El Arroyazo, Constanza, febrero de 2006
La habitación era acogedora, con ventanas que daban a la parte de atrás, y disponía de cuarto de baño incorporado. Un tubo metálico cruzaba del suelo al techo y desprendía el grato calorcillo incubado en la chimenea del salón. Un sistema tentacular y práctico para mantener toda la casa a la misma temperatura. Los cristales estaban llorando. Al secarlos, al otro lado aparecieron acosadores árboles con sombreros de niebla. Todos los sonidos estaban apagados.
Ni siquiera en la residencia de Llanes había tanta embriaguez de aromas. O acaso sí. Pero estos eran distintos, como si estuvieran naciendo para nosotros junto a un mundo nuevo. En la noche volvimos a aferrarnos al estupor mutuo. Todavía tengo que inaugurar goces en el cuerpo de Rosa y descubrir nuevos frutos en el éxtasis de impensados ocasos. Siempre es el primer día con ella, quizá porque con frecuencia estamos en cotidianidades distintas. Sumidos en el intercambio inacabable de ofrecimientos deleitosos vimos llegar los primeros intentos de las claridades y escuchamos cantar los gallos, que en el campo son como campanadas de iglesias sin paredes. Y luego sentimos el desperezo de la casa en lo cotidiano.
El desayuno fue madrugador. Parecía que todo el mundo había estado velando la noche. Estuvo abundoso de frutas y aromas. Rosa y yo simulamos un apetito ausentado, conocedores de que a los anfitriones les gusta que los invitados no estén cargados de remilgos. No sorprendí un solo gesto de desacuerdo, como si todos se hubieran juramentado en dejar lo serio para la ocasión propicia. El sol seguía amordazado y la niebla casi abatía la visión de la primera línea arbórea. Después de las banalidades el asunto fue abordado por Bea con una suavidad exquisita, como si buscara un equilibrio en su alteración.
—No he podido dormir en toda la noche. Usted ha despertado muchas cosas —señaló, avalando lo que impregnaba sus ojos.
—La vida es un tren que discurre en una sola dirección. Pero nuestro caminar no es lineal. Por eso, en ocasiones, volvemos a encontrarnos en la misma estación de partida —dije, procurando que no sonara petulante.
—¿Qué pasó con Paula?
—No lo sé —mentí con la convicción de un graduado en esa asignatura—. Vi dónde descansa. Alguien debe recordarla con cariño porque hay flores frescas en su lápida.
En ese momento sonó el ruido de un coche. Al poco, una nueva pareja abordó el salón entre saludos de rigor. Él era una copia menor que Martín. La mujer era de color azabache. Cuando se quitó el abrigo mostró un cuerpo esbelto pugnando por salirse del vestido y llenarlo todo de efervescencia aun cuando estaba en una edad intermedia desligada de estropicios. Si bien que para las mujeres hermosas no hay fecha de caducidad en lo de provocar tumultos.
—Mi otro hijo, Polín, y su mujer, Yvonne Legendre —presentó Bea. Correspondí con nuestros nombres.
Él apretó mi mano con firmeza, como queriendo indicar que a pesar de no tener los argumentos musculares de su hermano poseía el mismo nervio. Yvonne tenía en los ojos engarces esmeraldinos y su boca estaba secuestrada de sensualidad, sin artificio de maquillaje alguno. Fui consciente de su tremendo atractivo cuando apretó sus labios contra mis mejillas. No hacía ofrecimiento de su seducción, que expresaba con naturalidad. Cuando nos dijeron que era médico cardióloga me sorprendió mucho. Su estampa no era precisamente un antídoto contra las taquicardias masculinas.
—Han hecho el viaje expresamente desde Santo Domingo para verles —dijo Lluvia—. Yvonne mostró gran interés en conocerles cuando les dijimos por teléfono que estaban aquí y el encargo que traen.
Yvonne y Polín vivían en la capital también. Él era ingeniero industrial y trabajaba en una empresa de proyectos. Habían engendrado cuatro hijos, que estudiaban en la Universidad como los tres hijos de Lluvia y Martín. La conversación no tardó en entrar en el asunto motriz
—¿Cómo dio con nosotros, con tantos años por medio? —dijo Bea.
—En Mellid busqué la casa donde vivieron. No existe. Hay una vecina, Irene Velasco, una amiga suya de la niñez…
El tiempo retrocedió velozmente en los ojos de Bea, que hurgó en sus recuerdos.
