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Santo Domingo-Constanza, febrero de 2006

Desde el aeropuerto de Santo Domingo fuimos al hotel Meliá. Anochecía. En previsión de que luego no tuviéramos tiempo, dimos un paseo hasta la zona colonial. Hacía calor pero el aire marino permitía tener una respiración acompasada. Caminamos por la avenida George Washington, custodiada por altas palmeras. Sus hojas parecían dialogar secretos con la brisa mientras las olas batían con fuerza a nuestra derecha. Casi nadie paseaba por el Malecón, pero en la mano de Rosa no noté un pulso de inquietud. Las luces de los coches ponían vida en la casi ausencia. Dejamos atrás el Obelisco Macho, con focos apuntando sus pinturas a lo graffiti, y el Obelisco Hembra. Rosa señaló dos carros tirados por pencos circulando entre tanto coche moderno. La visión destelló y me retrotrajo hasta mi niñez. Entonces, aunque ya habían dejado de ser habituales, todavía los carros eran siluetas del paisaje madrileño, en cuyas calles no circulaban muchos coches; sí viandantes atiborrando las aceras.

En la esquina de la fortaleza Ozama subimos por la calle Las Damas, se dice que la primera construida en el Nuevo Mundo, y nos acercamos a ver la estatua de Colón, situada en la parte lateral izquierda de la Catedral Primada. Unas luces entristecidas no alcanzaban para independizar las sombras. Más adelante, en la calle Duarte, abordamos un taxi para que nos devolviera al hotel.

—Estos paseos solos por las ciudades viejas no los aconsejan las guías de turismo —dijo Rosa durante la cena—. Siempre recuerdo lo que nos ocurrió en Caracas[8].

—Nunca tuvimos incidentes en ningún sitio, salvo aquella vez. Pero lo resolvimos.

—Por tus recursos. Pero si el cántaro va mucho a la fuente…

—Si no se pasea por las ciudades nunca se entra en ellas. Conozco gente, no poca, que cuando viaja de negocios al extranjero nunca sale del hotel salvo para ir en taxi a las visitas profesionales. Aeropuerto, hotel, empresas; ese es el plan. Como si no hubiera ciudades que los sustentaran.

Al día siguiente hicimos las gestiones requeridas, lo que nos llevó toda la mañana. Después de almorzar alquilamos un coche con chófer. Quería que viajáramos con seguridad por una carretera de montaña que, según decían, necesitaba una buena reparación. Había unos mosquitos minúsculos, como cabezas de alfiler, que el conductor llamó jejenes y cuyas picaduras pueden causar fiebre. Avisados, nos habíamos untado repelente de insectos. El aire acondicionado dejó el bochorno y los insectos al otro lado de los cristales. El coche enfiló la autopista Duarte, de moderno trazado, que cruza de sur a norte hasta Santiago conectando las dos principales ciudades del país. Menos de una hora tardamos en alcanzar Bonao. Unos kilómetros adelante el chófer giró a la izquierda y tomó la carretera 12 a Casabito. Comenzamos una subida continua por curvas cerradas que serpeaban entre bosques acosadores de verdor.

—Parece Asturias —musitó Rosa.

El sol fue mitigándose hasta que desapareció, engullido por una niebla abierta que derivó en llovizna al tiempo que la temperatura descendía. El chófer conectó las luces y el limpiaparabrisas a la vez que cambiaba el aire frío por la calefacción. Circuló despacio por la pista mojada, rebotando en los baches. De vez en cuando la bruma se abría y permitía ver, a izquierda y derecha, simultaneándose, unos espeluznantes precipicios como bocas de monstruos esperando el alimento. Aunque era la carretera que llevaba a Constanza, cincuenta kilómetros desde el cruce, el tráfico era escaso.

—Dicen que van a transformarla en una vía moderna. Pero así llevamos desde Trujillo —se lamentó el conductor—. Lo único que han hecho hasta ahora es ponerle parches.

A la derecha apareció un monte continuo que escalaba hasta desaparecer en la niebla. Era una masa abigarrada y aparentemente impenetrable, de verdor chorreante, que se mantuvo durante el resto del viaje.

