó a hablar del verano, de los turistas, de Ada o de otra chica guapa que me ayudara a olvidarte. «Si no es ella, será otra piccina[9], alguna veraneante llegará, se fijará en ti, tú en ella, y te llevará lejos de aquí y de los recuerdos que te persiguen, será un antídoto, volverás a vivir, a amar, a contar los días con agrado», eso fue lo último que dijo. Yo le hable de ti, no mucho, pero lo bastante para hacerle entender que lo que pensaba era imposible. En el claro de Luna, tal vez entendimos que estábamos unidos por expectativas imposibles, por la angustia, por artificios siniestros pero excesivamente bellos como para ser desechados, por fracasos aterradoramente previsibles. Pero sólo yo lo veía con la certera clarividencia de los locos, sin disfrazar la honda amargura con mentiras. Él, dejando caer la sonda, iba midiendo el fondo para no naufragar, para no dar un paso en falso, para no dejarse arrastrar por la marea de destrucción que acarrea contemplar tanta muerte. Diego, sin romper su silencio, se puso de pie dejando en mi frente un espontáneo e indeleble beso de buenas noches. Se sacudió la arena y subió a dormir. Tomé una de las pastillas que me había dado, la de color azul.
Tumbado sobre la arena, cubierto por las toallas y las estrellas, contemplé un buen rato la magna noche, antes de quedar profundamente recogido en la somnolencia. Muy profundamente. El lorazepam y el alcohol, mezclados en mi sangre, hicieron su efecto. Lo único que deseaba y podía hacer era dormir.
Al despertar, transmutada por un absoluto y magistral prodigio (sin duda digno del mejor de los magos o de los dioses), la playa se presentó ante mis ojos cubierta de árboles centenarios, hasta apenas un par de metros del agua, convertida en un frondoso bosque de aspecto otoñal. Miles de hojas caían de formidables prunos y almendros, de arces, castaños y robles imponentes, e iban tapando la arena fosca casi por completo. Una lánguida marea amarillenta bañaba la orilla, sin un murmullo. El lento oleaje arremolinaba la hojarasca almagre, la acumulaba en una muralla de algas de aspecto ambarino. Y de ese mar también ámbar, muy claro, como tenuemente iluminado desde el fondo, ¡lo juro!, emergió una mujer de aspecto albino, completamente desnuda. Sólo cubierta por escarcha de sal.
Brillaba tan pálida como la Luna, más pálida y más brillante, casi traslúcida. Era de noche, seguro, seguía siendo de noche, aunque el cielo clareaba extrañamente en un fulgor suave, de tonos ora verdes, ora violáceos, indefinidos, como en una exuberante aurora boreal. Millones de estrellas refulgían en relieve, casi al alcance de la punta de la nariz o de los dedos.
Nada más salir del agua, la joven se sacudió la melena corta como lo hacen los perros. Luego enjugó la humedad acariciando el pelo con un gesto que me era familiar, ladeó exageradamente la cabeza y, dando levísimos saltitos a la vez, exprimió el cabello, como quien escurre un paño o una toalla. Al caer, las últimas gotas brillaron lentas, como luciérnagas. Hecho esto, dobló la cintura totalmente hacia delante, dejando la cabellera por debajo de la cabeza, hasta rozar la arenilla cubierta de pétalos y hojas. La perspectiva era definitivamente erótica, angustiosamente sexual. No pude adivinar los rasgos del rostro que asomaba entre las piernas, ligeramente abiertas, unas preciosas piernas que subían hasta un hermosísimo culo. «No te muevas —pensé—, quédate así, espera». Sentí un violento apetito, un deseo irrefrenable de arrodillarme detrás de ella y morder tiernamente aquel trasero, lamerlo hasta la sinrazón.