—¡Irene…! No es posible…
—Me dijo que a la muerte de su madre, usted y Paula fueron a vivir a casa de los Valadouro, unos familiares que residían en La Coruña. Los busqué. Alguien los recordaba. Al año más o menos Paula marchó a Madrid. Pude seguirle la pista, pero no a usted. Alguien dijo que había venido para América con dos primas, hijas de los Valadouro. No sabían adónde. Pero mencionaron que por esas fechas muchos decidieron emigrar a la vez al mismo sitio, «como si se hubieran descubierto minas de oro». Una emigración similar no podía ser producto de la coincidencia. Era algo organizado. Solo la destinada a la República Dominicana respondía a esas características. Así que investigué. —Todos estaban pendientes de mis palabras, como esos niños que para dormir en las noches necesitan el cuento del abuelo—. Me puse en comunicación con la Embajada de España en Santo Domingo y con la de la República Dominicana en Madrid, ya que esa emigración fue fruto del acuerdo entre los Gobiernos de entonces. Finalmente conecté con el Archivo General de la Nación, que es quien en este país conserva esos documentos. Por correo electrónico les dije lo que deseaba y concerté una cita. Ayer por la mañana estuvimos allí y aprecié las bondades del carácter dominicano. Todo fueron facilidades. Así que Rosa y yo pudimos ver esos archivos.
»No resultó muy difícil ya que ustedes no regresaron a España, con lo que descartamos buscarles entre ellos. Los mil trescientos y pico restantes quedaron en varias colonias. Miramos los procedentes de Galicia. No teníamos sus nombres, solo el apodo de la familia, que en los documentos no constan. Pero entre los provenientes de La Coruña encontramos una familia compuesta por tres hermanas, una de ellas casada, de apellido Del Valle. Llegaron a Constanza en la tercera expedición de mil novecientos cincuenta y cinco. Coincidían las fechas, más o menos. Un amigo gallego me dijo que Valadouro significa Valle del Oro en castellano y en las listas solo había una familia Valle. No había espacio para las dudas. Un amable funcionario del Archivo General llamó al Ayuntamiento de Constanza. Así supimos dónde encontrarles por estar empadronados en esta localidad. Sagrario —la miré, y así hicieron todos— es una integrante de Casa Valadouro. —Volví la vista a Bea—. Pero usted es de Os Trabada, de Lugo.
—Parece que se ha movido usted —dijo Lluvia, una pausa por medio.
—Algo me sorprende: que les permitieran salir tan jóvenes de España.
—Decían que la edad mínima requerida era de veinticinco años, aunque no había referencia de ello en el Convenio de Emigración —señaló Bea, volviendo de una pausa admirativa—. Quien decidía la lista definitiva era la Embajada de la República Dominicana en Madrid, adonde llegaban los aspirantes que el Gobierno español seleccionaba. Pero la selección estaba mediatizada por el delegado de Inmigración del Gobierno dominicano, que recorrió las provincias que le interesaban y que hizo valer sus preferencias no solo en las Diputaciones sino a través de las parroquias. No se anduvo por las ramas. A las autoridades españolas les daba lo mismo quiénes viajaran, siempre que no hubiera denuncias interpuestas y se cumplieran los requisitos. Los seleccionadores dominicanos, tras las dos primeras expediciones, buscaban que fueran más mujeres que hombres, cuanto más jóvenes mejor para tener un mayor recorrido en lo de la procreación. En la práctica vinieron muchos adolescentes, como yo.
—¿Cómo resolvieron lo del parentesco?
—El Convenio hablaba solo de ascendientes y descendientes directos —intercedió Sagrario, con voz forzada de reminiscencias—. El párroco de allá entendió la necesidad de que ella viajara con nosotras. Aparte del cariño que nos tomamos, no podíamos dejarla sola con los viejos, teniendo en cuenta que no había noticias de Paula. Sería imperdonable que ella no tuviera la oportunidad que se nos presentaba y quedara creciendo en la pobreza que no deseábamos para nosotras. Lo arregló del modo más insospechado. Nos dijo que había presentado el Certificado de Nacimiento de una hermana nuestra que murió de niña. La hizo pasar por ella. En la Diputación no miraban si los candidatos correspondían con sus documentaciones; no tenía sentido hacerlo. Por otra parte, se daba por hecho que todo lo que viniera de los curas tenía la máxima credibilidad por cuanto ellos eran depositarios de la moral y la respetabilidad. —La miró sin extremar la entonación, señalando un hecho irrefutable—. Si alguna vez fue Blanca, durante toda su vida ha sido Bea.
