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Mellid, Melide, mayo de 2006

La primavera exhibía una musculatura no habitual en la provincia. El calor se veía incrementado por el gran atasco del tráfico rodado. Era el día de mercado semanal y las calles del centro estaban negadas para los automóviles. El grupo lo formábamos los mismos que en el parque de El Retiro. Parecíamos esos turistas que se cuelan en todos los lugares, que es la única manera de sentir el pulso de los pueblos. Nos cruzaban peregrinos con sus báculos y sus equipajes de cansancio y polvo. Me adelanté y llamé a la puerta, que se abrió al poco. Irene Velasco encendió su mirada.

—Señor Corazón…

No dije nada. Ella miró al grupo agolpado, del que se destacó Bea. Luego corrieron una hacia la otra. No lo hacían en el espacio sino en el tiempo enorme, intentando unir la distancia de medio siglo. Hice un esfuerzo de imaginación y vi la escena a velocidad retardada, notando que a cada zancada se deshacían paquetes de años. Y a cámara lenta las vi abrazarse, imaginando las exclamaciones y los llantos en el sonido ausente de la hipnosis temporal.

Volví en mí, al tiempo real. Ellas se habían fundido en una sola estampa. Como si no les quedara margen y temieran separarse. Pero el tiempo no les había caducado. Tenían mucho por delante porque ahora todo era grano, erradicada la paja de los tiempos copados por la juventud equivocadamente inacabable. Ahora vivirían la esencia de los perfumes, no el líquido que las contiene. Y esa savia renacida les borraría las largas horas inclementes.