Constanza-Santo Domingo, febrero de 2006
El viaje de vuelta a Santo Domingo lo hicimos en el coche de Polín, un Jeep Grand Cherokee WK de color rojo. Con él al volante, viajamos Yvonne, Rosa y yo. En el chalé quedaron Bea, Lluvia y Martín. Y Sagrario, que no bajó a despedirnos. Las condiciones atmosféricas no habían cambiado. El hombre conducía con soltura por la resbaladiza pista, amparado en un silencio cómplice. Fuera se había enseñoreado la lluvia y el limpiaparabrisas no desmayaba. Ni siquiera hablamos al circular por la despejada autopista Duarte. Como si nadie tuviera ánimos de buscar desazones. Paramos a la entrada del hotel.
—Si tenéis un tiempo podemos conversar —dijo Yvonne, enfocándonos las luces de su blanca dentadura.
—Lo tenemos, claro que sí. Podéis dejar el coche aquí. Lo llevarán al aparcamiento. Sois nuestros invitados al almuerzo.
Buscamos una mesa discreta en el restaurante del hotel. La comida fue distendida, mundana, incluso jocosa. Pero el tema rondaba y al final de los postres salió a relucir.
—Así que tu padre era el español que supuestamente se unió a los invasores del catorce de junio y que caería en manos del dictador haitiano —dije sin rodeos, mirando a Polín—. El mismo que Duvalier no devolvió a Dominicana por acuerdo con el tal Johnny Abbes. —Me volví a los absorbentes ojos de Yvonne—. Y me imagino que tú eres la hija del profesor de Humanidades que el citado Abbes entregó a Duvalier a cambio de retener a Martín. Todo según versión de José Augusto de la Cruz Alcántara.
—Sí —aceptó ella ante el estupor de Rosa, a quien no había tenido tiempo de advertir—. Mi padre se llamaba Emmanuel Legendre y tampoco apareció nunca.
—Está claro que Bea ignora estos hechos de Haití. Se lo habéis ocultado.
—Consideramos que para ella es mejor no saberlo. De esta forma solo imagina un horror, no dos. Por eso intenté advertirte con la mirada, para evitar que hicieras un comentario comprometedor.
—José Augusto os apercibió de mi posible llegada.
—No. Él nos habló de todo lo que ocurrió en España y de la gran participación que tuvo «un detective llamado Corazón Rodríguez». Pero no pensamos que ese detective vendría acá. ¿Para qué? Era un asunto que en nada te concernía aunque te vieras involucrado sin quererlo. Lo lógico es que, resuelta tu curiosidad con lo informado por José Augusto, lo dieras por zanjado. Cuando Lluvia nos llamó desde El Arroyazo para decirnos que estabas allí, quedamos tan sorprendidos como ella y Martín al presentarte. No quedamos menos sorprendidos cuando, ya aclarado que no llegabas por eso, supimos el motivo de tu presencia. Es una coincidencia asombrosa que al mismo tiempo estuvieras investigando un caso que afectaba a la familia.
—También fue una sorpresa para mí, aunque debería estar acostumbrado. Casi siempre surge algo novedoso.
—¿Vosotros contratasteis a Élido García? —preguntó Rosa, intentando ponerse en situación.
—Sí. Y no es tan terrible como puede parecer.
—No lo digo por eso. Sé por Corazón lo que hizo ese Abbes.
—¿Quiénes estáis en el asunto? —dije.
—Estábamos, es el tiempo verbal correcto. Nosotros cuatro y unos cuantos amigos más, cuyos nombres no hacen al caso. Obviamente Bea y Sagrario ignoran la trama. No tienen ni idea.
—¿Qué ha ocurrido para que lo señales como tiempo pasado?
—Recibimos noticias. El asesino murió.
—Vaya. Entonces, será posible establecer su verdadera identidad con la autopsia.
—No hubo autopsia porque falleció en casa y el médico dictaminó que por causas naturales. Lo incineraron.