—Es la Reserva de Ébano Verde, un terreno muy protegido porque es un árbol único en el mundo. Solo vive en Constanza y está en vías de extinción —aseguró el conductor.

Kilómetros más allá surgieron los picos de una construcción singular. Es la ermita de la Virgen de Altagracia, y el lugar es denominado Alto de la Virgen. Hay un mirador con bancos y un templete. El chófer dijo que tenía que bajar porque era la Virgen de los Camioneros, su antigua denominación, y nos pidió que le acompañáramos. La Virgen está en varias pinturas y figuras; la central, un pequeño busto con las manos juntas en el rezo. Había muchas velas encendidas, a las que se unió la de nuestro chófer. Supusimos que alguien se encargaría de cuidar aquello. El mirador no cumplió con su función. Todo estaba cubierto por una capa de nubes, el paisaje atrapado, la vida ocultada.

Más tarde pasamos un puente de hierro sobre un arroyo rumoroso que descendía de la niebla.

—Arriba hay un balneario con dos preciosas cascadas. La gente se lanza, como si fueran peces voladores. Dicen que las aguas son milagrosas.

Un momento después entramos en una carretera de tierra emplazada a la derecha, que escalaba entre el verdor inagotable. Era El Arroyazo. Fueron apareciendo huertas, zonas de cultivo de flores, casas de madera derrengadas, campesinos con aspecto humilde cuidando gallinas. Y, luego, más arriba, hermosas casas de madera de distintos diseños. El chófer preguntó a unos lugareños. Subimos un poco más hasta alcanzar la urbanización.

El chalé está casi en la cúspide. Es de dos plantas, grande, con el porche orientado hacia el sur, la parte por donde llegamos. No está cercado por muros ni alambradas sino abierto, como si hubiera nacido a la vez que los enormes pinos que acechan por la parte de atrás. Un letrero en madera clavado a un lado poetiza el nombre: EL REFUGIO DE LAS BRISAS. Rosa y yo bajamos del coche, ella escudada en un chaquetón impermeable y yo en mi habitual cazadora de cuero. Avanzamos unos pasos y nos paramos frente al soportal. El calabobos tenía aspecto de no dejarlo. No hubo necesidad de hacer sonar el claxon. La puerta principal se abrió y apareció un mocetón rubio, en la cuarentena, sujetando un pastor alemán. Detrás, una mujer de edad calculada. Cerraban el comité de recepción otras dos mujeres, dispares en edades y formas.

—¿Se extraviaron? —dijo una de ellas.

—No, espero.

—¿Españoles?

—Sí.

—Si buscan alojamiento, no lo hay por aquí. Dejaron atrás un balneario.

—No buscamos hospedaje.

La mujer central, no podía ser otra, bajó los escalones y se nos acercó. Era de estatura media, delgada, y su rostro armonioso transmitía afabilidad. Un apunte de sonrisa parecía surgirle de forma natural.

—Si podemos serles útiles, estamos a su orden.

—Me llamo Corazón Rodríguez y ella es Rosa, mi compañera —presenté, mientras le daba la mano. La suya era rugosa, áspera, clamada de trabajos—. Desearíamos hablar con ustedes.

—Yo soy Bea del Valle. Síganme, por favor. Aquí llueve y hace frío.

Entramos y pidió que nos quitáramos los chaquetones, que colgó de un perchero. Nos pasó a un salón-librería bien dotado de medios para combatir el frío y el tedio. Miré las estanterías, con la atracción que siempre me reclaman los libros. El conductor quedó en el coche. No quiso entrar a pesar de que ella le invitó a hacerlo. Fue el momento de las presentaciones. El hombre era su hijo y se llamaba Martín. Me sacaba unos centímetros y tenía el cuerpo sólido y equilibrado. La mujer de edad parecida, su esposa, de nombre Lluvia. Tan sugerente patronímico hizo que prolongara su contemplación unos segundos más. Tenía el cabello de brillos negros, como recién duchados o como si le brotaran amagos de rocío. Su blanco rostro no estaba atormentado de soles sino rezumante de tersura. Sin duda que el nombre fue una elección acertada o bien que su cuerpo hubiera ido adaptándose al frescor renovado. La tercera mujer, Sagrario, fue presentada por Bea como su hermana mayor, aunque sus facciones y cuerpos no tenían ningún parecido. El perro obedecía a Viento.