Con un gesto seco, decididamente enérgico, se incorporó echando la crin y el cuerpo hacia atrás. Luego, se alejó caminando casi de puntillas, moviendo serenamente las caderas, mientras lo recogía en una cola o un moño. No pude ver su cara, en todo momento permaneció oculta o dándome la espalda. Me alcé de un salto y corrí cuanto pude con la intención de alcanzarla, pero estaba mucho más lejos de lo que me había parecido. Cuando me detenía a mirar, mis ojos, como catalejos, me permitían verla nítidamente y bastante cercana.
Al emprender de nuevo el paso, el trecho que me separaba de ella cobraba una nueva dimensión, aparecía como una longitud insalvable.
En vano intenté gritar para que se detuviera. Por alguna razón, tal vez por el relente de la noche, la voz no quería salir de mi garganta. Estaba completamente afónico. Aceleré la marcha buscando acortar tanta distancia. Los pies se hundían cada vez más en la arena, los tobillos, una y otra vez, se enredaban entre los sargazos rojizos, quedando atrapados, haciéndome tropezar constantemente. En vano intenté una y otra vez desembarazarme de las enredaderas que me atenazaban. Avanzar se convirtió en una tarea agotadora, imposible, tanto que perdí el aliento y caí de bruces completamente exhausto. La arena entró en mis párpados arañándome los ojos, entró en los agujeros de la nariz, taponándolos, entró en mi boca, sellándola. Di una bocanada terrible, agónica, como la última de un enorme pez moribundo. A pesar de ello, el oxígeno no llegó a entrar en mis pulmones. La garganta se cerró definitivamente, la lengua, seca e hinchada, se quedó adherida al paladar, inamovible. Acepté que había rebasado el preciso instante de la muerte. Quise sufrirlo o gozarlo, pero éste no llegó. No era ese trance el que me alcanzaba. Seguía insufriblemente vivo. Quedé boca arriba, aleteando, mirando la luz incoherente, escupiendo espumarajos al cielo.
Pensé: «El espacio no tiene fin, no acaba nunca, es infinito, ilimitado, como este dolor».
Al cabo, respiré de nuevo, lenta y doloridamente, como si aspirase el vapor de un ácido corrosivo. Las fosas nasales y la garganta se calcinaban con cada nueva inspiración. Pesadamente, me senté abrazándome la piernas, buscando recuperar el resuello. Una vez más conseguí incorporarme, hiriendo los pulmones por el esfuerzo. Ella seguía alejándose, muy pausadamente. Acopiando mis agotadísimas reservas, tomé impulso e intenté avanzar. Esta vez, sentí como si unas manitas invisibles me retuvieran. Y así era. No podía verlas, pero dos garras diminutas, doce dedos afilados, me aferraban clavándose en mis brazos, apretando con una fuerza inusitada. La uñada empezó a rasgar y a sangrar mi piel. De improviso, noté un fortísimo empellón en la boca del estómago, como un cabezazo. Alguien me empujó sin contemplaciones. Atrás, justo abajo, detrás de mis pantorrillas, algo, un cuerpecillo, me hizo tropezar y caer como en esos juegos de niños. Volví a quedar mirando al cielo. En su infinidad verde y violeta aún brillaban y oscilaban todas las estrellas.
Apurando el remanente final de la voluntad, la reserva terminal, la última gota de brío en mi sangre, volví a incorporarme. «La última», pensé. Ya no había más. Frente a mí, un enano calvo y escuálido, de nariz y ojos rojizos y afilados, me miraba con sorna. Alguien detrás de mí gritó: «¡Buh!». Me sobresalté de un modo inconcebible, sentí el miedo más atroz que jamás haya sentido. Instintivamente me giré para ver quién se burlaba.
Otro ser, poco más alto que el que tenía enfrente, me miraba sonriendo, maliciosamente distraído. Éste, rechoncho y sonrosado, tenía un aspecto más bonachón, pero su presencia resultaba igualmente terrorífica y desconcertante. Sin venir a cuento, los dos empezaron a reír enloquecidamente, como hienas rabiosas.