—Quedarán sus papeles, sus cosas. Algún testimonio se puede obtener de lo que dejó —señaló Rosa.
—No. Su identidad real permanecerá en la intimidad de la familia porque, como Ángel Álvarez, no estaba señalado por las autoridades ni españolas ni venezolanas. Era un ciudadano normal, que cumplía con la comunidad. Nadie investigaba oficialmente su pasado.
—O sea, que se llevó su misterio.
—No. Se llevó la posibilidad de la confirmación oficial. Y nos dejó la amargura de no haberle dado su merecido. Porque estamos convencidos de que era el carnicero del SIM.
—¿Desde cuándo lleváis con esto?
—Desde niños, de forma inconsciente, cada uno por su lado. Polín se crio en Constanza y yo en Santo Domingo —señaló Yvonne—. El asunto propiamente dicho lo iniciamos él y yo al poco de conocernos en la Universidad. Desde el primer momento sentimos que algo nos atraía, al margen de las evidentes razones —rio—. Cuando llegamos a la intimidad, columbramos que nuestros padres pudieron haber estado unidos en el final de sus vidas porque ambos desaparecieron por las mismas fechas y por el acontecer de la invasión del 14 de junio. Hablamos con amigos de acá y de Haití. Y de repente salieron muchos contando sus propias tragedias, las de sus familias; personas que iban perdiendo el miedo que les atenazaba durante años. Así supimos del protagonismo de Abbes en las torturas y muerte de nuestros padres, entre tantos desdichados. Estábamos por los ochenta. No teníamos medios para seguir en la investigación. Ni para averiguar, si los datos se confirmaban, qué fue de ese criminal. Así que nos conjuramos para, en su momento, cuando nos fuera posible, seguir con el proyecto.
—Terminamos nuestros estudios —añadió Polín—. Nos casamos, empezamos a trabajar y a engendrar hijos. Un día, hará unos cinco años, nos vimos con el tiempo y dinero necesarios. Rescatamos la promesa y empezamos a movernos con intensidad. Volvimos a contactar con los animosos de la Universidad, algunos de ellos ya grandes amigos. Buscamos más datos. La información obtenida relativa a Abbes fue exhaustiva. Su culpabilidad era aplastante. Uno de los mayores criminales de la historia moderna.
—Fueron momentos inolvidables —continuó Yvonne—. Estábamos allí, dolientes, clamando justicia y sabiendo que era imposible de conseguir por los cauces legales. Entonces fue cuando Fidencio, uno de los más pausados del grupo, propuso que aplicáramos nosotros la justicia que reclamábamos, en el caso de que el asesino siguiera vivo. Remachó con un argumento inolvidable: «Es del todo conveniente y apropiado que hagamos esto, como dijo Abraham Lincoln».
—Nos adherimos a la idea sin oponer reparos. Iniciamos un plan de búsqueda. Pagamos a informadores. Supimos que cuando el asesino escapó de este país a la muerte de Trujillo, se embarcó para Europa, donde residió hasta el sesenta y seis en que volvió a Haití. La lógica decía que España era el mejor sitio donde podía estar. Se le siguió la pista. Se había movido en el terreno del comercio, donde hizo sus primeros contactos. Y allí volvió cuando tuvo que abandonar Haití a toda prisa.
—No hay que extenderse en esto. Solo había que buscar a alguien que llevara a cabo la ejecución. Y llegamos a Élido García. Ya sabéis lo que siguió.
—Bea dijo que no le importa el lugar donde puedan estar los restos de su marido. ¿Es tu punto de vista? —dijo Rosa, mirando a Polín.
—Me gustaría hallar sus huesos, ver en ellos una huella tangible de mi propio ser. Porque fui engendrado el mismo día de su desaparición. Pero desharía el mundo de mi madre, la magia que la rodea en su recuerdo. Está bien así.
