Constanza, junio y meses siguientes de 1961
Serás raíl en un cristal de invierno.
Y, como todos saben,
El raíl permanece.
VANESA PÉREZ-SAUQUILLO
La noticia corrió como el viento aunque la mayoría no lo creyó. ¡Trujillo asesinado! Imposible. ¿Quién podía querer matar al gran Padre de la Patria? Además, él era inmortal. ¿Acaso no era el mismo Dios en la tierra? ¿Podía Dios morir? Pero las noticias fueron llegando con tenacidad. Decían que le habían ametrallado el 30 de mayo cuando iba en su Chevrolet del 57 por la avenida de Washington a San Cristóbal. La Nación sacaba en portada su edición del día siguiente con una gran foto de Trujillo con gafas negras, quizá para urgir al luto entre los lectores, y un titular acusatorio: «Rafael Leónidas Trujillo muere asesinado». En el interior volvía a establecer la indisolubilidad entre el dictador y el país: «… una mano criminal ha atentado contra la integridad de la Patria al atentar contra la vida del Generalísimo y Doctor Rafael Leónidas Trujillo Molina, que encarnó y dirigió durante una vida de sacrificios consagrada por entero a la Patria…». El Caribe no le iba a la zaga en su titular: «Cae vilmente asesinado el Benefactor de la Patria». Y en su editorial: «… el repúblico insigne, que logró para nuestra República las más extraordinarias y brillantes conquistas de progreso y civilización, ha muerto, pero solo en su manifestación corpórea…».
A partir de ese momento el país quedó paralizado. La corriente de terror que existía se agravó, tanto en las ciudades como en los pueblos. La gente se recluyó en sus casas. En las calles no se veía un alma. Ranfis Trujillo no se conformó con la búsqueda de los magnicidas directos para que la justicia imperara. Militares y policías vigilaban los edificios, las calles, las carreteras, los montes y los valles para aprehender y eliminar a cuantos tuvieran relación con el asesinato, siquiera de forma involuntaria. Incluso con quienes manifestaran simpatías por el movimiento subversivo y disidentes, aunque estuvieran en contra del empleo de medios violentos. Nadie escapaba a esa corriente que mantenía en vilo a toda una nación.
¿Qué sería del país? ¿Cómo se podría subsistir sin el amparo del Gran Benefactor? En pueblos y ciudades cundía el mismo sentimiento de desolación y estupor que embarga a los niños cuando muere el padre de familia. Dos generaciones de dominicanos habían crecido bajo su tutela y muchas almas sencillas pensaron que el mundo acabaría. La desaparición del Jefe fue absolutamente sorpresiva tanto para los que sufrieron como para los que medraron durante la Era. De repente, todos quedaron sin guía.
El presidente Balaguer hizo discursos reiterativos señalando que nadie de bien debería sentir preocupación. La estabilidad seguiría reinando en el país merced al buen hacer de los poderes públicos y de la población sensata. Pero con el paso de las semanas las autoridades se volvieron nerviosas. No importó que los seis presuntos participantes directos del asesinato fueran apresados y sus nombres divulgados por los medios de comunicación. Los vividores del Régimen ya no parecían tan arrogantes porque el terror primario fue disipándose y ahora el temblor cambiaba de lado. Poco a poco pero con fuerza imparable llegaban las voces de los marginados. La vida continuó a trompicones. Una comisión de la OEA llegó para verificar el estado político del país, que según Ranfis no tendría cambios porque se seguiría la senda marcada por el fallecido.
Las bodegas estaban llenas de productos agrarios debido a que el país había caído en el aislamiento internacional impuesto por la OEA en agosto del año anterior; aislamiento que cubría los aspectos diplomático, político y económico. No había exportación y muchos productos se pudrían al no tener salida. Bea no logró que la cosecha le fuera comprada. A los estrictos funcionarios no les alcanzó la confusión reinante. No hubo acciones directas contra los colonos españoles pero ellos comprendieron que se había producido un cambio irreversible. Escasearon muchas cosas, entre ellas los combustibles, aunque eso no afectó a Bea ya que no tenía tractor. Pero no fue ajena a la preocupación por el futuro. Una minoría consciente no albergaba dudas de que el país saldría adelante a pesar de las estructuras que el trujillismo había creado en tantos años de poder dictatorial. Pero la incógnita era si esos cambios les perjudicarían. Hubo reuniones entre ellos y prevaleció el argumento de que debían mantenerse al margen de cualquier manifestación y esperar acontecimientos. Por el momento la tempestad tronaba fuera de las colonias.
Bea estaba al tanto de las noticias por conducto de don Manuel. Sin dejar de acudir a la huerta, mantenía conversaciones con su mentor. Admitió que Trujillo cometió muchos de los crímenes que le imputaban. Pero en su caso particular, el Benefactor había cumplido con ella. O eso creía, al menos. Seguía costándole trabajo relacionarle con la desaparición de Martín.