—No es malo vivir dos vidas. Y posiblemente fue acertada la decisión de venir aquí —dije.
Todos se miraron. Sin duda que pensaban que el encontrarse allí, con una felicidad sin menoscabos visibles, se debía a aquella decisión.
—Habló de Irene —recordó Bea—. ¿Cómo está?
—Con ganas de verlas, bueno; de verla. Todos los años desde que usted marchara ha estado llevando flores a la tumba de su madre. Sin faltar ninguno.
—¿Qué me dice? ¿En serio? —exclamó, con gesto de desconcierto. Movió la cabeza—. Es sorprendente que hiciera eso y sin embargo no contestara mis cartas.
—¿Sus cartas? Ella solo recibió tres, que guarda como un tesoro. Pero las escribió Paula.
—¿Tres cartas, dice? Yo le escribí muchas cuando Paula marchó a Madrid. Pensé que ellas estarían escribiéndose. Dejé de hacerlo porque no me contestó. Como Paula. Nunca me escribieron.
—Irene no supo nunca que Paula fue a Madrid —aclaré—. Siempre creyó que estarían juntas en La Coruña. Por eso siguió escribiendo a Monte Alto. Ninguna carta le fue devuelta por lo que entendió que llegaron a destino. No tuvo respuesta ni volvió a saber de ustedes dos.
—Pero eso es imposible. ¿A Monte Alto? No recibí ninguna carta suya desde la marcha de Paula —dijo, totalmente confundida—. Incluso, a pesar de ello, le escribí desde la colonia para que me diera noticias de Paula, porque mi hermana se olvidó de mí… Irene no me escribió, no lo hizo… —Dirigió la mirada a Sagrario, que esquivó los ojos—. ¿No es verdad, hermana? Tú eras quien controlaba la correspondencia.
—Así es… —contestó la interpelada, parpadeando—. Nunca se recibieron más cartas, ni de Paula ni de esa Irene. A lo mejor cuando vinimos para acá…
—Pero tus padres nos las hubieran reenviado aquí —adujo Bea—. Ellos escribían regularmente, y nos daban noticias.
—No dijeron nada de ninguna carta de nadie —afirmó Sagrario, intentando ser convincente.
Empezó a rondarme algo absurdo por la cabeza. La miré.
—¿No le comunicaron sus padres que dos años después de su marcha, Paula regresó a Monte Alto para llevarse a Blanca a Madrid?
Esta vez la sorpresa de Bea le hizo levantarse. Todos miraron a Sagrario, que se volvió furibunda hacia mí.
—¡No lo dijeron! ¡Quién es usted para hurgar en nuestras vidas! ¡Váyase! ¡Déjenos en paz! —gritó, antes de lanzarse hacia las escaleras y desaparecer en el piso superior.
Vi a Bea tambalearse. Me levanté para auxiliarla pero Martín, con una velocidad desconcertante, se nos adelantó a todos. La abrazó en silencio y luego le dio un vaso de agua.
Los histerismos no me conmueven, sí los sentimientos agredidos. Son expresiones diferentes. Como las mostradas por Sagrario y Bea en ese lance. Fui consciente de que estaba conmocionando el ritmo de esa familia y trastocándoles su pasado. Deseé que de ello no se derivara la rotura de su convivencia. Porque intentaba armonizar unas vidas alteradas en su origen, no marcarlas de infelicidad.
De repente se oyó un estruendo por allá arriba. No fue provocado por Sagrario sino más en lo alto. La porfía de las nubes antes de deshacerse en llanto. Al momento otro estampido. Y luego un aluvión de repiqueteos sobre el tejado del porche y la arboleda. La naturaleza no tenía nada que ver con el asunto pero agudizó la incomodidad.
—Bueno —inicié—. Creo que debemos…
—No —dijo Bea, extrañamente calmada—. Disculpen. Son muchas cosas para ella. Luego subiré a tranquilizarla. Pero dígame. ¿Es cierto que mi hermana fue a buscarme?
—Sí. Quiso llevarla con ella. No creo que se olvidara de usted. Y puedo asegurarle que Irene tampoco.
Bea buscó el consuelo de un asiento y quedó absorta mientras la lluvia fustigaba.