—¿También piensas lo mismo respecto a tu padre? —Rosa se dirigía a Yvonne.
—Hemos estado en Puerto Príncipe. En las afueras está Fort-Dimanche, Fuerte Domingo en español. No es el lugar feliz que dice su nombre sino una cárcel atroz donde miles de personas fueron torturadas y asesinadas. Recorrimos las celdas con una delegación de Derechos Humanos, que pretende llevar a los tribunales a los torturadores que aún viven. Solamente el verlas se aprecia que lo hecho por los Duvalier fueron crímenes de lesa humanidad, organizados y sistemáticos. Fuera de las murallas hay un montículo cubierto de maleza. Es una inmensa fosa común, que ningún Gobierno piensa en abrir. ¿Para qué? No es la única fosa común de Haití. Nadie pisa ese monte porque dicen que está lleno de espíritus reclamando justicia. Seguramente mi padre y Martín estén allí. Me contento con esa idea.
Rosa es una mujer fuerte. Pero miraba a Yvonne admirada del sosiego de que hacía gala. Polín rompió la pausa.
—Tengo que ponderar tu discreción. No dijiste nada de tus certidumbres delante de mi madre, ajena totalmente al complot. No se te escapó una sola insinuación cuando adivinaste nuestro papel. Y tu honradez. José Augusto, que está en esto porque algunos de sus familiares fueron asesinados también, destruyó todas las cosas de Élido García pero nos hizo llegar el dinero que portaba. No era poco. Se lo entregaste a José Augusto. Otro se hubiera quedado con él.
—No creas que no lo pensé. El pago a tanto acoso. Pero me quedé con el de los matones. No me resultó tan mal.
—Bueno… Propongo un brindis por la memoria de vuestros padres —ofreció Rosa—. Allá donde estén.
Mientras cumplíamos con las copas pensé en lo recién hablado. José Augusto me dijo que con su visita acababa el caso iniciado de improviso en Puente de los Santos. No fue exacto. Era ahora cuando podía afirmarse que terminaba de verdad. Y con la satisfacción de hacerlo pleno de sentido.
Más tarde en la habitación, mientras Rosa pasaba al baño, yo me sumergí en una encrucijada de cogitaciones.
—Dime en qué piensas —dijo cuando salió. Se había duchado y conducía la toalla de un lado a otro de su cuerpo desnudo, haciendo destellar las zonas que no tapaba. Luego dejó la toalla y se me acercó. Todo desapareció de golpe. La realidad del mundo era ella, su cuerpo inabarcable. Vio las luces de mis ojos y levantó una mano—. Luego, honey. Primero cuéntame qué has descubierto.
—Tendrás que cubrirte. Si no, será imposible.
Fue al baño y volvió envuelta en un albornoz.
—No descubro nada si te digo que no hay vidas totalmente lineales —dije, intentando aplacar la taquicardia—. En el caminar de la mayor parte de los mortales hay recodos donde van guardándose nuestros tropiezos. En muchos casos, además, quedan jirones de eso que llamamos alma.
»Paula y Blanca tuvieron la niñez truncada, y también su adolescencia. Basilio Fraile me dijo que Paula era mujer ahorrativa. Amaba a su hermana y fue a por ella a La Coruña, no creo que para inducirla a su profesión de entonces. Por lo que me contó Irene, Blanca era muy afanosa para el estudio a pesar de las duras condiciones. Ya ves qué biblioteca tiene en el chalé. Seguramente querría enviarla a alguna institución de Madrid y pagarle los estudios.
—Quizás al principio. Pero ¿por qué descartas lo de agregarla a su actividad? Si como te contaron era un negocio exquisito, rentable y artístico, parecería lo más lógico integrarla en el mismo. Además, la forma en que lo ejercitaban les permitiría estar años sin desgastarse.