—Siéntense, por favor. Permítannos ofrecerles algo de beber.

Pedimos unos cafés y Lluvia se encargó. En el ínterin observé a Bea sin insistencia. La había reconocido nada más verla. Filamentos de plata fulgían en su bruno cabello y el cristal de sus ojos no estaba mancillado por la acción del tiempo. Podía admirarse con nitidez el azul verdoso de su iris.

—Por estas fechas no suele hacer este tiempo, sino soleado. Por eso han venido mis hijos —dijo Bea, con voz llena de registros y aparente disposición a deshacer barreras—. Ellos viven en Santo Domingo pero vienen siempre que pueden. Martín es ingeniero agrícola y trabaja en el Ministerio de Agricultura y Minas. Lluvia es abogada. —Hizo un gesto con la mano—. Este sitio es muy hermoso. Estamos a casi mil doscientos metros de altura. Lástima de día. Hubieran podido ver la magnífica vista, con los valles del Tireo, de la Culata y de Constanza. Y las llanuras estallantes de flores multicolores. Pocos sitios tan bellos habrá en el mundo.

Era curioso, pero parecía mostrar desinterés en saber los motivos de nuestra visita. Por un momento tuve la impresión de que nos estaba esperando. La vinculé a una interpretación viciada por el oficio. En realidad, lo que mostraba era la satisfacción de quien se congratula con visitas que aportan aire distinto y que permiten ejercer de anfitriona agradecida.

—¿Vienen de España? —preguntó Lluvia.

—Sí.

—Un viaje muy largo. Y sorprendente. Casi todos los turistas extranjeros van a la costa oriental, a Punta Cana o a Samaná. Nadie se pierde en estos parajes salvo los ecologistas.

—No somos ni una cosa ni otra.

—Entonces esperamos que les sea bonito, busquen lo que busquen —dijo Lluvia.

—En parte, ya hemos sido pagados —aseguró Rosa—. No es que este sitio sea único en el mundo, pero tiene la belleza de mi tierra. Es como volver a ella.

—¿De dónde es que es?

—De Asturias.

—Mi marido era de allí —dijo Bea, mirando a su hijo, que se mostraba impasible aunque no me descansaba de su mirada.

—Busco dos cosas. Una creo haberla encontrado. No tengo claro lo de la segunda.

No hicieron preguntas. Se limitaron a mirarme. Eran las clásicas miradas que surgen cuando llega un desconocido e introduce una inquietud en la armonía. Les eché un rápido vistazo. Bea mostraba sosiego así como el hijo; Lluvia, sorpresa en calma. La más cauta, diría que incómoda, Sagrario, como si intuyera la invalidación del feliz discurrir. Tampoco el perro me quitaba ojo. No había tiempo para más aplazamientos.

—Bien —dije, mirando a Bea—. Estoy aquí para decirle que su padre de usted me encargó buscarla. Quiere verla.

Hubo un silencio repentino. La súbita quietud que provoca lo inesperado. Mis ojos estaban fijos en Bea, teniendo a los demás en el campo visual periférico. Ninguno parecía capaz de emitir sonido. Todos observando a la mujer.

—No entiendo lo que dice, señor —dijo ella.

—Nuestros padres murieron hace mucho —introdujo Sagrario.

—Quizá sí los de usted, pero el padre de ella vive.

Noté el congelante efecto de lo imprevisible en Bea y en Lluvia. El gesto de Sagrario expresaba otra cosa. Y me resultó satisfactorio que Martín no abandonara su parsimonia. Puse empeño en atenuar mis palabras con un gesto apaciguador.

—Usted, Bea, en realidad se llama Blanca y su apellido es Carballo Pondal, no Del Valle Pondal. Sagrario sí es Del Valle Pondal porque no es su hermana sino su prima. Usted, Bea, mejor dicho, Blanca, tuvo una hermana natural llamada Paula a quien no volvió a ver desde los dieciséis años. ¿He cometido algún error? —Dejé flotar un silencio reparador antes de concluir—. Quizás es un momento inadecuado, pero siempre lo es cuando se destapan secretos.