—No lo comprendes —se lamentó don Manuel—. No era el presidente pero controlaba el Órgano Ejecutivo, el Congreso, las instituciones judiciales y policiales, la banca… Y, por supuesto, el Ejército. Nada se movía sin su conocimiento y mandato. Tenía el país en un puño. No creo que no supiera el destino de Martín.
A mediados de año llegó al país una delegación del PRD, que meses más tarde lideraba Juan Bosch. En el ínterin una gran protesta de mujeres se concentró frente a Palacio para pedir la liberación de los presos políticos, acto al que siguió una huelga general multitudinaria. El presidente Balaguer se reunió con dirigentes de Unión Cívica Nacional y poco después fueron liberados casi todos los reclusos políticos, entre ellos los del Movimiento 14 de Junio. El país caminaba de forma imparable hacia otra forma de Gobierno.
Ranfis, el heredero natural del poder, actuó con la ferocidad que le suponían unos y otros. Pero cuando la sed de venganza se calmó con la ejecución de la media docena de conspiradores confesos, realizados por él mismo, según decían, en un lugar llamado Hacienda María, pareció que no tendría fuerzas para seguir en el enorme empeño de vengarse de tantos traidores a la memoria de quien tanto les dio. Con treinta y dos años, en plena posesión de facultades y con una considerable fortuna cubriéndole las espaldas, debió de admitir que su camino estaba en el disfrute de la vida, cosa que venía haciendo con su admirado amigo y excuñado Porfirio Rubirosa, el play boy legendario por sus relaciones amorosas con afamadas artistas del celuloide estadounidense y por sus matrimonios con bellas y millonarias mujeres norteamericanas. Era más gratificante que conducir la nave de amotinados en que se había convertido el país. Cuando el fin de año se acercaba decidió romper con un tiempo que no le concernía. Y buscó el exilio, como el resto de la familia y altos implicados del Gobierno y las Fuerzas Armadas.
Los bienes de los Trujillo fueron inmediatamente incautados por el Estado. A partir de ese momento se desató una furia antitrujillista. Las múltiples estatuas del dictador fueron derribadas y los agentes del SIM perseguidos y encarcelados. No hubo noticias de linchamientos, pero nadie dudaba de que estaban teniendo lugar. Los colaboradores menos directos del Benefactor intentaron capear el temporal pero muchos buscaron la seguridad en otros países. Era un momento de reivindicaciones y de clamar venganza. Ello dio lugar a un absentismo laboral festivo que afectó a escala nacional. Solo la capacidad camaleónica de Balaguer y otros, conscientes del momento crítico, evitó con su entrega y trabajo que el país fuera al colapso.
La marea de convulsión alcanzó a los colonos como un movimiento telúrico. Pasaron a ser los «españoles de Trujillo». Ya no eran los celebrados campesinos que modernizaron la agricultura y que aportaron modelos de producción agrícola, sino los usurpadores de tierras. Los terratenientes que las perdieron en el reparto alentaron a los campesinos propios y ajenos a su ocupación, sin diferencias entre las expropiadas y las que salieron de las talas. Una corriente de antiespañolismo se adueñó de Constanza. «¡Fuera los españoles de Trujillo!» «¡Quisqueya para los dominicanos!» Con el correr de los días la convivencia fue agravándose. Por la noche, y con total impunidad, los nativos mochaban los alambres, quemaban los sembrados, rompían los tractores, mataban los perros. Por el día soltaban búfalos, que campaban libremente por los descampados cuando se estableció la colonia y que desaparecieron con el reparto de tierras. Ahora los trajeron de donde estuvieran para que se comieran las plantas y los frutos. Era difícil vigilar esas extensiones en las noches, que se habían vuelto peligrosas para los colonos que permanecían de guardia.
Hicieron reuniones de urgencia y entonces apreciaron la magnitud de los ataques. Pocas plantaciones habían quedado indemnes. Hubo colonos que recibieron agresiones físicas, algunos con heridas graves de colines. Los robos de mulos y ganado se hicieron corrientes. Grupos envalentonados se presentaban en las casas, cuando los hombres estaban en la faena, y amedrentaban a las mujeres con gritos y amenazas mientras enarbolaban colines. Pusieron denuncias pero la mayoría quedó sin concretarse en detenciones por lo que flotó la sospecha de que algunos policías permitían ese vandalismo. Decidieron la creación de brigadas de vigilancia con perros, porque los nativos en general tenían miedo de esos animales. Las provocaciones y ataques se redujeron pero la situación de animosidad persistió. Un grupo fue comisionado para viajar a la capital y exponer al presidente Balaguer y a la Embajada española las condiciones insoportables de vida a que estaban siendo sometidos. El problema no era vital para el Gobierno, inmerso en el gigantesco problema de construir un país nuevo después de tantos años de mandato totalitario. Al contrario, y dado que se postulaba una consulta popular para dotar al país de un sistema democrático, todos necesitaban los votos de esos campesinos envalentonados. Ellos eran más importantes que unos extranjeros advenedizos que se lucraron con prebendas de un tirano.