—Te lo concedo. Aunque no duró mucho, al parecer. En cualquier caso, deseaban estar juntas. Pero sus proyectos fracasaron. Y ello ocurrió porque Sagrario cortó el nudo que las unía. No me cabe duda de que esa mujer quiso borrar toda posibilidad de un reencuentro entre las dos hermanas. Fíjate hasta dónde voy en mis sospechas: creo que interceptó y rompió no solo las cartas de sus padres donde informaban de las que Irene y Paula enviaban, así como de la visita que Paula hizo a Monte Alto, porque eso quedó claro cuando dio la espantada. Creo que también destruyó las que Paula enviaría directamente a la colonia, una vez que supo, quizá por los padres de Sagrario, el lugar de Dominicana donde estaba residiendo su hermana.
—¿Por qué crees que Sagrario hizo eso?
—No lo sé. Pero sospecho que Bea sí lo sabe, o lo adivinó.
—Su sorpresa y dolor ante tus revelaciones me parecieron genuinas. Casi se desmaya.
—Cierto. Pero hay algo entre ellas. Algo que posibilitó que Bea se repusiera a los pocos momentos. Supongo que tendrán una buena charla sobre ello.
—¿Cómo Paula iba a recuperar a su hermana, si estaba en este país?
—Si le hubieran llegado las primeras cartas, las que escribió a Monte Alto, Blanca no habría venido. Seguro que en ellas le decía que estaba ahorrando y que iría a recogerla. Las dos se hubieran reencontrado y vivirían en la felicidad de tenerse una a la otra, como siempre quisieron. No pudo ser. Pero Paula no cedió cuando le dijeron que Blanca estaba en América. Siguió ahorrando y doy por seguro que se puso en comunicación con la Embajada de esta República en España. La lógica lo dice. Y si no llamó por teléfono sería por imposibilidad técnica en aquellas fechas.
—¿Cómo iba a conseguir que su hermana volviera?
—Haciendo que Blanca solicitara el viaje de vuelta a España según las condiciones del contrato; es decir, de forma gratuita. Y en última instancia, si eso se complicaba, pagándole el viaje.
—Pero Blanca se enamoró de Martín nada más verle. Ese amor sería más poderoso que la llamada de su hermana. Sé lo que es eso. —Sonrió y empecé a perder el sosiego.
—Quién sabe. Lo cierto es que la primera posibilidad se truncó. Sagrario anuló las opciones que a Blanca correspondía tomar. Solo le dejó la de este país. Lo mismo le sucedió a Paula. La agresión que sufrió con ácido pudo ocurrirle igual si Blanca hubiera estado viviendo con ella. O no. Porque cuando una persona vive en compañía, el hecho trasciende a los conocidos y las violencias se reducen. No es una ley exacta porque la mente humana es incontrolable y hay locos en todos los sitios. Pero en la mayoría de los casos funciona así. En realidad, las vidas son un enigma. Una cosa tengo por cierta: no existe el destino, eso de los caminos marcados de antemano por un poder sobrenatural. No recibimos pautas al nacer. El destino lo hacemos nosotros al elegir las variables que nos ofrece la vida. Lo digo siempre. Paula y Blanca son ejemplos. No tiene lógica decir que su destino era el de no volver a verse más.
—En eso nunca estaremos de acuerdo del todo. Pienso que el destino es el que me hizo conocerte. Y el mismo destino que unió los últimos momentos de Martín padre y Emmanuel Legendre.
—Se encontraron en un mismo punto de la historia por decisión del tal Johnny Abbes. ¿Qué tenía ese tío de prodigioso, qué de providencial? El que los descendientes de Martín y Emmanuel formaran luego la hermosa familia que hemos visto no entraba en los planes del torturador. Es el resultado de los remolinos que da la vida. —Me levanté y empecé a quitarme la camisa, mientras ella dejaba caer el albornoz—. Pero hay un punto que nunca te discutiré. No sé si nuestro encuentro estaba dictado o surgió del albedrío. Lo que puedo afirmar es que fue algo tan magnífico como el Big Bang.