—Menos mal que hemos llegado antes —dijo Yvonne, tras un silencio prudencial, distendiendo—. Nos hemos librado del chaparrón.
—¿Siempre es así? —dijo Rosa, adhiriéndose a la intención.
—Más o menos. Como en Galicia y Asturias, ¿no?
—En cierto modo, sí. ¿Conoce Asturias?
—Nunca estuve en España. Pero es lo que dice Bea.
La miramos. La mujer estaba realmente afectada, con la mirada perdida.
—No hemos estado en España ninguno —dijo Polín—. Mi madre tampoco volvió. Ni siquiera mostró intención. Nos extrañaba porque nos hemos criado oyendo esa música. Era una contradicción: mencionar tanto una tierra y no querer volver a verla. Ahora entendemos por qué. Al parecer, mi tío Polín siempre hablaba de Asturias. Mi padre hablaba menos. En realidad dicen que hablaba lo imprescindible.
—Como tu hermano, entonces —sonrió Rosa mirando a Martín, que no había vuelto a sentarse—. Debo decir que, sin menoscabo hacia ti, me ha impresionado. Nunca vi un hombre de su estatura tan bien proporcionado.
Ni por esas él alteró su posición. Bea nos miró, como si la mención de su marido la hubiera sacado de la estupefacción. Con voz apenas audible regresó a la plática y puso el dato necesario.
—Es igual que su padre, el fiel reflejo. Pasan los años y apenas cambia. Como si siempre fuera a estar en los veinticuatro años que tenía mi hombre cuando desapareció…
Ahí Rosa debió haberse limitado a poner cara de circunstancias y dejar correr el asunto. Pero no se resignó a que la acosaran las incógnitas. Bueno; era uno de mis defectos y se le había pegado.
—Veinticuatro años… ¿Puedo preguntar qué ocurrió?
Bea se miró en el hijo, que rompió la mudez con gesto de quien debe pagar un impuesto nuevo.
—No lo sabemos.
—¿No lo saben? ¿Cómo es eso? —remachó Rosa, más atenta a aportar un consuelo tardío que a la desazón que estaba provocando.
—En realidad… —inicié.
—Desapareció una tarde, cuando todo parecía indicar que la vida volvía a ser lo maravillosa que soñamos siendo niñas —dijo Bea, la mirada viajando a un mundo de su sola propiedad. Hablaba montada en poesía, pero no por lo que dijo sino por su voz pausada, reveladora de infatigables dialécticas internas. Luego añadió—: ¿Qué saben de la historia reciente de este país?
—Algo leímos sobre esa emigración de Trujillo…
—Por él estamos aquí. Él nos trajo, nos pagó todo. Fue fallida para miles, que decidieron regresar a España. No lo lamentamos quienes nos quedamos. Los que marcharon dirán que fue un gran fracaso, que no les dio todo lo prometido en los contratos. No les faltará razón. Para los que quedamos, menos de doscientos en Constanza, el fracaso fue la muerte del dictador, aunque pueda parecer una barbaridad. Lo fue, al menos en los años de transición. De los que decidimos seguir, pocos habrá que renieguen de haber venido a pesar de los duros trabajos pasados. Sin duda que Trujillo es responsable de todo lo malo que se le atribuye. La Historia ya le juzgó por sus crímenes. Pero nadie puede poner en duda que con los españoles, por las razones que fueran, tuvo siempre el mayor compromiso.
—Se puede adivinar que a ustedes no les fue mal —señaló Rosa, tras una consensuada pausa. Se azaró—: Disculpe; quiero decir, al margen de la pérdida de su marido.
—Nunca lamenté el haber venido —dijo Bea, el perfume de su voz enseñoreándose en el ambiente—. No hubiera conocido a mi Martín. Fue aquí, en Constanza. Supe que era el hombre soñado cuando lo vi, tan arrogante que nada podía comparársele. No había otro igual en toda la colonia. Nos casamos en mayo del cincuenta y ocho. Desapareció en junio del cincuenta y nueve. Solo catorce meses de unión. Tan pocos y tanto en ellos… Jamás pude ver nada parecido en otros hombres, ni antes ni después…
Rosa me miró. Tal compromiso de fidelidad a pesar de tantos años nos trajo a la memoria el amor de aquellos inolvidables Manín y Pedrín hacia la Xana de sus vidas. El mismo sentimiento imborrable[9].