Recibieron una oferta consistente en que quien quisiera podía dejar la parcela y la colonia a cambio de 2.100 pesos. Les darían transporte hasta la capital y, los que desearan retornar a España, el viaje en barco pagado. Al paso de los días muchos aceptaron, sobre todo quienes formaron familias casándose entre españoles, no así los que se casaron con dominicanas y tuvieron hijos. Fueron yéndose poco a poco. También los dos gallegos que la ayudaban. Recogieron sus familias y sus bártulos y dijeron adiós a lo que había sido su hogar durante seis o siete años. Atrás quedaban sus esfuerzos y sus ilusiones, pero eran jóvenes y empezarían en otro sitio. Ahora sobraban casas, que albergaron a algunos dominicanos, aunque la mayoría quedaron cerradas en espera.
Emilia y su marido también optaron por la marcha. Unos buenos amigos, colonos que abandonaron tiempo atrás, habían logrado pasar a Venezuela. Estaban bien establecidos en Barquisimeto, en una granja grande. Les ofrecieron irse con ellos porque necesitaban gente de confianza. Irían allí.
—No voy con vosotros —decidió Sagrario.
—Piénsalo —dijo Emilia—. Allí hay más oportunidades, más gente. Aquello es otra cosa.
—Me quedo con Bea. Me necesita.
—Nosotros también.
—Sí, pero Bea está sola. Además, no es el fin del mundo. Quién sabe qué pasará en unos años.
—Que se venga ella también. Allí hay sitio para todos.
—Nunca abandonará esta tierra sin saber qué le ocurrió a Martín y dónde está su cuerpo.
—Debes irte con ellos —opinó Bea, más tarde, cuando se lo notificaron—. Estarás mejor y encontrarás quien sepa apreciar tus virtudes.
—¿Es que no me quieres a tu lado? —dijo Sagrario, con los ojos arrasados.
—¿Cómo dices eso? Eres parte de mí. Pero eres joven y tienes que vivir tu propia vida.
—No quiero saber nada de los hombres. Me quedo contigo. Mi vida está junto a la tuya.
No fue una despedida fácil para las hermanas. Cuando el autobús se perdía bañado en polvo solo hubo tiempo para el llanto. Era como la disolución de algo, el afán atosigado de renuncias.
Bea siguió en el trabajo de las huertas mientras Sagrario cuidaba el hogar. Reparó las alambradas, los sembrados y las acequias. Rendía de sol a sol, sin hacer renuncia de las pasiones que en ella sembró su hombre. No pudo encontrar quien la ayudara. Ya no había desocupados y nadie a quien acudir. Era mucha la tarea que hacer en las dos parcelas, así que se vio obligada a desatender la comprada un año antes.
A menudo dejaba de faenar y se acercaba al borde, donde espiaban los árboles. Siempre hallaba consuelo en esos gigantes vegetales porque Martín le enseñó a amarlos. Al principio buscaba en ellos el sonido perdido, el latido que dio sentido a su vida. Ahora, después de los meses transcurridos sin percibirlo, se confortaba con el vigor que transmitían de su propia naturaleza. Cuando pasara más tiempo, si tenía oportunidad, compraría una parcela lejos de la colonia pero en una parte de Constanza, en la zona alta. Nunca abandonaría esa tierra. Construiría una casa y daría nombre a cada árbol de la parcela, porque serían suyos para siempre. Y cada mañana los saludaría uno a uno, sin prisa, gozando de sus mensajes sin voz hasta que el tiempo se rindiera.
Un atardecer vio a tres hombres hurgar en los alambres. Soltó a Viento y los intrusos escaparon. Guardaba los mulos en el jardín y, como estaba sola, cada mañana se llevaba uno de ellos a la parcela, regresando con él al anochecer con algunos frutos en las alforjas. Con Viento suelto no temía ningún ataque.
Una madrugada sintió ladrar al perro y el ruido de forcejeos. Salió a medio vestir empuñando el colín. La verja estaba abierta. A la luz de las estrellas llegó a tiempo de avistar la salida de dos mulos jalados por cuerpos difuminados. Dos sombras más se agitaban entre gruñidos y denuestos. Se acercó rápida. Un gemido la espeluznó. Llena de furia inédita lanzó su mano armada hacia delante. Sintió el impacto, el metal abriendo tajo en carne. La sombra gritó. La otra le prestó ayuda y escaparon. Bea salió a la calle, detrás. Los intrusos huían, uno apoyado en el otro, dejando pista de sangre. Pudo distinguir sus mulos trotando en la lejanía. Entró. No habían podido llevarse al tercer mulo. Buscó a Viento. Tenía un gran tajo en la cabeza y sus ojos se habían apagado.