«¿Quiénes sois?, ¿qué sois?, ¿qué queréis de mí?, ¿qué os hace desternillar así?», pregunté iracundo. «Sin duda, tú», respondió el más demacrado. «Yo no le veo la gracia», repliqué. «Tú no tienes ninguna gracia ni puedes verla», volvió a hablar el flaco, mientras el otro dibujaba en la arena con la punta de un palito y con uno de sus pies. «¿Quiénes sois?», insistí impaciente, muy asustado. «Yo soy Bonacrocce —dijo el gordo, hablando a destiempo—, y él es Bonanno». El más enjuto le miró inquisidoramente, como recriminándole tal confidencia. Se aullaron mutuamente enseñándose los diminutos dientes, unos colmillos ennegrecidos, como clavos oxidados. Un segundo después, volvían a partirse de la risa, revolcándose en la arena. «¿Y ella?, ¿quién es ella?», les grité. «No es de tu incumbencia, nada que tú debas saber aunque ya sepas», sentenció el seco y maligno enano. «¿Por qué no consigo alcanzarla?», seguí. «Porque no está escrito», balbuceó el achaparrado mirando de reojo al otro, que sin duda era quien llevaba la voz cantante, buscando su aprobación. «¿Dónde debería estar escrito?», inquirí cada vez más inquieto. «¡Bah!, ¡calla de una maldita vez, maldito plañidero hijo de una asquerosa carnicera!», bramó con desprecio el más demacrado, sin apenas separar los labios, siseando como una serpiente. Guardaron silencio y escucharon atentamente.
El rumor de una banda lejana comenzó a llegar sostenido en la brisa. Al poco, y a buen paso, acompañadas por una inesperada bruma, un grupo de majorettes desfiló por la orilla, chapoteando alegres, elevando las rodillas graciosamente al ritmo de la música. Sus penachos entorchados, las casacas abotonadas, las faldas cortísimas, los bastones de mando, todo era dorado, hasta su piel, que brillaba como recubierta por polvo de oro. Pasaron rápido, muy sonrientes y sin mirarnos. Tras de ellas, otro personaje grotesco caminaba intentando seguir su ritmo, arrastrando los pies, marcando el paso a destiempo. Un hombrecillo anciano vestido con uniforme blanco, inmaculado, tocado por una gorra descolocada y también blanca, hacía sonar alegremente el viejo acordeón que llevaba entre sus brazos. A contratiempo, con voz afeminada y ronca, entonaba una cancioncilla incomprensible, desafinada, tristísima.
El grupo de chicas se alejó envuelto en la neblina que avanzaba con ellas. El viejecillo giró hacia nosotros dejándolas marchar y se puso a dar vueltas en torno a mí, cantando cada vez más rápido su cantinela absurda, una canción afrancesada que hablaba de la Luna. Bonanno y Bonacrocce comenzaron a burlarse de él, siguiéndole, bailando como dos locos bufones. Los tres giraron y giraron a mi alrededor hasta marearme. El anciano me inspiraba una enorme ternura. De su organillo y de su boca desdentada salía un sonido cada vez más agudo, los labios balbuceaban, los dedos se movían a una velocidad extraordinaria sobre las nacaradas teclas, y el fuelle se abría y cerraba cada vez más rápidamente. Los tres cayeron por tierra muertos de risa. «Éste es Nicodemo —aclaró el gordito—. Sólo él puede ayudarte. Él sabe cómo alcanzar a la mujer que se aleja». Me sobresaltó la idea de que podía haberla perdido de vista definitivamente. Busqué con la mirada y allí seguía su esbelta figura, borrándose en el tenebroso horizonte, alejándose más y más, cada vez más. Intenté correr de nuevo, pero uno de ellos me puso la zancadilla, haciéndome caer de boca. Nicodemo se sentó a mi lado y me acarició y me habló como se acaricia y se habla a los perros.