—Nunca puse otro hombre en mi vida —continuó Bea mirando a sus hijos—. Ellos le han amado a través de mí. Y aman lo que él y su tío Polín amaron: esta tierra. Ahora Martín ha decidido, y Lluvia a su lado, quedarse a trabajar la tierra que les perteneció. Él ha pedido una excedencia en el Ministerio y ella en su bufete. Medirán sus apetencias de futuro mientras encauzan el trabajo.
—Supongo que es la que les dieron al venir y que la tienen arrendada —sugirió Rosa.
—Sí y no. Verán. Juan Bosch volvió del exilio meses después de la muerte de Trujillo y de que su familia abandonara la República. Era fundador del Partido Revolucionario Dominicano y con él hizo campaña electoral. La base de su discurso era la Revolución Agraria. Con ella deseaba captar los votos de los campesinos apelando a sus duras condiciones de vida. Eso redundó en gran perjuicio para los españoles que quedábamos. Se presentaba en los pueblos donde había colonias y en sus mítines decía que la tierra debía ser para los dominicanos. Algo sorprendente porque era hijo de español. A partir de ese momento se nos hizo la vida imposible. En principio venían en grupos no violentos que nos exigían la devolución de las parcelas. Cierto es que muchas fueron expropiadas por Trujillo para dárselas a los españoles. Era un robo aunque racionalmente tenía sentido porque ellos no sacaban rendimiento a la tierra y la tenían muerta. Pero otras salieron de las grandes talas que se hicieron a tal fin. Y otras fueron compradas. Fueron meses muy malos porque se produjo un vacío legal. Los títulos de propiedad de las colonias fueron invalidados y la hostilidad de los nativos se hizo insoportable.
—Nuestra madre no dejó que la amilanaran —terció Polín—. Aguantó sin desmayar, a pesar de que solo contaba con la tía Sagrario. Mostró mucho valor en aquellos momentos de tremenda reivindicación social. Porque lo primero que hizo Bosch, cuando fue elegido presidente en febrero del sesenta y tres, fue promulgar una nueva Constitución y empezar la Reforma Agraria prometida, por la que se prohibía a los extranjeros la propiedad sobre las tierras y en la que se calificaba el minifundio como antisocial y antieconómico. Las incautaciones ya eran legales.
—Los del PRD, ya en el Gobierno, venían en camiones del Ejército y simplemente tomaban ocupación de las parcelas —prosiguió Bea desmayadamente—. Nos quitaron a la fuerza la tierra que tanto trabajaron mi hombre y su hermano. Practicaron el mismo latrocinio que condenaban. Quisieron que aceptara la cantidad establecida para compensar las incautaciones. La rechacé. Ni por un millón la hubiera cedido. Tenía otra comprada por mí y esa no pudieron arrebatármela. Con ella, Sagrario y yo hemos hecho frente a los años que vinieron. Nos hemos ganado la vida, aunque con mucho esfuerzo. Años de trabajos sin pausa… Cuando nos abandonó la juventud decidimos venderla.
—El Gobierno actual está devolviendo las propiedades a quienes fueron expropiados injustamente —añadió Polín—. Nunca es tarde. Mucho ha bregado Lluvia en las reclamaciones legales. Porque la tierra de mi padre no le fue desposeída a nadie; solo a los árboles. Ahora ya es nuestra otra vez.
—Aunque Martín y Lluvia se ocuparán, yo iré mientras pueda moverme —afirmó Bea—. Quiero volver a oír el susurro de esa tierra que despertó gracias al tremendo esfuerzo de mi hombre y de su hermano.
—Bosch estaba equivocado —dijo Lluvia—. Porque la tierra es para quien la trabaja, sea de donde sea, y más si ese campesino se integra en el país y lo ayuda a mejorar con su aportación. La tierra de Martín y Polín es una de las mejores gracias al amor con que la trataron cuando la recibieron. Es un minifundio productivo. Por eso los que se la apropiaron han luchado tanto para que no se nos devolviera.
Parecía que no quedaba mucho por decir salvo volver a lo del padre de Bea. Y de nuevo Rosa dejó de medir los tiempos. Como luego me contó, una inquietud indefinida le hizo insistir. Pero es así como, sin intención precisa, algunos secretos son desvelados. Una pregunta inocente o un comentario simple pueden poner en marcha los detectores internos. No tanto para la mayoría de las personas como para quienes nos dedicamos a la investigación. Nuestros oídos son antenas conectadas a un archivo procesador de alguna parte del cerebro. Es algo que funciona independiente de la voluntad.