Bea se levantó, se sentó junto a Sagrario y la abrazó. La imagen hizo que me sintiera desmenuzado, como la calderilla que antaño y durante los bautizos echaban los padrinos a la chiquillería.

—Sagrario es mi hermana. Más que eso: una madre, una amiga.

—No lo pongo en duda. No pretendo deshacer nada. Pero no es su hermana biológica. Lo saben. Y por eso usted tiene aún un padre, que no es el de Sagrario.

—Diga todo lo que tenga que decir —habló Martín, con el mismo sonido que hace el trueno al incubarse.

—Usted y Paula fueron abandonadas por su padre —añadí, mirando a Bea—. Las abandonó, dejando también esposa, hacienda y país. Nunca dio señales de vida. Hasta ahora. Está vivo. Quiere expiar su culpa, verla antes de morir y pedirle perdón.

—¿Quiere pedirnos perdón, a mí y a Paula? ¿Dónde está ella? ¿También la encontró? —dijo, esperanzada.

—Ella… no está —dije, con renuencia. Y en ese momento Bea soltó el manantial contenido. Sin duda que habría pensado en la hermana muchas veces hasta que el recuerdo quedó en los archivos profundos de su mente. Ahora, de repente, yo le había hecho rescatar su imagen de los pliegues adormecidos. Noté que en ese momento la estaba viendo tal como la última vez en La Coruña. Pero, al mismo tiempo, le estaba haciendo experimentar la desilusión de lo imposible. Yo había traído a Paula a la luz para volver a enterrarla. Toda una vida en unos segundos. No podía alargar esa situación.

—Lo siento, señora Del Valle. Perdóneme, pero le ruego que me escuche. Usted es quien decide lo que debe hacer. Tiene todo el derecho de ignorar a su padre o verle e increparle por su comportamiento. Hay tres opciones, que dejo en sus manos. No tiene que decidir ahora, por supuesto.

—Qué opciones —gruñó Martín, y por un momento creí que era Viento quien emitió el ruido.

—Puedo decirle a su padre que no la encontré —señalé, enfrentando su mirada—. Puedo decirle que la localicé pero que ella rechazó el verle. En ese caso tampoco le diría dónde vive. Y, finalmente, pudiera ser que Bea aceptara un encuentro con él.

—Entiendo que usted es un detective privado.

—Sí.

—Uno de esos fisgones que van por ahí chismeándose —añadió, sin mover las manos de las rodillas, lo que a mi entender establecía una oportunidad para que el diálogo terminara sin violencia.

—No lo es —dijo Rosa—. La prueba es que les da tres alternativas y serán ustedes quienes elijan la que más les convenga.

—Cierto —dijo Bea con voz recuperada—. De serlo, no nos daría esta posibilidad.

—Bien —dije, levantándome—. Volvemos a Santo Domingo.

—¿Tienen hotel? —inquirió Bea, sin levantarse.

—Sí —dijo Rosa.

—¿Vuelo cerrado para España?

—No.

—Necesito saber más. No pueden, no deben irse así —rogó—. Por favor, disculpen la brusquedad y acepten nuestra hospitalidad. Quédense. Lo que han traído es muy fuerte. Denme oportunidad de analizarlo. Martín puede llevarles mañana o cuando sea.

—Hay una buena habitación para huéspedes —añadió Lluvia, bosquejando una idea en la turbación—. Y sabemos guisar bien. No echarán de menos el hotel. —La nuera perfecta.

—A lo mejor mañana sale despejado y pueden ver los valles —sugirió Bea con voz exangüe.

Miré a Rosa.

—No tenemos pijamas ni…

—En el vestidor tenemos de todo, y también en los baños.

—Vale —dijo Rosa, con los ojos brillantes. La conocía bien. No lo aceptaba por ver esos montes solamente. Entendía que era necesaria una conversación más amplia para que la tensión desapareciera y que afloraran las mejores disposiciones. Las mujeres se merecían algo más. Convine con gesto de aceptación.

—Martín, por favor, paga al chófer y despídele.

—Lo haré yo —dije.