«He llegado puntualmente, no me esperabas, pero aquí estoy —dijo el viejo—. Tranquilo, tranquilo, nunca podrás alcanzarla, para qué seguir en eso. Olvídala, déjala marchar, no es para ti, no es para nadie. Tranquilo, muchacho, no vale la pena, no vale la pena. Sólo llegarás a la muerte si la persigues. ¿Acaso no lo ves?, debes apartarla de tu sentimiento, debes reconocer que has malogrado tu vida y la suya. Déjate de mentiras, estás llenando el alma de lágrimas inútiles, de angustia inútil, vuelve a ti, vuelve a ser lo que eres, resígnate. Ay, yo sé cuánto has llorado, pero toda esa aflicción no te la devolverá, te devorará, toda esa furia ciega no conduce al triunfo, tan solo al aislamiento y al fracaso. Ya has fracasado, has naufragado en la marea de todo lo que ha muerto, ríndete a la conciencia y a la evidencia, deja de soñar lo ya soñado. Lo sé, sin esperanza la vida se hace pesada e imposible, pero debes recomponerte, aún no estás completamente destruido…».
Hablaba y me acariciaba la cabeza muy quedamente. Mientras le oía, el sonido cesaba y volvía a empezar, cesaba y volvía a empezar, cabalgándose las palabras, las frases, repetitivamente, una y otra vez, una y otra vez. Todo cuanto yo pensaba iba saliendo por su boca, disfrazándose en sus expresiones. Como si pudiera leer en mi pensamiento, en lo más oculto de mi vida, iba describiendo la angustia certeramente, anticipando cada reacción de mi mente ante el consuelo que, a la vez, ofrecía su extraña voz.
Lloré tan desconsoladamente que mis lágrimas formaron un charco en la arena. Lloré tanto que llegué a olvidar por qué lloraba.
Cuando alcé la cabeza, Nicodemo ya no estaba. Tampoco los otros dos charlatanes. Los tres, a un centenar de metros, hablaban con la mujer desnuda y plateada, le hacían señas indicando hacia donde yo estaba. Siguieron su camino hasta desaparecer, mientras ella se fue acercando a mí. Con gran esfuerzo me puse en pie. Sentía la cara hinchada, embotada, empapada en lágrimas y cubierta de arena, me sentí ridículo. Completamente abatido, desfallecido, miré sin pesar cómo se aproximaba. Eras tú.
Me acariciaste el rostro con ternura, sacudiendo suavemente la arenilla de la frente y los pómulos, de la barbilla, hurgando sigilosamente en los lagrimales, en los párpados, en los orificios de la nariz y las orejas, entre los labios, para retirar los granos más ocultos. Mesaste mi pelo con las dos manos, desde la frente a la nuca, bajando luego por el cuello y los hombros. Me mirabas en silencio, implorante, como quien tiene apenas un minuto para despedirse antes de que parta el tren. Intenté decir algo, pero tus dedos sellaron tiernamente mis labios acariciándolos, impidiéndome hablar. Los besaste mórbidamente, una sola vez, una sola. Luego, en un susurro trémulo, hablaste con tu voz, la que casi había olvidado. «No hay lugar adonde huir —dijiste—, buscar o esperar son la misma cosa, no busques ni esperes más, yo te amo, desearía que nunca murieses, no haber muerto, pero lo eterno es eterno para siempre, ahora debo irme, adiós, mi amor…».
Caminaste hacia la orilla y te lanzaste al agua sin pensarlo, sin mirar atrás. Incrédulo aún, vi cómo te hundías, cómo te abandonabas a la profundidad custodiada por un cortejo de caballitos de mar. El aire se llenó de sol cegándome por completo, abrasándolo todo en un fulgor blanco tan impenetrable como las tinieblas. Sentí de nuevo el sopor de la nada adormeciéndome. De ser un sueño, no era un sueño como todos los sueños.
Al despertar, el universo pesaba inmenso en mi pecho y tu voz y tu imagen oprimían como nunca mi alma agotada…