—No nos dijo qué les pasó a Martín y a Polín. Perdone la interrupción de antes.
—Se lo diré. Estaban en la parcela el catorce de junio del cincuenta y nueve. Nunca olvidaré la fecha. Ese día un grupo invasor dominicocubano desembarcó de un avión y atravesaron nuestra parcela. Todo el Ejército de Trujillo les siguió. Nunca sabremos con exactitud lo que ocurrió pero Polín fue muerto y mi Martín desapareció. Los militares insistieron en que estaban conchabados con esos guerrilleros y que mi Martín se había unido a ellos. Era absurdo, irreal. Una burda falsedad. Porque aseguraron que a Polín lo mataron los invasores, algo contradictorio si hubieran estado confabulados con ellos. Lo desesperante es que mi hombre nunca apareció. ¿Por qué? Si todos los expedicionarios incursores aparecieron, muertos, heridos o agotados, antes o después, ¿por qué mi Martín no?
—¿No consiguió ninguna pista?
—Después de la muerte de Trujillo se hicieron esfuerzos para democratizar el país. Fueron tiempos de gran convulsión. Hasta hubo una guerra civil en el sesenta y cinco, que aprovecharon los gringos para justificar una nueva invasión. En las elecciones generales del sesenta y seis ganó Joaquín Balaguer, que ya había sido presidente dos años con Trujillo y fiel colaborador durante las tres décadas de la Era. ¿Qué se podía esperar de él? En todo ese tiempo mandé escritos a los gobiernos de transición. No recibí respuesta. Escribí también a la Asociación Dominicana de Derechos Humanos y al Comité de madres, esposas y familiares de muertos y desaparecidos. No era un asunto propiamente dominicano. ¿Qué importaba la desaparición de un colono español cuando tantos muertos dominicanos se producían cada día? La Embajada de España se desentendió al dar por válido que se alió con los invasores golpistas. Me sentí impotente y desilusionada. Dejé de luchar en ese frente. La prioridad estaba en sacar a mis hijos adelante. Mi tiempo no daba para seguir en la inútil búsqueda. —Movió la cabeza—. Nunca sabré si Trujillo tuvo participación directa en lo ocurrido a mi hombre, aunque no hay duda de que fue consecuencia de su Gobierno. El caso es que mi Martín desapareció. Y los protagonistas de aquel régimen tampoco están. El tiempo les cubrió a todos.
En el silencio subrayado, el batir del agua fuera se hizo estruendoso.
—¿Saben cómo es el proceso de duelo con los desaparecidos? —continuó Bea—. No existe la oportunidad de rezar ante su cadáver ni el ritual del entierro y el funeral. En general, las familias viven en la esperanza indefinida de que algún día regresará el ausente, aun cuando la lógica de los años les advierten de lo vano de esa expectativa. No es mi caso. Sé que Martín nunca volverá porque noté cómo se despedía de mí, en mi interior. Y, aun existiendo la posibilidad, si bien remota, no quiero encontrar sus huesos. Tengo su imagen hermosa y fresca y no un único sitio donde rezarle. Está en todos los sitios, en cada rincón, entre mis árboles, cuando me miro al espejo, cuando contemplo a mis hijos… Y ello me hace feliz.
No era fácil hablar tras una confesión tan hermosa. Pero, al cabo, Yvonne lo hizo.
—Me equivoqué. No es un chaparrón.
La miré sin subterfugios. Había advertido una reiterada observación de ella hacia mí. Como si quisiera adoptarme en sus grandes ojos. Ahora esa mirada sonaba como una advertencia.
—Disculpa. Tu nombre. No suena a dominicano.
—¿Cómo tienen que ser los nombres dominicanos? —desafió, la mirada ahora imperiosa.
—Es dominicana, como yo —dijo Polín, lo que establecía una verdad chocante, cuando menos. Él, blanco áureo y ella todo lo contrario. Cal y obsidiana, por separado. Y sin embargo tan iguales en la armonía.
—Nació en Santo Domingo pero de padres haitianos, refugiados cuando Divalié —dijo Bea—. Un profesor y humanista. Un gran hombre.
No solo me miraba Yvonne sino todos los demás con excepción de Bea y Rosa. A la vez, sin disimulos, como temiendo o esperando algo. En ese momento me volvió la sospecha de que me estaban esperando. Y de inmediato supe por qué.